sábado, julio 24, 2010

RELATOS DE LOS MITOS DE CTHULHU II



Relatos de los mitos de Cthulhu (II)

H. P. Lovecraft y otros



ÍNDICE

La ambigüedad de la dialéctica (realidad-ficción) en la narrativa lovecraftiana, por Carlo Frabetti

Al otro lado del umbral, por August Derleth

El horror de Salem, por Henry Kuttner

El visitante del cementerio, por J. Vernon Shea

El vampiro estelar, por Robert Bloch

El huésped de la negrura, por H. P. Lovecraft

La sombra que huyó del chapitel, por Robert Bloch

Cuaderno hallado en una casa deshabitada, por Robert Bloch


La ambigüedad de la dialéctica (realidad-ficción) en la narrativa lovecraftiana

Cabría decir que el tema central de la narrativa lovecraftiana —como el de la política tercermundista— es la inestabilidad de las fronteras. Inestabilidad física de las fronteras que separan «nuestro» universo —aparentemente racional y ordenado— del maligno caos poblado de inefables horrores que acecha «al otro lado». Inestabilidad conceptual de la frontera que separa la realidad de la ficción, la vigilia del ensueño, la razón de la locura...
La primera inestabilidad, la del muro que separa nuestro mundo del «otro», suministra las líneas arguméntales: temáticamente, se puede decir que los relatos de los Mitos de Cthulhu son otras tantas descripciones de las fisuras de dicho muro, por las que las indescriptibles y maléficas entidades del «exterior» intentan (y a menudo lo logran) abrirse paso hasta nosotros.
La segunda inestabilidad inspira las peculiaridades de estilo y enfoque, esa inquietante fluctuación entre lo onírico y lo vigil, lo racional y lo irracional, lo cierto y lo imaginario, que caracteriza a los autores del círculo de Lovecraft.
El deliberado juego del escondite en que realidad y ficción se acechan y persiguen mutuamente en la narrativa lovecraftiana, llega a ser desconcertante para el lector no familiarizado con el peculiar acuerdo tácito que liga a los «iniciados». Ciertos textos malditos, por ejemplo, se citan con tal rigor erudito y lujo de referencias verosímiles, que no hay que sorprenderse de que en bibliotecas perfectamente serias existan fichas del Necronomicón.
Pero todavía más desconcertante puede llegar a ser la forma en que algunos autores del círculo de Lovecraft aluden en sus relatos al maestro, haciéndole intervenir personalmente en la trama, citando sus obras reales junto a los textos imaginarios del culto cthulhiano, llegando incluso a insinuar que su prematura muerte —como la de tantos protagonistas de sus relatos— pudiera estar relacionada con su conocimiento de lo secreto y lo prohibido.
Como en algunos grabados de Escher, distintos planos de realidad y ficción se cruzan o superponen en un mismo escenario narrativo, sugiriendo nuevas perspectivas e impugnando las familiares.
El núcleo de este segundo volumen de nuestra antología de relatos de los Mitos de Cthulhu, lo constituye, en este sentido, un auténtico tour de force a cargo del propio Lovecraft y de su aventajado discípulo Robert Bloch. En el alucinante tríptico compuesto por El vampiro estelar, El huésped de la negrura y La sombra que huyó del chapitel, ambos autores se convierten uno a otro en protagonistas de sus relatos y, con afectuosa ironía, se atribuyen mutuamente las muertes más espantosas, como inmolándose, en una magistral jugada de sutil humor negro, a sus propios dioses privados.
Y puesto que en el prólogo del primer volumen aludí a la solapada ambigüedad ideológica de la narrativa lovecraftiana, y en éste me he referido a su deliberada ambigüedad a nivel de fabulación, forzoso será hablar también de la ambigüedad de la escuela de Lovecraft como tal: de la inestabilidad de la frontera que separa los Mitos de otras temáticas fantásticas, de la «legitimidad» de sus numerosos cultivadores... Pero ése ya es otro prólogo.
Carlo Frabetti
AL OTRO LADO DEL UMBRAL

August Derleth

(Título original: Beyond the Threshold)

En esta ocasión, Derleth se centra en el tema del «Umbral», uno de los elementos clave de la mitología lovecraftiana: la oscura puerta que da acceso a un inimaginable caos «exterior», siempre dispuesto a vomitar sus aborrecibles horrores en nuestro frágil universo.
I

En realidad, ésta es la historia de mi abuelo.
En cierto modo, sin embargo, pertenece a la familia entera, y por encima de ella, al mundo; y ya no existe razón alguna para ocultar los terribles detalles de lo que sucedió en la casa solitaria, perdida en lo más profundo de los bosques del norte de Wisconsin.
Las raíces de la historia se retrotraen a las brumas de los primeros tiempos, muchísimo antes de los principios de la familia Alwyn, pero de esta parte no sabía yo nada en la época de mi visita a Wisconsin en respuesta a la carta de mi primo sobre el extraño debilitamiento de nuestro abuelo. Desde niño, había considerado siempre a Josiah Alwyn algo así como un ser inmortal que no parecía cambiar a lo largo de los años: era un anciano de pecho abombado, con una cara llena y carnosa, decorada con un bigote muy recortado y una pequeña barba que suavizaba la angulosa línea de su mandíbula cuadrada. Sus ojos eran oscuros, no demasiado grandes, y sus cejas pobladas; llevaba el pelo largo, de suerte que su cabeza tenía un aspecto leonino. Aunque le vi poco en mi juventud, dejó en mí una huella imborrable, durante las breves visitas que nos hacía cuando pasaba por la casa solariega, próxima a Arkham, en Massachusetts; aquellas cortas visitas de paso hacia remotos rincones del mundo: el Tibet, Mongolia, las regiones árticas y ciertas islas poco conocidas del Pacífico.
Hacía años que no le había visto, cuando me llegó la carta de mi primo Frolin, que vivía con él en la vieja mansión que tenía mi abuelo en el corazón de los bosques y lagos del norte de Wisconsin: «Desearía que pudieses ausentarte de Massachusetts lo suficiente como para venir hasta aquí. Ha pasado mucha agua bajo los puentes, y ha soplado mucho viento también, desde la última vez que estuviste. Francamente, creo que es muy importante que vengas. En las actuales circunstancias, no sé a quién dirigirme, ya que el abuelo no es el mismo, y necesito a alguien en quien poder confiar.» No había nada que fuese claramente apremiante en la carta, y, sin embargo, daba una extraña sensación de perentoriedad; había algo entre líneas que inducía, invisiblemente, intangiblemente, a no dar más que una respuesta a la carta de Frolin; algo en la frase sobre el viento, en la forma de decir que el abuelo no era el mismo, y en la necesidad que expresaba de tener a alguien en quien poder confiar.
Pude pedir permiso en mi cargo de bibliotecario auxiliar de la Miskatonic University de Arkham, en el mes de setiembre; así que fui. Fui, inquieto por la casi misteriosa convicción de que la necesidad de ir urgentemente era grande: viajé en avión de Boston a Chicago, y de allí, en tren, al pueblo de Harmon, en lo más profundo de la región boscosa de Wisconsin: un lugar de gran belleza natural, no lejos de las costas del lago Superior, de suerte que era posible, en días de viento, escuchar el ruido del agua.
Frolin me esperaba en la estación. Mi primo frisaba casi los cuarenta años, pero aparentaba unos diez menos, con sus ardientes e intensos ojos castaños, su boca suave y sensitiva, aunque él siempre había oscilado entre la gravedad y una especie de rudeza contagiosa: «La sangre irlandesa», como dijo una vez nuestro abuelo. Le miré directamente a los ojos al darnos la mano, tratando de descubrir alguna clave de su misteriosa zozobra, pero sólo vi que estaba efectivamente preocupado, pues sus ojos le traicionaban, al igual que las aguas de un estanque revelan las turbulencias del fondo, aunque tengan la superficie como el cristal.
—¿Qué ocurre? —pregunté, sentado a su lado en el cupé, mientras nos internábamos en la región de altos pinos—. ¿Está en cama el viejo?
Negó con la cabeza.
—¡Oh, no, nada de eso, Tony! —me lanzó una mirada extraña, contenida—. Ya lo verás. Espera y lo verás.
—¿Qué es, entonces? —insistí—. Tu carta era de lo más apremiante.
—Esperaba que lo fuera —dijo él, gravemente.
—Sin embargo, no es nada sobre lo que pueda preguntar —admití—. No obstante, algo pasa.
Sonrió.
—Sí, sabía que comprenderías. Te digo que ha sido difícil..., enormemente difícil. ¡Pensé en ti un montón de veces antes de sentarme a escribir esa carta, créeme!
—Pero si no está enfermo... Creí que me decías que no era el mismo.
—Sí, sí; eso te dije. Ahora espera, Tony; no seas tan impaciente; lo verás por ti mismo. Es su mente, creo.
—¡Su mente! —Sentí una clara oleada de sorpresa y pesar, ante la idea de que el espíritu de nuestro abuelo hubiera comenzado a flaquear; el pensamiento de que aquel cerebro magnífico hubiera declinado era intolerable, y me negué a admitirlo—. ¡Eso no! —exclamé—. Frolin, ¿qué diablos ocurre?
El volvió sus ojos turbados hacia mí, una vez más.
—No lo sé. Pero creo que es algo terrible. Si fuese solamente el abuelo... Pero está la música, y luego todas esas cosas, los ruidos y olores y... —Captó mi mirada de asombro y desvió los ojos, casi con un esfuerzo físico, deteniendo su charla—. Pero se me olvidaba. No me preguntes más. Aguarda y lo verás por ti mismo —rió brevemente, con una risa forzada—. Quizá no sea el viejo el que está perdiendo el juicio. He pensado en eso a veces, también... con razón.
No dijo nada más, pero ahora empezaba a invadirme una especie de enervante temor, y durante un rato permanecí en silencio junto a él, pensando solamente que Frolin y el viejo Josiah Alwyn vivían juntos en aquella vieja casa, ignorando los pinos inmensos de los alrededores y el sonido del viento, y el fragante humo de las hojas quemadas que el aire arrastraba desde el noroeste. La noche cayó pronto en esta comarca poblada de oscuros pinos, y aunque aún se demoraban las últimas claridades en poniente, la oscuridad, desplegándose hacia arriba en una inmensa oleada azafrán y amatista, tomaba ya posesión del bosque por el que viajábamos. De la oscuridad brotaban los gritos de los grandes buhos cornudos y sus primos menores los autillos, prestando una magia imponderable a la quietud que sólo turbaban la voz del viento y el ruido del coche a través de la prácticamente solitaria carretera que conducía a la casa de los Alwyn.
—Ya casi estamos —dijo Frolin.
Las luces del coche cruzaron por encima de un pino desgarrado, fulminado por un rayo hacía años, el cual alzaba todavía dos ramas raquíticas arqueadas como brazos retorcidos hacia el camino: un viejo tocón hacia el que llamaron mi atención las palabras de Frolin, recordándome que estábamos a media milla de la casa.
—Si el abuelo te preguntara —me pidió entonces—, quisiera que no le dijeses que te he llamado yo. No sé si le gustaría. Puedes decirle que te encontrabas no lejos de aquí, y se te ocurrió hacernos una visita.
Nuevamente sentí curiosidad, pero me abstuve de presionar más a Frolin.
—¿Sabe él que vengo?
—Sí. Le dije que había tenido noticias tuyas y que iba a bajar a la estación a esperarte.
Comprendí que si el viejo pensaba que Frolin me había llamado por su salud, se molestaría y quizá se enfadaría; sin embargo, la petición de Frolin implicaba algo más, más que el simple deseo de salvaguardar el orgullo del abuelo. De nuevo se despertó en mí esa singular, intangible alarma, esa sensación repentina, inexplicable de temor.
La casa surgió súbitamente en un claro entre los pinos. Había sido construida por un tío de nuestro abuelo en tiempos de la colonización de Wisconsin, allá por la década de 1850: uno de los Alwyn marineros de Innsmouth, ese pueblo extraño y oscuro de la costa de Massachusetts. Era una construcción muy poco atractiva, adosada a la falda del monte como una vieja arrugada y ridículamente ataviada. Desafiaba muchas normas arquitectónicas, sin que por ello dejase de reflejar las facetas de la arquitectura de 1850, adoptando el más grotesco y pomposo aspecto de las construcciones de aquel entonces. Poseía una amplia galería, uno de cuyos costados conducía directamente a los establos donde antiguamente se guardaban caballos, birlochos y calesas, y donde ahora se albergaban dos coches, único rincón del edificio que mostraba alguna evidencia de haber sido restaurado desde que lo construyeron. La casa alzaba dos plantas y media sobre un sótano; probablemente —la oscuridad me impedía precisarlo con seguridad— estaba pintada todavía del mismo horrible color castaño; y a juzgar por la luz que salía de las ventanas encortinadas, el abuelo no se había tomado la molestia de instalar la luz eléctrica, contingencia para la que venía yo bien preparado, provisto de una linterna y una vela eléctrica, con pilas de repuesto para las dos.
Frolin metió el coche en el garaje, lo aparcó allí y sacó un poco de equipaje, abriendo la marcha hacia la puerta de la entrada, una gran pieza de roble de gruesos entrepaños, decorada con una enorme y ridicula aldaba de hierro. El vestíbulo estaba a oscuras, aunque de la puerta entreabierta del fondo surgía una débil luz que, no obstante, bastaba para iluminar espectralmente la amplia escalera que conducía al piso superior.
—Te llevaré primero a tu habitación —dijo Frolin, siguiendo escaleras arriba con el paso seguro del que frecuenta constantemente el lugar—. Hay una linterna en el pilar de la escalera, en el descansillo —añadió—, por si la necesitas. Ya conoces al viejo.
Encontré la luz y la encendí, entreteniéndome lo imprescindible, de modo que cuando subí a reunirme con Frolin, éste estaba ya junto a la puerta de mi habitación, la cual, como observé, se encontraba directamente encima de la entrada de la casa y, por tanto, orientada al oeste, como la propia casa.
—Nos está prohibido utilizar ninguna habitación de aquí arriba que dé al este del vestíbulo —dijo Frolin, clavando en mí sus ojos, como si dijese: «¡Ya sabes lo raro que se ha vuelto!» Esperó a que hiciera yo algún comentario, pero como seguí callado, prosiguió—: Así que tengo la habitación contigua a la tuya, y Hough está al otro lado de la mía, en el extremo sudeste. A propósito, como habrás adivinado, Hough está preparando algo de comer.
—¿Y el abuelo?
—Seguramente estará en su despacho. Recordarás la habitación.
Efectivamente, conocía aquella extraña habitación sin ventanas, construida bajo las explícitas indicaciones de nuestro tío-bisabuelo Leander, habitación que ocupaba casi toda la parte trasera de la casa, más el lado noroeste completo, y todo el ancho del costado oeste, salvo el pequeño ángulo sudoeste, acaparado por la cocina, cuya luz había visto yo filtrarse en el vestíbulo, al entrar. El despacho se había construido adentrándose en la ladera misma de la montaña, por lo que la pared este no tenía ventanas; pero no había razón, salvo la excentricidad del tío Leander, para no haber abierto ventanas en la pared norte. Aproximadamente en el centro de la pared este, efectivamente, y empotrado en el muro, había un enorme cuadro que llegaba del suelo al techo y ocupaba una anchura de casi dos metros. Si esta pintura, ejecutada al parecer por algún amigo desconocido de tío Leander —si no por mi propio tío-bisabuelo— hubiese tenido algún rasgo de genio o de talento fuera de lo usual, semejante ostentación podría haberse pasado por alto; pero no era así; se trataba de una representación prosaica por demás de un paisaje del norte de la comarca, en el que se veía una ladera, con una cueva rocosa que se abría en el centro del cuadro, un sendero borroso que conducía a ella, una bestia impresionante que evidentemente pretendía ser un oso, tan común en otro tiempo en esta región, dirigiéndose hacia ella, y por encima, algo que parecía una nube siniestra perdida entre los pinos, alzándose oscuramente en derredor. Esta dudosa obra de arte dominaba el despacho completa y absolutamente, a pesar de las estanterías de libros que ocupaban casi todo el espacio disponible de las paredes de la habitación, y de la absurda colección de rarezas diseminadas por todas partes: trozos de piedra y madera curiosamente labrados, extraños recuerdos de la vida marinera de nuestro tío-bisabuelo. El despacho tenía toda la falta de vida de un museo y, sin embargo, respondía a mi abuelo como algo vivo; hasta la pintura de la pared parecía adquirir frescor cuando él entraba.
—No creo que nadie que haya entrado en esa habitación pueda olvidarla —dije con una mueca.
—Se pasa casi todo el tiempo ahí. No sale apenas, y supongo que cuando llega el invierno sólo aparece a la hora de las comidas. Se ha llevado allí la cama también.
Me estremecí.
—No puedo imaginarme que se pueda dormir en esa habitación.
—Ni yo. Pero ya sabes, está trabajando en algo, y creo sinceramente que tiene trastornado el juicio.
—¿Otro libro de viajes, quizá?
Movió negativamente la cabeza.
—No, creo que es una traducción. Algo distinto. Un día encontró unos viejos papeles de Leander, y desde entonces parece haber empeorado progresivamente. —Alzó las cejas y se encogió de hombros—. Vamos. Hough tendrá ya preparada la cena, y tú tendrás ocasión de juzgar por ti mismo.
Las críticas observaciones de Frolin me habían predispuesto a ver a un anciano consumido. Al fin y al cabo, nuestro abuelo tenía setenta y tantos años, y no podía vivir eternamente. Pero físicamente no había cambiado en absoluto, por lo que pude apreciar. Allí estaba sentado para cenar: aún era el mismo anciano fuerte, su bigote y su barba no eran blancos, sino de un gris acerado, y su pelo era negro y abundante; tenía la cara igual de gruesa y colorada que siempre. En el momento de entrar yo, estaba comiendo con apetito un muslo de pavo. Al verme, alzó las cejas un poco, se quitó el muslo de la boca, y me saludó con el mismo calor que si me hubiese ausentado media hora.
—Tienes buen aspecto —dijo.
—Y tú —dije yo—. Estás hecho un curtido veterano.
Hizo una mueca.
—Muchacho, estoy detrás de la pista de algo nuevo: una región inexplorada, distinta de las africanas, asiáticas y árticas.
Lancé una mirada a Frolin. Evidentemente, esto era nuevo para él; fueran cuales fuesen las alusiones que nuestro abuelo había dejado escapar sobre sus actividades, no incluían esta novedad.
Me preguntó sobre mi viaje al Oeste, y el resto de la cena lo pasamos hablando de los demás parientes. Observé que el anciano volvía insistentemente sobre los largamente olvidados parientes de Innsmouth: ¿Qué había sido de ellos? ¿Les había visto alguna vez? ¿Qué aspecto tenían? Como yo no sabía prácticamente nada de nuestros parientes de Innsmouth, y abrigaba la firme convicción de que todos habían muerto durante la extraña catástrofe en la que muchos de los habitantes de esa apartada ciudad desaparecieron en el mar, no pude serle de ninguna ayuda. Pero el giro de estas preguntas inocentes me desconcertaba no poco. En mi condición de bibliotecario de la Miskatonic University, había oído extrañas e inquietantes alusiones al caso de Innsmouth, y a la intervención de la policía federal, así como otras historias sobre extraños agentes, carentes todas ellas de ese esencial halo de veracidad que hiciera verosímil la explicación de los terribles acontecimientos que habían ocurrido en dicha ciudad. Quiso saber, por último, si había visto yo algún retrato de ellos, y cuando le dije que no, se quedó manifiestamente decepcionado.
—Mira —dijo con desaliento—, no hay retratos de tío Leander, pero las gentes de Harmon que le conocieron me contaron hace años que era un hombre muy casero, que su aspecto les recordaba al de una rana. —Súbitamente pareció más animado, comenzó a charlar con un poco más de vivacidad—. ¿Tienes idea de lo que eso significa, muchacho? No, por supuesto. Sería esperar demasiado...
Guardó silencio durante un rato, tomando a sorbos su café, tamborileando sobre la mesa con los dedos, y mirando fijamente al vacío con expresión singularmente preocupada, hasta que, de pronto, se levantó y abandonó la habitación, invitándonos a que fuésemos a su despacho cuando hubiéramos terminado.
—¿Qué opinas? —preguntó Frolin, tan pronto como oímos cerrarse la puerta del despacho.
—Es extraño —dije—. Pero no veo nada anormal, Frolin. Me temo...
Él sonrió lúgubremente.
—Espera. No emitas un juicio todavía; apenas hace dos horas que estás aquí.
Nos dirigimos al despacho después de cenar, dejando que recogieran la mesa Hough y su esposa, quienes habían servido a mi abuelo durante veinte años en esta casa. El despacho estaba intacto, aparte la adición de la vieja cama doble, arrimada contra la pared que separaba esta habitación de la cocina. Mi abuelo estaba esperándonos, evidentemente, o más bien esperándome a mí; y si había tenido motivos para considerar críptico al primo Frolin, no hay palabra adecuada para calificar la subsiguiente conversación con mi abuelo.
—¿Has oído hablar alguna vez del Wendigo? —preguntó.
Admití que había tenido ocasión de leer referencias a este tema, juntamente con otras leyendas indias de la región del Norte: consistía en la creencia en un ser sobrenatural y monstruoso, de aspecto horrendo, que habitaba en las grandes soledades de los bosques.
Quiso saber si había pensado yo alguna vez que podía existir una relación entre esta leyenda del Wendigo y los elementos aéreos; y al contestar yo en sentido afirmativo, me expresó su curiosidad por saber cómo había llegado a conocer la leyenda india, tomándose el trabajo de explicarme que su pregunta no tenía nada que ver con el Wendigo.
—En mi condición de bibliotecario, tengo ocasión de tropezarme con un montón de cosas raras —contesté.
—¡Ah! —exclamó, echando mano de un libro que tenía cerca de su butaca—. Entonces, conoces indudablemente este libro.
Miré el pesado volumen de negra encuademación, cuyo título en letras de oro iba estampado en el lomo únicamente: The Outsider and Others, de H. P. Lovecraft.
Asentí.
—Lo tenemos en nuestras estanterías.
—¿Lo has leído?
—Sí, claro. Es muy interesante.
—Entonces habrás leído lo que cuenta acerca de Innsmouth en su extraño relato, La sombra sobre Innsmouth. ¿Qué piensas de ello?
Reflexioné apresuradamente, traté de recordar la historia, y en seguida me vino a la memoria: era un cuento fantástico de horribles seres acuáticos, progenie de Cthulhu, bestia de origen primordial que vivía en las profundidades del mar.
—Ese hombre tenía bastante imaginación.
—¡Tenía! ¿Es que ha muerto?
—Sí, hace tres años.
—¡Ah! Y yo que pensaba aprender de él...
—Pero seguramente su ficción... —empecé.
Me detuvo.
—Si no puedes dar ninguna explicación sobre lo que ocurrió en Innsmouth, ¿cómo puedes estar tan seguro de que su relato es ficticio?
Admití que no podía; pero el anciano pareció perder todo interés. A continuación sacó un voluminoso sobre que tenía pegados muchos sellos de tres centavos de 1869, tan apreciados por los coleccionistas, y extrajo de él varios papeles que, según dijo, tío Leander había dejado con instrucciones de que fueran arrojados a las llamas. Su deseo, empero, no se había cumplido, explicó mi abuelo, y habían venido a parar a sus manos. Me tendió unas hojas y me pidió mi opinión, sin apartar un momento sus sagaces ojos de mí.
Las hojas pertenecían evidentemente a una carta larga, escrita a mano y con las frases más torpes que cabe imaginar. Además, muchas de dichas frases carecían de sentido, y la hoja que tenía yo delante estaba repleta de alusiones extrañas. Mis ojos captaron palabras tales como Ithaqua, Lloigor, Hastur; hasta que no devolví las hojas a mi abuelo, no se me ocurrió que había leído esas palabras en otro sitio, no hacía mucho tiempo. Pero no dije nada. Expliqué que no podía evitar la sensación de que tío Leander escribía con innecesaria confusión.
Mi abuelo rió entre dientes.
—Creía que lo primero que se te ocurriría iba a ser algo muy parecido a mi propia reacción; pero no, ¡me has fallado! ¡Indudablemente, está claro que todo esto está en clave!
—¡Naturalmente! Eso explicaría la torpeza de sus líneas.
Mi abuelo sonrió con afectación.
—Una clave bastante simple, pero adecuada..., totalmente adecuada. Todavía no he terminado de descifrarla. —Golpeó el sobre con el índice—. Parece que se refiere a esta casa, y hay una advertencia, repetida más de una vez, sobre que hay que tener cuidado de no traspasar el umbral, so pena de horribles consecuencias. Muchacho, he cruzado y recruzado cada uno de los umbrales de este edificio docenas de veces, sin consecuencias de ningún género. Así que, por lo tanto, en alguna parte debe haber un umbral que no he cruzado aún.
No pude reprimir una sonrisa ante su animación.
—Si a tío Leander se le extravió el juicio, el tuyo no parece irle muy en zaga —dije.
La conocida impaciencia de mi abuelo salió repentinamente a la superficie. Apartó los papeles de mi tío de una manotada, nos despidió a los dos con la otra, y dio a entender claramente que tanto Frolin como yo habíamos dejado de existir para él en ese instante.
Nos levantamos, murmuramos alguna disculpa y abandonamos la habitación.
En la semioscuridad del vestíbulo, Frolin me miró sin decir nada, contentándose con fijar sus ojos furibundos en los míos durante un minuto largo, antes de dar media vuelta y llevarme arriba, donde nos despedimos y nos retiramos cada uno a nuestra alcoba a descansar.

II

La actividad nocturna de la mente subconsciente ha sido siempre de hondo interés para mí, ya que me parece que se abren oportunidades sin límite ante cada individuo que está alerta. Muchas son las veces que me he ido a la cama agobiado por un problema, para encontrarlo resuelto —en la medida en que soy capaz de resolverlo— al despertar. De las otras actividades más tortuosas de la mente nocturna sé menos. Pero lo que sí sé es que esa noche me retiré dándole vueltas a la cabeza sobre dónde me había tropezado con las extrañas palabras de mi tío Leander, con la más enérgica y lúcida razón, y que me dormí por último sin haber encontrado respuesta a esta cuestión.
Sin embargo, cuando me desperté en la oscuridad, unas horas más tarde, supe inmediatamente que había leído esos extraños nombres propios en el libro de H. P. Lovecraft que teníamos en la Miskatonic, y sólo en segundo lugar me di cuenta de que alguien golpeaba a mi puerta, y que llamaba con voz apagada:
—Soy Frolin. ¿Estás despierto? Quiero pasar.
Me levanté, me puse la bata y encendí mi vela eléctrica. A todo esto, Frolin había entrado en la habitación; su cuerpo delgado temblaba ligeramente, quizá de frío, pues la brisa de la noche de setiembre que entraba por mi ventana no era ya veraniega.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Se acercó a mí, con una luz extraña en los ojos, y puso una mano sobre mi brazo.
—¿No oyes? —preguntó—. Dios mío, quizá sea mi cabeza...
—¡No, espera! —exclamé.
De alguna parte del exterior, venía al parecer una música espectralmente hermosa: «Son flautas», pensé.
—Es la radio del abuelo —dije—. ¿La suele escuchar a estas horas?
La expresión de su cara acalló mis palabras.
—La única radio de la casa la tengo yo. Está en mi habitación y no está tocando. Incluso te diré que tiene las pilas gastadas. Además, ¿has oído alguna vez esa clase de música por la radio?
Escuché con renovado interés. La música parecía extrañamente apagada, y no obstante, se oía bien. Observé, por otra parte, que no tenía una dirección definida: mientras al principio parecía provenir del exterior, ahora daba la sensación de que brotaba de debajo de la casa. Era como una rara melodía de flautas y caramillos.
—Es una orquesta de flautas —dije.
—O son las siringas de Pan —dijo Frolin.
—Esos instrumentos ya no se usan —objeté distraídamente.
—En la radio —puntualizó Frolin.
Le miré sorprendido; él me devolvió la mirada con seriedad. Se me ocurrió que su poco natural gravedad tenía una razón de ser, ya deseara él o no expresar con palabras esa razón. Le cogí del brazo.
—Frolin, ¿qué ocurre? Te noto alarmado.
Tragó saliva.
—Tony, esa música no viene de ninguna parte de la casa. Viene de fuera.
—Pero ¿quién iba a estar fuera? —pregunté.
—Nadie, ningún ser humano.
Por fin habíamos llegado. Casi con alivio, afronté esta posibilidad que había temido admitir ante mí mismo y que debía afrontar. Nadie..., ningún ser humano.
—Entonces, ¿quién? —pregunté.
—Creo que el abuelo lo sabe —dijo—. Ven conmigo, Tony. Deja la luz; podemos hallar el camino a oscuras.
En el vestíbulo, me detuvo una vez más su mano tensa, sujetándome del brazo.
—¿Has notado eso? —susurró, siseante—. ¿Has notado eso también?
—El olor —dije—. Es un olor vago, impreciso, a agua, a peces y a ranas y a habitantes de lugares acuáticos.
—¿Y ahora? —dijo él.
Súbitamente, el olor a humedad había desaparecido y en su lugar penetraba rápidamente un frío, derramándose en el vestíbulo como algo vivo la indefinible fragancia de la nieve, la apagada humedad del aire cargado de nieve.
—¿Comprendes por qué estaba yo preocupado? —preguntó Frolin.
Sin darme tiempo a contestar, abrió la marcha escaleras abajo hasta la puerta del despacho del abuelo, por debajo de la cual brillaba aún una delgada raya de luz amarilla. Me daba cuenta, a cada escalón que descendíamos, de que la música aumentaba de volumen, aunque no se hacía más comprensible, y ahora, ante la puerta del despacho, se hizo evidente que provenía de dentro, y que la extraña variedad de olores venía igualmente de dentro. La oscuridad parecía palpitar de amenaza, cargada de un terror inminente y presagioso que nos envolvía como en una concha, hasta el punto de que Frolin temblaba a mi lado.
Alcé impulsivamente la mano y llamé.
No hubo respuesta en el interior, ¡pero en el instante en que sonó el golpe en la puerta, la música se detuvo, y los extraños olores se desvanecieron en el aire!
—¡No debías haber hecho eso! —susurró Frolin—. Si él...
Empujé la puerta. Cedió a mi presión y se abrió.
No sé qué esperaba ver allí en el despacho, pero desde luego no lo que vi. El aspecto de la habitación no había cambiado un ápice, quitando el hecho de que el abuelo se había acostado y la lámpara seguía ardiendo. Permanecí inmóvil unos instantes sin atreverme a creer el testimonio de mis ojos, estupefacto ante la prosaica escena que presenciaba. ¿De dónde había surgido la música que yo había oído? ¿Y los olores y fragancias del aire? La confusión se apoderó de mis pensamientos y estaba a punto de retirarme, turbado ante la expresión de descanso de mi abuelo, cuando habló él:
—Pasa, pasa —dijo, sin abrir los ojos—. Así que has oído la música también, ¿no? Había empezado a preguntarme por qué no la oía nadie más. Es mongólica, me parece. Hace tres noches era claramente india, del Norte otra vez, de Canadá y de Alaska. Creo que hay lugares donde Ithaqua es adorado todavía. Sí, sí..., y hace una semana, oí las últimas notas tocadas en el Tibet, en la prohibida Lhassa de hace años, de hace décadas.
—¿Quién la tocaba? —exclamé—. ¿De dónde viene?
Abrió los ojos y se nos quedó mirando.
—Salía de aquí, creo —dijo, colocando la palma de la mano sobre el manuscrito que tenía delante, las hojas escritas por mi tío-bisabuelo—. Y la tocaban los amigos de Leander. Es la música de las esferas, muchacho... ¿Das crédito a tus sentidos?
—La he oído. Y Frolin también.
—¿Y qué pensará Hough? —murmuró el abuelo. Suspiró—: Casi lo tengo, creo. Sólo falta determinar con cuál de ellos se comunicaba Leander.
—¿Con cuál? —repetí—. ¿Qué quieres decir?
Cerró los ojos y la sonrisa le volvió brevemente a los labios.
—Al principio creía que era Cthulhu; Leander era marinero, al fin y al cabo. Pero ahora me pregunto si no serían criaturas del aire: Lloigor, quizá, o Ithaqua, al que creo que algunos indios llaman el Wendigo. Hay una leyenda que dice que Ithaqua se lleva a sus víctimas consigo a los espacios lejanos que hay por encima de la Tierra..., pero se me está olvidando todo otra vez, mi mente divaga.
Sus ojos se abrieron, y vi que nos miraban con una expresión singularmente lejana.
—Es tarde —dijo—. Necesito dormir.
—¿De qué estaba hablando, en nombre de Dios? —preguntó Frolin, ya en el vestíbulo.
—Vamos —dije.
Pero una vez en mi habitación, con Frolin aguardando a escuchar expectante lo que yo tuviera que decir, no supe cómo empezar. ¿Cómo hablar del saber preternatural que encerraban los textos prohibidos de la Miskatonic University, el espantoso Libro de Eibon, los oscuros Manuscritos Pnakóticos, el terrible Texto de R'lyeh, y el más tenebroso de todos, el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred? ¿Cómo contarle todas las cosas que se agolparon en mi mente al escuchar las extrañas palabras de mi abuelo, los recuerdos que emergían de lo más profundo...? ¿Cómo hablarle de los Primordiales, seres antiquísimos de increíble perversidad, dioses viejos que en un tiempo poblaron la Tierra y todo el universo que ahora conocemos, y quizá mucho más, y de los dioses arquetípicos del bien, y de las fuerzas del antiguo mal, ahora sometidas, y sin embargo, irrumpiendo eternamente, manifestándose en cortos períodos, de manera horrible, en el mundo de los hombres? Y si antes mi memoria no había sido lo bastante clara, o los había rechazado con la fuerza de mis prejuicios inherentes, ahora evocaba sus nombres terribles: Cthulhu, guía poderoso de las fuerzas de las aguas de la Tierra; Yog-Sothoth y Tsathoggua, moradores de las profundidades terrestres; Lloigor, Hastur e Ithaqua, el Ser-Nieve y El-Que-Camina-en-el-Viento, que son elementos aéreos todos ellos. Era de estos seres de quienes mi abuelo había hablado; y la conclusión que había sacado resultaba demasiado clara para que pudiese pasarse por alto, o aun interpretarse de otro modo: que mi tío-bisabuelo había vivido en la apartada y ahora deshabitada ciudad de Innsmouth, que había tenido trato con al menos uno de estos seres. Y había otro corolario al que él no había llegado, pero que se desprendía de algo que había dicho por la tarde: que en algún lugar de la casa había un umbral que un hombre no debía atreverse a trasponer, y que había un peligro acechando al otro lado de ese umbral que no era sino la vía de retroceso en el tiempo, el camino de espantosa comunicación con los dioses primordiales que tío Leander había tenido.
Y sin embargo, no había captado toda la importancia de las palabras de mi abuelo. Aunque había dicho mucho, aún había mucho más por decir, y más tarde no pude culparme de no haber comprendido plenamente que las actividades de mi abuelo se orientaban hacia el descubrimiento de ese umbral secreto del que tío Leander hablaba tan crípticamente en sus cartas... ¡y a cruzarlo! En la confusión mental en que ahora me encontraba, preocupado con la antigua mitología de Cthulhu, Ithaqua y los dioses arquetípicos, no seguí los evidentes indicios que conducían a tan lógica conclusión, posiblemente porque temía instintivamente llegar demasiado lejos.
Me volví a Frolin y se lo expliqué lo más claramente que pude. Él escuchó atentamente, haciendo de cuando en cuando alguna pregunta concreta, palideciendo ligeramente ante determinados detalles que no podía yo dejar de mencionar, y no se mostró tan escéptico como yo había pensado. Esto era en sí prueba del hecho de que aún había más cosas por descubrir sobre las actividades del abuelo e incidentes de la casa, aunque yo no me di cuenta inmediatamente. Sin embargo, iba a tardar poco en averiguar algo más sobre la razón fundamental de que Frolin hubiese aceptado en seguida mi explicación, necesariamente breve.
A mitad de una pregunta, dejó de hablar de repente, y asomó a sus ojos una expresión que indicaba que su atención se había desviado de mí, de la habitación, a algo más allá; se quedó en la actitud del que escucha, e impulsado por su gesto, me esforcé yo también por averiguar qué era lo que oía.
«Es sólo la voz del viento en los árboles, que se ha elevado ahora un poco —pensé—. Va a haber tormenta.»
—¿Oyes? —preguntó él en un susurro estremecido.
—No —respondí quedamente—. Sólo el viento.
—Sí, sí... el viento. Te lo escribí, recuerda. Escucha.
—Vamos, Frolin, ten serenidad. Sólo es el viento.
Me dirigió una mirada compasiva y, dirigiéndose a la ventana, me hizo señas de que le siguiera. Me acerqué y me puse a su lado. Sin decir palabra, señaló hacia la oscuridad que envolvía la casa. Tardé un momento en acostumbrar mis ojos a la noche, pero después pude ver la línea de árboles recortada fuertemente contra el cielo limpio y estrellado. Y entonces, instantáneamente, comprendí.
Aunque el viento rugía y tronaba alrededor de la casa, nada turbaba la quietud de los árboles que tenía ante mis ojos: ¡ni una hoja, ni una copa, ni una ramita se mecía lo que es el espesor de un cabello!
—¡Dios mío! —exclamé, y retrocedí, alejándome del cristal como para borrar la visión de mis ojos.
—¿Comprendes ahora? —preguntó él, retirándose de la ventana también—. Yo ya lo he oído otras veces.
Se quedó inmóvil, como aguardando, y yo también esperé; a la sazón, el ruido del viento había alcanzado una intensidad sobrecogedora, de suerte que parecía como si la vieja casa fuera a ser arrancada de la ladera y lanzada valle abajo. En efecto, hubo un leve temblor en el mismo momento en que lo estaba pensando: una extraña vibración, como si la casa se estremeciera, y los cuadros de las paredes se movieran ligeramente, de manera casi -furtiva, casi imperceptible, y sin embargo, inequívocamente visible. Miré a Frolin, pero su semblante no se había alterado; siguió allí, escuchando, de modo que comprendí que aún no habíamos llegado al final de esta singular manifestación. El ruido del viento era ahora un terrible, demoníaco aullido, acompañado de notas de música que por un momento se hicieron distintas, aunque tan perfectamente mezcladas con la voz del viento que al principio no se distinguían. La música era semejante a la de antes, como de flautas, y de cuando en cuando, de instrumentos de cuerda, pero ahora mucho más violenta, resonando con aterrador desenfreno, con un carácter de abominable maldad. Al mismo tiempo, ocurrieron otras dos manifestaciones. La primera fue el ruido como de caminar de alguien, de un gran ser cuyos pasos parecieron penetrar en la habitación desde el corazón mismo del viento; ciertamente, no se produjeron dentro de la casa, aunque había en ellos el inequívoco crescendo que denotaba su gradual aproximación. El segundo fue un repentino cambio de temperatura.
La noche, fuera, era calurosa para el mes de setiembre en el nórdico estado de Wisconsin, y la casa, también, se había mantenido razonablemente confortable. Ahora, de pronto, coincidiendo con los pasos que se acercaban, la temperatura comenzó a descender rápidamente, de modo que en poco tiempo el aire de la habitación se enfrió, y tanto Frolin como yo tuvimos que ponernos más ropa para no resfriarnos. Sin embargo, esto no parecía ser la culminación de las manifestaciones que tan claramente esperaba Frolin: seguía de pie, sin decir nada, aunque sus ojos, encontrándose con los míos de tiempo en tiempo, eran lo bastante elocuentes como para expresar su pensamiento. No sé el tiempo que permanecimos allí, escuchando los aterradores sonidos, antes de producirse el final.
Pero, súbitamente, Frolin me cogió del brazo, y con un ronco susurro, exclamó:
—¡Ahí! ¡Ahí están! ¡Escucha!
El ritmo de la espectral música había cambiado repentinamente y decrecía desde el violento frenesí anterior; ahora se transformó en una melodía de una dulzura casi insoportable, con cierto matiz melancólico, y resultaba tan agradable como perversa había sido la anterior; sin embargo, la nota de terror no había desaparecido completamente. Al mismo tiempo, se hizo evidente un sonido de voces que se elevaron progresivamente en una especie de cántico, desde algún lugar de detrás de la casa..., como del despacho.
—¡Gran Dios del cielo! —grité, aterrado a Frolin—. ¿Qué ocurre ahora?
—Es por el abuelo —dijo—. Tanto si lo sabe él como si no, ese ser viene y canta para él —sacudió la cabeza y cerró los ojos un instante, antes de añadir amargamente en voz baja e intensa—: ¡Si hubiese quemado esos malditos papeles de Leander, como debía haber hecho...!
—Casi podrían entenderse las palabras —dije, escuchando atentamente.
Se oían palabras, pero no palabras que yo hubiese oído nunca; eran una especie de berridos horribles y primitivos, como si alguna criatura bestial, dotada de media lengua, aullase sílabas de insensato horror. Echamos a correr y abrimos la puerta; inmediatamente, los sonidos parecieron más claros, de forma que lo que yo había tomado por muchas voces era sólo una, capaz, no obstante, de producir la ilusión de multiplicidad. Las palabras —o quizá sería mejor que dijese sonidos, sonidos bestiales— se elevaban desde abajo como un aullido sobrecogedor:
—¡Ia! ¡Ia! ¡Ithaqua! Ithaqua cf'ayak vulgthumm. ¡Ia! ¡Uhg! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Shub-Niggurath! ¡Ithaqua naflfhtagn!
Increíblemente, la voz del viento se elevaba y rugía cada vez más terriblemente, hasta el punto que pensé que la casa iba a salir despedida al vacío en cualquier momento, y Frolin y yo de sus habitaciones, y que nos iba a succionar el aliento de nuestros cuerpos desamparados. En la confusión de espanto y asombro que se apoderó de mí, pensé en ese instante en mi abuelo, que estaba abajo en el despacho, y, haciendo una seña a Frolin, eché a correr hacia la escalera, decidido, a pesar de mi horrible miedo, a ponerme entre el anciano y lo que le amenazase, fuera lo que fuese. Corrí a su puerta y me abalancé contra ella, y una vez más, como antes, cesaron todas las manifestaciones: como el chasquido de un interruptor, cayó el silencio, que momentáneamente se hizo aún más terrible.
Se abrió la puerta, y nuevamente me encontré ante mi abuelo.
Estaba sentado todavía como lo habíamos dejado antes, aunque ahora tenía los ojos abiertos, la cabeza un poco erguida y la mirada fija en el enorme cuadro de la pared este.
—¡En nombre de Dios! —grité—. ¿Qué es eso?
—Espero averiguarlo muy pronto —contestó con gran dignidad y gravedad.
Su absoluta carencia de temor sosegó algo mi propia alarma, y entré un poco más en la habitación, seguido de Frolin. Me incliné sobre su cama, procurando que fijara su atención en mí, pero siguió mirando el cuadro con singular intensidad.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté—. Sea lo que fuere, encierra peligro.
—Un explorador como tu abuelo difícilmente estaría satisfecho si no fuera así, muchacho —replicó con tono agrio y práctico.
Yo sabía que era verdad.
—Prefiero morir con las botas puestas a hacerlo aquí en la cama —prosiguió—. En cuanto a lo que has oído, no sé cuánto has oído tú..., pero es algo por el momento inexplicable. Pero quisiera llamar tu atención hacia la extraña acción del viento.
—No había viento —dije—. Me he asomado.
—Sí, sí —dijo con cierta impaciencia—. Muy cierto. Y sin embargo, ahí estaba el ruido del viento, y todas esas voces del viento... tal como las he oído en Mongolia, en las grandes regiones nevadas, en la lejana y secreta meseta de Leng, donde el pueblo Tcho-Tcho adora a extraños dioses antiguos... —De pronto se volvió hacia mí, y sus ojos me parecieron enfebrecidos—: ¿Te he hablado del culto a Ithaqua, al que algunos indios de Manitoba superior llaman a veces El-Que-Camina-en-el-Viento, y otros, efectivamente, el Wendigo, y sobre sus creencias de que El-Que-Camina-en-el-Viento ejecuta sacrificios humanos y se lleva a sus víctimas a parajes apartados de la Tierra, abandonándolas finalmente muertas? ¡Oh!, hay historias, muchacho, y leyendas muy extrañas... y algo más —se inclinó hacia mí ahora con fiera intensidad—: Yo mismo he visto cosas..., cosas encontradas en un cuerpo caído del aire..., cosas que no es posible que existan en Manitoba, cosas que pertenecían a Leng, a las islas del Pacífico —y me despidió con un movimiento de brazo, y una expresión de disgusto cruzó por su rostro—. No me crees. Piensas que desvarío. ¡Vete, regresa a tu sueño mezquino, y espera tu final a lo largo de la eterna miseria de monotonía, día tras día!
—¡No! Cuéntamelo ahora.
—Hablaré contigo por la mañana —dijo él cansadamente, echándose hacia atrás.
Me tuve que contentar con eso; era duro como el diamante, y no había forma de ablandarle. Le di las buenas noches de nuevo, y me retiré al vestíbulo con Frolin, que movía la cabeza lenta, negativamente.
—Cada vez está peor —susurró—. Cada vez el viento sopla con más fuerza, el frío es más intenso, las voces y la música más claras... ¡y el ruido de esos pasos más terrible!
Dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras; tras un momento de vacilación, le seguí.
Por la mañana, mi abuelo mostraba su habitual aspecto saludable. En el momento de entrar yo en el comedor, estaba hablando a Hough, evidentemente en respuesta a una petición, pues el viejo criado se mantenía respetuosamente inclinado mientras oía decir a mi abuelo que él y la señora Hough podían efectivamente tomarse una semana de vacaciones a partir de este momento, si la salud de la señora Hough requería ir a Wausau a visitar a un especialista. Frolin me miró a los ojos con crispada sonrisa; su rostro había perdido algo de color, lo que le daba un aspecto pálido y trasnochado, aunque comía con bastante apetito. Su sonrisa, y la breve mirada significativa de sus ojos hacia Hough cuando se retiraba, manifestaron a las claras que esta necesidad que les había sobrevenido a Hough y a su esposa era un modo de combatir las manifestaciones que tanto me habían perturbado en mi primera noche en la casa.
—Bueno, muchacho —dijo el abuelo alegremente—, ya casi se te ha ido el aspecto macilento que tenías anoche. Confieso que estaba preocupado por ti. Supongo que tampoco te sentirás tan escéptico como antes.
Rió entre dientes, como si acabara de decir un chiste. Por desgracia, yo no pude considerarlo así. Me senté y empecé a comer un poco, mirándole de cuando en cuando, esperando a que empezara la explicación de los extraños sucesos de la noche anterior. Como en seguida me di cuenta de que no tenía intención de explicarme nada, me vi obligado a pedírselo expresamente, cosa que hice con toda la dignidad posible.
—Siento mucho que no hayas podido descansar —dijo—. El hecho es que ese umbral del que habla Leander debe de encontrarse en algún lugar del despacho; anoche sentí la absoluta certeza de que era así, antes de que irrumpieras en mi habitación por segunda vez. Además, parece incuestionable que al menos un miembro de la familia tuvo relaciones con alguno de aquellos seres... Leander, naturalmente.
Frolin se inclinó hacia delante.
—¿Crees en ellos?
Nuestro abuelo sonrió agriamente.
—Debería resultar evidente que, cualesquiera que sean mis poderes, el alboroto que oísteis anoche difícilmente pudo ser provocado por mí.
—Sí, por supuesto —concedió Frolin—. Pero algún otro agente...
—No, no; queda por determinar solamente cuál. El olor a agua es signo de la progenie de Cthulhu, pero los vientos podrían deberse a Lloigor, o a Ithaqua, o a Hastur. Pero las estrellas no están en la posición favorable para que sea Hastur —prosiguió—. Así que debemos quedarnos con los otros dos. Son ellos, o uno de ellos, los que están justamente al otro lado del umbral. Quiero saber qué hay más allá de ese umbral, si puedo descubrirlo.
Parecía increíble que mi abuelo hablase con tanta indiferencia sobre estos seres antiguos; su aire prosaico era en sí mismo tan alarmante como los acontecimientos de la noche. La temporal sensación de seguridad que había sentido yo al verle desayunar desapareció; empecé a tener conciencia nuevamente de ese creciente temor que había experimentado cuando me aproximaba a la casa, la pasada tarde, y lamentaba haber forzado mi interrogatorio.
Si mi abuelo sabía algo, no lo manifestó. Siguió hablando con el tono del profesor que realiza una investigación científica para beneficio del auditorio que tiene delante. No cabía duda, dijo, que existía una relación entre los sucesos de Innsmouth y el contacto exterior no humano de Leander Alwyn. ¿Abandonó Leander la ciudad de Innsmouth originalmente por el culto a Cthulhu que existía allí, porque él también se vio aquejado de esa singular transformación facial que afectó a tantos habitantes de la maldita Innsmouth, confiriéndoles aquella extraña fisonomía de batracio que horrorizó a los investigadores federales que fueron a inspeccionar el caso? Quizá fuera eso. En todo caso, al dejar atrás el culto de Cthulhu, se abrió camino hacia las regiones inexploradas de Wisconsin y estableció contacto de algún modo con alguno de los otros seres más antiguos, Lloigor o Ithaqua; todos ellos, hay que decir, fuerzas elementales del mal. Al parecer, Leander Alwyn era un hombre perverso.
—Si hay alguna verdad en todo esto —exclamé—, entonces habría que hacer caso de la advertencia de Leander. ¡Abandona ese descabellado empeño en descubrir el umbral del que hablas!
Mi abuelo me miró un instante con calculada indulgencia; pero era evidente que no se sentía aludido por mi explosión.
—Ahora que me he embarcado en esta exploración, pienso seguirla. Al fin y al cabo, Leander murió de muerte natural.
—Pero, según tu propia teoría, había tenido relaciones con esos... seres —dije—. Tú no tienes ninguna. Te atreves a salir a los espacios desconocidos, por así decir, sin tener en cuenta los horrores que puedes encontrar.
—Cuando estuve en Mongolia me tropecé con horrores también. Jamás en la vida pensé que saldría con vida de Leng. —Calló, meditabundo, y luego se levantó lentamente—. No; me propongo descubrir el umbral de Leander. Y esta noche, oigáis lo que oigáis, no tratéis de interrumpirme. Sería una lástima que, después de tanto tiempo, me volviese a retrasar vuestra impetuosidad.
—Y cuando hayas descubierto el umbral —exclamé—, ¿qué?
—No estoy seguro de que quiera cruzarlo.
—Puede que no dependa de ti el elegir.
Me miró un instante en silencio, sonrió amablemente, y abandonó la habitación.

III

Aun ahora que ha pasado tanto tiempo, me resulta difícil narrar los acontecimientos de aquella noche catastrófica, por lo vívidamente que me vuelven a la memoria, a pesar del prosaico ambiente de la Miskatonic University, donde tantos y tan tremendos secretos se ocultan en textos antiguos y poco conocidos. Y sin embargo, para comprender los difundidos acontecimientos que ocurrieron después, es preciso conocer los sucesos de aquella noche.
Frolin y yo pasamos la mayor parte del día revisando los libros y papeles de mi abuelo, con intención de comprobar ciertas leyendas a las que se había referido en sus conversaciones, no sólo conmigo, sino con Frolin antes de mi llegada. A lo largo de toda su obra aparecían infinidad de alusiones crípticas, pero no encontramos más que un relato relacionado con nuestra investigación: una historia algo oscura, declaradamente de origen legendario, concerniente a la desaparición de dos habitantes de Nelson, Manitoba, y un oficial de la Policía Montada de la Royal Northwest, y la reaparición de los tres como llovidos del cielo, helados y muertos o moribundos, balbuciendo palabras sobre Ithaqua, El-Que-Camina-en-el-Viento, y sobre muchos lugares de la faz de la Tierra, y portando consigo extraños objetos, propios de lejanas regiones, que jamás se había sabido que poseyeran en vida. La historia era increíble, y sin embargo, estaba claramente relacionada con la mitología consignada en The Outsider and Others y las que se relataban en los Manuscritos Pnakóticos, el Texto de R'lyeh y el terrible Necronomicón.
Aparte de esto, no encontramos nada que se relacionase de manera palpable con nuestro problema, así que nos resignamos a esperar a que llegase la noche.
En la comida y la cena, preparadas por Frolin en ausencia de Hough, mi abuelo se comportó con la normalidad de costumbre, sin aludir para nada a su extraña aventura, comentando solamente que ahora tenía la prueba concreta de que había sido Leander quien había pintado ese poco atractivo paisaje de la pared este del despacho, y que esperaba que pronto —dado que estaba llegando al final de su tarea de descifrar la larga y vaga carta de Leander— descubriría la clave esencial de ese umbral del que hablaba, y al que se refería ahora cada vez más. Cuando se levantó de la mesa, nos advirtió de nuevo solemnemente que no le interrumpiésemos por la noche, so pena de causarle el mayor disgusto, y acto seguido se metió en aquel despacho, del que no volvió a salir ya nunca.
—¿Crees que vas a poder dormir? —me preguntó Frolin cuando nos quedamos solos.
Negué con la cabeza.
—Imposible. Permaneceré en vela.
—Creo que no le gustaría que nos quedásemos abajo —dijo Frolin, frunciendo levemente el ceño.
—Me iré entonces a mi habitación —dije—. ¿Y tú?
—Me quedaré contigo, si no te importa. Él se propone llegar al final, y no hay nada que podamos hacer hasta que nos necesite. Puede llamar...
Yo tenía la desagradable convicción de que si mi abuelo nos llamaba, sería demasiado tarde, pero me abstuve de expresar mis temores en voz alta.
Los sucesos de esa noche empezaron como en la anterior: con los acordes de aquella música espectralmente hermosa, como de flautas, que brotaba de la oscuridad que envolvía la casa. Después, al cabo de un rato, comenzó el viento, y el frío, y la voz ululante. Y entonces, precedido por un aura de maldad tan grande que casi nos asfixiaba en la habitación, sucedió algo más, algo indeciblemente espantoso. Frolin y yo estábamos a oscuras; yo no me había molestado en encender mi vela eléctrica, dado que ninguna luz podría revelarnos el origen de todas estas manifestaciones. Fui a la ventana y, cuando el viento empezó a levantarse, miré una vez más hacia la línea de árboles, pensando que, con toda certeza, se agitarían con la enorme embestida del viento; pero una vez más, no vi nada, ni un leve movimiento en esa quietud. Ni una nube tampoco en el cielo; las estrellas brillaban vivamente, las constelaciones del verano descendían hacia el borde occidental de la Tierra indicando el otoño en el firmamento. El ruido del viento se había elevado invariablemente, de forma que ahora adquirió la furia de un ventarrón; y no obstante, ni un movimiento turbaba la línea de árboles más oscuros que la negrura del cielo.
Pero súbitamente —tan súbitamente que por un instante parpadeé en un esfuerzo por convencerme de que un sueño había nublado mi visión—, en una amplia zona del firmamento ¡desaparecieron las estrellas! Me puse de pie y pegué la cara contra el cristal. Era como si hubiese surgido una nube de repente en el cielo, a la altura casi del cénit; pero no era posible que surgiese ninguna nube a esa velocidad. A ambos lados, y por encima, brillaban aún las estrellas. Abrí la ventana y me asomé, tratando de seguir el oscuro perfil que se recortaba contra las estrellas. ¡Era el perfil de un animal inmenso, una horrible caricatura de hombre, la cual elevaba hasta el cielo lo que semejaba una cabeza, y allí, en el lugar donde podían situarse los ojos, resplandecían con un rojo encendido como dos estrellas de fuego! ¿O eran estrellas? En ese mismo instante, los ruidos de pasos que se aproximaban aumentaron hasta tal punto que la casa se estremecía y temblaba con sus vibraciones, la furia demoníaca del viento se elevó a unas proporciones indescriptibles, y el ulular alcanzó tal grado que resultaba enloquecedor.
—¡Frolin! —llamé roncamente.
Noté que se ponía a mi lado, y un instante después sentí que me apretaba frenéticamente el brazo. ¡Así pues, él también lo había visto, no era una alucinación, ni un sueño, ese ser gigantesco que se recortaba sobre las estrellas y se movía!
—¡Se mueve! —susurró Frolin—. ¡Oh, Dios, viene hacia aquí!
Se alejó despavorido de la ventana, y yo también. Pero un instante después, la sombra del cielo había desaparecido, y volvían a brillar las estrellas. El viento, no obstante, no había disminuido un ápice en intensidad; si era posible, se hacía más feroz y violento por momentos; la casa entera se estremecía y temblaba, mientras aquellas pisadas atronadoras sonaban y resonaban en el valle que se abría ante la casa. Y el frío se fue intensificando, de modo que el aliento nos salía en forma de un vapor blanco en el aire: era un frío como de los espacios exteriores.
Por encima de la confusión de la mente, pensé en la leyenda que contaban los papeles de mi abuelo: la leyenda de Ithaqua, cuya característica consistía en el frío y la nieve de las lejanas regiones árticas. Estaba recordando esto, cuando un coro espantoso de aullidos, cántico triunfal de miles de bocas bestiales, me lo borró todo de la mente:
—¡Ia! ¡Ia! ¡Ithaqua, Ithaqua! ¡Ai! ¡Ai! ¡Ai! Ithaqua cf'ayak vulgtumm vugtlagln vulgtumm. ¡Ithaqua fhatagn! ¡Ugh! ¡Ia! ¡Ia! ¡Ai! ¡Ai! ¡Ai!
Al mismo tiempo, sobrevino un estallido atronador, e inmediatamente después, la voz de mi abuelo se elevó en un grito terrible, un grito que se convirtió en un alarido de mortal terror, de forma que los nombres que quiso pronunciar —el de Frolin y el mío— se perdieron, se ahogaron en su garganta bajo la fuerza del horror que se le había manifestado.
Y tan repentinamente como se dejó de oír su voz, cesaron todos los demás fenómenos, dejando ese silencio espectral y prodigioso que nos envuelve como una nube de fatalidad.
Frolin llegó a la puerta de la habitación antes que yo, aunque no me quedé atrás. Se cayó en mitad de la escalera, pero se incorporó a la luz de mi vela eléctrica, que había cogido yo al salir, y juntos arremetimos contra la puerta del despacho, llamando al anciano.
No contestó ninguna voz, aunque la raya amarilla de la puerta probaba que aún ardía la luz de su lámpara.
La puerta estaba cerrada por dentro, de modo que fue necesario derribarla para poder entrar.
No encontramos rastro alguno de mi abuelo. En la pared este, en cambio, se abría una gran cavidad, donde había estado la pintura, ahora tumbada en el suelo —una abertura rocosa que conducía a las profundidades de la tierra—, y por encima de todo cuanto había en la habitación se extendía la marca de Ithaqua: una fina capa de nieve, cuyos cristales brillaban como un millón de joyas diminutas bajo la luz amarilla de la lámpara de mi abuelo. Aparte del cuadro, sólo la cama estaba desordenada, ¡como si el abuelo hubiera sido arrebatado de ella por una fuerza prodigiosa!
Corrí apresuradamente adonde el anciano había guardado el manuscrito de tío Leander, pero no estaba; no había ni rastro de él. Frolin dio un grito repentino, y señaló el cuadro que tío Leander había pintado, y luego el boquete que se abría ante nosotros.
—Estaba ahí... el umbral —dijo.
Y vi lo mismo que él, como lo había visto el abuelo, pero demasiado tarde: ¡el cuadro de tío Leander no era más que la representación del lugar donde se había construido la casa para ocultar la cavernosa abertura de la ladera, el umbral secreto sobre el que advertía el manuscrito de Leander, el umbral por el que mi abuelo había desaparecido!
Aunque no hay mucho que añadir, queda por revelar el más maldito de todos los hechos extraños. La policía del condado practicó una inspección completa de la caverna, auxiliada por algunos intrépidos aventureros de Harmon; descubrió que tenía varias aberturas, y comprobó que cualquiera que quisiese llegar hasta la casa a través de la caverna, habría tenido que entrar por una de las innumerables hendiduras descubiertas en los montes de los alrededores. La naturaleza de las actividades de tío Leander quedó revelada tras la desaparición del abuelo. Frolin y yo nos vimos en serias dificultades debido a las sospechas de la policía del condado, pero finalmente nos pusieron en libertad, al no aparecer el cuerpo de mi abuelo.
Pero desde esa noche, comenzaron a esclarecerse ciertos hechos; hechos que, a la luz de las alusiones de mi abuelo, juntamente con las horribles leyendas contenidas en los libros raros que guardamos aparte aquí, en la biblioteca de la Miskatonic University, son condenables y condenablemente incontrovertibles.
El primero de ellos es la serie de gigantescas huellas de pies encontradas en la tierra en el lugar donde se alzó aquella noche la sombra que cubría las estrellas de los cielos, la increíble anchura y profundidad que tenían, como si hubiese caminado por allí un monstruo prehistórico, y los pasos de un kilómetro de extensión que se dirigían más allá de la casa y desaparecían en una grieta que conducía a la caverna secreta, dejando un rastro idéntico al descubierto en la nieve al norte de Manitoba donde aquellos desdichados viajeros, y el oficial enviado a buscarles, desaparecieron de la faz de la Tierra.
El segundo es el descubrimiento del cuaderno de notas de mi abuelo, junto con una parte del manuscrito de tío Leander, encontradas ambas cosas en una capa de hielo, en el interior de los nevados bosques que hay más arriba de Saskatchewan, con todos los indicios de haber caído desde una gran altura. La última anotación estaba fechada el día de su desaparición, a finales de setiembre; el cuaderno no fue hallado hasta el mes de abril del siguiente año. Ni Frolin ni yo nos atrevimos a exponer la explicación de su extraña aparición que en seguida nos vino a la cabeza, y juntos quemamos aquella horrible carta y la imperfecta traducción que nuestro abuelo había hecho, traducción que en sí misma, tal como estaba escrita, con todas las advertencias contra el terror del otro lado del umbral, había servido para invocar del exterior a una criatura tan horrible que jamás ha intentado nadie describirla, ni aun esos escritores antiguos cuyos tenebrosos relatos se hallan difundidos por toda la faz de la Tierra. Y por último, la prueba más concluyente, la más tremenda de todas: el descubrimiento, siete meses más tarde, del cadáver de mi abuelo en una pequeñísima isla del Pacífico, no lejos de Singapur, al sudeste, y el singular informe que dieron de su estado: perfectamente conservado, como en hielo; tan frío, que nadie pudo tocarlo con las manos desnudas hasta los cinco días de su descubrimiento; aparte de esto, estaba el hecho singular de que lo encontraron medio enterrado en arena, ¡como si "hubiese caído de un aeroplano"! Ni a Frolin ni a mí nos pudo caber la menor duda; ésta era la leyenda de Ithaqua: se llevaba a sus víctimas consigo hacia regiones apartadas de la Tierra en el tiempo y el espacio, antes de deshacerse de ellas. Y era innegable que mi abuelo había estado vivo durante parte de ese viaje, y si abrigábamos alguna duda sobre ello, las cosas encontradas en sus bolsillos, recuerdos recogidos de extraños y secretos lugares —y que nos enviaron a nosotros—, constituían el testimonio irrebatible y definitivo: la placa de oro, con una representación miniada de una lucha entre seres antiguos, la cual llevaba en su superficie inscripciones con trazos cabalísticos, placa que el doctor Backham de la Miskatonic University identificó como procedente de alguna región situada más allá de la memoria del hombre; el abominable libro escrito en birmano, que revelaba horripilantes leyendas de esa lejana y oculta meseta de Leng, tierra del terrible pueblo Tcho-Tcho; y finalmente, ¡la repulsiva y bestial miniatura, tallada en piedra, de una monstruosidad infernal caminando sobre los vientos, por encima de la Tierra!
EL HORROR DE SALEM

Henry Kuttner

(Título original: The Salem Horror)

Henry Kuttner (1914-1958) nació en California y destacó no sólo como cultivador de lo macabro, sino también como autor de ciencia ficción, género al que contribuyó con obras como Mutante. Además de su propio nombre, utilizó seudónimos, entre los cuales el más popular fue el de Lewis Padgett.
En el siguiente relato, Kuttner conecta hábilmente un escenario y un tema clásicos de la narrativa brujeril con la peculiar mítica lovecraftiana.
La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sótano, los atribuyó a las ratas. Más tarde, empezó a oír historias que circulaban entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de Salem como hierbas en una tumba, daban inquietantes detalles sobre sus actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto de los detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imagen carcomida y cornuda de dudoso origen. Los más ancianos aún hablaban en voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que acarrearon su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la peculiar anestesia de su condición de bruja.
Abbie Prinn y su anómala estatua habían desaparecido hacía muchísimo tiempo, pero aún resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se había extendido por todo Salem. En realidad, no había sucedido nada allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones relacionadas con las ratas.
Y fue una rata la que llevó a Carson a la Habitación de la Bruja. Los apagados chillidos y golpeteos en el interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que le habían estado pidiendo sus editores... otra novela de amor que añadir a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algún tiempo después, no empezó a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas acerca de la inteligencia de la rata que una noche se escabulló de debajo de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.
La casa tenía instalación eléctrica, pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba una luz muy pobre. La rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle.
En otra ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de su alcance, le contemplaba con burlona diversión.
Sonriéndose de su propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr hacia la puerta del sótano, y entonces vio él con sorpresa que estaba entornada. Pensó que debía de habérsele olvidado cerrarla la última vez que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire. La rata aguardó en la puerta.
Irracionalmente molesto, Carson se fue hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo. Encendió la luz del sótano y la vio en un rincón. La rata le observó atentamente con sus ojillos relucientes.
Al descender las escaleras no había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sótano en dirección a la rata, viendo con asombro que la bestezuela permanecía inmóvil, vigilándole. «La rata se comporta de manera anormal», pensó; y la mirada fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.
Luego se rió de sí mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera, decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana.
El hocico de la rata y sus desiguales bigotes aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego vaciló y retrocedió. Después, el animal empezó a conducirse de un modo singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson. Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un saltito hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás apresuradamente, como si —el símil le vino a Carson de pronto a la cabeza— hubiese una serpiente enroscada ante la madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada, salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.
Indudablemente era el propio Carson quien impedía la fuga de la rata, pues estaba a poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el animal desapareció apresuradamente por el agujero.
Picado en su curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía de ser movible.
Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con más fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro girando como si tuviese goznes.
Un rectángulo negro, hasta la altura del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson, involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?
Antes de entrar en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba. Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el terreno.
Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa. Al llegar Carson a la habitación del subsuelo —indudablemente escondite de Abbie Prinn, cuarto secreto, pensó, que sin embargo, no pudo salvarla el día en que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street— aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica, asombrosa.
Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía haber miles de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algún trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules, entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de medio metro de diámetro.
Era muy silenciosa. No se oían los ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street. En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí, recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna.
Las marcas, fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo, pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable. Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo modo de levantarlo.
Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el singular trazado. Nuevamente se le hizo patente el completo silencio. Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente reinó la oscuridad más absoluta.
En ese momento, una singular idea se deslizó en su mente. Se imaginó a sí mismo en el fondo de un pozo, y que de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció oír un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía audible en el completo silencio: fenómeno bastante familiar. Pero si este lugar era tan silencioso...
La idea le asaltó como una súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar. Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un ventilador si era necesario..., aunque el olor a moho que había notado al principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado cuenta de que los había tenido contraídos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en Boston, contándole el descubrimiento que había hecho.


El visitante miró con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente marcado y flaco, carecía de arrugas.
—¿Viene por la Habitación de la Bruja? —preguntó Carson con sequedad. El dueño de la casa se había ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos. El mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente, dijo—: Lo siento, pero no se puede visitar ya más.
El otro le miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.
—Michael Leigh... ocultista, ¿eh? —repitió Carson. Aspiró profundamente. Los ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja—. Lo siento, señor Leigh, pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.
Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.
—Un momento —dijo Leigh con rapidez.
Antes de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el hombro, y le miraba fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión, mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no inesperado.
—¿Qué es esto? —preguntó Carson con aspereza—. No estoy acostumbrado...
—Lo siento muchísimo —dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable—. Debo disculparme. Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación de la Bruja. ¿De veras no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.
—No —dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva personalidad—. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted idea de lo que me han molestado —prosiguió, vagamente sorprendido al darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa—. Es una molestia espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.
Leigh se acercó con ansiedad.
—¿Puedo verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en esas cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.
Carson vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se puso a contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en cuando con alguna pregunta.
—Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? —preguntó.
Carson se quedó sorprendido.
—Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?
—Nunca se sabe —dijo Leigh enigmáticamente, cuando entraban en la Habitación de la Bruja.
Carson encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas sillas y una mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto ceñudo, casi enfadado.
Leigh se encaminó al centro de la habitación, mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.
—¿Trabaja usted aquí? —preguntó lentamente.
—Sí. Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba. Hay demasiado ruido. Pero este sitio es ideal; me resulta muy fácil escribir aquí. Mi pensamiento se siente... —dudó— libre; o sea, desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más extraordinaria.
Leigh asintió como si las palabras de Carson confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de galimatías:
—Nyogtha... k'yarnak...
Se volvió, con el rostro serio y pálido.
—Ya he visto bastante —dijo suavemente—. ¿Nos vamos?
Sorprendido, Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano.
Una vez arriba, Leigh vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último, preguntó:
—Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño últimamente?
Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.
—¿Sueños? —repitió—. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me va a asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a visitar la casa, lo han intentado también.
Leigh alzó sus cejas espesas.
—¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?
—Varios..., sí.
—¿Y qué les contestó?
—Que no. —Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una expresión confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente—: Aunque en realidad no estoy muy seguro.
—¿Qué quiere decir?
—Creo... tengo la vaga impresión... de que he soñado últimamente. Pero no estoy seguro. No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!
—Quizá —dijo Leigh circunstancialmente, mientras se levantaba. Vaciló—. Señor Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es necesario vivir en esta casa?
Carson suspiró con resignación.
—Cuando me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar tranquilo para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad, no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa. Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella lo que quieran. Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado la novela, pienso permanecer aquí.
Leigh se frotó la barbilla.
—Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda usted trabajar?
Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:
—No espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles. Si ha leído a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente! ¿Sabe qué es una sala de los secretos?
—¿Eh? —exclamó Carson, mirando con asombro—. Pero no hay...
—Es una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una palabra en una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es un simple truco de acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!
Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió :
—Esa piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos puntos focales. El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas cuya naturaleza no podría comprender.
El rostro de Carson era un estudio de asombro e incredulidad.
—Pero no querrá decirme que cree usted realmente...
Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.
—Muy bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía también esa ciencia superior de que le hablo. La utilizó para fines maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... —se levantó, mordiéndose el labio—, quiere usted, al menos, permitirme que pase a verle mañana?
Casi involuntariamente, Carson asintió.
—Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... —tartamudeó, sin saber qué decir.
—Sólo es para cerciorarme de que usted... ¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta noche, ¿querría tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.
—De acuerdo. Si sueño...
Esa noche, Carson soñó. Se despertó poco antes de amanecer con el corazón latiéndole furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego. Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún débilmente en un cielo pálido.
Entonces recordó las palabras de Leigh. Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría frenéticamente en la oscuridad.
Se vistió rápidamente, y como la quietud de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de los tejados. Pero —y esto era lo fantástico—, que él supiera, jamás había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vivida a medida que avanzaba.
Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando despacio, reflexionando.
Indudablemente, había pasado por aquí antes, y muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la explicación. Sin embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él, presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un automóvil.
A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada «Necrópolis». Se abrió paso entre la multitud.
A sus oídos llegaron comentarios en voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado.
Había un hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio. Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco, sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y amarga.
El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro hacia él.
—Parece como si hubiese muerto de miedo —dijo roncamente—. Me horrorizaría ver lo que ha debido presenciar este hombre. ¡Uf, mire esa cara!
Carson se alejó maquinalmente de allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que le produjo un escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsionado y muerto flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de liqúenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas funerarias, parecían exhalar un miasma indefinible de antigüedad. ¿Qué habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?
Carson aspiró profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo, el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivían en el puerto de Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853, en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e histérica declaración de una vieja de que había visto a un misterioso forastero vestido de blanco que se «había quitado la cara». ¿Qué podía esperarse de semejante gente?, pensó Carson.
Sin embargo, seguía nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada, encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le invitó a pasar con cordialidad.
Leigh estaba muy serio.
—¿Ha sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? —preguntó sin preámbulos, y Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a llenar un vaso con un sifón. Tras un prologado intervalo, presionó la palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a Leigh la bebida, y sirvió otro vaso para sí —whisky solo—, antes de contestar.
—No sé de qué me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? —preguntó, con un aire de forzada despreocupación.
—He estado revisando los informes —dijo Leigh—, y he averiguado que Abigail Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?
—Nada —dijo Carson con voz neutra—. ¿Y bien?
—Pues... resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo. Han encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson? —Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.
—No lo sé —contestó Carson confundido, frotándose la frente—. No puedo recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada.
—¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...
—Le he visto —interrumpió Carson, con un estremecimiento—. Me ha dejado trastornado.
Apuró el whisky de un trago. Leigh le miró atentamente.
—Bien —dijo luego—, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?
Carson dejó el vaso y se levantó.
—¿Por qué no? —replicó con sequedad—. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?
—Después de lo que sucedió anoche...
—¿Qué sucedió? Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se murió del susto. ¿Y qué?
—Está tratando de convencerse a sí mismo —dijo Leigh serenamente—. En su corazón sabe, debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un instrumento en manos de unas fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando a que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y sería atrapado en ese diagrama de mosaico. Ha caído usted, Carson: y ha permitido que ese horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de su mente el recuerdo de esa acción, de forma que no pudiese siquiera saber si fue un sueño!
Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:
—¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?
Leigh se echó a reír agriamente:
—¡En nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo; del diablo que amenaza a Salem en este momento; porque Salem está en peligro, en un terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.
—¿Ha terminado? —preguntó Carson fríamente—. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus insensateces.
—¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? —preguntó Leigh—. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.
—¡No, maldita sea! —espetó Carson en un arrebato de cólera—. Todo lo que quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...
—Me lo esperaba —dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de simpatía—. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor es que ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.
—Está usted loco —farfulló Carson torpemente.
—Tengo miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo; y lo que hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses, Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?
Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.
—He copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester —dijo—; el libro se titula Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de loco. Léalo.
Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:

«Los hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de los Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir. Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para sembrar el terror y la destrucción entre los pabellones del gran Khan. Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza donde mora.»

Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.
—¿Comprende ahora?
—¡Conjuros y elixires! —exclamó Carson, devolviéndole el papel—. ¡Estupideces!
—Ni mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir desde hace miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... —se volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea descolorida—, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente, pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar en la Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?
—No le prometo nada —respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga náusea—. Adiós.
Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer de la casa adyacente. Al verle, sus enormes pechos se agitaron. Estalló en una chillona y furiosa diatriba.
Carson se volvió y se quedó mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.
—¿Por qué asusta usted a mi Sarah? —gritó, con su cara morena congestionada—. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?
Carson se humedeció los labios.
—Lo siento —dijo lentamente—. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su Sarah. No he estado en casa en todo el día. ¿Qué es lo que la ha asustado?
—Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...
La mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus ojos se agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar sobre los otros dedos.
—¡La vieja bruja!
Se retiró apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada.
Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se sirvió un poco de whisky en un vaso, reflexionó, y luego lo apartó sin haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos, confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y le latía con violencia.
Por último, bajó a la Habitación de la Bruja. Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se durmió.
No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande, negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y perversa.
Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía mucho frío.
Reinaba el más completo silencio. A la luz de la bombilla eléctrica, el mosaico verde y púrpura parecía retorcerse y contraerse hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y la mayor parte de la noche.
Se sentía débil, y el cansancio le tenía inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.
Se estaba moviendo una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo se movió en la sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad.
Parecía una momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagarto extendido sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su espalda negruzca y encogida...
Carson se quedó paralizado. Un horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba soñando, que dentro de un momento despertaría.
El seco horror se incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de hierro.
Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría veloz las calles de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le tenían inmovilizado. La cámara estaba quedándose a oscuras, y un vértigo tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación parecía vacilar.
El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en un movimiento ameboide.
Se oyó un ruido por encima del seco susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba donde estaba emergiendo la negra abominación.
Aquel ser arrugado se volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de pequeñas gotas de sudor:
—Ya na kadishtu nilgh'ri... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...
Tronaron las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de la bóveda. Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata. ¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco!
Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la que se hundió.
La informe abominación se detuvo. Vaciló con un espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente. Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne negra a medida que se consumía.
Un seudópodo de negrura se alargó desde la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico, arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un estampido atronador.
La habitación osciló en amplios círculos en torno a Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.


Carson no llegó a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido partidario de lo horripilante y lo espectral.
—Resulta convincente —dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios negro de la locura—. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?
Fue entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la Habitación de la Bruja, y le contó toda la historia con la esperanza de que le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.
—Lo ha soñado, ¿verdad? —preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.
—Sí, lo he soñado.
—Debe de haberle producido una impresión terriblemente vívida en su espíritu. Algunos sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiempo —predijo, y Carson asintió.
Y porque sabía que sólo despertaría sospechas acerca de su cordura, no mencionó lo que bullía permanentemente en su cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente, aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá, había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!
EL VISITANTE DEL CEMENTERIO

J. Vernon Shea

(Título original: The Haunter of the Graveyard)

J. Vernon Shea nació en Kentucky en 1912, es hijo de un mago profesional y escribe relatos fantásticos desde edad muy temprana.
En El visitante del cementerio, el autor realiza una de esas superposiciones de distintos planos de ficción a que aludía en el prólogo, para acabar, lógicamente, evocando las siniestras entidades de los Mitos.
Los que iban a visitarle por primera vez siempre tenían dificultad en localizar las señas de Elmer Harrod, pues aunque su calle estaba a escasa distancia de una de las grandes arterias de la ciudad, un grupo de abetos obstruía parcialmente la entrada. Un gran cartel, CALLE SIN SALIDA, desalentaba, además, a entrar, aparentemente contrarrestado por una pequeña flecha que temblaba al viento, con esta leyenda: CEMENTERIO VIEJO DE DETHSHILL.
A pesar de la señal indicadora, no había acceso para coches ni peatones, ni tampoco casa para un vigilante. Uno tenía que saltar por encima de una pequeña cerca de piedra, ya que ésta era la parte posterior del cementerio. El cementerio propiamente dicho hacía tiempo que no se utilizaba por estar ocupado todo el terreno. El último entierro había tenido lugar hacía más de cincuenta años.
Las autoridades de la ciudad se ocupaban poco de la conservación de este cementerio. Hacía doce años habían tratado de abrir una calle por allí, pero el proyecto levantó tal clamor, dado que suponía la profanación de una tierra sagrada, que tuvieron que abandonarlo. Después de ganar el pleito, los defensores del histórico cementerio olvidaron pronto el asunto. Ahora, sus calles interiores se hallaban en tal estado de abandono, con la maleza susurrando triunfante por encima del hormigón agrietado, que habría sido imposible transitarlas en coche. Incluso el camino de tierra que circunvalaba el cementerio por el exterior y cruzaba sus calles en diversos puntos estaba abandonado, pues los caballos se comportaban de un modo extraño al pasar por él, dando saltos y sorteando obstáculos invisibles.
La calle de Harrod desembocaba al pie de la cuesta. Harrod tenía pocos vecinos, aunque un cierto número de casas de su alrededor, ruinosas, desmoronadas y abandonadas hacía mucho tiempo, ofrecían su precaria protección a los vagabundos. La casa de Harrod estaba al final de la calle, pegada a la cerca del cementerio. Era un edificio declaradamente de época victoriana, con cúpula, azotea, gabletes y demás aditamentos. Su ampulosidad encantaba a la acusada vena histriónica de Harrod, y era la única razón de que la comprara. De no haber estado dotada de tales detalles góticos, Harrod habría considerado necesario añadírselos.
Harrod se jactaba incluso de que la casa contenía un pasadizo secreto, aunque nunca lo enseñó a sus invitados, «de otro modo ya no sería secreto». Sus invitados sospechaban que eran fantaseos propios de él —Harrod lo exageraba siempre todo—, pero era completamente cierto.
Harrod había descubierto el pasadizo de la manera más extraña. Poco después de instalarse en la casa había tenido un sueño; un sueño turbador en el que le habían llamado de noche para asistir a un singular ritual; había bajado al sótano y, como si estuviese muy familiarizado, había presionado en cierto lugar de la pared, y luego se había introducido por un pasadizo que se había abierto repentinamente. El sueño terminaba aquí, antes de averiguar adonde conducía el pasadizo ni por qué había sido llamado. Por la mañana volvió a la pared del sótano, juzgando que hacía una tontería, buscó un resorte oculto... y lo encontró.
El pasadizo, había descubierto, consistía en un túnel excavado en la tierra. Parecía adentrarse kilómetros y kilómetros, húmedo y cubierto de telarañas, sin que pareciese tener fin, con invisibles respiraderos que permitían que circulase un poco de aire. A lo largo del recorrido, había anillas fijas en las paredes para sostener antorchas; y a juzgar por el suelo —que no era exactamente de tierra apisonada, sino de algún material desgastado—, se notaba que habían pasado muchos pies por este camino. Ni aun el haz de luz era capaz de penetrar todas las cavidades que desembocaban en el pasadizo, pero al parecer no contenían nada de interés; ni siquiera huesos y cráneos, que era lo que casi había esperado encontrar. El túnel era lo bastante ancho y alto como para que pudiesen apresurarse a acudir varias personas.
Apresurarse..., pues notaba una sensación de urgencia en el túnel. La gente que había pasado por aquí no había caminado morosamente. Incluso Harrod sentía premura por llegar al final. Pero acababa inesperadamente en una pared lisa. No torcía ni a un lado ni a otro, y aunque recorrió repetidamente con el haz de luz toda la superficie, no pudo descubrir señal alguna de interruptor ni botón. Al pegar el oído a la pared, le pareció oír al otro lado un rugido distante, como de oleaje; pero él sabía muy bien que eso no podía ser, pues la casa estaba a kilómetros de distancia del mar.
En los días siguientes, Harrod hizo muchas excursiones al túnel, pero no consiguió pasar del muro. Sin embargo, tras una nueva exploración, descubrió que uno de los nichos tenía una salida que no había advertido, una prolongación del túnel que conducía hacia arriba, y siguiendo por ella, llegó a un rincón apartado, detrás de un mausoleo del viejo cementerio de Dethshill.
Tal vez fue este descubrimiento lo que hizo que aumentase su interés por el cementerio. El cementerio viejo de Dethshill tenía muy pocos visitantes. A veces Harrod veía, desde el mirador de su casa, a algún anciano buscando trabajosamente la tumba de algún antepasado, o a algún anticuario con su cámara fotográfica andando de aquí para allá en busca de alguna lápida especialmente vieja, o a algún joven estudiante de arte con idea de sacar copia de alguna curiosa inscripción. De vez en cuando, una pareja de enamorados concertaba allí su cita; los vagabundos guisaban sus breves comidas en pequeñas fogatas; y los niños nuevos de la vecindad trepaban encantados sobre su cerca, asombrados ante tantos acres de terreno donde jugar. Pero ni siquiera durante el día se demoraban demasiado. Pronto se retiraban ligeramente asustados.
El cementerio había tenido en la ciudad larga fama de lugar poco agradable, y su reputación no mejoró precisamente cuando Harrod descubrió, al año de estar viviendo en la casa, junto a una de sus calles, el cadáver de un vagabundo. Le habían degollado hacía poco con algo muy afilado. Posiblemente, el crimen había sido cometido por otro vagabundo, por venganza, o tal vez era obra de algún animal de gran tamaño. Comunicó su descubrimiento a las autoridades; vino la policía, realizó una rápida inspección y se llevaron el cadáver rápidamente.
En el cementerio proliferaban los árboles; descendían hasta el valle para beber del serpeante riachuelo y subían decididamente laderas arriba. Crecían en espesor, empujándose con las ramas unos a otros en su lucha por el espacio vital, tan juntos que ni aun a mediodía lograba el sol penetrar completamente entre sus copas; de modo que cuando Harrod se tendía bajo uno de ellos, el sol no era más que un temblor en el cielo.
Podría pensarse que con tal abundancia de árboles, el cementerio bulliría con los cantos de los pájaros, pero Harrod no había oído ni visto jamás un solo pájaro allí. Sin embargo, el cementerio no estaba nunca tranquilo: había un constante rumor de crujidos o ruidos furtivos; aunque Harrod no había sorprendido aún a ninguna bestezuela, ni siquiera a una rata almizclera en el riachuelo, o a un nervioso ratón de campo. Tal vez no era él buen observador, aunque cuando se detenía a mirar una inscripción y oía un chasquido de ramas tras él, por muy rápido que se volviese nunca descubría nada.
Hay algo misterioso en las espesuras que no dejan filtrar el sol, en las que reina una sensación de crepúsculo aun en pleno mediodía; y Harrod, atraído, volvía una y otra vez al lugar, sólo con idea de sorprender a lo que fuera que acechase entre los árboles. Pero por mucho que esforzaba sus ojos, y volvía la cabeza inesperadamente, o mantenía la mirada fija en el suelo para levantarla de pronto, no lograba descubrir ni una sola vez a ningún ser vigilándole, ni siquiera un ciervo asomando su hocico inquisitivo. No había nada más que árboles y espacios entre ellos y hojas agitadas por el viento.
Y los árboles tenían aspecto de bosque primitivo, como quizá lo tuviera esta región antes de aparecer el hombre. Estos bosques no querían visitantes, y Harrod sentía que era un intruso.
Pero él tenía que entrometerse, pues lo llevaba en su sangre, como el actor que se siente impulsado a actuar en el escenario a oscuras de un teatro vacío. Experimentaba, debido a la proximidad de su casa, un sentimiento de propiedad sobre el cementerio, y se sentía vivamente contrariado los raros días en que alguien entraba a pasear por allí.
La casa de Harrod resultaba familiar a miles de telespectadores, ya que en su programa, Harrod aparecía frecuentemente delante de ella, con alguna de sus horrendas caracterizaciones. Otras veces la cámara se detenía morosamente en alguna de sus singularidades arquitectónicas —la gárgola del tejado era el motivo favorito—, y finalmente descubría a Harrod en su biblioteca, en medio de su impresionante colección de libros fantásticos. Harrod sonreía al espectador, quizá acariciaba su falsa barba, y señalaba con el dedo algún libro que podía tener alguna relación con la película que iban a pasar. Con voz ampulosa, aflautada, contaba la historia del vampiro u hombre-lobo o gul, mientras se iniciaba el filme.
Porque la especialidad de Harrod —y su medio de vida— era presentar películas de miedo, cuanto más viejas y gastadas mejor, para una audiencia de televisión predominantemente juvenil. Sabía que los jóvenes seguían su programa—eso decía él al menos—, no por fingidos escalofríos, sino por los sardónicos comentarios con que empedraba él la acción de la película. Comentaba destructivamente la actuación, la calidad del guión y las evidentes falsedades de los decorados, y «animaba» a los actores: «Adelante, Bela, enseña ahora tus colmillos.» «Será mejor que no entre ahí, señora.» «Malo tú también.» Harrod se mostraba sordo para los entusiastas de las películas de horror que le llamaban por teléfono para sugerirle que dejase las películas en paz. Una vez que se hartaron, cualquier filme fue bueno para sus dardos.
Con el paso de los años, el cementerio fue ejerciendo progresivamente una suerte de fascinación sobre Harrod. Escondía un misterio que él estaba decidido a penetrar. Durante un tiempo, abrigó la sospecha de que alguien —uno de sus vecinos quizá, o de sus telespectadores— había tomado la costumbre de gastarle bromas. Algunas veces, durante una misma noche, podía ver parpadear luces en el interior del cementerio, pero cuando iba a investigar, no encontraba prueba alguna de la presencia de nadie.
A veces se oían leves rumores de viento, como sonidos susurrantes o agudos, que resultaban horribles e infinitamente estremecedores, y cuando los oía, sentía que su corazón dejaba de latir, y en ese momento nada habría sido capaz de hacerle entrar en el cementerio.
Harrod dijo a sus amistades que el cementerio le recordaba el decorado de una película. Cuando la niebla se remansaba en el valle y las lápidas asomaban tétricamente al sesgo, uno medio esperaba ver salir al conde Drácula a cumplir una misión nocturna. Ciertas zonas del cementerio podían pasar aceptablemente por páramos Brontë. Al principio, Harrod había disfrutado dejándose fotografiar delante de tales fondos —su álbum de recortes estaba repleto de instantáneas suyas con disfraces horripilantes—, pero al cabo de cierto tiempo empezó a comprender que todo eso estaba muy bien para divertirse en el cementerio, pero que había estado desestimando unas posibilidades verdaderamente explotables.
Confeccionó pequeños guiones para películas de televisión y reclutó la ayuda de algunos estudiantes de la Miskatonic University para que desempeñasen los papeles. Y comenzó a oírse en el cementerio el desusado bullicio de los equipos de la cámara en acción. Los actores se metían en ambiente con facilidad. No era difícil expresar asombro y horror en este ambiente macabro, sobre todo cuando parecía que el cementerio mismo deseaba cooperar. Cuando pasaban las tomas del día, a todos les daba la sensación de que aparecían cosas que ellos no recordaban haber filmado: densas sombras amenazadoras que parecían alargarse para atrapar a los actores, una especie de vaga impresión de cosas incomprensibles al margen de la acción, bancos de bruma que oscurecían la pantalla momentáneamente, cielos muchísimo más sombríos de lo que la imaginación sería capaz de representar. Y la banda sonora tenía grabadas muchísimas más cosas de lo que los técnicos del sonido habían contado: no era la clase de cosas que molestan a los equipos de Hollywood, como el zumbido de los insectos o el rugido de los aviones, sino ruidos completamente acordes con el talante del filme; era una serie realmente inspirada de susurros y crujidos furtivos. La banda sonora, de hecho, estaba tan repleta que Harrod decidió prescindir del usual (y costoso) fondo de música electrónica. Incluir la música sería recargar la cinta demasiado.
Al pasarlas en los estudios de televisión, estas cintas impresionaron considerablemente a las agencias publicitarias; y los filmes constituyeron la base para el spot que ofrecieron a Harrod. Tras una secuencia introductoria en la que Harrod emprendía el camino hacia la ladera salpicada de lápidas, mientras los árboles se inclinaban bajo el viento y parecían estirarse para agarrarle, la película de horror que seguía parecía doblemente coherente, y las bromas de Harrod más divertidas. Él sospechaba —aunque no quería reconocerlo— que algunas de estas escenas pretendidamente genuinas habían sido trucadas por los estudiantes de la Miskatonic cuando él volvía la espalda, pues pensar de otro modo —que estas tomas no ensayadas y estos sonidos fuesen completamente auténticos— era una posibilidad demasiado escalofriante para soportarla demasiado tiempo.
Así pues, su memoria no le permitía descansar. Recordaba que una vez, al marcharse el personal de las cámaras, bajó él a dar su acostumbrado paseo por el cementerio y experimentó casi inmediatamente un cambio en el ambiente. Se sintió vigilado..., vigilado de una manera claramente hostil. Era como si hubiera traicionado una confianza. Y cuando reparó en las inmundicias dejadas por la compañía —colillas aplastadas en el suelo, vasos de papel con un poco de café aún, bombillas de flash gastadas, hierba pisoteada, rayaduras en las lápidas, huellas dejadas por el equipo de las cámaras— comprendió por qué el ambiente era tan activamente hostil. Había una quietud en el aire como expectante. Al pasar bajo un árbol una rama se estiró como a punto de agarrarle del cuello. El cementerio viejo de Dethshill no tenía guardián; y se sintió un poco estúpido cuando se puso a reparar el daño lo mejor que podía, recogiendo la basura en un montón y yendo a su casa por cajas de cartón para retirarla; pero tenía la concreta sensación de que su presencia no sería bien acogida hasta tanto no hiciese al menos un esfuerzo en favor del cementerio.
Es cierto que el cementerio no adoptaba siempre un aire tan antipático, de otro modo no se habría sentido inclinado a visitarlo tan frecuentemente. Había días espléndidos, días de primavera y verano, en que el cementerio parecía de humor apacible, como un tigre lavándose al sol. Jamás había flores en las tumbas, naturalmente, pero durante los meses cálidos, la misma naturaleza aportaba sus ramilletes de flores silvestres. Incluso una ladera amarilla con dientes de león al sol es una alegría para la vista, y la luz suave que a veces se filtraba entre los árboles y salpicaba el suelo del cementerio parecía casi benigna. Y abajo, en el riachuelo, el agua que gorgoteaba entre las rocas fingía formar rápidos. A veces, un enorme gato de piel moteada caminaba a cierta distancia, por encima de la cerca de piedra, y parecía a punto de aventurarse a entrar, pero en el último momento se lo pensaba mejor, y saltaba al exterior apresuradamente.
En aquellos días, Harrod pensó por primera vez en llevarse algo para leer al cementerio, y a partir de entonces le acompañaba siempre un libro o una revista. Tenía que elegir su lectura cuidadosamente, pues había encontrado que sus escritores favoritos, como Jane Austen y Peacock, por ejemplo, desentonaban inmediatamente con su entorno. Después descubrió que, en cambio, cuando se tendía sobre una lápida a leer, incluso la historia más artificiosa de revista barata parecía ganar validez. Se dio cuenta de que tal comportamiento era pura baladronada por parte suya, pero le producía un delicioso cosquilleo. Una vez, un niño se extravió por el cementerio, y se lo encontró envuelto en una capa (parte de su disfraz de Drácula) y adormilado sobre una lápida. La criatura, sobresaltada, salió gritando y gritando, y sus gritos hacían reír a Harrod en complacido recuerdo.
Pero leer en el cementerio viejo de Dethshill por la noche, con una potente luz enfocada sobre las páginas de Blackwood o de Machen, era lo más emocionante de todo. Normalmente, elegía los mejores cuentos de horror para estas excursiones nocturnas, a veces casi temeroso de volver la página porque la frase que acababa de leer había sido puntuada por un ruido completamente indefinible...
Había hecho calor durante el día, pero ahora la crudeza del aire de la noche presagiaba la proximidad del invierno. Harrod se levantó el cuello del gabán alrededor de la cara. El cementerio estaba singularmente tranquilo; lo único que se oía eran los crujidos de las hojas secas bajo sus pisadas.
Con tantas hojas caídas, las ramas destacaban de manera exagerada, y cada silueta retorcida sorprendía como acabada de pintar. Los árboles parecían agrupados con menos intimidad, permitiendo con su desnudez que la luna penetrase hasta el suelo del cementerio.
Pero la luz de la luna no daba calor. Se oscureció con el paso repentino de una nube, cosa que hizo que Harrod levantara la vista. La escena era tan evocadora de un centenar de películas de horror que Harrod rió entre dientes involuntariamente y alzó la cabeza burlonamente y aulló en hábil imitación del Hombre Lobo.
La burla estaba fuera de lugar, pensó súbitamente Harrod. Sintió un picor en la piel. El cementerio era sensiblemente consciente de su presencia. Tenía la inquietante sensación de ser vigilado. Medio esperaba que saliese tanteando de entre los arbustos el tentáculo de algún monstruo extraterrestre.
La hierba del sendero no había sido segada desde tiempo inmemorial, y le llegaba más arriba de las rodillas, y las hojas parecían cortarle con sus dientes serrados. Él viento comenzó a soplar con fuerza, y una ráfaga movió las puntas de las hierbas como marcando el paso de algún animal.
Tropezó y casi cayó sobre una tumba semioculta por la maleza. Apartó la hierba y enfocó su linterna a la inscripción. «OBEDIAH CARTER», leyó. Las fechas estaban casi borradas por el tiempo, pero por lo que pudo descifrar, eran 179-, 187-. Había cierto número de tumbas con el apellido Carter, parte de una familia de armadores en un tiempo floreciente. ¿No había conocido en su juventud a un tal Randolph Carter, a quien le sucedió un horripilante incidente en un cementerio como éste?
El cementerio viejo de Dethshill conocía indudablemente muchas historias de ese género. Harrod se había preguntado a menudo cómo fueron los rostros de las gentes que ahora moraban aquí en soledad. Rostros duros, puritanos evidentemente; o trastornados, dementes. Rostros de pesadilla...
La tumba de Obediah Carter estaba demasiado ahogada por la maleza para su gusto, y siguió andando. Había pasado por aquí docenas de veces y, sin embargo, a la luz de la luna, tenía todo un aspecto extrañamente distinto, y las tumbas aparecían ante sus ojos en lugares donde no recordaba que estuvieran, y el camino serpeaba en curvas inesperadas. Antes de lo que había calculado, llegó al lugar que él llamaba la Hoya de las Brujas, su punto de destino.
Era un paraje donde los árboles y los arbustos habían sido apartados como por la mano de un gigantesco jardinero, un lugar que tenía tosca forma de círculo, donde la tierra parecía tan negra y desolada como la de un bosque quemado, aunque nadie recordaba que hubiese habido ahí ningún incendio. Quizá un siglo antes había servido de punto de reunión para un aquelarre donde las brujas quemaran ofrendas sacrificiales a su dios el cabrón negro.
El lugar estaba bordeado de abetos que se alzaban como centinelas, los árboles más altos del cementerio; y poco más allá se apretujaban los robles, los sauces y los arces como queriendo asomarse. Las lápidas del círculo interior parecían seguir un orden olvidado ya en el tiempo. Harrod sospechaba que si alguien corriese las lápidas de las principales tumbas unos centímetros aquí y allá, podría formarse un pentáculo perfecto. Y no hacía falta mucha imaginación para representarse a un grupo de brujas y hechiceros sentados sobre las losas de sus tumbas, vigilándole; en efecto, Harrod había filmado precisamente esta escena aquí.
Él mismo había sido la víctima sacrificial de la película, pues con su cuerpo más bien rollizo y su pinta de atildado sibarita, era el más indicado. Consideraba que había realizado una buena actuación, desorbitando los ojos de terror y tartamudeando al hablar.
Harrod se acomodó lo mejor que pudo en su habitual postura sobre la tumba de Jeremy Kent, y abrió el libro enfocando el haz de luz de su poderosa linterna sobre las páginas, aunque la luna bañaba la escena con tanta claridad que casi podía prescindirse de luz artificial. El mármol de la lápida estaba completamente frío por el relente de la noche, y al cabo de un rato esta frialdad comenzó a penetrar en sus nalgas, aun a pesar de su gabán. Sus dedos se le quedaban tan tiesos y torpes que apenas podía pasar las páginas.
Jeremy Kent. Era un nombre agradable, inofensivo. Pero en la tradición local, Jeremy Kent era considerado hechicero o brujo, posiblemente dirigente de un conventículo. La lápida atestiguaba que había muerto a principios de la década de los treinta, y había sido un hombre hermoso de ojos azules y fríos. Las leyendas en torno a Kent eran sumamente interesantes, y desde hacía mucho Harrod tenía proyectado hacer una película de duración normal sobre su vida, en cuanto dispusiera del capital necesario. Pero ¿cómo podría filmar la escena en que Jeremy Kent arrancaba el corazón palpitante del cuerpo de un niño?
Jeremy Kent no había muerto de muerte natural. Las furiosas gentes del pueblo habían tomado el caso en sus manos. Pero si Harrod se ceñía a una fidelidad histórica en este asunto, la escena sería muy semejante a las de Frankenstein y de una docena de películas de horror más. Posiblemente, pensaba Harrod, podía aparecérsele Kent en venganza celestial.
Se quedó pensando en Kent, como si no deseara continuar la lectura del relato de Lovecraft, desde el punto en que lo había dejado la noche anterior. Pues el solitario de Providence había llegado desagradablemente cerca de la realidad. El cementerio viejo de Dethshill era como un plagio de sus páginas, y este claro que Harrod había bautizado con el nombre de la Hoya de las Brujas encajaba demasiado en una obra lovecraftiana, y Jeremy Kent difería bien poco de los perversos personajes de Lovecraft. Era casi como si Lovecraft hubiese visitado este lugar; y teniendo en cuenta sus dilatados vagabundeos arqueológicos por la región, no era improbable que hubiese efectuado tal visita.
Lo más turbador había sido el sueño. Es bien sabido que H. P. Lovecraft había tenido gran cantidad de sueños realmente inquietantes, aterradoras dislocaciones del tiempo y el espacio, pesadillas tan completas y coherentes en sí mismas, que con frecuencia había podido pasarlas prácticamente sin alteración alguna a las páginas impresas. Sus sueños no tenían esa fortuita falta de lógica que caracteriza al sueño normal, sino que, concedido su supuesto fantástico, eran de un realismo angustiante.
La historia que Harrod había estado leyendo la noche anterior, sospechaba él, había tenido asimismo su génesis en uno de los sueños de Lovecraft. Era un relato tan inquietante que Harrod no había parado de pensar en él toda la noche; de modo que no era sorprendente que cuando finalmente se quedó dormido, se encontrara reviviendo dicha historia.
Con una diferencia: que el elemento local del relato había sido reemplazado por la propia casa de Harrod. Él formaba parte de un grupo de figuras encapuchadas, con ropas propias de otra época bajo los capuchones, que iban presurosas por el pasadizo secreto que había descubierto. Habían cogido las antorchas que sostenían las anillas de los muros y avanzaban de tres en fondo. Cuando llegaron al muro final, no vacilaron: el que abría la marcha insertó los dedos en unas muescas de la base de la pared y tiró hacia arriba, y un instante después la pared se levantó como la puerta de un garaje.
De detrás de la pared brotó una súbita bocanada de aire frío, y Harrod entró con el grupo en una gruta cuya inmensidad producía vértigo, una caverna mal iluminada de paredes rezumantes de limo. Una luz verdosa revelaba que el agua se hallaba sólo a unos centenares de metros de sus pies, agua de caverna, aparentemente con salida al mar, al otro lado de las rocas que se veían a lo lejos. Lo curioso era que Harrod sabía al mismo tiempo que era un sueño, y pugnaba por despertar. Al llegar aquí debió de haber un lapso en blanco en el desarrollo del sueño, porque lo que venía a continuación era que participaba, juntamente con el grupo, en una especie de ceremonia en la orilla del lago subterráneo, entonando un conjuro incoherente:
—¡Ia! ¡Ia! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph'nglui mglw' nafh Cthulhu R'lyeh wgah-nagl fhtagn!
Seguidamente, en el sueño, hubo una respuesta a esa llamada. Pero su memoria se negaba a recordar los detalles de la criatura que surgió entonces a la superficie, un ser de tamaño descomunal, con unos tentáculos increíblemente grandes...
Afortunadamente, el sueño había terminado en ese momento. Por la mañana, Harrod se había sentido tan alterado que su espíritu se había rebelado ante la idea de bajar al pasadizo para confirmar que la pared se corría hacia arriba como en el sueño; el pensamiento de que podía ver nuevamente la caverna era demasiado para la paz de su espíritu.
Por suerte, le habían pedido más tarde un trabajo para el estudio, y había estado ocupado casi todo el día preparando el guión. Pero ahora, al leer las páginas del relato de Lovecraft, el sueño monstruoso volvía a importunarle...
Un súbito golpe de viento alborotó las páginas que leía, y casi le arrancó el libro de las manos. Cesó, con un gemido. Una quietud sobrevino en el claro. Los abetos del círculo, que habían estado agitándose y temblando como un perro que se sacude el agua, se quedaron ahora estatuariamente inmóviles.
Reinaba demasiado silencio. Movido de un impulso repentino, cuyo origen no podía adivinar, Harrod volvió al libro de Lovecraft, pasó las hojas hasta que encontró lo que buscaba. Se envolvió con el gabán, se puso de pie como en un escenario, y con gran afectación histriónica declamó lo mejor que pudo:
—¡Ia! ¡Ia! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah-nagl fhtagn!
Palideció la luna. Se acumularon las sombras allí donde antes no las había, en una súbita suspensión de luz que emborronó los árboles y las hierbas altas. Las sombras parecieron avanzar.
Harrod parpadeó y se frotó los ojos para limpiarlos de asperezas granulares. No, no era su imaginación. Las sombras estaban allí, en cierto modo, más sólidas que las que había un momento antes, formando una falange de tinieblas.
Un frío de hielo le recorrió la espina dorsal. Las sombras estaban allí cerca. Ahora se habían detenido, pero no se habían retirado; estaban inmóviles, y miraban a Harrod y esperaban.
La oscuridad desapareció de la faz de la luna, y surgió de nuevo la luz en el cielo, y un torrente de claridad cayó sobre el círculo de abetos.
Y aparecieron seres en el cielo, allá por encima de los árboles; con rostros de gigantescas dimensiones, remotamente humanoides, y un tumultuoso agitarse de miembros no humanos que sugerían tentáculos.
Estaban allí, con ojos rapaces, pero parecía que su atención no se había centrado aún sobre Harrod; buscaban en el suelo como el pájaro busca insectos. Harrod dejó escapar un gemido, y trató de ocultarse, arrojándose de la lápida y arañando en la grava con las manos.
Posiblemente, el movimiento de sus pies disparó algún mecanismo, pues al acurrucarse junto a la lápida oyó un crujido, como de protesta de goznes, que elevaron un sonoro estrépito en el aire de la noche; y la losa que acababa de dejar comenzó a levantarse lentamente ante sus ojos.
Y entonces vio Harrod que la losa ocultaba unos peldaños, una escalera que descendía en la tierra, de la que brotaba una bocanada de aire viciado y pestilente.
Al mirar aterrado hacia la escalera, se dio cuenta de que la luz disminuía fuera del límite de su campo visual, y alzando los ojos, vio que la luna se había alejado del claro, y que las sombras se habían aproximado y le rodeaban en un círculo infranqueable, con pequeños puntitos luminosos como ojos.
La pálida luz no llegaba a definir sus formas. No eran en absoluto fantasmales, ni mucho menos transparentes, sino más bien concentraciones de oscuridad.
Oyó como un levísimo susurro, casi por debajo del límite de lo audible, que fue aumentando gradualmente hasta convertirse en un cuchicheo cavernoso. Provenía del pasadizo subterráneo.
No había nadie allí debajo, que él supiese. No podía haberlo. Y sin embargo, siguió mirando aterrado hacia la escalera, como esperando de un momento a otro la aparición de una figura envuelta en un sudario; posiblemente, con unos fríos ojos azules...
El susurro creció, se hizo insistente, urgente. Y se convirtió en una voz fría y antigua e indeciblemente corrompida. Y entonces comenzó a distinguir las palabras:
—Baja, Harrod, baja.


El cementerio viejo de Dethshill se ve poco frecuentado, y transcurrió mucho tiempo hasta que una pareja de enamorados, alejándose del camino principal, casi tropezó con un cuerpo. Estaba tan descompuesto que fue preciso recurrir a una comprobación dental para identificarlo como el desaparecido Elmer Harrod.
De haber sobrevivido Harrod, habría cortado la escena por demasiado horrorosa para sus telespectadores. Porque tenía la cabeza casi enteramente arrancada del cuerpo, y se adhería a él tan sólo por algunos jirones de carne putrefacta. Su boca estaba abierta en un perpetuo alarido, y los ojos, casi fuera de sus órbitas, expresaban demasiado horror para contemplarlos mucho tiempo. El cadáver era difícilmente reconocible como humano: estaba casi vuelto del revés, y algún animal había andado mordisqueándolo.
EL VAMPIRO ESTELAR

Robert Bloch

(Título original: The Shambler from the Stars)

Robert Bloch, nacido en 1917 y desde muy joven incorporado al círculo de Lovecraft, es sin duda uno de los más famosos autores actuales de narraciones de terror y misterio. Su popularidad se debe en gran medida a sus guiones para Hitchcock (Psicosis, asi como numerosos telefilmes).
Aunque no se llega a decir su nombre abiertamente, el desdichado protagonista de El vampiro estelar es el mismísimo Lovecraft, en un rizado del rizo que... trae cola.
I

Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi infancia más temprana me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominados, los sueños grotescos, las fantasías extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí.
En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos, me he arrastrado con Machen entre las sombras, he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la Tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moraban en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de las planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles.
En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y de sueños.
El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz por naturaleza de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.
Adquirí una vieja máquina, un montón de papel barato y unas cuantas hojas de papel carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y de oscuridad y sobre el enigma de la muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.
Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Los resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas en este género los rechazaron con significativa unanimidad.
Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y la estructura de las oraciones. Trabajé, trabajé febrilmente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después, un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y empecé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.
Quería escribir una historia real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo.
Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido. Los vampiros, los hombres-lobo, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno.
Debía elegir un tema nuevo, una intriga extraordinaria de verdad. ¡Si pudiera concebir algo monstruosamente increíble!
Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba: el roce de las larvas en mi lengua, la fría caricia de una mortaja podrida sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir de verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente.
Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un ermitaño de los Montes Occidentales, con un sabio de la región desolada del Norte y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó, con mucha reserva, algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo que era de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas.
Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa.
Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a los dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso.
Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen desvelados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo que más me molestó fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas... ¡Aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte.
¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento.
Entonces empecé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules.
La perseverancia acaba siempre por triunfar. En una vieja tiendecita de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que andaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título: De Vermis Mysteriis (Los misterios del gusano).
El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hacía un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto y me despidió con amable satisfacción.
Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el feroz poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Montserrat; pero los incrédulos le seguían considerando un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero.
Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios se cuentan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría.
En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando —lugar muy adecuado— en las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque próximo a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era asistido por «compañeros invisibles» y «servidores enviados de las estrellas». Los campesinos evitaban pasar de noche por el bosque donde él vivía; no les gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque.
Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio a las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas..., todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minucioso reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra.
Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del gusano. Nadie se explica cómo pudo hacerlo sin que los guardianes le sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de divulgarlos.
Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto y no tener la clave para descifrarlo.
Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde, tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar su ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más, le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado de ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.

II

Providence es un pueblo encantador. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante raro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por un amplio ventanal, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante aquella espantosa y memorable noche del pasado abril, junto al ventanal abierto a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en la que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con claridad la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los libros tapizaban las paredes; los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales.
Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi anfitrión proyectaba una sombra inquieta sobre la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina, una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse.
Mi compañero era sensible también a esa atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta unos extremos inconcebibles. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni la fiebre lo que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuademación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible.
Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso, diría yo, por empezar en seguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba.
Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban entre sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratase de inspirarme en fuentes más saludables.
Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas.
El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos... y nada más; ninguna ilustración, ningún grabado alarmante.
Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De vez en cuando, los traducía al inglés.
Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro, y Byatis, cuya barba estaba formada por serpientes. Yo temblaba; ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir.
Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, presa de gran agitación. Con voz chillona y excitada, me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre los servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí.
Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escucharlo, él me lo leería.
Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado donde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación :

«Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigilum...»

El ritual seguía; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y de muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco en el infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de un oyente, y lo llamara a la Tierra. ¿Era todo esto una ilusión? No me paré a reflexionar.
Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo una respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por el ventanal entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica risa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más absoluta locura. Aquellas carcajadas que no provenían de boca alguna alcanzaron la última esencia del horror.
Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia el ventanal y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se elevó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó suspendida en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crisparon convulsivamente como si quisieran agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!
Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí.
Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaron con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.
Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por el vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué cantidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquel monstruoso vampiro que yo no podía ver?
Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó allí horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso.
Junto al ventanal, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo..., sangriento. Muy despacio, pero de forma continua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices tentaculares que se enroscaban y desenroscaban en el vacío. En los extremos de estos apéndices, unas bocas se abrían y cerraban con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del vacío estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era un espectáculo para ser presenciado por un ser humano.
Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver flácido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió al ventanal con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa sarcástica y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.
Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensangrentada, vuelta hacia las estrellas.
Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que me fui antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las calles retorcidas, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.
Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado como para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó la vivienda.
Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y de locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por distraer los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero tampoco eso me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.
Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé, yo también, de una vez para siempre, los Misterios del gusano.
EL HUÉSPED DE LA NEGRURA

H. P. Lovecraft

(Título original: The Haunter of the Dark)

O de cómo Lovecraft devuelve la pelota a Bloch-Blake. La pelota y la visita sobrenatural..., aunque en este caso no se trate precisamente de una visita de cumplido.
Dedicado a Robert Bloch

Yo he visto abrirse el tenebroso universo
donde giran sin rumbo los negros planetas,
donde giran en su horror ignorado
sin orden, sin brillo, sin nombre.
Némesis

Los investigadores precavidos dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a Robert Blake le mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro fuera ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.
Porque, después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y de la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y espectrales. Su primera estancia en Providence —con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias ocultas como él— había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario.
No obstante, entre los que han examinado y contrastado todas las circunstancias del asunto, hay quienes se adhieren a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una secta heterodoxa llamada Sabiduría de las Estrellas, antes de 1877, la desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado Edwin M. Lillibridge, y —sobre todo— el miedo monstruoso y transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo, arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños, en su estuche metálico de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo —hombre intachable, con cierta afición a las tradiciones raras— dijo que acababa de liberar al mundo de algo demasiado peligroso para dejarlo al alcance de cualquiera.
El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas. Los periódicos han expuesto los detalles más palpables desde el punto de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena tal como Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora, después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la oscura cadena de hechos desde el punto de vista de su protagonista.
El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, y alquiló el piso de una venerable residencia situada frente a una plaza cubierta de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina —College Hill— inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de la Biblioteca John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín remansado, lleno de gatos lustrosos que tomaban el sol pacíficamente. El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las demás características de principios del siglo xix. En el interior había puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto del edificio.
El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la pared delantera del jardín; por el otro, sus ventanas —ante una de las cuales había instalado su escritorio— miraban a occidente, hacia la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se extendían las violáceas laderas campestres. Contra ellas, a unos tres kilómetros, se recortaba la joroba espectral de Federal Hill, erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas cuando los envolvía el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si intentara ir en su busca para penetrar en él.
Después de haberse traído de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos muebles antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arregló para dedicarse a escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al norte, y muy bien iluminada por un amplio mirador. Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos más conocidos —El socavador, La escalera de la cripta, Shaggai, En el valle de Pnath y El devorador de las estrellas—, y pintó siete telas sobre los temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres profundamente extraños.
Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su mesa y contemplaba soñadoramente el panorama de poniente: las torres sombrías de Memorial Hill, que se alzaban al pie de la colina donde vivía, el torreón del Palacio de Justicia, las elevadas agujas del barrio céntrico de la población y, sobre todo, la distante silueta de Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y calles ignoradas excitaban tanto su fantasía. Por las pocas personas que conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los viejos tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo un mundo extraño y fabuloso que encajaba asombrosamente con lo que él describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros. Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas y se encendieran los proyectores del Palacio de Justicia y los focos rojos del Trust Industrial, dándole efectos grotescos a la noche.
De todos los lejanos edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada en un afilado chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanales ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con sillares de piedra, muy maltratados, al parecer, por el humo y las inclemencias del tiempo. Su estilo, según se podía apreciar con los prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del gótico, y debía datar, por tanto, de 1810 ó 1815.
A medida que pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido con creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales, por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación, y más cosas raras se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás. Al menos, así lo creyó él y así lo consignó en su diario. Más de una vez preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill, ni tenía la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.
En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había comenzado una novela larga basada en la supuesta supervivencia de unos cultos paganos en Maine, pero, incomprensiblemente, se había atascado y su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le ocurrió por primera vez atravesar la ciudad y subir por aquella ladera fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños.
A últimos de abril, poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y avenidas de la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que bordeaban el pie del cerro, llegó por último a una calle en cuesta, flanqueada por gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y cúpulas de cristales empañados. Aquella calle parecía conducir hasta un mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados letreros con los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles que había visto con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida.
De cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o algún desmoronado chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba. Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba correctamente el inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre conocida. De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez habría jurado que fingía ignorancia, porque su rostro moreno reflejó un temor que trató de ocultar en vano. Al despedirse, Blake le sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha.
Poco después, vio súbitamente, a su izquierda, una aguja negra que destacaba sobre el cielo nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no se atrevió a preguntar a los venerables ancianos y obesas matronas que charlaban sentados en los soportales de sus casas, ni a los chiquillos que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones.
Por último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se alzaba al final de la calle. Él se encontraba en ese momento en una plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla de hierro. Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles adyacentes, se erguía, rodeada de maleza, una masa titánica y lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía equivocarse.
La iglesia se encontraba en avanzado estado de ruina. Algunos de sus contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos se veían esparcidos por entre la hierba. Las ennegrecidas ventanas ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el ajimez de piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela —cerrada con candado— a la que se llegaba desde la plaza por un tramo de escalera, y desde ella hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza. La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los aleros sin pájaros y en los muros desnudos de hiedra, veía Blake un toque siniestro imposible de definir.
Había muy poca gente en la plaza. Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo, aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle, contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa había habitado allí en tiempos y había dejado su huella indeleble. El mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre, quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.
Se había albergado allí, en aquellos tiempos, una secta que invocaba a seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia, pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado simplemente la luz. Si el padre O'Malley viviera, podría aclararnos muchos misterios de este templo. Pero, ahora, lo mejor era dejarlo en paz. A nadie hacía daño ahora, y sus antiguos moradores habían muerto y desaparecido. Huyeron como ratas, a la desbandada, en el año 1877, cuando las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día a falta de herederos, el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros abismos de la noche.
Después de marcharse el guardia, Blake permaneció allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si cobrase vida uno de sus propios relatos.
El sol de la tarde salió sin fuerza de entre las nubes para iluminar los sucios, los tiznados muros de la vieia iglesia. Era extraño que el verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.
Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle; recogió a unos cuantos niños que había por allí, y los hizo entrar en un portal desconchado y miserable. El boquete era bastante ancho y Blake no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas entre la hierba, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista de cerca, la enhiesta mole de piedra resultaba opresiva. Sin embargo, venció su aprensión y probó a abrir las tres grandes puertas de la fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la vuelta al edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo insoslayable.
En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles... de todo había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado.
Obedeciendo a un impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos por el suelo. Era un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que evidentemente conducía arriba. Una extraña sensación de ahogo le invadió al saberse dentro de este templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando minuciosamente el lugar. Encontró un barril intacto aún, en medio del polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera que salir. Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente descubrió un viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.
Una vez en la planta baja, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las puertas interiores estaba cerrada con llave, de modo que podía pasar libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los bancos, el pulpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de telarañas que se desplegaban entre los apuntados arcos del triforio. Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales incidían los rayos del sol agonizante.
Aquellas vidrieras estaban tan sucias de hollín que a Blake le costó gran esfuerzo descifrar lo que representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en ellos. En cambio, había escasez de santos, y los pocos representados mostraban además expresiones abiertamente censurables. Una de las vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondo oscuro sembrado de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o crux ansata del antiguo Egipto.
En una sacristía posterior, contigua al ábside, encontró Blake un escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos, casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había leído algunos de ellos; una versión latina del execrable Necronomicón, el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Gules del conde d'Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, el infernal tratado De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos los conocía de oídas y otros le eran totalmente desconocidos, como los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo, ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.
Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy corrientemente en astronomía y en alquimia, en astrología y en otras artes equívocas de la antigüedad —símbolos del Sol, de la Luna, de los planetas, aspectos de los astros y signos del Zodíaco—, y aparecían agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro alfabeto.
Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma, Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente. Se sentía tentado de llevárselos. No se explicaba cómo habían estado aquí durante tanto tiempo sin que nadie echara mano de ellos. ¿Acaso era él el primero en superar aquel miedo que había defendido a este lugar abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?
Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una escalera que probablemente conduciría a la torre del campanario, tan familiar para él desde lejos. La subida fue muy trabajosa; la capa de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más tupidas en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando, Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre, cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías, había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.
La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por unas celosías muy estropeadas. Después las debieron reforzar con sólidas pantallas, que, sin embargo, presentaban ahora un estado lamentable. En el centro del recinto, cubierta de polvo, se alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio de grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior, cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos, siete imágenes colosales de escayola pintada de negro casi enteramente destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los misteriosos megalitos de la isla de Pascua. En un rincón de la cámara había una escala de hierro adosada al muro, que subía hasta el techo, donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto de ventanas. Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un poliedro casi negro, surcado de estrías rojas, que presentaba numerosas caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes horizontales —curiosamente diseñados— a los ángulos interiores del estuche, cerca de la abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos prodigiosos. En su mente flotaron imágenes de paisajes exóticos y grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre tinieblas indistintas delataba la presencia de una conciencia y una voluntad.
Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había en un rincón, al pie de la escalera de hierro. No sabía bien por qué le resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas las telarañas que obstaculizaban su paso y, en efecto, lo que allí había le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no tardó en poner al descubierto la verdad: Blake abrió la boca sobrecogido por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de caballero. También había otros indicios: zapatos, broches de metal, gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio correspondiente al año 1893, algunas tarjetas con el nombre de Edwin E. Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.
Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención, acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos del sol. Decía así:

«El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo 1844. Compra vieja iglesia Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y estudios esotéricos.
»El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la "Sabiduría de las Estrellas" en el sermón del 29 de diciembre de 1844.
»97 fieles a finales de 1845.
»1846: 3 desapariciones; primera mención de Trapezoedro Resplandeciente.
»7 desapariciones en 1848. Comienzo de rumores sobre sacrificios de sangre.
»La investigación de 1853 no conduce a nada; sólo ruidos sospechosos.
»El padre O'Malley habla del culto al demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias. Afirma invocan algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante una luz fuerte. En este caso, tiene que ser invocado otra vez. Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feney en su lecho de muerte, que ingresó en la "Sabiduría de las Estrellas" en 1849. Esta gente afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y los demás mundos, y que el Huésped de la Negrura les revela ciertos secretos.
»Relato de Orrin B. Eddy, 1857: Invocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto particular.
»Reun. de 200 o más en 1863, sin contar a los que han marchado al frente.
»Muchachos irlandeses atacan la iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.
»Artículo velado en J. el 14 de marzo de 1872; pero pasa inadvertido.
»6 desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al mayor Doyle.
»Febrero 1877: se toman medidas, y se cierra la iglesia en abril.
»En mayo, una banda de chicos de Federal Hill amenaza al Dr... y demás miembros.
»181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 1877. No se citan nombres.
»Historias sobre fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877.
»Pedir a Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851...»

Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta años atrás, en busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y repentino que le ocasionó un fallo del corazón? Blake se agachó y observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte superior, como si un ácido poderoso hubiese corroído el espesor del hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto aquél durante sus cuarenta años de reposo entre el polvo y el silencio.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente. Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas cuyas siluetas no eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban filas interminables de monolitos que parecían llegar hasta el cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un fondo de púrpura y helada neblina. Y a una distancia incalculable, detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se adivinaban, por sus etéreas agitaciones, unas presencias inmensas, tal vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos.
Luego, de pronto, su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sintió acechado por algo que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de ella; algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un sentido físico a la vista. Pero pensó que, sencillamente, el lugar le estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.
Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos. Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva? ¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los pájaros evitaban? En ese mismo instante notó que muy cerca de él acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la cerró de golpe sobre la piedra, que en ese momento relucía de manera inequívoca.
A continuación le pareció notar un movimiento blando, como de algo que se agitara en la eterna negrura del chapitel, al que daba acceso la trampa del techo. Ratas, seguramente, porque hasta ahora habían sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su presencia en este edificio condenado. Y no obstante, aquella agitación de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta desembocar en las tranquilas calles del centro que conducían al barrio universitario donde habitaba.
Durante los días siguientes, Blake no habló a nadie de su expedición y se dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las ciencias ocultas.
Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que sobresalía entre las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que allí se ocultaban secretos prohibidos. Además, la vista empezaba a jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una de ellas se escabullía despavorida, en completa confusión... y aun adivinaba los chillidos aterrados que no podía percibir en la distancia.
Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo, oscuro lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el contenido de ese texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque es evidente que le debió de causar un horror sin límites. El diario alude a cierto Huésped de la Negrura, que despierta cuando alguien contempla fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de hipótesis descabelladas sobre los negros abismos del caos de donde procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una barrera infranqueable para ella.
En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yoggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la Tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpiente de Valusia, y millones de años más tarde fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces recorrió tierras exóticas y extraños mares y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde adorar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre fue borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador la devolvió al mundo para maldición del género humano.
A primeros de julio, los periódicos locales publicaron ciertas noticias que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por Federal Hill se había extendido una nueva ola de temor con motivo de haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita. Los italianos afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas insoportables. Asimismo hablaban de una puerta, tras la cual había algo que acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.
En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que causó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas, estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque a Blake no le hizo ninguna gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que duró la avería, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había aprovechado de la ausencia de iluminación en las calles para bajar a la nave de la iglesia, donde se habían oído torpes aleteos, como de un cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz le obligaba invariablemente a retirarse.
Cuando volvieron a iluminarse todas las calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas celosías era excesivo para aquella bestia que había huido a su refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con velas y lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una barrera de luz que protegiese a la ciudad de la pesadilla que acechaba en las tinieblas. Los que se encontraban más cerca de la iglesia declararon que hubo un momento en que oyeron crujir la puerta exterior.
Y lo peor no era esto. Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso, dos de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos enloquecidos y se habían introducido en el templo por el tragaluz, después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El suelo estaba cubierto de viejos cojines deshechos y fundas de bancos, todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron un momento a escuchar, porque les pareció haber oído como si arañasen arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba aventada y barrida.
La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más inquietó a Blake —aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y malos olores— fue el detalle final que explicaba la rotura de los cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas habían saltado en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de que gozó en otro tiempo.
Las mismas quemaduras y manchas amarillentas se encontraban en la escala de hierro que subía al chapitel de la torre. Por allí trepó uno de los periodistas y abrió la trampa, deslizándola horizontalmente; pero al alumbrar con su linterna el fétido y negro recinto no apareció más que un montón informe de detritus cerca de la abertura. Todo se reducía, pues, a pura charlatanería. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio. También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran montado esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que se les quería encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los periodistas.
A partir de aquí, el diario de Blake revela un creciente temor y aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se hace mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones —durante las tormentas— telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios deshechos y suplicó desesperadamente que tomasen todas las medidas posibles para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre. Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición. Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos. Sentía él como una fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina que se elevaba a lo lejos, por encima del humo de la ciudad. En su diario refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y señala que el influjo de ese extraño ser de la torre aumentaba notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal Hill. Insiste una y otra vez en que aquella criatura sabía dónde encontrarle.
En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo, y que se había visto obligado a atarse los tobillos durante la noche.
En su diario refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del 30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notó también una insoportable fetidez y oyó, por encima de él, unos ruidos blandos y furtivos. En cuanto se movía, tropezaba con algo, y cada vez que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso, al que se mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra.
Llegó un momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la que no había nada. Un instante después, se agarraba a los barrotes de una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes calidoscópicas y fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un dios ciego e idiota —Azathoth, Señor de Todas las Cosas—, circundado por una horda de danzantes amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.
Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor de los santos patrones de sus pueblos natales de Italia. Sea como fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad.
En el acto se dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a correr por las calles silenciosas, entre las negras torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.
Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable. Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a mirar por la ventana. Así pasó varios días, temblando siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones en su diario.
La gran tempestad se desencadenó el 18 de agosto, poco antes de la medianoche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake, completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo fue anotando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que le iban dominando de manera incontenible.
Tenía que mantener la casa a oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió de pasar la mayor parte del tiempo sentado ante su mesa escudriñando ansiosamente —a través de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro— la lejana constelación de luces de Federal Hill. De vez en cuando garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces»... «Sabe dónde estoy»... «Debo destruirlo»... «Me está llamando, pero esta vez no me hará daño»... Hay dos páginas de su diario que llenó de frases así.
Por último, a las 2.12 exactamente, según los registros de la compañía de electricidad, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario de Blake no consigna la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En Federal Hill había también muchas personas tan expectantes y angustiadas como él; en la plaza y en los callejones vecinos al templo maligno se fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia, portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas de petróleo, crucifijos y toda clase de amuletos habituales en el sur de Italia. Bendecían cada relámpago, y hacían enigmáticos signos de temor con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, de forma que las calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre Merluzzo de la iglesia del Spirito Santo, el cual se presentó inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se oían ruidos extraños.
Sobre lo que aconteció a las 2.35, tenemos numerosos testimonios: el del propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la iglesia, muy especialmente el de aquellos que estaban frente a la fachada oriental. Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas, explosión de los gases desprendidos por la putrefacción..., cualquiera de estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre Merluzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.
Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último, se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado fue a estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana.
Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. Al mismo tiempo, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se levantó un viento fuerte y repentino con más violencia que antes, arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el este a una velocidad de meteoro.
Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar, no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia; y un momento después elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un relámpago tardío que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente aliviados.
Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió habían sido aún más tremendos por el este que en Federal Hill. El fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio, donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines. Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa de humo grotesca y espantosa, justamente cuando estalló el fogonazo; pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos coinciden, no obstante, en que la violenta ráfaga de viento procedía del oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo sobre cierto olor a quemado que se percibió después en el aire.
Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta, cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron en la mañana del día nueve su rostro asomado a la ventana occidental, intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde volvieron a ver el rostro en la misma posición, empezaron a preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras, llamaron al timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.
El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista horrorizados. Poco después, el médico forense examinó el cadáver, y a pesar de estar intacta la ventana, declaró que había muerto a consecuencia de una descarga eléctrica o por el shock nervioso provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la víctima. Dedujo todo esto de los libros, pinturas y manuscritos que hallaron en el apartamento, y de las anotaciones garabateadas a ciegas en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se había debido de romper en una última contracción espasmódica.
Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos teóricos no se ha visto favorecida precisamente con la intervención del supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y el desequilibrio nervioso de Blake, agravados por su descubrimiento de un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al menos, lo que de ellas se ha podido descifrar:

«La luz todavía no ha vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los relámpagos. ¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está apoderando de mi mente.
»Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos me parecen tinieblas y las tinieblas, luz.
»A pesar de la oscuridad total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe de ser una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos. ¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los relámpagos!
»¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de planetas negros al final.
»Largo vuelo a través del vacío. Imposible cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de luz...
»Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta...
»¡Azathoth, ten piedad! ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con un sentido monstruoso que no es la vista..., la luz es tiniebla y la tiniebla es luz esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes
»Pierdo la noción de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano lejos no hay luz no cristal veo la aguja la torre la ventana ruidos Roderick Usher estoy loco o me estoy volviendo loco ya se agita y aletea en la torre somos uno quiero salir debo salir y unificar mis fuerzas sabe dónde estoy
»Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible sentidos transfigurados salta las tablas de la torre y se abre paso Ia ngai ygg
»Lo veo viene hacia acá viento infernal sombra titánica negras alas Yog-Sothoth, sálvame tú, ojo ardiente de tres lóbulos.»
LA SOMBRA QUE HUYO DEL CHAPITEL

Robert Bloch

(Título original: The Shadow from the Steeple)

Ya fallecido Lovccraft, Bloch retoma la línea argumental de los dos relatos anteriores y escribe esta tercera parte, que es, a la vez, un homenaje al maestro muerto y un inquietante colofón para un terrible tríptico.
William Hurley nació irlandés y creció para ser taxista, así que sería una redundancia, a la vista de ambas contingencias, decir que era charlatán.
Tan pronto como recogió a su pasajero en la zona comercial de Providence aquella tarde de verano, se puso a hablar. El pasajero, un hombre alto y delgado de treinta y tantos años, subió al taxi y se sentó atrás, abrazando su cartera. Dio una dirección en Benefit Street, y Hurley puso el taxi y la lengua a toda marcha.
Empezó Hurley lo que podría llamarse una conversación unilateral, comentando el partido que habían hecho los New York Giants esa tarde. Indiferente ante el silencio de su pasajero, hizo algunas observaciones sobre el tiempo: pasado, presente y previsible. Al no obtener respuesta, el conductor pasó a comentar un acontecimiento local, es decir, la noticia de la huida, esa mañana, de dos panteras negras o leopardos de las jaulas del Langer Brothers Circus, que estaba casi siempre en la ciudad. En respuesta a la pregunta directa de si había visto a dichos animales vagando libremente, el cliente de Hurley dijo con un movimiento de cabeza que no.
El conductor hizo entonces varias observaciones poco favorables acerca de la policía y su incapacidad para capturar a los animales. Era su modesta opinión que ni siquiera un pelotón entero sería capaz de coger un mal resfriado, aunque los encerrasen en un frigorífico durante un año. El chiste no pareció divertir al pasajero, y antes de que Hurley pudiese seguir su monólogo, habían llegado a la dirección de Benefit Street. Ochenta y cinco centavos pasaron de unas manos a otras, el pasajero y su cartera abandonaron el taxi, y Hurley emprendió la marcha.
En ese momento no podía saberlo, pero así es como resultó ser el último en poder testificar que había visto vivo a su pasajero.
El resto son conjeturas, y quizá sea mejor así. Desde luego, resulta bastante fácil sacar ciertas conclusiones sobre lo que ocurrió esa noche en la vieja casa de Benefit Street, pero el peso de esas conclusiones es difícil de sobrellevar.
Hay un misterio de poca importancia que resulta fácil de explicar: el extraño silencio y reserva del pasajero de Hurley. Dicho pasajero, Edmund Fiske, de Chicago, Illinois, meditaba sobre la culminación de quince años de averiguaciones; el recorrido en taxi representaba la última etapa de este largo viaje, y durante el trayecto fue evocando todas las incidencias.
Las pesquisas de Edmund Fiske habían empezado el 8 de agosto de 1935, con la muerte de su gran amigo Robert Harrison Blake, de Milwaukee.
Como el propio Fiske, Blake había sido un precoz adolescente interesado por la literatura fantástica y, como tal, pasó a formar parte del «círculo de Lovecraft», grupo de escritores que mantenían correspondencia entre sí y con el fallecido Howard Phillips Lovecraft, de Providence.
Fiske y Blake se conocieron por carta; fueron a visitarse el uno al otro a Milwaukee y a Chicago, respectivamente, y su común interés por lo preternatural y lo fantástico en la literatura y el arte sirvió para cimentar una sólida amistad que aún perduraba en el momento de la inesperada e inexplicable muerte de Blake.
La mayoría de los hechos —y algunas de las conjeturas— relacionados con la muerte de Blake los incorporó Lovecraft a su relato El huésped de la negrura, publicado más de un año después de la desaparición del joven escritor.
Lovecraft tuvo excelente ocasión de conocer de cerca el asunto, ya que fue por sugerencia suya por lo que el joven Blake había ido a Providence a principios de 1935; fue también él quien le había buscado alojamiento en College Street. Así que el maduro escritor fantástico obró como amigo y vecino, al narrar la singular historia de los últimos meses de Robert Harrison.
En dicha historia cuenta los esfuerzos de Blake por empezar una novela acerca de una pervivencia de ritos brujeriles en Nueva Inglaterra, aunque omite modestamente su participación al proporcionarle a su amigo el material. Al parecer, Blake empezó a trabajar en su proyecto, y luego se vio atrapado en el más grande horror jamás vislumbrado por su imaginación.
Efectivamente, Blake se sintió impulsado a inspeccionar un decrépito y ennegrecido edificio de Federal Hill: las abandonadas ruinas de una iglesia que en otro tiempo cobijara a los adoradores de un culto esotérico. A principios de primavera visitó el apartado edificio y realizó entonces cierto descubrimiento que, en opinión de Lovecraft, acarreó su muerte inevitablemente.
En suma, Blake entró en la iglesia de Free Will, cuyas puertas estaban clavadas, y tropezó con el esqueleto de un periodista del Providence Telegram, un tal Edwin M. Lillibridge, quien al parecer había intentado realizar una inspección similar en 1893. El hecho de que su muerte quedara sin explicar parecía bastante alarmante, pero más inquietante aún resultaba el comprobar que nadie hubiese tenido el suficiente valor de entrar en la iglesia desde aquella fecha y descubrir el cadáver.
Blake encontró el cuaderno de notas del periodista en sus ropas, y su contenido le proporcionó una parcial revelación.
Un tal profesor Bowen, de Providence, había viajado ampliamente por Egipto, y en 1843, en el curso de unas investigaciones arqueológicas en la cripta de Nefrén-Ka, realizó un hallazgo inusitado.
Nefrén-Ka es el «faraón olvidado», cuyo nombre fue maldecido por los sacerdotes y suprimido de las inscripciones dinásticas oficiales. En aquel entonces, el nombre resultaba familiar al joven escritor, debido sobre todo a la obra de otro autor de Milwaukee, el cual había tratado de este gobernante semilegendario en su cuento El santuario del faraón negro. Pero el descubrimiento que hizo Bowen en la torre fue totalmente inesperado.
El cuaderno de notas del periodista hablaba poco de la verdadera naturaleza de ese descubrimiento, pero consignaba hechos subsiguientes de manera precisa y cronológica. Inmediatamente después de desenterrar su misterioso hallazgo en Egipto, el profesor Bowen abandonó sus excavaciones y regresó a Providence, donde compró la iglesia de Free Will en 1844, convirtiéndola en cuartel general de lo que se llamó la secta de la «Sabiduría de las Estrellas».
Los miembros de este culto religioso, evidentemente reclutados por Bowen, declararon adorar a una entidad a la que llamaban el «Huésped de la Negrura». Invocaban la presencia real de esta entidad contemplando un cristal, y le tributaban sacrificios de sangre.
Esta al menos era la fantástica historia que por entonces circulaba en Providence... y la iglesia se convirtió en un lugar que todo el mundo procuraba evitar. Los supersticiosos de la localidad aventaron la agitación, y la agitación precipitó la acción directa. En mayo de 1877 las autoridades, cediendo a la presión pública, disolvieron violentamente la secta, y varios centenares de miembros abandonaron súbitamente la ciudad.
La propia iglesia fue inmediatamente clausurada, y por lo visto la curiosidad individual no llegó a vencer nunca el extendido temor que siempre se impuso, ya que nadie se atrevió a turbar la tranquilidad del edificio con sus exploraciones, hasta que el periodista Lillibridge realizó su desventurada investigación personal en 1893.
Tal era, en esencia, la historia que se desprendía de las páginas del cuaderno. Blake lo leyó, pero su lectura no le disuadió de seguir adelante con su inspección del edificio. Finalmente, dio con el misterioso objeto que Bowen había encontrado en la cripta egipcia —objeto en el que se fundaba el culto de la Sabiduría de las Estrellas—, la asimétrica caja metálica con su tapa de curiosas bisagras, una tapa que no había sido cerrada desde hacía innumerables años. Blake miró su interior, contempló el poliedro de cristal negro y rojo de unos diez centímetros, sostenido por siete soportes. Contempló no sólo el cristal, sino el interior del poliedro, y precisamente del mismo modo que los adoradores lo habían contemplado intencionadamente, y con los mismos resultados. Se sintió asaltado por una extraña turbación psíquica; le pareció «ver visiones de otras tierras y de abismos de más allá de las estrellas», como decían los relatos supersticiosos.
Y entonces Blake cometió su más grande error. Cerró la caja.
Cerrar la caía —de acuerdo con las supersticiones recogidas también por Lillibridge— era el acto por el que se invocaba a la propia entidad extraña, al Huésped de la Negrura. Era una criatura de la oscuridad que no podía sobrevivir a la luz. Y favorecido por las tinieblas de la clausurada y ruinosa iglesia, el ser emergió de la noche.
Blake huyó aterrado, pero el daño estaba hecho. A mediados de julio, una tormenta dejó sin luz durante una hora a la ciudad de Providence, y la colonia italiana vecina a la abandonada iglesia oyó topetazos y porrazos en el interior del edificio envuelto en sombras.
La multitud se congregó en el exterior, bajo la lluvia, y rodeó con velas encendidas el edificio, formando una barrera de luz como protección contra la posible aparición de la temida entidad.
Al parecer, la historia había permanecido viva en toda la vecindad. Pasada la tormenta, los periódicos comenzaron a interesarse, y el 17 de julio entraron dos periodistas en la iglesia, junto con un policía. No encontraron nada concreto, aunque notaron un olor raro e inexplicable y manchas en las escaleras y en los bancos.
Menos de un mes más tarde —a las 2.35 de la madrugada del 8 de agosto, para ser exactos—, Robert Harrison Blake encontró la muerte durante una tormenta eléctrica, sentado ante la ventana de su apartamento de College Street.
Durante la formación de la tormenta, antes de que ocurriese su muerte, Blake garabateó frenéticamente en su diario, revelando gradualmente sus más íntimas obsesiones y alucinaciones relativas al Huésped de la Negrura. Blake estaba convencido de que al contemplar fijamente el extraño cristal de la caja había establecido una especie de relación con la entidad no-terrestre. Creía, además, que al haber cerrado la caja, había llamado a la criatura para que habitara en la oscuridad del chapitel, y que de algún modo, su propio destino había quedado irrevocablemente vinculado al de la monstruosidad.
Todo esto es lo que revelaban los últimos mensajes que consignó él mientras contemplaba la evolución de la tormenta desde su ventana.
Entretanto, en la iglesia misma de Federal Hill, se congregaba una multitud de agitados espectadores que la rodeaban con luces encendidas. Es innegable que oían ruidos alarmantes en el interior del edificio clausurado; al menos hubo dos testigos dignos de fe que confirmaron el hecho. Uno, el padre Merluzzo, de la iglesia del Spirito Santo, se encontraba allí para tranquilizar a sus feligreses. El otro, el policía (ahora sargento) William J. Monahan, de la Comisaría Central, trataba de mantener el orden ante el creciente pánico. El propio Monahan vio la cegadora «mancha» que pareció brotar, semejante al humo, del chapitel del antiguo edificio en el momento del relámpago final.
El relámpago, meteoro, bola de fuego —como quiera que se llame—, cruzó por encima de la ciudad con una llamarada cegadora, quizá en el mismísimo instante en que Robert Harrison Blake, en el otro extremo de la ciudad, escribía: «¿No es una encarnación de Nyarlathotep, que ya en la antigua y sombría Khem adoptó la forma de hombre?»
Unos momentos más tarde había muerto. El médico forense dictaminó un veredicto por el que atribuía su muerte a un «shock eléctrico», aunque la ventana estaba intacta. Otro médico, conocido de Lovecraft, disintió particularmente del veredicto y al día siguiente intervino en el caso. Sin autoridad legal, penetró en la iglesia y subió a la aguja del campanario, donde descubrió la extraña caja asimétrica —¿sería de oro?— con la rara piedra en su interior. Al parecer, su primera medida fue alzar la tapa y exponer la piedra a la luz. Su siguiente paso, alquilar un bote, embarcar con la caja y la piedra de extraños ángulos, y arrojar ambas cosas en el canal más profundo de la bahía de Narragansett.
Aquí terminaba el relato novelado de la muerte de Blake, tal como lo redactó H. P. Lovecraft. Y aquí es donde empezó el decimoquinto año de búsqueda de Edmund Fiske.
Fiske, naturalmente, había tenido noticias de algunos de los sucesos reseñados en la historia. Cuando Blake marchó a Providence aquella primavera, Fiske le había prometido que trataría de reunirse con él el otoño siguiente. Al principio, los dos amigos se habían escrito con regularidad, pero a primeros del verano Blake dejó de contestar.
Por entonces, Fiske ignoraba la exploración que Blake había efectuado en la iglesia en ruinas. No se explicaba el silencio de Blake, así que escribió a Lovecraft pidiéndole que le dijese a qué se debía.
Lovecraft pudo facilitarle escasa información. El joven Blake, dijo, le había visitado frecuentemente durante las primeras semanas de su estancia; le había consultado sobre lo que estaba escribiendo, y le había acompañado en algunos de sus paseos nocturnos por la ciudad.
Pero durante el verano dejó de comunicarse con él. No era propio del carácter retraído de Lovecraft el imponer su presencia a los demás, así que se abstuvo de invadir la vida privada de Blake durante varias semanas.
Cuando se decidió a hacerlo —y el casi histérico adolescente le contó sus experiencias en la horrible y prohibida iglesia de Federal Hill—, Lovecraft le brindó palabras de advertencia y consejo. Pero ya era tarde. Diez días después de su visita sobrevino el terrible desenlace.
Fiske se enteró de ese desenlace al día siguiente por Lovecraft. Asumió la tarea de llevar la noticia a los padres de Blake. Durante unas horas estuvo tentado de visitar Providence sin demora, pero la falta de dinero y la premura de sus propios asuntos domésticos le retuvieron. Los restos de su joven amigo llegaron puntualmente, y Fiske asistió a la breve ceremonia de cremación.
Fue entonces cuando Lovecraft empezó sus propias averiguaciones..., averiguaciones que dieron finalmente como resultado la publicación de su relato. Y así podía haber quedado el asunto.
Pero Fiske no estaba satisfecho.
Su mejor amigo había muerto en circunstancias que aun el más escéptico debía admitir que resultaban misteriosas. Las autoridades locales cerraron el caso con una explicación simplista e insuficiente.
Fiske decidió averiguar la verdad.
Hay que tener presente un hecho importante: estos tres hombres, Lovecraft, Blake y Fiske, eran escritores profesionales y estudiosos de lo sobrenatural. Los tres tenían acceso extraordinario a un ingente material bibliográfico relativo a leyendas y supersticiones antiguas. Paradójicamente, el único uso que hacían de tales conocimientos se limitaba a excursiones en el campo llamado de la «ficción fantástica»; pero ninguno de ellos, a la luz de sus respectivas experiencias, podía cabalmente tomar a broma, como hacían sus lectores, los mitos sobre los cuales escribían.
Efectivamente, como Fiske escribió a Lovecraft, «el término mito, tal como lo conocemos, es tan sólo un precioso eufemismo. La muerte de Blake no es un mito, sino una espantosa realidad. Le suplico que la investigue a fondo. Estudie este asunto hasta el final, pues si el diario de Blake encierra alguna verdad, por desfigurada que esté, no hay que decir lo que puede desatarse sobre el mundo».
Lovecraft prometió su cooperación, descubrió el destino de la caja metálica y su contenido, y trató de concertar una cita con el doctor Ambrose Dexter, el cual vivía en Benefit Street. El doctor Dexter, al parecer, se había ausentado de la ciudad inmediatamente después de su dramático robo del «Trapezoedro Resplandeciente», como lo llamaba Lovecraft, y de deshacerse de él.
Entonces parece ser que Lovecraft se entrevistó con el padre Merluzzo y con el policía Monahan, se enfrascó en la lectura de los ejemplares del Bulletin, y trató de reconstruir la historia de la secta de la Sabiduría de las Estrellas y del ser que ésta adoraba.
Naturalmente, averiguó muchas más cosas de las que se atrevió a revelar en su relato. Las cartas que escribió a Edmund Fiske desde finales del otoño hasta principios de la primavera de 1936 contienen cautas alusiones y referencias a «amenazas del Exterior». Pero parecía preocupado por garantizarle a Fiske que, de haber habido algún tipo de amenaza, aun cuando fuese de naturaleza más bien real que sobrenatural, el peligro había sido conjurado, dado que el doctor Dexter había hecho desaparecer el Trapezoedro Resplandeciente que actuaba de talismán invocador. Esta era, en esencia, su información, y así quedó la cosa durante un tiempo.
A principios de 1937, Fiske trató de arreglar sus asuntos para visitar a Lovecraft, con la secreta intención de llevar a cabo otra investigación por su cuenta sobre la causa de la muerte de Blake. Pero una vez más, se lo impidieron las circunstancias. En efecto, en marzo de ese año murió Lovecraft. Su inesperada desaparición sumió a Fiske en un período de abatimiento, del que se recobró muy lentamente; así que, hasta casi un año después, no pudo Edmund Fiske visitar Providence por primera vez, y el escenario de los trágicos episodios que acabaron con la vida de Blake.
En cierto modo, persistía aún una sospecha soterrada. El médico forense se había comportado de un modo voluble, Lovecraft había sido discreto, la prensa y el público en general habían aceptado por entero las explicaciones..., pero Blake había muerto, y en la noche había surgido una entidad.
Fiske intuía que si podía visitar personalmente la iglesia nefasta, hablar con el doctor Dexter y averiguar qué le había hecho intervenir en este asunto, interrogar a los periodistas, y seguir cualquier dato o clave, podría descubrir finalmente la verdad, y con ello, dejar al menos limpio el nombre de su difunto amigo de toda duda sobre su equilibrio mental.
Así que el primer paso de Fiske, después de su llegada a Providence y de registrarse en un hotel, fue dirigirse a Federal Hill y su ruinosa iglesia.
La visita supuso una inmediata e irremediable decepción. Efectivamente, la iglesia ya no existía. Había sido demolida el otoño anterior y el terreno había pasado a ser propiedad de las autoridades municipales. No difundía ya, la negra y tétrica espira, su hechizo sobre la colina.
Seguidamente, Fiske hizo lo posible por ver al padre Merluzzo en el Spirito Santo, unas manzanas más allá. Después se enteró por su patrón que el padre Merluzzo había fallecido en 1936, en el mismo año que el joven Blake.
Desalentado aunque decidido, intentó Fiske llegar hasta el doctor Dexter, pero encontró la vieja casa de Benefit Street cerrada. Llamó a la Oficina del Servicio Médico y obtuvo la críptica información de que Ambrose Dexter, doctor en medicina, se había ausentado de la ciudad por tiempo indefinido.
Tampoco dio resultado su visita a la redacción del Bulletin. Se le permitió la entrada al almacén del periódico y leer la irritantemente corta e insulsa reseña sobre la muerte de Blake, pero los dos periodistas que habían hecho el trabajo y habían visitado la iglesia de Federal Hill habían dejado el periódico tras aceptar ofertas de trabajo en otras ciudades.
Naturalmente, había otras pistas que seguir, y durante la semana siguiente, Fiske las recorrió todas por entero. El ejemplar de Quién es quién no añadió nada relevante a la imagen que se había formado del doctor Ambrose Dexter. El médico había nacido en Providence, residía allí desde hacía mucho, tenía cuarenta años de edad, era soltero, ejercía la medicina general, era miembro de varias sociedades médicas..., pero no había indicación alguna acerca de cualquier «afición» fuera de lo corriente o de «otros intereses», que pudiese proporcionarle una clave sobre su intervención en el caso.
Buscó al sargento William J. Monahan en la Jefatura Central, y por primera vez Fiske pudo hablar con alguien que admitía alguna relación tangible con los sucesos que conducían a la muerte de Blake. Monahan se mostró cortés, aunque deseoso de no comprometerse.
A pesar de que Fiske se sinceró completamente, el oficial de policía se mantuvo discretamente callado.
—En realidad, no hay nada que pueda decirle —dijo—. Es cierto, como declaró el señor Lovecraft, que yo estaba cerca de la iglesia aquella noche, pues había una multitud alborotada alrededor y no le digo de qué son capaces algunos de la vecindad cuando se ponen furiosos. Como se dice por ahí, la iglesia tenía mala fama; me figuro que Sheeley podría haberle informado mejor que yo sobre eso.
—¿Sheeley? —repitió Fiske.
—Bert Sheeley; era su ronda, no la mía. En aquella ocasión se encontraba enfermo con pulmonía, y yo le sustituí durante dos semanas. Luego, cuando murió...
Fiske movió la cabeza con tristeza. Otra posible fuente de información perdida. Blake había muerto; Lovecraft también; el padre Merluzzo, también; y ahora Sheeley. Los periodistas se habían marchado de la ciudad, y el doctor Dexter había desaparecido misteriosamente. Suspiró y siguió insistiendo.
—Sobre aquella noche en que vio la mancha —preguntó—, ¿puede recordar usted algún otro detalle? ¿Hubo algún ruido? ¿Dijo alguien de la multitud algo especial? Trate de recordar... cualquier cosa que consiga añadir podría ser de gran ayuda para mí.
—Ruidos hubo muchos —dijo—. Pero con los truenos y demás, no podría decir con certeza si provenía alguno del interior, como dice la historia ésa. En cuanto a la chusma, con todas las mujeres llorando y los hombres murmurando entre dientes, y los truenos y el viento, que no podía oírme yo a mí mismo gritándoles que se mantuviesen en sus sitios, no pude entender ni mucho menos lo que decía.
—¿Y la mancha? —insistió Fiske.
—Era una mancha, eso es todo. Un humo, o una nube, o una sombra que apareció antes de que surgiera otro relámpago. Pero, desde luego, no vi ningún demonio, ni monstruo o abominación de las que describía el señor Lovecraft en sus relatos.
El sargento Monahan se encogió de hombros satisfecho de su propia rectitud y cogió el auricular para contestar una llamada. Evidentemente, la entrevista había terminado.
Y ésa fue, por esta vez, toda la investigación de Fiske. Sin embargo, no perdió la esperanza. Seguidamente se pasó un día entero encerrado en su hotel, telefoneando a todos los Dexter registrados en la guía, en un esfuerzo por localizar a un pariente del médico desaparecido; pero sin fruto. Después, pasó otro día embarcado en un bote, recorriendo la bahía de Narragansett, para familiarizarse detallada y concienzudamente con la situación del «canal más profundo», al que aludía Lovecraft en su relato.
Pero al cabo de una semana infructuosa en Providence, Fiske tuvo que confesarse derrotado. Regresó a Chicago, a su trabajo y sus ocupaciones habituales. Gradualmente, el asunto fue dejando de ocupar el primer plano de su conciencia, si bien no lo olvidó por entero, ni abandonó el proyecto de desentrañar definitivamente el misterio... si es que se trataba de un misterio.
En 1941, con motivo de un permiso de tres días que le concedieron en la base de entrenamiento, el soldado de primera Edmund Fiske pasó por Providence, de camino a la ciudad de Nueva York, y nuevamente trató de localizar al doctor Dexter, sin resultado.
Durante los años 1942 y 1943, el sargento Edmund Fiske escribió, desde sus diversos destinos en ultramar, al doctor Ambrose Dexter c/o Lista de Correos, Providence, R. I. Sus cartas no fueron jamás contestadas, si es que efectivamente fueron recibidas.
En 1945, en una sala de lectura para los oficiales USA en Honolulú, leyó Fiske una noticia en una revista de astrofísica, en la que se hablaba de una reciente convención en la Universidad de Princeton, en la que el conferenciante invitado, el doctor Ambrose Dexter, había pronunciado una ponencia sobre «Aplicaciones prácticas en la tecnología militar».
Fiske no regresó a Estados Unidos hasta finales de 1946. Durante el año siguiente, como era natural, los asuntos familiares constituyeron su principal preocupación. Y fue en 1948 cuando volvió a tropezarse accidentalmente con el nombre del doctor Dexter: ahora en una lista de «investigadores en el campo de la física nuclear», de una revista semanal de ámbito nacional. Escribió a la redacción pidiendo más información, pero no recibió respuesta. Otra carta que envió a Providence quedó igualmente sin respuesta.
Pero en 1949, a finales de otoño, el nombre de Dexter volvió a llamar su atención desde las columnas de los periódicos; esta vez en relación con un debate sobre la secreta bomba H.
Fuera lo que fuese lo que Fiske creía, temía o imaginaba disparatadamente, el caso es que se sintió impulsado a actuar. Fue entonces cuando escribió a un tal Ogden Purvis, investigador privado de la ciudad de Providence, y le encargó que localizase al doctor Ambrose Dexter. Todo lo que necesitaba era que le pusiese en contacto con Dexter; le pagaría un considerable anticipo. Purvis se hizo cargo del caso.
El detective privado envió varios informes al principio desalentadores a Fiske, a Chicago. El domicilio del doctor Dexter seguía deshabitado. El propio Dexter, según la información recogida de fuentes gubernamentales, se hallaba en una misión especial. El investigador privado parecía deducir de esto que era una persona irreprochable, ocupada en trabajos de secreto militar.
La reacción de Fiske fue de pánico.
Elevó la cifra de los honorarios e insistió a Odgen Purvis que continuase sus esfuerzos por encontrar al esquivo doctor.
Llegó el año 1950, y con él otra noticia. El investigador privado había seguido todas las pistas que Fiske le había sugerido, y una de ellas le condujo finalmente a Tom Jonas.
Tom Jonas era el propietario del bote que el doctor Dexter había alquilado una noche de finales del verano de 1935: el bote que había bogado hasta «el más profundo canal de la bahía de Narragansett».
Tom Jonas había dejado descansar los remos mientras Dexter arrojaba la asimétrica y deslucida caja metálica con la tapa abierta para que mostrase el Trapezoedro Resplandeciente.
El viejo pescador había hablado sin reserva con el detective privado; éste transcribió detalladamente sus palabras en el informe confidencial que envió a Fiske.
Extraña de lo más fue la impresión que le produjo a Jonas el incidente. Dexter le ofreció veinte machacantes por llevarle en bote en mitad de la medianoche y tirar al agua ese extraño objeto. «Dijo que no había nada malo en ello, y dijo que no era más que un viejo recuerdo del que quería deshacerse. Pero fue todo el trayecto mirando la especie de joya sujeta como en tiras de hierro dentro de la caja, y murmurando algo en una lengua extraña, supongo. No, no era ni francés, ni alemán, ni italiano. Puede que fuese polaco. No recuerdo ninguna palabra tampoco. Pero estaba como borracho. No es que quiera hablar mal del doctor Dexter, entiéndame; es de una familia antigua y de categoría, aunque hace mucho que no viene por aquí, que yo sepa. Pero me dio la sensación de que andaba un poquillo cargado, diría. Si no, ¿me pagaría usted veinte machacantes por una estupidez como ésa?»
La transcripción del monólogo del viejo pescador seguía, pero no aclaraba nada.
«Desde luego, parecía alegrarse de tirar aquello, creo recordar. De regreso, me dijo que mantuviera la boca cerrada sobre el asunto, pero no veo qué mal hay en ello, después de tanto tiempo; además, a la ley hay que contárselo todo.»
Evidentemente, el investigador privado había recurrido a una estratagema poco honesta: se había hecho pasar por un policía con el fin de hacer hablar a Jonas.
Esto no preocupaba a Fiske, que estaba en Chicago. Al fin había logrado algo tangible; de modo que envió otro giro a Purvis, con la instrucción de que siguiese la búsqueda de Ambrose Dexter. Transcurrieron varios meses de espera.
Luego, al final de la primavera, llegó la noticia que Fiske había estado deseando. El doctor Dexter había regresado; había vuelto a su casa de Benefit Street. Habían desclavado las tablas, los camiones de la mudanza habían descargado su contenido, y un criado atendía la puerta y recogía los recados telefónicos.
El doctor Dexter no se hallaba en casa para el investigador ni para nadie. Al parecer, se estaba recuperando de una grave enfermedad contraída durante su trabajo para el gobierno. Purvis dejó su tarjeta, y el médico prometió enviarle recado, pero sus repetidas llamadas no obtuvieron la respuesta deseada.
Tampoco logró Purvis, que había «sitiado» escrupulosamente la casa y la vecindad, echarle la vista encima al doctor en persona, ni encontrar a nadie que hubiese visto al convaleciente médico en la calle.
Las tiendas le abastecían con regularidad; el correo aparecía en el buzón, y desde Benefit Street se veían encendidas las luces de la casa a todas las horas de la noche.
De hecho, el único dato concreto que Purvis pudo aportar referente a cualquier posible irregularidad en el modo de vida del doctor Dexter era éste: que parecía mantener las luces encendidas las veinticuatro horas del día.
Fiske envió en seguida otra carta al doctor Dexter, y luego otra. Tampoco le llegó respuesta alguna. Hasta que, tras unos meses de desalentadoras notificaciones de Purvis, decidió Fiske ir a Providence y ver a Dexter como fuese.
Puede que sus sospechas resultaran completamente infundadas; puede que estuviera totalmente equivocado al creer que el doctor Dexter podía dejar limpio el nombre de su difunto amigo; puede que se equivocara también al suponer una relación entre los dos..., pero había meditado sobre el asunto durante quince años, y ya era hora de poner fin a su propio conflicto interior.
Por tanto, a finales de ese verano, Fiske cablegrafió a Purvis comunicándole sus intenciones, y pidiéndole que, a su llegada, fuese a verle al hotel.
Así fue como Edmund Fiske llegó a Providence por última vez; fue el día en que los Giant perdieron el partido, el día en que a los del Langer Brothers Circus se les escaparon las dos panteras negras, el día en que el taxista William Hurley se sentía de lo más hablador.
Purvis no le esperaba en el hotel, pero era tal la frenética impaciencia de Fiske, que decidió actuar sin su colaboración, y se hizo llevar, como hemos visto, a Benefit Street a primeras horas de la noche.
Tan pronto como se alejó el taxi, Fiske alzó la vista hacia la acristalada puerta de la entrada; contempló las luces encendidas en las ventanas superiores del edificio georgiano. Un rótulo de brillante bronce, adosado a la misma puerta, y la luz que salía de las ventanas, hacían visible la inscripción: Ambrose Dexter, médico.
Pese a su escasa importancia, este detalle pareció tranquilizar a Edmund Fiske. El médico no ocultaba su presencia en la casa ante el mundo, aunque tal vez ocultase su persona real. Desde luego, las luces y el aspecto de la placa eran un buen augurio.
Fiske se encogió de hombros y llamó al timbre.
La puerta se abrió rápidamente. Apareció un hombre de baja estatura y piel oscura que hizo una leve reverencia, y formuló una pregunta con un simple monosílabo:
-¿Sí?
—¿El doctor Dexter, por favor?
—El doctor no recibe visitas. Está enfermo.
—¿Querría llevarle un recado, por favor?
—Desde luego —el criado de oscura piel sonrió.
—Dígale que Edmund Fiske, de Chicago, desearía verle unos momentos cuando él guste. He hecho un largo viaje sólo con este propósito, y lo que tengo que hablar con él sólo le robará un minuto o dos de su tiempo.
—Espere, por favor.
Se cerró la puerta. Fiske se quedó en la creciente oscuridad y se pasó la cartera de una mano a la otra.
De pronto, volvió a abrirse la puerta. El criado le miró con ojos penetrantes.
—Señor Fiske, ¿es usted el señor que escribió las cartas?
—¿Las cartas? ¡Ah, sí, soy yo! No sabía que el doctor las hubiera recibido.
El criado movió la cabeza.
—Eso no lo sé. Sólo sé que el doctor Dexter ha dicho que si es usted el hombre que le ha escrito, que le deje pasar.
Fiske se permitió exhalar un audible suspiro de alivio al trasponer el umbral. Había tardado quince años en llegar hasta aquí, y ahora...
—Por esa escalera, por favor. Encontrará al doctor Dexter esperándole en su despacho, en la puerta del centro del corredor.
Edmund Fiske subió la escalera; al llegar arriba, se dirigió a una puerta y entró a una habitación en la que la luz poseía una presencia casi palpable, tan intenso era su resplandor.
Y allí, levantándose de una butaca junto a la chimenea, estaba el doctor Ambrose Dexter.
Fiske se encontró ante un hombre alto, delgado, impecablemente vestido, que podía contar unos cincuenta años, aunque apenas aparentaba treinta y cinco; un hombre cuya gracia enteramente natural y elegancia de movimientos disimulaban el único detalle incongruente de su aspecto: el color tremendamente tostado de su piel.
—Así que usted es Edmund Fiske.
Su voz era suave, modulada, con el inequívoco acento de Nueva Inglaterra; su apretón de manos fue cálido y firme. La sonrisa del doctor Dexter era natural y amistosa. Unos dientes blancos resplandecieron enmarcados por el tostado fondo de su semblante.
—¿Quiere sentarse? —invitó el médico.
Indicó una butaca con una leve inclinación. Fiske no pudo por menos de mirarle; desde luego, no veía el menor indicio de enfermedad, presente o reciente, en el aspecto ni en el comportamiento de su anfitrión. Mientras el doctor Dexter volvía a sentarse en su butaca junto al fuego y Fiske desplazaba su silla para estar a su lado, observó las estanterías de libros que cubrían las paredes de la habitación. El tamaño y forma de algunos volúmenes atrajeron inmediatamente su atención..., tanto, que vaciló antes de sentarse, y, por fin, optó por ir a echar una ojeada a los títulos de los lomos.
Por primera vez en su vida, Edmund Fiske se encontró ante el semilegendario De Vermis Mysteriis, ante el Liber Ivoris, y la casi mítica versión latina del Necronomicón. Sin pedir permiso a su anfitrión, sacó este último volumen de la estantería y pasó rápido las hojas amarillentas de la traducción española de 1622.
Luego se volvió hacia el doctor Dexter, dejando a un lado toda la calma que hasta ahora se había esforzado en mantener.
—Así que debió de ser usted quien encontró estos libros en la iglesia —dijo—. En la sacristía situada en la parte de atrás, junto al ábside. Lovecraft hablaba de ellos en su relato, y siempre me he preguntado qué habría sido de ellos.
El doctor Dexter asintió gravemente.
—Sí, los cogí yo. No me pareció prudente que fuesen a parar a las manos de las autoridades. Usted sabe lo que contienen, y lo que podría suceder si tales conocimientos se utilizaran equivocadamente.
Fiske volvió a colocar de mala gana el enorme libro en el estante, y tomó asiento frente al doctor, delante de la chimenea. Se puso la cartera sobre las rodillas y manoteó torpemente en el cierre para abrirla.
—Tranquilícese —dijo el doctor Dexter, con amable sonrisa—. Hablemos con confianza. Usted está aquí para averiguar cuál fue mi participación en el asunto que le costó la vida a su amigo.
—Sí, hay unas cuantas preguntas que desearía hacerle.
—Perdone —el médico alzó una mano flaca y morena—. No estoy muy fuerte de salud, y sólo puedo concederle unos minutos. Permítame anticiparme a sus preguntas y le contaré lo poco que sé.
—Como usted prefiera.
Fiske contempló a este hombre bronceado, preguntándose qué ocultaba detrás de su perfecta compostura.
—Solamente vi a su amigo Robert Harrison Blake una vez —dijo el doctor Dexter—. Fue una noche, en la segunda mitad del mes de julio de 1935. Vino a verme en calidad de paciente.
Fiske se inclinó hacia adelante, interesado.
—¡No sabía eso! —exclamó.
—No había razón alguna para que lo supiera nadie —observó el médico—. Era meramente un paciente. Dijo que padecía de insomnio. Le examiné, le prescribí un sedante, y movido por una remota sospecha, le pregunté si había sufrido recientemente alguna impresión fuerte o algún trauma. Fue entonces cuando me relató su visita a la iglesia de Federal Hill y lo que encontró en ella. Debo decir que tuve el acierto de no considerar su historia producto de una imaginación histérica. Como miembro de una de las más viejas familias de aquí, estaba al corriente de las leyendas en torno a la secta de la Sabiduría de las Estrellas y al supuesto Huésped de la Negrura.
»El joven Blake me confió algunos de sus temores relativos al Trapezoedro Resplandeciente, insinuando que se trataba de un punto focal de primitiva maldad. Admitió, además, su propio miedo de quedar vinculado de algún modo a la monstruosidad de la iglesia.
«Naturalmente, yo no estaba dispuesto a aceptar esta última afirmación como algo con sentido. Traté de tranquilizar al muchacho, le aconsejé que se marchase de Providence y lo olvidase todo. Y lo hice con toda la buena fe. Luego, en agosto, me llegó la noticia de la muerte de Blake.
—Y fue a la iglesia —dijo Fiske.
—¿No habría hecho usted lo mismo? —preguntó a su vez el doctor Dexter—. Si Blake hubiese acudido a usted con esa historia, y le hubiese contado cuáles eran sus temores, ¿no le habría impulsado su muerte a ir allí? Le aseguro que hice lo que me pareció que era lo mejor. Antes que provocar un escándalo, antes que exponer al público a temores innecesarios, antes que permitir que existiese la posibilidad de cualquier peligro, fui a la iglesia. Cogí los libros. Cogí el Trapezoedro Resplandeciente de debajo de las narices de las autoridades. Y alquilé un bote y arrojé ese objeto maldito a la bahía de Narragansett, donde no hubiese posibilidad de que hiciera daño alguno a la humanidad. La tapa estaba abierta cuando arrojé la caja..., pues, como usted sabe, sólo la oscuridad puede invocar al Huésped. Y ahora la piedra quedará eternamente expuesta a la luz.
»Pero eso es todo cuanto puedo decirle. Lamento que mi trabajo de estos últimos años me haya impedido verle y comunicarme con usted antes. Aprecio su interés en el caso y confío en que mis observaciones ayuden a aclarar de algún modo sus dudas. En cuanto al joven Blake, dado que soy el médico que le reconoció, me alegro de estar en disposición de facilitarle testimonio escrito de lo que yo pensaba sobre su salud mental antes de su muerte. Lo tendré redactado para mañana y se lo enviaré a su hotel, si me deja usted su dirección. ¿De acuerdo?
El doctor se levantó, dando a entender que la entrevista había terminado. Fiske siguió sentado manoseando su cartera.
—Ahora dispénseme —murmuró el médico.
—Un momento. Hay todavía una o dos preguntas que desearía que me contestase.
—Desde luego.
Si el doctor Dexter se sentía irritado, no lo manifestó lo más mínimo.
—¿Vio por casualidad a Lovecraft antes o durante su última enfermedad?
—No. Yo no era su médico. De hecho, no le vi nunca, aunque naturalmente había oído hablar de él y de su obra.
—¿Qué le hizo marcharse de Providence tan repentinamente, después de la muerte de Blake?
—Mi interés por la física era superior a mi interés por la medicina. Puede que sepa que durante la pasada década o más he estado trabajando en problemas relativos a la energía atómica y a la fisión nuclear. De hecho, mañana mismo me voy de Providence otra vez para iniciar un ciclo de conferencias en diversas facultades de universidades orientales y determinados grupos oficiales.
—Eso es muy interesante, doctor —dijo Fiske—. A propósito, ¿ha conocido a Einstein?
—Sí, hace algunos años. Trabajé con él sobre..., pero no importa. Ahora le ruego que me disculpe. En otra ocasión, quizá, podamos hablar de estas cosas.
Su impaciencia era ahora manifiesta. Fiske se puso de pie, levantó su cartera con una mano, y con la otra apagó la lámpara de la mesa.
El doctor Dexter se acercó rápidamente y encendió la lámpara otra vez.
—¿Por qué terne usted a la oscuridad, doctor? —preguntó Fiske, suavemente.
—Yo no temo...
Por primera vez, el médico pareció a punto de perder su serenidad.
—¿Qué le hace pensar eso? —susurró.
—Es el Trapezoedro Resplandeciente, ¿verdad? —prosiguió Fiske—. Cuando lo arrojó a la bahía obró con demasiada precipitación. No recordó entonces que aunque dejara abierta la tapa, la piedra quedaría envuelta en la oscuridad, allá en el fondo del canal. Quizá no quiso el huésped que usted lo recordase. Usted había mirado la piedra lo mismo que Blake, dando ocasión a la misma vinculación psíquica. Y cuando la arrojó al agua, la sumió en una oscuridad perpetua, de la que el Huésped se nutría, incrementando su poder.
»Por eso se marchó usted de Providence, porque tenía miedo de que el Huésped acudiera a usted, como acudió a Blake. Y porque sabía que ahora ese monstruo se había liberado para siempre.
El doctor Dexter se acercó a la puerta.
—Por última vez, le ruego que se vaya —dijo—. Si lo que pretende dar a entender es que mantengo las luces encendidas porque tengo miedo de que me persiga el Huésped, del mismo modo que persiguió a Blake, se equivoca.
Fiske sonrió irónicamente.
—En absoluto —respondió—. Yo sé que usted no teme eso. Porque es demasiado tarde. El Huésped debió de haber acudido a usted hace mucho ya... quizá un día o dos después de conferirle fuerza, al arrojar el Trapezoedro a las tinieblas de la bahía. Acudió a usted; pero a diferencia del caso de Blake, no le mató.
»Le utilizó. Por eso teme usted a la oscuridad. La teme como teme el propio Huésped ser descubierto. Creo que en la oscuridad usted tiene un aspecto diferente. Se parece más a su antigua forma. Porque cuando el Huésped vino a usted, no le mató, sino que se fundió con usted. ¡Usted es el Huésped de la Negrura!
—Señor Fiske, por favor...
—No existe el doctor Dexter. Hace ya muchos años que no existe tal persona. Sólo hay un caparazón externo, poseído por un ser más antiguo que el mundo; un ser que actúa rápida y solapadamente con el fin de destruir a toda la humanidad. Fue usted quien se hizo «científico» y se introdujo en los círculos apropiados, para insinuar y apuntar a los necios y ayudarles a llegar al súbito «descubrimiento» de la fisión nuclear. ¡Cómo debió de reírse, cuando estalló la primera bomba atómica! Y ahora, les ha facilitado el secreto de la bomba de hidrógeno, y aún sigue enseñándoles más, enseñándoles nuevos modos de provocar su propia destrucción.
»He tardado años en descubrir las claves, las claves de los supuestos disparatados mitos sobre los que escribió Lovecraft. Porque él escribía en forma de parábolas o alegorías, pero decía la verdad. Consignó con toda claridad, una y otra vez, la profecía de su venida a la tierra: Blake lo supo al final, cuando identificó al Huésped por su verdadero nombre.
—¿Y cuál es? —interrumpió el doctor.
—¡Nyarlathotep!
El rostro moreno se arrugó en una mueca de burla.
—Me temo que es usted víctima de las mismas provocaciones fantásticas del pobre Blake y de su amigo Lovecraft. Todo el mundo sabe que Nyarlathotep es una pura invención..., parte de los mitos de Lovecraft.
—Eso creía yo, hasta que descubrí la clave de su poema. Entonces fue cuando encajó todo; el Huésped de la Negrura, su huida y su repentino interés por la investigación científica. Entonces las palabras de Lovecraft adquirieron un nuevo significado:

Y por fin vino del corazón de Egipto
el extraño oscuro, a quien
adoraban los fellahs.

Fiske recitó los versos con los ojos fijos en el moreno rostro del médico.
—Tonterías... si quiere saberlo, esta alteración mía de la piel se debe a la exposición a la radiación, en los Alamos.
Fiske no le escuchó; siguió recitando el poema lovecraftiano:

...Que las bestias salvajes le seguían y
Lamían sus manos
Y no tardó el mar en dar a luz
Una ponzoña:
Tierras olvidadas, con espiras de oro
Cubiertas de algas.
El suelo se hendió, y locas auroras
descendieron
Sobre los pueblos estremecidos de los hombres.
Entonces, aplastando lo que había formado por
puro juego
El Caos Idiota borrará de un soplo el polvo
Que es la Tierra.

El doctor Dexter negó con la cabeza.
—Eso es completamente ridículo —afirmó—. Incluso en su... esto... alterado estado de ánimo, puede darse cuenta de ello. Ese poema carece de significación literal. ¿Vienen acaso las bestias a lamerme las manos? ¿Ha surgido alguna cosa del mar? ¡Tonterías! Usted sufre lo que llamamos una crisis de «psicosis atómica»; ahora me doy cuenta. Está angustiado, como lo están hoy muchos otros profanos, por la estúpida obsesión de que nuestros trabajos en la fisión nuclear podrían desencadenar la destrucción de la Tierra. Todas estas especulaciones son producto de su fantasía.
Fiske tenía su cartera fuertemente sujeta.
—¡Afirmo que esta profecía de Lovecraft es una parábola! Sabe Dios lo que él sabía o temía; fuera lo que fuese, bastó para inducirle a enmascarar su significado. Y aun así, ellos se lo llevaron porque sabía demasiado.
—¿Ellos?
—Los del Exterior; aquellos a quienes sirve usted. Usted es su Mensajero, Nyarlathotep. Ha venido, vinculado al Trapezoedro Resplandeciente, del corazón de Egipto, como dice el poema. Y los fellahs, los obreros corrientes de Providence que se convirtieron a la secta de la Sabiduría de las Estrellas, se inclinaron en adoración ante «el extraño oscuro», al que adoraron como el Huésped de la Negrura.
»El Trapezoedro fue arrojado a la bahía, y no tardó el mar en dar a luz una ponzoña: usted, o su encarnación en el cuerpo del doctor Dexter. Y usted enseñó a los hombres métodos nuevos de destrucción; destrucción mediante bombas atómicas, en la que "el suelo se hendió, y locas auroras descendieron sobre los pueblos estremecidos de los hombres". ¡Oh!, Lovecraft sabía lo que se decía, y Blake le reconoció a usted, también. Y los dos murieron. Supongo que ahora tratará de matarme a mí, para poder seguir adelante. Dará conferencias y se pegará a los hombres de los laboratorios para apremiarles y facilitarles nuevas sugerencias que redunden en una destrucción aún mayor. Y finalmente, "borrará de un soplo este polvo que es la Tierra".
—Por favor —el doctor Dexter extendió las manos—. ¡Domínese; permítame que le dé algo! ¿No se da cuenta de que todo eso es absurdo?
Fiske avanzó hacia él manoteando el cierre de la cartera. Abrió la solapa, metió la mano dentro y luego la sacó. Ahora empuñaba un revólver, y apuntó con él directamente al pecho del doctor Dexter.
—Naturalmente que es absurdo —gruñó Fiske—. Nadie creyó jamás en la secta de la Sabiduría de las Estrellas, salvo unos cuantos fanáticos y algunos extranjeros ignorantes. Nadie tomó las historias de Blake o de Lovecraft o mías, sino como una morbosa forma de entretenimiento. Por la misma razón, nadie creerá que haya nada anormal en usted, ni en la supuesta investigación de la energía atómica, o en los demás horrores que usted se propone desatar en el mundo para hacerlo desaparecer. ¡Y por eso le voy a matar ahora mismo!
—¡Deje esa pistola!
Fiske empezó a temblar súbitamente; todo su cuerpo se sacudió en un espasmo espectacular. Dexter se dio cuenta y se acercó. Los ojos del joven se desorbitaron y el médico se aproximó un poco más.
—¡Atrás! —advirtió Fiske; sus palabras se alteraron con el temblor convulsivo de su mandíbula—. Es todo lo que quería saber. Puesto que ocupas un cuerpo humano, te pueden destruir las armas ordinarias. Así que lo voy a hacer... ¡Nyarlathotep!
Apretó el dedo.
El doctor Dexter movió la mano también. La llevó rápidamente hacia atrás y tocó el interruptor de la luz. Sonó un clic, y la habitación se sumió en tinieblas.
Pero no era una oscuridad absoluta, ya que había un resplandor.
El rostro y las manos del doctor Ambrose Dexter brillaban con una especie de fosforescencia en la oscuridad. Es probable que existan formas de contaminación de radio que puedan causar tal efecto, e indudablemente el doctor Dexter le habría explicado así a Edmund Fiske el fenómeno, de haber tenido ocasión.
Pero no la tuvo. Edmund Fiske oyó el clic, vio resplandecer fantásticamente el semblante, y se desplomó en el suelo.
El doctor Dexter volvió a encender las luces tranquilamente, se acercó al joven caído y permaneció largo rato arrodillado junto a él. Buscó su pulso en vano.
Edmund Fiske había muerto.
El doctor suspiró, se levantó y abandonó la habitación. Una vez en el vestíbulo llamó a su criado.
—Ha ocurrido un lamentable accidente —dijo—. Ese joven que ha venido a verme, un histérico, ha sufrido un ataque cardíaco. Será mejor que llame a la policía inmediatamente. Luego siga haciendo el equipaje. Debemos irnos mañana, para el ciclo de conferencias.
—Pero la policía puede detenerle.
El doctor Dexter negó con la cabeza:
—No lo creo. Es un caso que no admite dudas. De cualquier modo, puedo explicarlo con claridad. Cuando lleguen, comuníquemelo. Estaré en el jardín.
El médico siguió bajando hasta la puerta de atrás y salió al esplendor de la luna que bañaba el jardín, detrás de su casa de Benefit Street.
El radiante escenario estaba aislado del mundo, completamente desierto. El hombre oscuro permaneció bajo la luz de la luna, y su resplandor se mezcló con su propia aura.
En ese momento, dos sombras sedosas saltaron por encima de la tapia. Se agazaparon en el frescor del jardín, luego avanzaron sigilosas hacia el doctor Dexter. Sus respiraciones eran jadeantes.
A la luz de la luna, reconoció las formas de dos panteras negras.
Aguardó inmóvil, mientras avanzaban calladas hacia él, con los ojos encendidos y las fauces babeantes y entreabiertas.
El doctor Dexter se volvió de espaldas. Su rostro, bajo la luna, asumió una mueca de burla, mientras las bestias se inclinaban ante él y le lamían las manos.
CUADERNO HALLADO EN UNA CASA DESHABITADA

Robert Bloch

(Título original: Notebook Found in a Deserted House)

De nuevo Bloch, esta vez para obsequiarnos con uno de los más desapacibles relatos de los Mitos, donde el habitual narrador-víctima es, excepcionalmente, un niño de doce años.
Ante todo, quiero decir que yo no he hecho nunca nada malo. A nadie. No tienen ningún derecho a encerrarme aquí, sean quienes fueren. Y no tienen ningún motivo para hacer lo que presiento que van a hacer.
Creo que no tardarán en entrar, porque hace ya mucho tiempo que se han marchado. Supongo que estarán excavando en el pozo viejo. He oído que buscan una entrada. No una entrada normal, por supuesto, sino algo distinto.
Tengo una idea concreta de lo que pretenden, y estoy asustado.
Quisiera asomarme a las ventanas, pero naturalmente las han clavado con tablas, y no puede ser.
Pero he encendido la lámpara, y he encontrado este cuaderno, así que voy a contarlo todo. Luego, si tengo suerte, quizá pueda hacerlo llegar a alguien capaz de ayudarme. O tal vez lo encuentre alguien. En cualquier caso, es preferible contarlo lo mejor que pueda, a estar sentado aquí esperando. Esperando a que vengan ellos a cogerme.
Será mejor que empiece por decir mi nombre, que es Willie Osborne, y que cumplí los doce años en julio pasado. No sé dónde he nacido.
Lo primero que recuerdo es que vivía en la carretera de Roodsford, en lo que la gente llama la loma de atrás. Es un paraje solitario rodeado de espeso bosque, y de montañas y colinas a las que nadie sube jamás.
Abuela solía contármelo cuando era más pequeño. Era con quien yo vivía, porque mis padres habían muerto. Abuela me enseñó a leer y escribir. Nunca he ido a la escuela.
Abuela sabía toda clase de cosas sobre las montañas y los bosques, y me contaba algunas historias que eran muy extrañas. Al menos me lo parecían a mí, cuando era pequeño y vivía solo con ella. Eran historias como las que vienen en los libros.
Como las historias sobre que ellos se ocultaban en los pantanos, y estaban ya aquí antes que los colonizadores y los indios, y que había círculos en los pantanos, y grandes piedras llamadas altares donde ellos solían ofrecer sacrificios a lo que adoraban.
Abuela decía que esas historias se las había contado su abuela... las de que se ocultaban ellos en los bosques y los pantanos, porque no podían soportar la luz del sol, y de que los indios se mantenían alejados de esos lugares. Ella decía que a veces los indios abandonaban a algún niño atado a los árboles del bosque como sacrificio, para tenerlos a ellos contentos y pacíficos.
Los indios lo sabían todo sobre ellos y procuraban que los blancos no supieran nada ni se fueran a vivir demasiado cerca de las montañas. Ellos no les molestaban demasiado, pero cuando eran muchos sí. Así que los indios ponían pretextos para no asentarse, y decían que no había bastante caza ni había rastros y que estaba demasiado lejos de la costa.
Abuela me contó que por eso no había muchos lugares colonizados aun hoy. Sólo unas cuantas granjas aquí y allá. Y me contó que ellos estaban vivos todavía y que a beces, en algunas noches de primavera y otoño, se podía ber luz y oír ruidos allá en la cima de las montañas.
Abuela me dijo que yo tenía una tía Lucy y un tío Fred que vivían justo en mitad de los montes. Y dijo que Papá solía visitarlos antes de casarse, y que una vez les oyó a ellos tocar un tambor de tronco una noche, en la víspera de Todos los Santos. Eso fue antes de conocer a Mamá, y se casaron y ella murió cuando yo nací y él se marchó.
Yo le oía toda clase de historias. Sobre brujas y demonios y hombres murciélagos que te chupaban la sangre y te atormentaban. Sobre Salem y Arkham, porque yo nunca he estado en una ciudad y quería que me contara cómo eran. Sobre un pueblo llamado Insmouth, de casas podridas, donde la gente ocultaba seres horrendos en los sótanos y los áticos. Y me contó que cavaban las sepulturas muy hondas en Arkham. Parecía como si toda la región estuviese llena de fantasmas.
Solía asustarme contándome lo que parecían algunos de esos seres y todo, pero en cambio nunca quiso decirme cómo eran ellos por mucho que yo le preguntaba. Decía que no quería que yo andará pensando en esas cosas, bastante malas, por lo que ella y su familia sabían, casi demasiado para gente decente y temerosa de Dios. Tuve suerte al no preocuparme por tales ideas, como una antepasada mía por parte de mi padre, Mehitabel Osborne, a la que colgaron por bruja en tiempos de Salem.
Así que para mí no fueron más que consejos, hasta el año pasado en que Abuela murió y el Juez Crubinthorp me metió en el tren, y me fui a vivir con Tía Lucy y Tío Fred, en los mismos montes de los que tanto me había hablado Abuela.
Desde luego que estaba yo escitado, y el conductor me dejó conducir todo el camino y me habló de los pueblos y de todo.
Tío Fred me esperaba en la estación. Era un hombre alto y flaco con una barba larga. Me llevó en una calesa desde el pequeño apeadero —no había casas ni nada por los alrededores— hasta los bosques.
Hay algo raro en esos bosques. Estaban muy quietos y callados. Me daban escalofríos el verlos tan oscuros y solitarios. Parecía como si nadie hubiese gritado o reído jamás en ellos. No podía imaginarme a alguien hablando, como no fuera en susurros.
Los árboles y todo eran muy viejos, también. No había animales ni pájaros. El camino era una especie de maleza como no había otra. Pero Tío Fred iba deprisa; no me habló apenas, y hacía que el viejo caballo echara el bofe.
No tardamos en adentrarnos entre los montes, que eran muy altos. Había bosques en ellos, también, y a beces bajaba algún arroyo, pero no vimos ninguna casa y allí donde mirábamos estaba oscuro como en el anochecer.
Finalmente llegamos a la granja: era un pequeño lugar, una casa de viejo armazón y un granero en un claro, con árboles de aspecto sombrío alrededor. Tía Lucy salió a recibirnos; era una especie de señora bajita, de mediana edad, que me abrazó y entró mis cosas.
Pero todo esto no tiene nada que ver con lo que yo quiero contar aquí. No importa que todo este año pasado viviese en la casa con ellos, comiendo de lo que Tío Fred cultivaba, sin bajar nunca al pueblo. No había otra granja en seis kilómetros a la redonda, ni escuela tampoco; así que por las noches Tía Lucy me tomaba la lectura. Nunca he jugado mucho.
Al principio tenía miedo de internarme en el bosque por lo que me había contado Abuela. Además, diría que Tía Lucy y Tío Fred tenían miedo de algo, por la manera de cerrar las puertas por la noche y nunca se internaban en el bosque después de oscurecer, ni aun en verano.
Pero al cabo de un tiempo, me acostumbré a la idea de vivir en el bosque, y ellos no parecieron tan asustados. Yo hacía tareas para Tío Fred, naturalmente, pero a beces, las tardes en que él estaba ocupado, salía a dar una vuelta solo. Sobre todo en el otoño.
Y así fue como oí a uno de los seres. Fue a principios de octubre, y yo estaba en la cañada que hay junto a la gran peña. Entonces empezó el ruido. Yo me escondí rápidamente detrás de esa roca.
Escucha, me dije, en el bosque no hay animales. Ni gente. Salvo, quizá, el viejo Cap Pritchett, el cartero, que sólo viene los jueves por la tarde.
Así que al oír el ruido, no siendo Tío Fred o Tía Lucy que me llamaban, pensé que era mejor esconderme.
Y sobre ese ruido. Al principio era muy lejano, una especie de goteo. Sonaba como la sangre al caer en pequeños chorritos en el fondo de un cubo, cuando Tío Fred colgaba un cerdo sacrificado.
Miré a mi alrededor pero no pude descubrir nada, ni tampoco averiguar la dirección del ruido. El ruido pareció parar durante un minuto, y todo era oscuridad y árboles, quietos como la muerte. Luego empezó el ruido otra vez, más fuerte y más alto.
Sonaba como un montón de gente corriendo o andando todos a la vez, hacia donde yo estaba. El chasquido de ramitas al quebrarse bajo los pies y el remover de arbustos se mezclaban con el ruido. Yo me aplasté detrás de aquella peña y me estuve completamente quieto.
Puedo decir que, fuera lo que fuese, estaba ahora muy cerca, justo en la cañada. Quiero mirar, pero no puede ser porque el ruido es muy alto y ruin. Y también hay un olor espantoso como de algún animal muerto y enterrado que ha sido destapado después al sol.
De repente el ruido se para otra vez y puedo decir que sea lo que sea lo que lo produce, está muy cerca. Durante un minuto, los bosques están tremendamente silenciosos. Luego vuelve el ruido.
Es como una voz que no es voz. O sea, no suena como una voz, sino como un zumbido o gruñido profundo y ronroneante. Pero tiene que ser voz porque dice palabras.
No palabras que yo puedo entender, pero son palabras. Palabras que hacen que mantenga la cabeza bajada, temeroso de que me vean, y temeroso también de ver algo. Permanecí allí sudando y temblando. El hedor me estaba poniendo enfermo, pero esa voz espantosa, profunda, ronroneante, era peor. Una y otra vez repetía algo que sonaba a una cosa así como:
«E uh shub nigger ath ngaa ryla neb shoggoth».
No creo que lo haya escrito tal como sonaba, pero lo oí las suficientes veces como para recordarlo. Aún lo estaba escuchando, cuando el hedor se hizo tan espantosamente denso que creo que me desmayé, porque cuando desperté la voz había desaparecido y estaba oscureciendo.
No paré de correr hasta la casa esa tarde, aunque antes fui a ver dónde había estado el que habló... y era un animal.
Ningún ser humano puede dejar huellas en el barro que son como pezuñas de cabra, todas verdes de limo, con un olor nauseabundo... y no eran cuatro ni ocho, ¡eran lo menos doscientas!
No se lo dije a Tía Lucy ni a Tío Fred. Pero esa noche, cuando me fui a la cama, tuve sueños terribles. Estaba de nuevo en la cañada, sólo que esta vez pude ver a la monstruosidad. Era muy alta y negra como el betún, sin una forma concreta, salvo un montón de cuerdas negras que remataban como con pezuñas. O sea, tenía forma, pero cambiante: se combaba y retorcía en diferentes maneras. Tenía un montón de bocas por todas partes que se arremolinaban como hojas en las ramas.
Es lo más parecido que se me ocurre. Las bocas eran como hojas y todo el ser aquél era como un árbol al viento, un árbol negro con montones de ramas que azotaban el suelo, y un sinfín de raíces que acababan en pezuñas. Y el limo verdoso que goteaba de sus bocas y se escurría por las patas era ¡como la savia!
Al día siguiente me acordé de mirar en un libro que Tía Lucy tenía abajo. Se llamaba mitología. Este libro hablaba de ciertas gentes que vivían en Inglaterra y en Francia antiguamente y que se llamaban druidas. Adoraban a los árboles y creían que estaban vivos. A lo mejor ese ser era como los que ellos adoraban, un llamado espíritu-naturaleza.
Pero si estos druidas vivían al otro lado del océano, ¿cómo podía ser? Esto me hizo pensar un montón, los dos días siguientes, y os aseguro que no volví a jugar más en aquellos bosques.
Finalmente me figuré más o menos lo siguiente :
Que esos druidas fueron expulsados de los bosques de Inglaterra y de Francia y que algunos fueron lo bastante listos como para construir embarcaciones y cruzar el océano, como se cuenta que hizo el Viejo Leaf Erikson. Entonces pudieron asentarse en estos bosques de aquí y ahuyentar a los indios con sus hechizos mágicos.
Sabrían ocultarse en los pantanos, y seguirían celebrando sus cultos paganos e invocando a estos espíritus de la tierra o de donde quiera que vengan.
Los indios suelen creer que los dioses blancos vinieron del mar hace mucho tiempo. ¿Y si eso es ni más ni menos que otra manera de decir cómo llegaron aquí los druidas? Algunos indios verdaderamente civilizados de México o Sudamérica —aztecas o incas, supongo— decían que un dios blanco vino en un barco y les enseñó toda clase de magia. ¿No pudo ser un druida?
Eso también explicaría las historias de Abuela sobre ellos.
Aquellos druidas que se ocultaban en los pantanos serían los que batían y golpeaban tambores y encendían fogatas en los montes. Y los llamarían a ellos espíritus de los árboles o lo que fuera, haciéndolos salir de la tierra. Entonces les harían sacrificios. Estos druidas hacían siempre sacrificios de sangre, igual que las viejas brujas. ¿Y no decía Abuela que la gente que vivía demasiado cerca de los montes desaparecía y no se la volvía a ber?
Nosotros vivíamos en un lugar exactamente así.
Y se acercaba el Día de Difuntos. Abuela siempre decía que ése era un día grande.
Yo empecé a preguntarme, ¿qué pasará ahora?
Me daba tanto miedo que no salía de casa. Tía Lucy me hizo tomar un tónico; decía que yo estaba chupado. Supongo que lo estaba. Todo lo que sé es que una tarde en que oí llegar una calesa por el bosque eché a correr y me escondí debajo de la cama.
Pero sólo era Cap Pritchett con el correo. Tío Fred lo cogió y se puso muy excitado al ver una carta.
Primo Osborne iba a venir a estar con nosotros. Era pariente de Tía Lucy y tenía vacaciones y quería pasar una semana. Llegaría aquí en el mismo tren que yo —el único tren que pasaba por esta parte— el 25 de octubre a mediodía.
Los días siguientes estuvimos todos tan excitados que a mí se me olvidaron todas las ideas como por encanto. Tío Fred arregló la habitación de atrás para que Primo Osborne durmiese allí, y yo le ayudé con la carpintería.
Los días acortaron, y las noches se hicieron frías y con grandes vientos. Era la madrugada del 25, y Tío Fred se abrigó bien para cruzar el bosque con la calesa. Quería traer a Primo Osborne a mediodía, y había diez kilómetros hasta el apeadero. No quiso llevarme, y yo no dije nada. El bosque estaba lleno de ruidos y crujidos del viento... ruidos que podían ser debidos a otras cosas, también.
Bueno, se marchó, y Tía Lucy y yo nos quedamos en la casa. Ella guardaba conservas —ciruelas— para el invierno. Yo sacaba cántaros del pozo.
Creo que tenía que haber dicho antes que teníamos dos pozos. Uno nuevo con una bomba grande y flamante junto a la casa. Y luego otro de piedra al lado del granero, con una bomba estropeada. Nunca había servido para nada, decía Tío Fred; ya estaba así cuando compraron el lugar. El agua estaba llena de limo. Y era curioso, porque aunque no funcionaba la bomba, a veces parecía que bajaba el nivel. Tío Fred no sabía por qué, pero algunas mañanas el agua se desbordaba... un agua verdosa, llena de limo, que olía terriblemente.
No nos acercábamos a él, y yo estuve en el pozo nuevo hasta el mediodía, cuando empezó a nublarse. Tía Lucy preparó la comida, y empezó a llover fuerte y los truenos retumbaban en los grandes montes del oeste.
Pensé que Tío Fred y Primo Osborne iban a tener dificultades para llegar a casa con la tormenta, pero Tía Lucy no se inquietó por eso, me hizo que la ayudara a guardar las provisiones.
A las cinco empezó a oscurecer, y Tío Fred no había regresado. Entonces empezamos a preocuparnos. A lo mejor el tren se había retrasado, o le había pasado algo al caballo o a la calesa.
Las seis y Tío Fred sin venir. Había parado de llover, pero todavía se podían escuchar los truenos como gruñendo por los montes, y las ramas mojadas seguían goteando en el bosque, haciendo un ruido como de mujeres riéndose.
A lo mejor el camino estaba demasiado mal para meterse en él. La calesa podía atascarse en el barro. Tal vez habían decidido quedarse en el apeadero a pasar la noche.
Las siete, y fuera estaba oscuro como la boca de un lobo. Ya no se oía ruido de lluvia. Tía Lucy estaba muy asustada. Dijo que saliéramos a poner un farol en la cerca junto al camino.
Empezamos a bajar por el sendero, en dirección a la cerca. Estaba oscuro y el viento había parado. Todo estaba quieto, como en lo más profundo del bosque. Yo sentía una especie de miedo mientras bajaba por el sendero con Tía Lucy... era como si hubiese algo en la quieta oscuridad en algún lugar, esperando para atraparme.
Encendimos el farol y estuvimos mirando hacia el camino y «¿Qué es eso?», dijo Tía Lucy con un grito muy fuerte. Escuché y oí como un redoblar a lo lejos.
—El caballo y la calesa —dije. Tía Lucy se reanimó.
—Tienes razón —dijo de repente. Y es, porque lo vemos. El caballo corre de prisa y la calesa va saltando detrás como loca. No tardamos ni un segundo en ver que algo ha pasado, porque la calesa no se para junto a la entrada, sino que sigue hasta el granero con Tía Lucy y yo corriendo por el barro detrás del caballo. El caballo está lleno de espuma, y cuando se para no puede estarse quieto. Tía Lucy y yo esperamos que bajen Tío Fred y Primo Osborne, pero no. Entonces miramos dentro.
No hay nadie dentro de la calesa.
Tía Lucy dice «¡Oh!», dando un grito muy fuerte, y luego se desmaya. Yo tuve que llevarla a casa y meterla en la cama.
Esperé toda la noche junto a la ventana, pero Tío Fred y Primo Osborne no aparecieron. Ya más.
Los días siguientes fueron espantosos. No encontramos nada en la calesa que indicara qué había pasado, y Tía Lucy no me dejó que emprendiese el camino hasta el pueblo ni cruzar el bosque hasta el apeadero.
Al día siguiente encontramos el caballo muerto en el granero, y como es natural nos tocaba ir andando al apeadero o recorrer a pie todos los kilómetros que hay hasta la granja de Warren. Tía Lucy tenía miedo de ir y miedo de quedarse, y decidió que cuando viniese Cap Pritchett sería mejor que nos fuéramos con él al pueblo y presentar la denuncia y luego quedarnos allí hasta que averigüemos qué ha pasado.
Yo tenía mis propias ideas sobre lo pasado. Ya faltaban pocos días para el Día de Difuntos, y tal vez ellos habían atrapado a Tío Fred y Primo Osborne para el sacrificio. Ellos o los druidas. El libro de mitología decía que los druidas podían hasta desatar tormentas si querían con sus hechizos.
Aunque no tenía sentido hablar con Tía Lucy. Estaba como trastornada de angustia, y daba vueltas de un lado para otro y murmuraba una y otra vez: «Han muerto», y «Fred siempre me lo advirtió», y «es inútil, es inútil». Tuve que hacer yo las comidas y atenderla a ella. Y por las noches era difícil dnrmir, porque estaba atento a ver si se oían tambores. No llegué a oírlos de todos modos, pero era preferible velar a dormir y tener esos sueños.
Esos sueños sobre el ser negro que era como un árbol, que andaba por los bosques y echaba raíces en un determinado lugar para ponerse a rezar con todas aquellas bocas... a rezar a ese viejo dios de debajo del suelo.
No sé de dónde saqué la idea de cómo rezaba: pegando sus bocas al suelo. Tal vez porque vi el limo verde. ¿O es que lo presencié en realidad? Nunca volví a aquel lugar a mirar. Tal vez no eran más que figuraciones mías, la historia de los druidas y ellos y la voz que decía «shoggoth» y todo lo demás.
Pero entonces, ¿dónde estaban Primo Orborne y Tío Fred? ¿Y qué asustó al caballo para venir de esa manera y morirse al día siguiente?
Los pensamientos me seguían dando vueltas y más vueltas en la cabeza, cada uno expulsando al otro, pero todo lo que sabía era que no estaríamos aquí la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos.
Porque la noche del 31 de octubre caía en jueves, y Cap Pritchett vendría y podríamos irnos al pueblo con él.
La noche antes hice que Tía Lucy recogiera unas cuantas cosas y lo dejamos todo preparado, y entonces me eché a dormir. No hubo ruidos, y por primera vez me sentí un poco mejor.
Sólo que volvieron los sueños. Soñé que un puñado de hombres venían en la noche y entraban por la ventana de la habitación donde dormía Tía Lucy y la cogían. La ataban y se la llevaban en silencio, a oscuras, porque tenían ojos de gato y no necesitaban luz para ver.
El sueño me asustó tanto que me desperté cuando ya despuntaba el día. Bajé corriendo a buscar a Tía Lucy.
Había desaparecido.
La ventana estaba abierta de par en par, como en mi sueño, y había algunas mantas desgarradas.
El suelo estaba duro, fuera de la ventana, y no vi huellas de pies ni nada. Pero había desaparecido.
Creo que grité entonces.
Es difícil recordar lo que hice a continuación. No quise desayunar. Salí gritando «Tía Lucy» sin esperar ninguna respuesta. Fui al granero y encontré la puerta abierta, y que las vacas habían desaparecido. Vi una huella o dos que se dirigían al camino, pero no me pareció prudente seguirlas.
Poco después fui al pozo y entonces grité otra vez, porque el agua estaba verdosa de limo en el nuevo, igual que el agua del viejo.
Cuando vi aquello supe que estaba en lo cierto. Debieron de venir ellos por la noche y ya no trataron de ocultar sus fechorías. Porque estaban seguros de las cosas.
Esta era la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos. Tenía que marcharme de aquí. Si ellos vigilaban y esperaban, y no podía confiar en que Cap Pritchett apareciese esta tarde. Tenía que intentar bajar al camino, así que era mejor que me fuera ahora, por la mañana, mientras había luz para llegar al pueblo.
Con que me puse a revolver y encontré un poco de dinero en el cajón de la mesa de Tío Fred y la carta de Primo Osborne, con el remite de Kingsport, desde donde escribió. Ahí es adonde yo habría ido después de contar a la gente lo sucedido. Debo tener familia allí.
Me preguntaba si me creerían en el pueblo cuando les contara la forma en que Tío Fred había desaparecido, y Tía Lucy, y el robo del ganado para un sacrificio y lo del limo verde en el pozo donde algún animal se había parado a beber. Me preguntaba si se enterarían de los tambores, y las fogatas que habría en los montes esta noche y si formarían una partida y vendrían esta noche para tratar de cogerlos a todos ellos y a lo que se proponían hacer salir de la tierra. Me preguntaba si sabrían qué era un «shoggoth».
Bueno, tanto si iban a venir como si no, yo no iba a quedarme a averiguarlo. Así que hice mi pequeña maleta y me dispuse a marcharme. Debía ser alrededor de mediodía y todo estaba tranquilo.
Fui a la puerta y salí sin molestarme en cerrarla con llave después. ¿Para qué, si no había nadie en muchos kilómetros a la redonda?
Entonces oí el ruido abajo en el camino.
Era ruido de pasos.
Alguien benía por el camino, exactamente por la curva.
Me quedé quieto un minuto, esperando a ber, esperando para echar a correr.
Entonces apareció.
Era alto y delgado, y se parecía un poco a Tío Fred, sólo que mucho más joven y sin barba, y vestía una especie de traje elegante como de ciudad y un sombrero de copa. Sonrió al verme y vino hacia mí como si me conociera.
—Hola, Willie —dijo.
Yo no dije nada, estaba muy confundido.
—¿No me conoces? —dijo—. Soy Primo Osborne. Tu primo Frank —me tendió la mano para estrecharme—. Pero supongo que no te acuerdas de mí, ¿verdad? La última vez que te vi eras sólo un bebé.
—Pero yo creía que tenías que venir la semana pasada —dije—. Te esperábamos el 25.
—¿No recibisteis mi telegrama? —preguntó—. Tuve que hacer.
Negué con la cabeza.
—Nosotros no recibimos nada, aparte del correo que nos traen los jueves. A lo mejor está en la estación.
Primo Osborne hizo una mueca.
—Estáis bastante lejos del bullicio, desde luego. Este mediodía no había nadie en la estación. He esperado a Fred para que me recogiera en su calesa, así no me habría dado la caminata, pero no he tenido suerte.
—¿Has venido a pie todo el trayecto? —pregunté.
—Desde luego.
—¿Y has venido en tren?
Primo Osborne asintió.
—Entonces, ¿dónde está tu maleta?
—La he dejado en el apeadero —me dijo—. Está demasiado lejos para traerla en la mano. Pensé que Fred me puede llevar en su calesa para recogerla —notó mi equipaje por primera vez—. Pero, un momento, ¿adonde vas con esa maletita, hijo?
Bueno, no me quedaba otro remedio que contarle todo lo que había sucedido.
Así que le dije que fuéramos a la casa a sentarnos, y se lo explicaría.
Volvimos y él preparó un poco de café y yo hice un par de bocadillos y comimos, y entonces le conté que Tío Fred había ido al apeadero y no había vuelto, y lo del caballo, y lo que le ocurrió luego a Tía Lucy. Me callé lo que me pasó a mí en el bosque, naturalmente, y ni siquiera le insinué lo de ellos. Pero le dije que estaba asustado y que me disponía a irme hoy mismo antes de que oscureciese.
Primo Osborne me escuchaba, asentía y no decía nada ni me interrumpía.
—Así que por eso tenemos que irnos de aquí.
Primo Osborne se levantó.
—Puede que tengas razón, Willie —dijo—. Pero no dejes correr demasiado la imaginación, hijo. Trata de separar los hechos de las fantasías. Tus tíos han desaparecido. Eso es un hecho. Pero esa otra tontería sobre unos seres de los bosques que vienen por ti... eso es fantasía. Me recuerda todas aquellas estupideces que contaban en casa, en Arkham. Y por alguna razón, me lo recuerdan más en este tiempo, ya que es 31 de octubre. Porque, cuando me marché...
—Perdona, Primo Osborne —dije—. Pero ¿no vives en Kingsport?
—Pues claro —me contestó—. Pero antes vivía en Arkham, y conozco a la gente de por aquí. No me extraña que te asusten los bosques y que imagines cosas. De hecho, admiro tu valentía. Para tus doce años, te has portado con mucha sensatez.
—Entonces pongámonos en camino —dije—. Son casi las dos, y lo más prudente es que nos vayamos si queremos llegar al pueblo antes de la puesta del sol.
—Aún no, hijo —dijo Primo Osborne—. No me iré tranquilo sin echar antes una ojeada y ver qué podemos averiguar sobre este misterio. Al fin y al cabo, debes comprender que no podemos marcharnos al pueblo y contarle al sheriff cualquier disparate sobre extrañas criaturas de los bosques que vinieron y se llevaron a tus tíos. La gente sensata no cree en esas cosas. Podrían pensar que estoy mintiendo y se reirían de mí. Podrían creer que has tenido algo que ver con... bueno, con la desaparición de tus tíos.
—Por favor —dije—. Vamonos ahora mismo.
No dije nada más. Podía haberle dicho un montón de cosas, lo que había soñado y oído y visto y lo que sabía... pero pensé que no serviría de nada.
Además, había cosas que yo no quería decirle ahora que había hablado con él. Me sentía asustado otra vez.
Primero dijo que era de Arkham y luego, cuando le pregunté me dijo que era de Kingsport pero a mí me sonaba a mentira.
Luego dijo algo sobre que yo tenía miedo en los bosques, pero ¿cómo podía saber eso él? Yo no le había contado ese detalle.
Si queréis saber qué es lo que yo pensaba de verdad, pensaba que tal bez no era Primo Osborne.
Y si no era él, entonces ¿quién era?
Me puse de pie y me dirigí al vestíbulo.
—¿Adonde vas, hijo? —preguntó.
—Afuera.
—Iré contigo.
Con toda seguridad, me vigilaba. No iba a perderme de vista. Vino a mí y me cogió del brazo amistosamente... pero yo no podía soltarme. No, se pegó a mi lado. Sabía que yo me proponía echar a correr.
¿Qué podía hacer? Estaba a solas en la casa del bosque con este hombre, y de cara a la noche, víspera de Todos los Santos, y ellos aguardando fuera.
Salimos, y noté que ya empezaba a oscurecer, aun en plena tarde. Las nubes habían ocultado el sol, y el viento agitaba los árboles de forma que alargaban las ramas como si trataran de retenerme. Hacían un ruido susurrante, como si cuchichearan cosas sobre mí, y él levantó la vista como para mirarlos y escucharlos. A lo mejor comprendía lo que decían. A lo mejor le estaban dando órdenes.
Luego casi me eché a reír, porque se puso a escuchar algo, y yo lo oí también.
Era un golpear en el camino.
—Cap Pritchett —dije—. Es el cartero. Ahora podremos irnos al pueblo en su calesa.
—Deja que hable con él —dijo—. Y sobre tus tíos, no hay por qué alarmarle y no vamos a armar escándalo, ¿no te parece? Corre adentro.
—Pero, Primo Osborne —dije—. Tenemos que decir la verdad.
—Pues claro que sí, hijo. Pero eso es cosa de mayores. Ahora corre. Ya te llamaré.
Hablaba con mucha amabilidad y hasta sonrió, pero de todos modos me llevó a la fuerza hasta el porche y me metió en la casa y cerró con un portazo. Me quedé en el vestíbulo a oscuras y pude oír a Cap Pritchett y llamarle, y que él subía a la calesa y hablaba, y luego oí un murmullo muy bajo. Miré por una raja de la puerta y los vi. Cap Pritchett le hablaba amistosamente, con humor, y no pasaba nada.
Después, al cabo de un minuto o dos, Cap Pritchett hizo un gesto de despedida y cogió las riendas, ¡y la calesa se puso en marcha otra vez!
Entonces me di cuenta de lo que tenía que hacer, pasara lo que pasase. Abrí la puerta y eché a correr, con la maletita y todo, sendero abajo, y luego por el camino, detrás de la calesa. Primo Osborne trató de cogerme cuando pasé por su lado, pero lo esquivé y grité:
—¡Espéreme, Cap, quiero irme, lléveme al pueblo!
Cap se detuvo y miró hacia atrás, realmente desconcertado.
—¡Willie! —dijo—. Creía que te habías ido. Él me ha dicho que te habías marchado con Fred y con Lucy.
—No le haga caso —dije—. No quería que me fuera. Lléveme al pueblo. Tengo que contarle lo que ha pasado. Por favor, Cap, tiene que llevarme.
—Claro que sí, Willie. Sube.
Salté arriba.
Primo Osborne vino en seguida a la calesa.
—Baja ahora mismo —dijo con astucia—. No puedes marcharte así como así. Te lo prohibo. Estás bajo mi custodia.
—No le escuche —supliqué—. Lléveme, Cap. ¡Por favor!
—Muy bien —dijo Primo Osborne—. Si insistes en no ser razonable, iremos todos. No puedo consentir que te vayas solo.
Sonrió a Cap.
—Como ve, el chico está trastornado —dijo—. Espero que no le molesten sus desvaríos. El vivir aquí como él... bueno, usted me comprende, no es el mismo. Se lo explicaré todo camino del pueblo.
Se encogió de hombros e hizo un gesto como de golpearse la cabeza con los dedos. Luego sonrió otra vez, y se dispuso a subir y tomar asiento junto a nosotros.
Pero Cap no le correspondió.
—No, usted, no —dijo—. Este chico, Willie, es un buen chico. Yo lo conozco. A usted no le conozco. Parece que ya me ha explicado bastante, señor, al decirme que Willie se había ido.
—Pero sólo quería evitar que hablase; escuche, me han llamado como médico para que atienda al muchacho... está mentalmente desequilibrado.
—¡Maldita sea! —Cap disparó un escupitajo de jugo de tabaco a los pies de Primo Osborne—. Nos vamos.
Primo Osborne dejó de sonreír.
—Entonces insisto en que me lleve con usted —dijo, y trató de subir a la calesa.
Cap se metió la mano en la chaqueta y cuando la sacó otra vez, tenía una enorme pistola en ella.
—¡Baje! —gritó—. Señor, está hablando con el Correo de los Estados Unidos, y usted no manda en el Gobierno, ¿entiende? Ahora baje, si no quiere que le esparza los sesos en el camino.
Primo Osborne arrugó el ceño, pero se apartó en seguida de la calesa.
Me miró a mí y encogió los hombros.
—Cometes una gran equivocación, Willie —dijo.
Yo no le miré siquiera. Cap dijo: «Vamos», y salimos al camino. Las ruedas de la calesa rodaron más y más de prisa, y no tardamos en perder de vista la casa y Cap se guardó la pistola y me palmeó en el hombro.
—Deja de temblar, Willie —dijo—. Ahora estás a salvo. Nadie te molestará. Dentro de una hora o así estaremos en el pueblo. Ahora sosiégate y cuéntale al viejo Cap todo lo que ha pasado.
Se lo conté. Tardé mucho tiempo. Corríamos a través de los bosques, y antes de que me diera cuenta, casi había oscurecido. El sol se deslizó furtivamente detrás de los montes. La oscuridad empezaba a invadir los bosques a ambos lados del camino, y los árboles empezaban a susurrar, diciéndoles a las sombras que nos siguiesen.
El caballo corría y brincaba y muy pronto oímos otros ruidos a lo lejos. Podían ser truenos o podían ser otra cosa. Pero lo que era seguro es que se avecinaba la noche y que era víspera de Todos los Santos.
La carretera cruzaba entre los montes ahora, y no beías adónde te iba a llevar la siguiente curva. Además, oscurecía muy de prisa.
—Sospecho que nos va a caer un chaparrón —dijo Cap, mirando hacia el cielo—. Eso son truenos, creo.
—Tambores —dije yo.
—¿Tambores?
—Por la noche pueden oírse en los montes —dije—. Los he oído todo este mes. Son ellos, se están preparando para el sabbath.
—¿El sabbath? —Cap me miró—. ¿Dónde has oído hablar del sabbath?
Entonces le conté algo más sobre lo que había ocurrido. Le conté todo lo demás. No dijo nada, y al poco tiempo no pudo haber contestado tampoco porque los truenos sonaban alrededor nuestro, y la lluvia azotaba la calesa, la carretera, todo. Ahora había oscurecido completamente, y sólo podíamos ver cuando surgía algún relámpago. Tenía que gritar para hacerme oír, contarle a voces los seres que se habían apoderado de Tío Fred y habían venido por Tía Lucy, los que se habían llevado nuestro ganado y luego enviaron a Primo Osborne por mí. Le conté a gritos también lo que había oído en el bosque.
A la luz de los relámpagos pude ber la cara de Cap. Sonreía o arrugaba el ceño... parecía que me creía. Y noté que había sacado otra vez la pistola y que sostenía las riendas con una mano a pesar de que corríamos muy de prisa. El caballo estaba tan asustado que no necesitaba que lo fustigaran para mantenerse al galope.
La vieja calesa saltaba y daba bandazos y la lluvia silbaba en el viento y era todo como un sueño espantoso, pero real. Era real cuando le conté a gritos a Cap Pritchett lo que oí aquella vez en el bosque.
—Shoggoth —grité—. ¿Qué es un shoggoth?
Cap me cogió el brazo, y luego surgió un relámpago y pude ver su cara con la boca abierta. Pero no me miraba a mí. Miraba el camino y lo que teníamos delante.
Los árboles se habían como juntado cubriendo la siguiente curva, y en la oscuridad parecía como si estuviesen vivos... se movían y se inclinaban y se retorcían para cerrarnos el paso. Surgió un relámpago y pude verlos con claridad, y también algo más.
Era algo negro que estaba en el camino, algo que no era árbol. Algo negro y enorme, agachado, esperando con unos brazos como cuerdas extendiéndose y contorsionándose.
—¡Shoggoth! —gritó Cap. Pero yo apenas le oí porque los truenos retumbaban ahora y el caballo soltó un relincho y sentí un tirón de la calesa hacia un lado y el caballo se encabritó y casi caímos sobre aquello negro. Pude notar un olor espantoso, y Cap apuntó con la pistola y soltó un disparo casi tan fuerte como el trueno y casi tan ruidoso como el estampido que se produjo cuando herimos a aquella negra monstruosidad.
Entonces sucedió todo en un momento. El trueno, la caída del caballo, el tiro, y nuestro choque al pasar la calesa por encima. Cap debía llevar las riendas atadas alrededor de su brazo, porque cuando cayó el caballo y se volcó la calesa salió de cabeza por encima del guardafango y fue a parar sobre la agitada confusión que era el caballo... y la monstruosidad negra que lo había atrapado. Yo sentía que salía despedido hacia la oscuridad, y luego que aterrizaba en el barro y la grava del camino.
Hubo truenos y gritos y otro ruido que yo había oído antes una vez, en los bosques... un zumbido como de una voz.
Por eso no miré hacia atrás. Por eso ni se me ocurrió pensar en el daño que me había hecho al caer... me puse de pie y eché a correr por la carretera lo más de prisa que podía, en medio de la tormenta y la oscuridad, mientras los árboles se contorsionaban y retorcían y agitaban sus cabezas y me apuntaban con sus ramas y se reían.
Por encima de los truenos oí el relincho del caballo y oí el alarido de Cap, también, pero no me volví a mirar. Los relámpagos se sucedían a intervalos, y yo corría entre los árboles ahora porque el camino no era más que un cenagal que me sujetaba y me sorbía las piernas. Al cabo de un rato comencé a gritar yo también, pero no podía ni oírme yo mismo debido a los truenos. Y más que truenos. Oía tambores.
De repente, salí del bosque y llegué a los montes. Corrí hacia arriba y el rumor de los tambores se hizo más fuerte, y no tardé en ver un poco medianamente, aunque no ya por los relámpagos. Porque había fogatas encendidas en el monte; y el percutir de los tambores venía de allí.
Me extravié en el ruido; el viento gemía y los árboles se reían y los tambores palpitaban. Pero me detuve a tiempo. Me detuve cuando vi con claridad las fogatas; eran unos fuegos rojos y verdes que ardían aun con toda la lluvia.
Vi una gran piedra blanca en el centro de un claro que había en lo alto de una colina. Había fuegos rojos y verdes detrás y a su alrededor, de modo que todo se recortaba contra las llamas.
Había hombres junto al altar, hombres de largas barbas grises y rostros arrugados, hombres que echaban al fuego unos polvos que olían espantosamente mal y hacían las llamas rojas y verdes. Y tenían cuchillos en las manos, y podía oírles aullar por encima de la tormenta. De espaldas, acuclillados en el suelo, había más hombres que hacían sonar los tambores.
Poco después llegó algo más a la loma: dos hombres conduciendo ganado. Podría asegurar que eran nuestras vacas lo que conducían y las llevaron derecho al altar y luego los hombres de los cuchillos las degollaron como sacrificio.
Todo esto lo pude ver por los relámpagos y las llamas de las hogueras, y yo me agazapé en el suelo de modo que no me pudieran descubrir.
Pero en seguida dejé de ver bien, debido a la forma de echar polvos en el fuego. Se levantó un humo muy espeso. Cuando este humo se lebantó los hombres empezaron a cantar y a rezar más alto.
Yo no podía oír las palabras, pero sonaba como lo que escuché en los bosques la otra vez. No podía ver muy bien, pero sabía lo que iba a pasar. Dos hombres que habían conducido el ganado bajaron por el otro lado de la loma y cuando volvieron a subir traían nuevas víctimas para el sacrificio. El humo no me dejaba ver bien, pero las víctimas tenían dos piernas, no cuatro patas. Tal vez hubiera podido ver mejor en ese momento, pero me tapé la cara cuando las arrastraron ante el altar blanco y lebantaron los cuchillos y el fuego y el humo se avivaron de pronto y los tambores resonaron y cantaron todos y llamaron en voz muy alta a alguien que aguardaba en el otro lado de la loma.
El suelo empezó a estremecerse. Creció la tormenta y redoblaron los relámpagos y los truenos y el fuego y el humo y los cánticos y yo estaba medio muerto de miedo, pero una cosa podría jurar: que el suelo empezó a estremecerse. Se sacudió y tembló, y ellos llamaron a alguien y ese alguien acudió como al cabo de un minuto.
Acudió arrastrándose cuesta arriba hasta el altar y el sacrificio, y era negro como aquella monstruosidad de mis sueños, como aquella cosa negra con cuerdas y en forma de árbol y con una gelatina verdosa de los bosques. Y subió con sus pezuñas y bocas y brazos serpeantes. Y los hombres se inclinaron y retrocedieron y entonces aquello se acercó al altar donde había algo que se retorcía encima, que se retorcía y chillaba.
La monstruosidad negra se inclinó sobre el altar y entonces oí un zumbido por encima de los gritos al agacharse. Sólo miré un minuto, pero en este tiempo la negra monstruosidad empezó a inflarse y a crecer.
Eso pudo conmigo. Perdí todo sentido de la prudencia. Tenía que correr. Me lebanté y corrí y corrí y corrí, gritando a voz en cuello sin importarme que me oyeran.
Seguí corriendo y gritando en medio de los bosques y la tormenta y huyendo de aquella loma y aquel altar y entonces de repente supe dónde estaba y que había vuelto aquí a la casa de mis tíos.
Sí, eso es lo que había hecho: correr en círculo y regresar. Pero ya no podía continuar, no podía seguir soportando la noche y la tormenta. Así que corrí adentro. Al principio, después de cerrar la puerta me dejé caer en el suelo, cansado de tanto correr y gritar.
Pero al cabo de un rato me levanté y busqué clavos y un martillo y unas tablas de Tío Fred que no estuvieran hechas astillas.
Primero clavé la puerta y luego todas las ventanas. Hasta la última. Creo que estuve trabajando varias horas. Al terminar, la tormenta se había disipado y todo quedó tranquilo. Lo bastante tranquilo como para poderme echar en la cama y quedarme dormido.
Me he despertado hace un par de horas. Era de día. He podido ver la luz a través de las rajas. Por la forma de entrar el sol, he comprendido que ya es por la tarde. He dormido toda la mañana y no ha venido nadie.
Calculaba que tal vez podía abrir y marcharme a pie al pueblo como había planeado ayer.
Pero calculaba mal.
Antes de ponerme a quitar los clavos, le he oído. Era Primo Osborne, naturalmente. El hombre que dijo que era Primo Osborne quiero decir.
Ha entrado en el cercado gritando: «¡Willie!» Pero yo no he contestado. Luego ha intentado abrir la puerta y después las ventanas. Le he oído golpear y maldecir. Eso ha estado mal.
Pero entonces se ha puesto a murmurar, y eso ha sido peor. Porque significaba que no estaba solo.
He echado una ojeada por una raja, pero se habían ido a la parte de atrás de la casa, así que no he visto quiénes estaban con él.
Creo que da lo mismo, porque si estoy en lo cierto, es mejor no berlos.
Ya es bastante desagradable oírlos.
Oír ese ronco croar, y luego oírle a él hablar y después croar otra vez.
El olor es un olor espantoso, como el limo verde de los bosques y del pozo.
El pozo... han ido al pozo de atrás. Y he oído a Primo Osborne decir algo así como: «Esperad hasta que oscurezca. Podemos utilizar el pozo si encontráis la entrada. Buscad la entrada.»
Ahora ya sé lo que significa. El pozo debe de ser una especie de entrada al lugar que tienen bajo tierra, que es donde esos druidas viven. Y esa monstruosidad negra.
He estado escribiendo de un tirón y ya la tarde se va yendo. Miro por las rajas y veo que está oscureciendo otra bez.
Ahora es cuando vendrán por mí; cuando oscurezca.
Romperán la puertas y las ventanas y entrarán y me cogerán. Me bajarán al pozo, me llevarán a los negros lugares donde están los shoggoths. Debe de haber todo un mundo debajo de los montes, un mundo donde se ocultan y esperan para salir por más víctimas, por más sacrificios. No quieren que haya seres humanos por aquí, salvo los que necesitan para los sacrificios.
Yo vi lo que esa monstruosidad negra hizo en el altar. Sé lo que me va a pasar.
Tal vez echen de menos a Primo Osborne en su casa y envíen a alguien a averiguar qué le ha pasado. Puede que las gentes del pueblo echen de menos a Cap Pritchett y vengan a buscarle. Puede que vengan y me encuentren. Pero si no vienen pronto, será demasiado tarde.
Por eso he escrito esto. Es verdad lo que digo, con la mano sobre el corazón, cada palabra. Y si alguien encuentra este cuaderno donde yo lo escondo, que vaya y se asome al pozo. Al pozo viejo, que está detrás.
Que recuerde lo que he dicho de ellos. Que ciegue el pozo y seque las charcas. No tiene sentido que me busquen... si no estoy aquí.
Quisiera no estar tan asustado. No lo estoy tanto por mí como por otras gentes; los que pueden venir a vivir por aquí, y les pase lo mismo... o peor.
Tenéis que creerme. Id a los bosques, si no. Id a la loma. A la loma donde ellos hicieron los sacrificios. Puede que ya no estén las manchas y la lluvia haya borrado las huellas. Puede que no encontréis ningún rastro de fuego. Pero la piedra del altar tiene que estar allí. Y si está, sabréis la verdad. Debe haber unas manchas redondas y grandes en esa piedra. Manchas de medio metro de anchas.
No he hablado de ellas. Al final, miré hacia atrás. Vi a la monstruosidad negra aquella que era un shoggoth. La vi cómo se hinchaba y crecía. Creo que he dicho ya que podía cambiar de forma, y que se hacía enorme. Pero no podéis ni imaginar el tamaño ni la forma y yo no lo quiero decir.
Lo único que digo es que miréis. Que miréis y veréis lo que se esconde debajo de la tierra en estos montes, esperando salir para celebrar su festín y matar a alguien más.
Esperad. Ya vienen. Se está haciendo de noche y puedo oír sus pasos. Y otros ruidos. Voces. Y otros ruidos. Están aporreando la puerta. Y estoy seguro de que deben tener un tronco o tablón para derribarla. Toda la casa se estremece. Oigo hablar a voces a Primo Osborne, y también ese zumbido. El olor es espantoso. Me estoy poniendo enfermo, y dentro de un minuto...
Mirad el altar. Luego comprenderéis qué estoy tratando de decir. Mirad las grandes manchas redondas, de medio metro de anchas, a cada lado. Es donde la enorme monstruosidad negra se agarró.
Mirad las marcas, y sabréis lo que vi, lo que me da miedo, lo que espera para atraparos, a menos que lo sepultéis para siempre bajo tierra.
Marcas negras de medio metro de anchas. Pero no son manchas.
En realidad, son ¡huellas de dedos!
Han derribado la puerta d...

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