MISERIA CAMPESINA -- EL VAGABUNDO -- GUY DE MAUPASSANT
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EL VAGABUNDO
Llevaba más de un mes caminando en busca de trabajo por todas partes. Por falta de él había dejado su país, Ville-Avaray, en la Mancha. Maestro carpintero, de unos veintisiete años, honrado trabajador, había estado durante dos meses sosteniendo a su familia, por ser el mayor de los hijos, teniendo que cruzarse de brazos ante la escasez de todo. El pan empezó a faltar en la casa; las dos hermanas trabajaban a jornal, pero sus ganancias eran escasas, y él, Santiago Randel, el más fuerte, no hacía nada porque no tenía nada en qué emplearse y había de comerse la ración de los otros. Entonces se presentó en la Alcaldía y el secretario le dio esperanzas de encontrar trabajo en el Departamento Central. Partió, pues, provisto de papeles y certificados, con siete francos en el bolsillo y llevando al hombro, en un pañuelo azul sujeto al extremo de un palo, un par de zapatos de repuesto, un pantalón y una camisa.
Había caminado sin descansar, ni de día ni de noche, por interminables caminos, bajo el sol y la lluvia, sin llegar nunca a ese país misterioso donde encuentran trabajo fácilmente los obreros.
Se había empeñado, desde un principio, en que no debía trabajar más que de carpintero, puesto que ese era su oficio. Pero en todos los talleres en que se presentaba le respondían que acababan de despedir obreros por falta de demandas, y terminó por decidirse, al encontrarse falto de recursos, a aceptar la primera colocación que le saliera al encuentro. En poco tiempo fue picapedrero, mozo de cuadra, empedrador, leñador, pocero, albañil, cestero y hasta pastor, todo mediante una mezquina retribución, que él mismo proponía para tentar la codicia de aldeanos y patrones, que a pesar de todo, una vez terminado su trabajo, se deshacían de él. Luego, durante una semana, si no encontraba nueva ocupación, consumía lo que tenía y muchas veces sólo comía un pedazo de pan, gracias a la caridad de algunas mujeres, a quienes pedía desde el umbral de las puertas a su paso por las calles. Llegaba la noche, y Santiago Randel, harapiento, con el estómago vacío, las piernas destrozadas y el alma angustiada, marchaba descalzo sobre la hierba por el borde del camino, para conservar el último par de zapatos, pues los primeros hacía tiempo no existían.
Era un sábado a fines de otoño. Espesas, nubes grises cruzaban el cielo rápidamente, arrastradas por el viento que gemía entre los árboles. El tiempo amenazaba lluvia; el campo estaba desierto, porque había oscurecido y era víspera de fiesta. De trecho en trecho, en medio de la huerta, se elevaban, semejantes a grandes hongos amarillos, montones hacinados de paja trillada; las tierras, desnudas de toda vegetación, ocultaban en su seno la simiente de la próxima cosecha. Randel sintió hambre, un hambre brutal, una de esas hambres que arroja al lobo sobre el hombre. Extenuado, alargaba el paso para llegar antes; y con la cabeza pesada, sintiendo el zumbido de la sangre en los oídos, los ojos inyectados, la boca seca, apretaba su palo convulsivamente, sintiendo el vago deseo de apalear al primer transeúnte que encontrase entrando en su casa a cenar.
Miraba los bordes del sendero, sin apartar de su memoria la imagen de un montón de patatas desenterradas y esparcidas por el suelo. Si hubiera encontrado unas cuántas, hubiera reunido unas ramas secas y allí, en el mismo barranco, después de hacer fuego, se hubiera proporcionado una buena cena con aquellos redondos tubérculos, bien asados, que con seguridad hubieran hecho desaparecer el frío que le crispaba las manos.
Pero la época de la patata había pasado y habría de contentarse con roer, como había hecho la víspera, una remolacha cruda arrancada de uno de aquellos surcos.
Dos días después hablaba en voz alta consigo mismo, alargando el paso. por la obsesión de sus ideas. No había pensado hasta entonces nada en concreto; todas sus facultades, su inteligencia entera, la había puesto al servicio de su profesión.
Pero la fatiga, la encarnizada persecución de un trabajo que no hallaba, las repulsas, las malas acogidas, las noches pasadas sobre la hierba, el ayuno y el desprecio. que notaba por parte de los bien acomodados que le tomaban por vagabundo; el consejo diariamente recibido: «¿Por qué salió usted de su púeblo?”; la tristeza de no poder ocupar en nada sus robustos y forzudos brazos; el recuerdo de sus padres abandonados en el pueblo, sin recursos casi, iban acumulandola poco a poco en su corazón una sorda cólera, amasada cada día, cada hora, cada minuto con nuevos ultrajes y que iba saliendo a la superficie a pesar de él, traduciéndose en frases cortas e irritadas.
Al tropezar continuamente en los guijarros que rodaban bajo sus pies descalzos, refunfuñaba: “¡ Desgracia... miseria ... montón de cochinos..., dejar reventar de hambre a un hombre ... a un trabajador... montón de cochinos..., ni cuatro cuartos ... ni un céntimo... y ahora a llover ... eso faltaba ... cochinos, más que cochinos!”
Y se indignaba con las injusticias de la suerte, tomando por testigos a todos los hombres, de que la naturaleza, nuestra madre común, era ciega, injusta, pérfida y feroz. Y repetía entre dientes: “¡Montón de marranos!”, contemplando al mismo tiempo la pequeña nube de humo gris que salía de los tejados de una aldea cercana a aquella hora, que era la de cenar. Y sin reflexionar en la otra injusticia humana, que se llama violencia y robo, sentía ardientes deseos de correr hacia el pueblo, entrar en una de sus casas, aplastar a los habitantes y sentarse en su lugar a la mesa.
“Yo tengo el derecho de vivir —decía—, y ahora con mas razón, puesto que me dejan reventar de hambre... ¡cochinos! ... yo no pido más que trabajo, nada más, ¡cochinos!” Y el dolor de sus miembros, el dolor de su estómago, el dolor de su corazón se le subía a la cabeza como una especie de formidable borrachera, haciendo nacer en su cerebro esta idea sencilla: “¡Tengo el derecho de vivir, puesto que el aire es de todos! ¡No hay derecho alguno que pueda privarme del pan que necesito para alimentarme!”
Caía una lluvia fría, espesa y helada. Se detuvo, murmurando: “¡ Miseria..., desgracia ... todavía un mes de camino para volver a casa!” ... Y en efecto, volvía allá pensando en que era más fácil encontrar pronto en qué ocuparse en su pueblo natal, donde era conocido, que en aquellas carreteras en las que a todos se hacía sospechoso.
Puesto que la carpintería no prosperaba, seria peón de albañil, yesero, picapedrero, cualquier cosa. Aunque no ganara más que veinte sueldos diarios, tendría, por lo menos, para comer.
Se arrolló al cuello lo que restaba de su último pañuelo, un pingajo, a fin de impedir que el agua fría se escurriese por el pecho y la espalda; pero pronto sintió que atravesaba la delgada tela de sus ropas e instintivamente lanzó a su alrededor una angustiosa mirada, en la que se retrataba el dolor de no encontrar un sitio donde guarecerse, donde resguardar su cuerpo, donde apoyar su cabeza.
Llegó la noche, cubriendo de sombra los campos; Allá lejos, en un prado, percibió una mancha oscura sobre la hierba; era una vaca. Atravesó el barranco y se dirigió hacia allí sin darse cuenta de lo que hacía. Cuando llegó cerca de ella, el animal levantó al verle su gruesa cabeza. “Si siquiera tuviera un cacharro —pensó——, podría beber un poco de leche”. Miraba a la vaca, que, a su vez, no separaba los ojos de él; le dio un puntapié en el vientre, diciéndole: “jArriba!”, y el pobre animal se levantó lentamente, dejando al descubierto las colgantes y pesadas ubres; se ácostó entre las patas del animal, tendiéndose boca arriba, y bebió con avidez largo tiempo, estrujando con ambas manos el tibio pezón que aún olía a establo. Y bebió tanto, que se hartó de leche en aquella fuente vivificadora.
La lluvia caía ahora más espesa y glacial y en toda la llanura desierta no había un abrigo donde refugiarse. Tenía frío; de cuando en cuando veía brillar entre los árboles la luz que filtraban las ventanas de una casa.
La vaca se había vuelto a acostar pesadamente. Se sentó a su lado, acariciándole la cabeza, agradecido del alimento que le había proporcionado. El aliento tibio y fuerte del animal saliendo de su hocico como dos chorros de vapor, acariciaba la cara del trabajador, que le decía: “¡No debes tener frío ahí dentro, como yo!” Y le daba palmaditas en el pecho e introducía sus manos bajo las patas para buscar calor. Entonces tuvo una idea; acostarse y pasar la noche arrimado a aquel tibio y grueso vientre; buscó un sitio donde acomodarse, y por fin recostó su cabeza sobre las voluminosas ubres que acababan de prestarle su alimento. Quebrantado de fatiga, no tardó en dormirse. Se despertó varias veces con el pecho o la espalda helados, según el costado que aplicaba al vientre del animal; entonces daba una vuelta para calentarse y secár la parte del cuerpo que había quedado expuesta al relente de la noche y se dormía otra vez pesadamente.
El canto de un gallo le hizo ponerse en pie. Amanecía; no llovía ya y el cielo aparecía puro y despejado. ‘La vaca descansaba aún con el hocico pegado al suelo; se inclinó, apoyándose sobre las palmas de las manos, y besando el húmedo y caliente hocico, le dijo:
—Adiós, hermosa ... hasta otra vez; eres un animal caritativo ... Adiós.
Y después que se hubo calzado, emprendió su marcha. Durante dos horas avanzó por el mismo camino de siempre, hasta que el cansancio le produjo una lasitud tan grande que se vio precisado a tomar asiento sobre la hierba. Ya había salido el sol; las campanas de las iglesias repicaban; mujeres con blanca cofia, unas a pie y otras en carritos, comenzaban a pasar por el camino en dirección a los pueblos vecinos, a festejar el domingo con sus amigos o parientes.
Vio un aldeano, ya de edad, que conducía delante de é1 un rebaño de corderos que balaban inquietos, y que un perro hacía marchar agrupados, corriendo tras los revoltosos que pretendían separarse de sus compañeros.
—¿No tendría trabajo para un obrero muerto de hambre? —preguntóle Randel, levantándose y saludando.
—No tengo trabajo para la gente que encuentro por los caminos —contestó, el pastor, midiendo de pies a cabeza al vagabundo con recelosa mirada.
Y el carpintero volvió a sentarse al borde del camino. Allí esperó largo tiempo, viendo desfilar delante de él a los campesinos y buscando una buena cara, un rostro compasivo, para volver a formular su petición. Al fin, se decidió a dirigirse a una especie de burgués, bien abrigado, con un largo gabán desabrochado que dejaba ver una cadena de oro cruzando su pecho.
—Busco trabajo hace dos meses —le dijo—: no encuentro nada y no tengo ni un céntimo en el bolsillo.
—Debías haber leído —le contestó el burgués— el bando fijado a la entrada del pueblo prohibiendo la mendicidad en el territorio de la comuna. Soy el alcalde, y si no te marchas pronto, de prisa, te haré detener.
Randel, a quien empezaba a dominar la cólera, murmuro:
—Hágame detener, si quiere, tal vez será mejor para mí; al menos no me moniré de hambre.
Y se volvió a sentar sobre la senda.
Aún no había transcurrido un cuarto de hora, cuando dos gendarmes aparecieron en el camino. Marchaban despacio, juntos, bien vestidos; sus sombreros de hule relucían al sol; brillaban los ribetes amarillos de sus trajes y los botones de metal como si desde lejos quisieran espantar a los malhechores y hacerles huir.
El carpintero, a pesar de estar persuadido de que venían por él, no se movió; estaba poseído de una sorda rabia y de un gran deseo de desafiarlos, de ser cogido y de vengarse mas tarde de ellos.
Los gendarmes se aproximaron sin parecer percatarse de él, marchando con ese paso marcial zambo y pesado como el de un ganso. De pronto, al pasar a su lado, hicieron ademán de haberlo descubierto, y parándose, empezaron a mirarle de pies a cabeza con gesto amenazador y furioso.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó el cabo, avanzando hacia él.
—Descansar —respondió Santiago tranquilamente.
—¿De dónde, viene?
—Si fuera a enumerarle todos los pueblos por donde he pasado, tendría para más de una hora.
—¿A dónde va usted ahora?
—A Ville-Avaray.
—¿ Dónde está eso?
—En la Mancha.
—¿Es el pueblo de usted?
—Es mi pueblo.
—¿Por qué se ha marchado usted de él?
—Para buscar trabajo.
El cabo se volvió hacia su compañero y con el tono colérico del que está cansado de oír la misma superchería, exclamo:
—Todos estos granujas dicen lo mismo. Conozco el sistema.
—¿Tiene usted sus papeles en regla? —dijo, volviéndose al carpintero.
—Sí, señor.
—Muéstrelos.
Randel sacó de su bolsillo sus papeles, sus certificados, pobres y mugrientos documentos que estaban hechos pedazos, y los alargó al gendarme.
Este los deletreó mascullando. Después convencido de que estaban al corriente, se los devolvió, con el aire descontento del hombre a quien se le acaba de jugar una mala partida.
—¿Lleva dinero encima? —preguntó de nuevo, después de unos momentos de reflexión.
—No.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Ni un céntimo siquiera?
—Ni un céntimo.
—Entonces, ¿de qué vive usted?
—De lo que me dan.
—¿Mendigando?
—Cuando puedo —respondió Randel, resueltamente.
Entonces el gendarme con tono solemne declaró:
—Ha sido, sorprendido usted en flagrante delito de vagancia y de mendicidad sobre el camino, y le ordeno que me siga.
—Adonde quiera —contestó el carpintero, levantándose.
Y colocándose entre los gendarmes, antes de recibir la orden, añadió:
—Préndame; al menos estaré bajo techo cuando llueva. Y se dirigieron hacia el pueblo, del que se veían los tejados, a través de los árboles desprovistos de hojas, desde un cuarto de legua de distancia.
Era la hora de la misa mayor cuando atravesaron el pueblo. La plaza estaba llena de gente formando calle para ver pasar al malhechor, al que seguían corriendo una nube de chiquillos. Aldeanos y aldeanas le contemplaban al verle pasar, y en sus miradas se notaba el ardiente deseo de apedrearlo, de arañarlo, de magullarlo a patadas. Unos decían que era un ladrón; otros aseguraban que un asesino. El carnicero, antiguo sargento, afirmaba que era un desertor; el estanquero creía reconocer en él a un pordiosero que le había pasado aquella misma mañana una moneda de dos reales falsa, y el quincallero apostaba a que aquél era el misterioso asesino de la viuda Malet, que la policía buscaba hacia seis meses.
En la sala del Concejo Municipal, donde le hicieron entrar sus guardianes, Randel encontró al alcalde sentado ante la mesa-despacho, teniendo a su lado al secretario.
—¡Hola, hola! —exclamó el magistrado—. ¡Ya estás aquí, valiente! ¿No te dije que te haría encerrar? ¿Qué ha sucedido, cabo?
—Un vagabundo sin casa ni hogar, señor alcalde —respondió éste—, sin recursos y sin dinero encima, según é1 mismo afirma, arrestado en pleno ejercicio de mendicidad y vagancia, provisto de certificados de buena conducta y de documentos en regla.
—Vamos a ver esos papeles —dijo el alcalde.
Los cogió, los leyó y releyó, y después de devolvérselos, ordenó:
—Regístrenlo.
Los gendarmes lo registraron, sin encontrar nada. El alcalde, perplejo, preguntó al obrero:
—¿Qué hacías esta mañana sobre el camino?
—Buscaba trabajo.
—¿Trabajo?..: ¿En el camino?
—¿Cómo había de encontrarle si me escondiera en el bosque?
Y se contemplaron los dos con un odio de animales pertenecientes a dos especies distintas:
—Voy a ponerte en libertad —dijo el alcalde—; ¡pero cuidado con que te vuelva a encontrar!
—Mejor quiero que me encierre —dijo el carpintero—; estoy cansado de correr por los caminos.
—Cállate —ordenó el alcalde con severidad.
—Y volviéndose a los gendarmes:
—Lleven a este hombre —les dijo— hasta doscientos metros del pueblo y déjenlo continuar su camino.
—Denme de comer siquiera —murmuró el obrero.
—¡No faltaba más! —exclamó el alcalde, indignado—. No tengo obligación de alimentarte. ¡Estaría bueno!
—Si me dejan marchar hambriento —repitió Randel con tono firme— me obligarán a que haga una barbaridad. Tanto peor para ustedes, los satisfechos.
—¡Llévenselo en seguida, porque acabaré por incomodarme! — dijo el alcalde levantándose.
Los gendarmes cogieron entonces por ambos brazos al carpintero y lo arrastraron. Se dejó llevar así hasta las afueras del pueblo, donde siguiendo el mismo camino, y una vez llegados al poste kilométrico que señalaba los doscientos metros convenidos, dijo el cabo:
—Aquí es; andando y de prisa; que no lo vuelva a ver más en el pueblo, o sabrá quién soy yo.
Randel se puso en marcha sin responder y sin saber a punto fijo dónde se dirigía. Durante quince o veinte minutos caminó, embrutecido de tal modo, que no se le ocurría ni una idea ni un pensamiento.
De pronto, al pasar por frente a una casita, cuya ventana estaba abierta, percibió un olor de comida tan agradable, que le hizo detenerse junto a la puerta. Sintió hambre, un hambre feroz, devoradora, enloquecedora, que le atraía como a una bestia inconsciente hacia aquella casa solitaria.
—¡Por Cristo vivo! —exclamó en voz alta e irritada—, es preciso que me den de comer cualquiera cosa esta vez.
Y empezó a golpear la puerta fuertemente con su palo; nadie respondió; aporreó con más fuerza, gritando:
—¿No hay nadie en esta casa? ¡Abran por favor! ... ¡Eh, abran!
—Nadie se movía en el interior; aproximándose a la ventana la empujó y el aire encerrado en la cocina, un ambiente tibio y lleno de olores de carne cocida, de sopa exquisita y de coles hervidas le acarició el estómago hambriento, escapándose luego arrastrado por el viento frío del exterior.
De un salto el carpintero entró en la casa; sobre una mesa había colocados un par de cubiertos; sin duda los propietarios habían ido a misa y dejado a punto, sobre el fuego, la comida, el buen guisado del domingo, con la sopa de legumbres substanciosas.
Un pan tierno se veía sobre la chimenea, entre dos botellas llenas al parecer. Randel se arrojó violentamente sobre el pan y lo mordió con tanta violencia como si tratase de estrangular a un hombre; luego empezó a tragar con avidez grandes trozos; el olor de la carne cerca de él le atrajo hacia la chimenea, y después de levantar la tapa de la olla metió en ella un tenedor y sacó un gran pedazo de ternera atada con un bramante. Después de esto, cogió unas berzas, unas zanahorias, algunas cebollas, y cuando llenó una silla de provisiones, lo puso todo sobre la mesa y sentándose enfrente cortó la ternera en cuatro partes y empezó a comer como si estuviera en su casa. Cuando hubo devorado casi todo el pedazo de carne y una buena cantidad de aquellas legumbres, notó que tenía sed y cogió las dos botellas que había sobre la chimenea. Apenas vertió el líquido en su vaso, conoció que era un vino excelente. Tanto mejor; aquello era caliente, le encendería la sangre, que buena falta le hacía después de haver tenido tanto frío; y bebió.
A pesar de haber perdido la costumbre, encontró buena la bebida y se sirvió un vaso lleno, vaciándolo en dos sorbos. Y casi repentinamente se sintió alegre, resucitado por el alcohol, contento y decidor como si dentro de su estómago sintiese un gran consuelo. Y continuó comiendo con más tranquilidad, mojando pedazos de pan en el caldo. Las sienes le latían con fuerza, la piel se le iba poniendo ardiente. Sintió a lo lejos el tintineo de una campana; era que la misa había concluido. Y obedeciendo al instinto más que al miedo, a ese instinto de. conservación que guía y hace perspicaces a los que se encuentran en peligro, se levantó de su asiento y después de introducir en sus bolsillos el resto del pan y una de las botellas de vino saltó por la ventana al camino.
Aún no se divisaba nadie. Entonces se puso en marcha, pero en vez de seguir el camino real tomo a través del campo, en dirección a un bosque que desde allí se divisaba.
Se sentía fuerte, alegre, contento de lo que acababa de hacer y tan ágil que saltaba a pies juntos de un solo salto las zanjas de la huerta.
Cuando llegó bajo los árboles, sacó de su bolsillo la botella y se puso a beber a grandes tragos, sin interrumpir su marcha. Empezaban a embrollarse sus ideas, a turbársele la vista y sus piernas entorpecidas le hacían dar frecuentes traspiés. Luego lanzó al aire una antigua canción popular.
Marchaba entonces sobre una espesa alfombra de húmeda y fresca hierba. Aquel dulce tapiz le produjo una loca alegría y un deseo infantil de hacer cabriolas. Tomó carrera y después de cada voltereta volvía a cantar la misma canción.
De pronto se encontró al borde de un camino en desmonte, y vio venir hacia él una mujer ya madura, una criada que volvía al pueblo, llevando un garrafón de leche en cada mano, separados del cuerpo por un aro de cuba. Randel la esperó, inclinado, con los ojos encendidos como los de un perro a la vista de una codorniz.
Al llegar junto a él, alzó la vista la mujer y se echó reír gritándole:
—¿Era usted el que cantaba?
Sin responder palabra, el carpintero saltó al camino, a pesar de la altura del talud, que no bajaba de seis pies.
—¡Que susto me ha dado usted! -dijo ella al verle su lado.
El desgraciado no la oía; estaba borracho, loco, poseído de otra rabia más voraz que el hambre; poseído de la fiebre alcohólica y de la furia de un hombre que ha carecido de todo durante dos meses y que es fuerte y joven; poseído de todos los apetitos del macho, de todas las necesidades de la carne.
La mujer retrocedía ante él, asustada de su semblante, de su mirada, de su boca entreabierta, de sus brazos extendidos. Randel la cogió por los hombros y sin decirle una palabra la tumbó sobre el camino. Los garrafones cayeron, rodando con estrépito y vaciándose por completo, y la mujer empezó a gritar hasta que, convencida de que no había de servirle de nada llamar en aquel desierto, y comprendiendo que no se trataba de un asesinato, cedió sin gran pena, sin incomodarse, porque aunque brutal, el joven era fuerte y viril. Pero al levantarse y ver sus garrafones vacíos, sintió tal furor, que arrojándose a su vez sobre el hombre y quitándose un zapato, le amenazó con romperle la cabeza si no le pagaba la leche.
Pero Randel, despreciando este ataque violento y sintiéndose un poco despejado, echó a correr con toda la ligereza de sus piernas, asustado, espantado de lo que acababa de hacer, mientras que ella le arrojaba piedras, algunas de las cuales le alcanzaron en la espalda.
Corrió largo tiempo, hasta que sintiéndose cansado de un modo extraordinario y viendo que sus piernas se negaban a continuar, se acostó al pie de un árbol; sus ideas eran confusas, había perdido el recuerdo de todo y la facultad de pensar.
A los cinco minutos dormía profundamente. Un gran golpe le despertó y al abrir los ojos vio dos tricornios de hule inclinados sobre él y conoció los dos gendarmes de aquella mañana, que le estaban atando los brazos.
—Ya sabía yo que nos volveríamos a ver —le dijo burlonamente el cabo.
Randel se levantó sin responder palabra. Los gendarmes lo sacudían, prontos a tratarlo con más rudeza si hacía un gesto, porque desde aquel momento era suyo; ya era prisionero; una especie de pieza cobrada por estos cazadores de criminales que no soltarían ya.
—¡En marcha! —ordenó el gendarme.
La noche se aproximaba, extendiendo sobre la tierra el velo pesado y siniestro de una crepúsculo de otoño. Al cabo dé una media hora llegaron al pueblo. Todas las puertas estaban abiertas, pues ya se sabía lo sucedido. Aldeanos y aldeanos, poseídos de cólera, como si ellos hubieran sido los robados, como si ellas hubieran sido las violadas, querían ver entrar al miserable para insultarle y maltratarle. Fue una gritería que empezó en la primera casa para terminar en la Alcaldía, donde el alcalde, deseando vengarse también del vagabundo, esperaba con impaciencia.
—¡Hola, valiente! ¡Ya estamos aquí! ... —le gritó desde lejos.
Y se frotaba las manos, contento como nunca.
—Ya lo había dicho yo; ya lo habla dicho yo —repetía—, con sólo verlo en el camino.
Y en un desbordamiento de alegría, exclamó:
—¡Ah, miserable, granuja, pillo, indecente: ya tienes techo por lo menos para veinte años!
Llevaba más de un mes caminando en busca de trabajo por todas partes. Por falta de él había dejado su país, Ville-Avaray, en la Mancha. Maestro carpintero, de unos veintisiete años, honrado trabajador, había estado durante dos meses sosteniendo a su familia, por ser el mayor de los hijos, teniendo que cruzarse de brazos ante la escasez de todo. El pan empezó a faltar en la casa; las dos hermanas trabajaban a jornal, pero sus ganancias eran escasas, y él, Santiago Randel, el más fuerte, no hacía nada porque no tenía nada en qué emplearse y había de comerse la ración de los otros. Entonces se presentó en la Alcaldía y el secretario le dio esperanzas de encontrar trabajo en el Departamento Central. Partió, pues, provisto de papeles y certificados, con siete francos en el bolsillo y llevando al hombro, en un pañuelo azul sujeto al extremo de un palo, un par de zapatos de repuesto, un pantalón y una camisa.
Había caminado sin descansar, ni de día ni de noche, por interminables caminos, bajo el sol y la lluvia, sin llegar nunca a ese país misterioso donde encuentran trabajo fácilmente los obreros.
Se había empeñado, desde un principio, en que no debía trabajar más que de carpintero, puesto que ese era su oficio. Pero en todos los talleres en que se presentaba le respondían que acababan de despedir obreros por falta de demandas, y terminó por decidirse, al encontrarse falto de recursos, a aceptar la primera colocación que le saliera al encuentro. En poco tiempo fue picapedrero, mozo de cuadra, empedrador, leñador, pocero, albañil, cestero y hasta pastor, todo mediante una mezquina retribución, que él mismo proponía para tentar la codicia de aldeanos y patrones, que a pesar de todo, una vez terminado su trabajo, se deshacían de él. Luego, durante una semana, si no encontraba nueva ocupación, consumía lo que tenía y muchas veces sólo comía un pedazo de pan, gracias a la caridad de algunas mujeres, a quienes pedía desde el umbral de las puertas a su paso por las calles. Llegaba la noche, y Santiago Randel, harapiento, con el estómago vacío, las piernas destrozadas y el alma angustiada, marchaba descalzo sobre la hierba por el borde del camino, para conservar el último par de zapatos, pues los primeros hacía tiempo no existían.
Era un sábado a fines de otoño. Espesas, nubes grises cruzaban el cielo rápidamente, arrastradas por el viento que gemía entre los árboles. El tiempo amenazaba lluvia; el campo estaba desierto, porque había oscurecido y era víspera de fiesta. De trecho en trecho, en medio de la huerta, se elevaban, semejantes a grandes hongos amarillos, montones hacinados de paja trillada; las tierras, desnudas de toda vegetación, ocultaban en su seno la simiente de la próxima cosecha. Randel sintió hambre, un hambre brutal, una de esas hambres que arroja al lobo sobre el hombre. Extenuado, alargaba el paso para llegar antes; y con la cabeza pesada, sintiendo el zumbido de la sangre en los oídos, los ojos inyectados, la boca seca, apretaba su palo convulsivamente, sintiendo el vago deseo de apalear al primer transeúnte que encontrase entrando en su casa a cenar.
Miraba los bordes del sendero, sin apartar de su memoria la imagen de un montón de patatas desenterradas y esparcidas por el suelo. Si hubiera encontrado unas cuántas, hubiera reunido unas ramas secas y allí, en el mismo barranco, después de hacer fuego, se hubiera proporcionado una buena cena con aquellos redondos tubérculos, bien asados, que con seguridad hubieran hecho desaparecer el frío que le crispaba las manos.
Pero la época de la patata había pasado y habría de contentarse con roer, como había hecho la víspera, una remolacha cruda arrancada de uno de aquellos surcos.
Dos días después hablaba en voz alta consigo mismo, alargando el paso. por la obsesión de sus ideas. No había pensado hasta entonces nada en concreto; todas sus facultades, su inteligencia entera, la había puesto al servicio de su profesión.
Pero la fatiga, la encarnizada persecución de un trabajo que no hallaba, las repulsas, las malas acogidas, las noches pasadas sobre la hierba, el ayuno y el desprecio. que notaba por parte de los bien acomodados que le tomaban por vagabundo; el consejo diariamente recibido: «¿Por qué salió usted de su púeblo?”; la tristeza de no poder ocupar en nada sus robustos y forzudos brazos; el recuerdo de sus padres abandonados en el pueblo, sin recursos casi, iban acumulandola poco a poco en su corazón una sorda cólera, amasada cada día, cada hora, cada minuto con nuevos ultrajes y que iba saliendo a la superficie a pesar de él, traduciéndose en frases cortas e irritadas.
Al tropezar continuamente en los guijarros que rodaban bajo sus pies descalzos, refunfuñaba: “¡ Desgracia... miseria ... montón de cochinos..., dejar reventar de hambre a un hombre ... a un trabajador... montón de cochinos..., ni cuatro cuartos ... ni un céntimo... y ahora a llover ... eso faltaba ... cochinos, más que cochinos!”
Y se indignaba con las injusticias de la suerte, tomando por testigos a todos los hombres, de que la naturaleza, nuestra madre común, era ciega, injusta, pérfida y feroz. Y repetía entre dientes: “¡Montón de marranos!”, contemplando al mismo tiempo la pequeña nube de humo gris que salía de los tejados de una aldea cercana a aquella hora, que era la de cenar. Y sin reflexionar en la otra injusticia humana, que se llama violencia y robo, sentía ardientes deseos de correr hacia el pueblo, entrar en una de sus casas, aplastar a los habitantes y sentarse en su lugar a la mesa.
“Yo tengo el derecho de vivir —decía—, y ahora con mas razón, puesto que me dejan reventar de hambre... ¡cochinos! ... yo no pido más que trabajo, nada más, ¡cochinos!” Y el dolor de sus miembros, el dolor de su estómago, el dolor de su corazón se le subía a la cabeza como una especie de formidable borrachera, haciendo nacer en su cerebro esta idea sencilla: “¡Tengo el derecho de vivir, puesto que el aire es de todos! ¡No hay derecho alguno que pueda privarme del pan que necesito para alimentarme!”
Caía una lluvia fría, espesa y helada. Se detuvo, murmurando: “¡ Miseria..., desgracia ... todavía un mes de camino para volver a casa!” ... Y en efecto, volvía allá pensando en que era más fácil encontrar pronto en qué ocuparse en su pueblo natal, donde era conocido, que en aquellas carreteras en las que a todos se hacía sospechoso.
Puesto que la carpintería no prosperaba, seria peón de albañil, yesero, picapedrero, cualquier cosa. Aunque no ganara más que veinte sueldos diarios, tendría, por lo menos, para comer.
Se arrolló al cuello lo que restaba de su último pañuelo, un pingajo, a fin de impedir que el agua fría se escurriese por el pecho y la espalda; pero pronto sintió que atravesaba la delgada tela de sus ropas e instintivamente lanzó a su alrededor una angustiosa mirada, en la que se retrataba el dolor de no encontrar un sitio donde guarecerse, donde resguardar su cuerpo, donde apoyar su cabeza.
Llegó la noche, cubriendo de sombra los campos; Allá lejos, en un prado, percibió una mancha oscura sobre la hierba; era una vaca. Atravesó el barranco y se dirigió hacia allí sin darse cuenta de lo que hacía. Cuando llegó cerca de ella, el animal levantó al verle su gruesa cabeza. “Si siquiera tuviera un cacharro —pensó——, podría beber un poco de leche”. Miraba a la vaca, que, a su vez, no separaba los ojos de él; le dio un puntapié en el vientre, diciéndole: “jArriba!”, y el pobre animal se levantó lentamente, dejando al descubierto las colgantes y pesadas ubres; se ácostó entre las patas del animal, tendiéndose boca arriba, y bebió con avidez largo tiempo, estrujando con ambas manos el tibio pezón que aún olía a establo. Y bebió tanto, que se hartó de leche en aquella fuente vivificadora.
La lluvia caía ahora más espesa y glacial y en toda la llanura desierta no había un abrigo donde refugiarse. Tenía frío; de cuando en cuando veía brillar entre los árboles la luz que filtraban las ventanas de una casa.
La vaca se había vuelto a acostar pesadamente. Se sentó a su lado, acariciándole la cabeza, agradecido del alimento que le había proporcionado. El aliento tibio y fuerte del animal saliendo de su hocico como dos chorros de vapor, acariciaba la cara del trabajador, que le decía: “¡No debes tener frío ahí dentro, como yo!” Y le daba palmaditas en el pecho e introducía sus manos bajo las patas para buscar calor. Entonces tuvo una idea; acostarse y pasar la noche arrimado a aquel tibio y grueso vientre; buscó un sitio donde acomodarse, y por fin recostó su cabeza sobre las voluminosas ubres que acababan de prestarle su alimento. Quebrantado de fatiga, no tardó en dormirse. Se despertó varias veces con el pecho o la espalda helados, según el costado que aplicaba al vientre del animal; entonces daba una vuelta para calentarse y secár la parte del cuerpo que había quedado expuesta al relente de la noche y se dormía otra vez pesadamente.
El canto de un gallo le hizo ponerse en pie. Amanecía; no llovía ya y el cielo aparecía puro y despejado. ‘La vaca descansaba aún con el hocico pegado al suelo; se inclinó, apoyándose sobre las palmas de las manos, y besando el húmedo y caliente hocico, le dijo:
—Adiós, hermosa ... hasta otra vez; eres un animal caritativo ... Adiós.
Y después que se hubo calzado, emprendió su marcha. Durante dos horas avanzó por el mismo camino de siempre, hasta que el cansancio le produjo una lasitud tan grande que se vio precisado a tomar asiento sobre la hierba. Ya había salido el sol; las campanas de las iglesias repicaban; mujeres con blanca cofia, unas a pie y otras en carritos, comenzaban a pasar por el camino en dirección a los pueblos vecinos, a festejar el domingo con sus amigos o parientes.
Vio un aldeano, ya de edad, que conducía delante de é1 un rebaño de corderos que balaban inquietos, y que un perro hacía marchar agrupados, corriendo tras los revoltosos que pretendían separarse de sus compañeros.
—¿No tendría trabajo para un obrero muerto de hambre? —preguntóle Randel, levantándose y saludando.
—No tengo trabajo para la gente que encuentro por los caminos —contestó, el pastor, midiendo de pies a cabeza al vagabundo con recelosa mirada.
Y el carpintero volvió a sentarse al borde del camino. Allí esperó largo tiempo, viendo desfilar delante de él a los campesinos y buscando una buena cara, un rostro compasivo, para volver a formular su petición. Al fin, se decidió a dirigirse a una especie de burgués, bien abrigado, con un largo gabán desabrochado que dejaba ver una cadena de oro cruzando su pecho.
—Busco trabajo hace dos meses —le dijo—: no encuentro nada y no tengo ni un céntimo en el bolsillo.
—Debías haber leído —le contestó el burgués— el bando fijado a la entrada del pueblo prohibiendo la mendicidad en el territorio de la comuna. Soy el alcalde, y si no te marchas pronto, de prisa, te haré detener.
Randel, a quien empezaba a dominar la cólera, murmuro:
—Hágame detener, si quiere, tal vez será mejor para mí; al menos no me moniré de hambre.
Y se volvió a sentar sobre la senda.
Aún no había transcurrido un cuarto de hora, cuando dos gendarmes aparecieron en el camino. Marchaban despacio, juntos, bien vestidos; sus sombreros de hule relucían al sol; brillaban los ribetes amarillos de sus trajes y los botones de metal como si desde lejos quisieran espantar a los malhechores y hacerles huir.
El carpintero, a pesar de estar persuadido de que venían por él, no se movió; estaba poseído de una sorda rabia y de un gran deseo de desafiarlos, de ser cogido y de vengarse mas tarde de ellos.
Los gendarmes se aproximaron sin parecer percatarse de él, marchando con ese paso marcial zambo y pesado como el de un ganso. De pronto, al pasar a su lado, hicieron ademán de haberlo descubierto, y parándose, empezaron a mirarle de pies a cabeza con gesto amenazador y furioso.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó el cabo, avanzando hacia él.
—Descansar —respondió Santiago tranquilamente.
—¿De dónde, viene?
—Si fuera a enumerarle todos los pueblos por donde he pasado, tendría para más de una hora.
—¿A dónde va usted ahora?
—A Ville-Avaray.
—¿ Dónde está eso?
—En la Mancha.
—¿Es el pueblo de usted?
—Es mi pueblo.
—¿Por qué se ha marchado usted de él?
—Para buscar trabajo.
El cabo se volvió hacia su compañero y con el tono colérico del que está cansado de oír la misma superchería, exclamo:
—Todos estos granujas dicen lo mismo. Conozco el sistema.
—¿Tiene usted sus papeles en regla? —dijo, volviéndose al carpintero.
—Sí, señor.
—Muéstrelos.
Randel sacó de su bolsillo sus papeles, sus certificados, pobres y mugrientos documentos que estaban hechos pedazos, y los alargó al gendarme.
Este los deletreó mascullando. Después convencido de que estaban al corriente, se los devolvió, con el aire descontento del hombre a quien se le acaba de jugar una mala partida.
—¿Lleva dinero encima? —preguntó de nuevo, después de unos momentos de reflexión.
—No.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Ni un céntimo siquiera?
—Ni un céntimo.
—Entonces, ¿de qué vive usted?
—De lo que me dan.
—¿Mendigando?
—Cuando puedo —respondió Randel, resueltamente.
Entonces el gendarme con tono solemne declaró:
—Ha sido, sorprendido usted en flagrante delito de vagancia y de mendicidad sobre el camino, y le ordeno que me siga.
—Adonde quiera —contestó el carpintero, levantándose.
Y colocándose entre los gendarmes, antes de recibir la orden, añadió:
—Préndame; al menos estaré bajo techo cuando llueva. Y se dirigieron hacia el pueblo, del que se veían los tejados, a través de los árboles desprovistos de hojas, desde un cuarto de legua de distancia.
Era la hora de la misa mayor cuando atravesaron el pueblo. La plaza estaba llena de gente formando calle para ver pasar al malhechor, al que seguían corriendo una nube de chiquillos. Aldeanos y aldeanas le contemplaban al verle pasar, y en sus miradas se notaba el ardiente deseo de apedrearlo, de arañarlo, de magullarlo a patadas. Unos decían que era un ladrón; otros aseguraban que un asesino. El carnicero, antiguo sargento, afirmaba que era un desertor; el estanquero creía reconocer en él a un pordiosero que le había pasado aquella misma mañana una moneda de dos reales falsa, y el quincallero apostaba a que aquél era el misterioso asesino de la viuda Malet, que la policía buscaba hacia seis meses.
En la sala del Concejo Municipal, donde le hicieron entrar sus guardianes, Randel encontró al alcalde sentado ante la mesa-despacho, teniendo a su lado al secretario.
—¡Hola, hola! —exclamó el magistrado—. ¡Ya estás aquí, valiente! ¿No te dije que te haría encerrar? ¿Qué ha sucedido, cabo?
—Un vagabundo sin casa ni hogar, señor alcalde —respondió éste—, sin recursos y sin dinero encima, según é1 mismo afirma, arrestado en pleno ejercicio de mendicidad y vagancia, provisto de certificados de buena conducta y de documentos en regla.
—Vamos a ver esos papeles —dijo el alcalde.
Los cogió, los leyó y releyó, y después de devolvérselos, ordenó:
—Regístrenlo.
Los gendarmes lo registraron, sin encontrar nada. El alcalde, perplejo, preguntó al obrero:
—¿Qué hacías esta mañana sobre el camino?
—Buscaba trabajo.
—¿Trabajo?..: ¿En el camino?
—¿Cómo había de encontrarle si me escondiera en el bosque?
Y se contemplaron los dos con un odio de animales pertenecientes a dos especies distintas:
—Voy a ponerte en libertad —dijo el alcalde—; ¡pero cuidado con que te vuelva a encontrar!
—Mejor quiero que me encierre —dijo el carpintero—; estoy cansado de correr por los caminos.
—Cállate —ordenó el alcalde con severidad.
—Y volviéndose a los gendarmes:
—Lleven a este hombre —les dijo— hasta doscientos metros del pueblo y déjenlo continuar su camino.
—Denme de comer siquiera —murmuró el obrero.
—¡No faltaba más! —exclamó el alcalde, indignado—. No tengo obligación de alimentarte. ¡Estaría bueno!
—Si me dejan marchar hambriento —repitió Randel con tono firme— me obligarán a que haga una barbaridad. Tanto peor para ustedes, los satisfechos.
—¡Llévenselo en seguida, porque acabaré por incomodarme! — dijo el alcalde levantándose.
Los gendarmes cogieron entonces por ambos brazos al carpintero y lo arrastraron. Se dejó llevar así hasta las afueras del pueblo, donde siguiendo el mismo camino, y una vez llegados al poste kilométrico que señalaba los doscientos metros convenidos, dijo el cabo:
—Aquí es; andando y de prisa; que no lo vuelva a ver más en el pueblo, o sabrá quién soy yo.
Randel se puso en marcha sin responder y sin saber a punto fijo dónde se dirigía. Durante quince o veinte minutos caminó, embrutecido de tal modo, que no se le ocurría ni una idea ni un pensamiento.
De pronto, al pasar por frente a una casita, cuya ventana estaba abierta, percibió un olor de comida tan agradable, que le hizo detenerse junto a la puerta. Sintió hambre, un hambre feroz, devoradora, enloquecedora, que le atraía como a una bestia inconsciente hacia aquella casa solitaria.
—¡Por Cristo vivo! —exclamó en voz alta e irritada—, es preciso que me den de comer cualquiera cosa esta vez.
Y empezó a golpear la puerta fuertemente con su palo; nadie respondió; aporreó con más fuerza, gritando:
—¿No hay nadie en esta casa? ¡Abran por favor! ... ¡Eh, abran!
—Nadie se movía en el interior; aproximándose a la ventana la empujó y el aire encerrado en la cocina, un ambiente tibio y lleno de olores de carne cocida, de sopa exquisita y de coles hervidas le acarició el estómago hambriento, escapándose luego arrastrado por el viento frío del exterior.
De un salto el carpintero entró en la casa; sobre una mesa había colocados un par de cubiertos; sin duda los propietarios habían ido a misa y dejado a punto, sobre el fuego, la comida, el buen guisado del domingo, con la sopa de legumbres substanciosas.
Un pan tierno se veía sobre la chimenea, entre dos botellas llenas al parecer. Randel se arrojó violentamente sobre el pan y lo mordió con tanta violencia como si tratase de estrangular a un hombre; luego empezó a tragar con avidez grandes trozos; el olor de la carne cerca de él le atrajo hacia la chimenea, y después de levantar la tapa de la olla metió en ella un tenedor y sacó un gran pedazo de ternera atada con un bramante. Después de esto, cogió unas berzas, unas zanahorias, algunas cebollas, y cuando llenó una silla de provisiones, lo puso todo sobre la mesa y sentándose enfrente cortó la ternera en cuatro partes y empezó a comer como si estuviera en su casa. Cuando hubo devorado casi todo el pedazo de carne y una buena cantidad de aquellas legumbres, notó que tenía sed y cogió las dos botellas que había sobre la chimenea. Apenas vertió el líquido en su vaso, conoció que era un vino excelente. Tanto mejor; aquello era caliente, le encendería la sangre, que buena falta le hacía después de haver tenido tanto frío; y bebió.
A pesar de haber perdido la costumbre, encontró buena la bebida y se sirvió un vaso lleno, vaciándolo en dos sorbos. Y casi repentinamente se sintió alegre, resucitado por el alcohol, contento y decidor como si dentro de su estómago sintiese un gran consuelo. Y continuó comiendo con más tranquilidad, mojando pedazos de pan en el caldo. Las sienes le latían con fuerza, la piel se le iba poniendo ardiente. Sintió a lo lejos el tintineo de una campana; era que la misa había concluido. Y obedeciendo al instinto más que al miedo, a ese instinto de. conservación que guía y hace perspicaces a los que se encuentran en peligro, se levantó de su asiento y después de introducir en sus bolsillos el resto del pan y una de las botellas de vino saltó por la ventana al camino.
Aún no se divisaba nadie. Entonces se puso en marcha, pero en vez de seguir el camino real tomo a través del campo, en dirección a un bosque que desde allí se divisaba.
Se sentía fuerte, alegre, contento de lo que acababa de hacer y tan ágil que saltaba a pies juntos de un solo salto las zanjas de la huerta.
Cuando llegó bajo los árboles, sacó de su bolsillo la botella y se puso a beber a grandes tragos, sin interrumpir su marcha. Empezaban a embrollarse sus ideas, a turbársele la vista y sus piernas entorpecidas le hacían dar frecuentes traspiés. Luego lanzó al aire una antigua canción popular.
Marchaba entonces sobre una espesa alfombra de húmeda y fresca hierba. Aquel dulce tapiz le produjo una loca alegría y un deseo infantil de hacer cabriolas. Tomó carrera y después de cada voltereta volvía a cantar la misma canción.
De pronto se encontró al borde de un camino en desmonte, y vio venir hacia él una mujer ya madura, una criada que volvía al pueblo, llevando un garrafón de leche en cada mano, separados del cuerpo por un aro de cuba. Randel la esperó, inclinado, con los ojos encendidos como los de un perro a la vista de una codorniz.
Al llegar junto a él, alzó la vista la mujer y se echó reír gritándole:
—¿Era usted el que cantaba?
Sin responder palabra, el carpintero saltó al camino, a pesar de la altura del talud, que no bajaba de seis pies.
—¡Que susto me ha dado usted! -dijo ella al verle su lado.
El desgraciado no la oía; estaba borracho, loco, poseído de otra rabia más voraz que el hambre; poseído de la fiebre alcohólica y de la furia de un hombre que ha carecido de todo durante dos meses y que es fuerte y joven; poseído de todos los apetitos del macho, de todas las necesidades de la carne.
La mujer retrocedía ante él, asustada de su semblante, de su mirada, de su boca entreabierta, de sus brazos extendidos. Randel la cogió por los hombros y sin decirle una palabra la tumbó sobre el camino. Los garrafones cayeron, rodando con estrépito y vaciándose por completo, y la mujer empezó a gritar hasta que, convencida de que no había de servirle de nada llamar en aquel desierto, y comprendiendo que no se trataba de un asesinato, cedió sin gran pena, sin incomodarse, porque aunque brutal, el joven era fuerte y viril. Pero al levantarse y ver sus garrafones vacíos, sintió tal furor, que arrojándose a su vez sobre el hombre y quitándose un zapato, le amenazó con romperle la cabeza si no le pagaba la leche.
Pero Randel, despreciando este ataque violento y sintiéndose un poco despejado, echó a correr con toda la ligereza de sus piernas, asustado, espantado de lo que acababa de hacer, mientras que ella le arrojaba piedras, algunas de las cuales le alcanzaron en la espalda.
Corrió largo tiempo, hasta que sintiéndose cansado de un modo extraordinario y viendo que sus piernas se negaban a continuar, se acostó al pie de un árbol; sus ideas eran confusas, había perdido el recuerdo de todo y la facultad de pensar.
A los cinco minutos dormía profundamente. Un gran golpe le despertó y al abrir los ojos vio dos tricornios de hule inclinados sobre él y conoció los dos gendarmes de aquella mañana, que le estaban atando los brazos.
—Ya sabía yo que nos volveríamos a ver —le dijo burlonamente el cabo.
Randel se levantó sin responder palabra. Los gendarmes lo sacudían, prontos a tratarlo con más rudeza si hacía un gesto, porque desde aquel momento era suyo; ya era prisionero; una especie de pieza cobrada por estos cazadores de criminales que no soltarían ya.
—¡En marcha! —ordenó el gendarme.
La noche se aproximaba, extendiendo sobre la tierra el velo pesado y siniestro de una crepúsculo de otoño. Al cabo dé una media hora llegaron al pueblo. Todas las puertas estaban abiertas, pues ya se sabía lo sucedido. Aldeanos y aldeanos, poseídos de cólera, como si ellos hubieran sido los robados, como si ellas hubieran sido las violadas, querían ver entrar al miserable para insultarle y maltratarle. Fue una gritería que empezó en la primera casa para terminar en la Alcaldía, donde el alcalde, deseando vengarse también del vagabundo, esperaba con impaciencia.
—¡Hola, valiente! ¡Ya estamos aquí! ... —le gritó desde lejos.
Y se frotaba las manos, contento como nunca.
—Ya lo había dicho yo; ya lo habla dicho yo —repetía—, con sólo verlo en el camino.
Y en un desbordamiento de alegría, exclamó:
—¡Ah, miserable, granuja, pillo, indecente: ya tienes techo por lo menos para veinte años!
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