PARA PODER LLEGAR A ENTENDER MUCHAS DE LAS COSAS QUE AHY AQUI, HAY QUE MIRARLAS CON LOS OJOS DEL "CORAZON".

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jueves, noviembre 27, 2008

PODEROSO CABALLERO ES DON DINERO -- Francisco de Quevedo y Villegas

PODEROSO CABALLERO ES DON DINERO -- Francisco de Quevedo y Villegas

Madre, yo al oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado,
Pues de puro enamorado
Anda continuo amarillo.
Que pues doblón o sencillo
Hace todo cuanto quiero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Nace en las Indias honrado,
Donde el mundo le acompaña;
Viene a morir en España,
Y es en Génova enterrado.
Y pues quien le trae al lado
Es hermoso, aunque sea fiero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Son sus padres principales,
Y es de nobles descendiente,
Porque en las venas de Oriente
Todas las sangres son Reales.
Y pues es quien hace iguales
Al rico y al pordiosero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

¿A quién no le maravilla
Ver en su gloria, sin tasa,
Que es lo más ruin de su casa
Doña Blanca de Castilla?
Mas pues que su fuerza humilla
Al cobarde y al guerrero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Es tanta su majestad,
Aunque son sus duelos hartos,
Que aun con estar hecho cuartos
No pierde su calidad.
Pero pues da autoridad
Al gañán y al jornalero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.

Más valen en cualquier tierra
(Mirad si es harto sagaz)
Sus escudos en la paz
Que rodelas en la guerra.
Pues al natural destierra
Y hace propio al forastero,
Poderoso caballero
Es don Dinero.


Francisco de Quevedo y Villegas

miércoles, noviembre 19, 2008

Armagedón --FREDRIC BROWN -- Angeles y Demonios

Armagedón --FREDRIC BROWN -- Angeles y Demonios




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Armagedón
Fredric Brown


Tuvo lugar, entre todos los lugares del mundo, en Cincinnati. No es que tenga nada en contra de Cincinnati, pero no es precisamente el centro del universo, ni siquiera del estado de Ohio. Es una bonita y antigua ciudad y, a su manera, no tiene par. Pero incluso su cámara de comercio admitiría que carece de significación cósmica. Debió de ser una simple coincidencia que Gerber el Grande -¡vaya nombre!- se encontrara entonces en Cincinnati.
Naturalmente, si el episodio hubiera llegado a conocerse, Cincinnati se habría convertido en la ciudad más famosa del mundo, y el pequeño Herbie sería aclamado como un moderno San Jorge y más celebrado que un niño bromista. Pero ni uno solo de los espectadores que llenaban el teatro Bijou recuerda nada acerca de lo ocurrido. Ni siquiera el pequeño Herbie Westerman, a pesar de tener la pistola de agua que tan importante papel jugó en el suceso.
No pensaba en la pistola de agua que tenía en un bolsillo mientras contemplaba al prestidigitador que ejecutaba su número en el escenario. Era una pistola de agua nueva, comprada en el camino hacia el teatro cuando engatusó a sus padres para que entraran en la juguetería de la calle Vine; pero, en aquel momento, Herbie estaba mucho más interesado por lo que ocurría en el escenario.
Su expresión revelaba la más completa aprobación. Los juegos de manos a base de cartas no suponían ningún misterio para Herbie. El mismo sabía hacerlos. Eso sí, debía utilizar una baraja pequeña que iba en la caja de magia y era del tamaño adecuado para sus nueve años de edad. Y la verdad es que cualquiera que le observase podía ver el paso de la carta de un lado a otro de la mano. Pero eso no era más que un detalle.
Sin embargo, sabía que pasar siete cartas a la vez requería una gran fuerza digital así como una habilidad sin límites, y eso era lo que Gerber el Grande estaba haciendo. Durante el cambio no se oía ningún chasquido revelador, y Herbie hizo un gesto de aprobación. Entonces recordó el siguiente número.
Dio un codazo a su madre y le dijo:
-Mamá, pregunta a papá si tiene un pañuelo para dejarme.
Por el rabillo del ojo, Herbie vio que su madre volvía la cabeza y en menos tiempo del necesario para decir «Presto», Herbie había abandonado su asiento y corría por el pasillo. Se sentía satisfecho de su hábil maniobra de despiste y su rapidez de reflejos.
En aquel preciso momento de la actuación -que Herbie ya había visto en otras ocasiones, solo- era cuando Gerber el Grande pedía que algún niño subiera al escenario. Lo estaba haciendo en aquel preciso instante.
Herbie Westerman se le adelantó. Se puso en movimiento mucho antes de que el mago formulara la solicitud. En la actuación precedente, fue el décimo en llegar a las escaleras que unían el pasillo y el escenario. Esta vez había estado preparado, y poco se había arriesgado a que sus padres se lo prohibieran. Quizá su madre le hubiera dejado y quizá no; le pareció mejor esperar a que mirase hacia otro lado. No se podía confiar en los padres en cosas como ésa. A veces, tenían ideas muy raras.
«...tan amable de subir al escenario?» Los pies de Herbie se posaron en el primer escalón antes de que el mago terminara la frase. Oyó un decepcionado arrastrar de pies a su espaldas, y sonrió vanidosamente mientras atravesaba el escenario.
Herbie sabía, por anteriores representaciones, que el truco de las tres palomas era el que necesitaba un ayudante escogido entre el público. Era el único truco que no conseguía descubrir. Sabía que en aquella caja tenía que haber un compartimiento oculto, pero ni siquiera podía imaginarse dónde. Sin embargo, esta vez sería él quien aguantara la caja. Si a esa distancia no era capaz de descubrir el truco, lo mejor que podía hacer era dedicarse a coleccionar sellos.
Sonrió abiertamente al mago. No es que él, Herbie, pensara delatarle. Él también era mago; por eso comprendía qué entre todos los magos debía existir un gran compañerismo y que uno jamás debía revelar los trucos de otro.
No obstante, se estremeció y la sonrisa se borró de su cara en cuanto observó los ojos del mago. Gerber el Grande, desde tan cerca, parecía mucho más viejo que desde el otro lado del escenario. Y además, distinto. Mucho más alto, por ejemplo.
Sea como fuere, aquí llegaba la caja para el truco de las palomas. El ayudante habitual de Gerber la traía en una bandeja. Herbie desvió la mirada de los ojos del mago y se sintió mejor. Incluso recordó la razón por la que se encontraba en el escenario. El criado cojeaba. Herbie agachó la cabeza para ver la parte inferior de la bandeja por si acaso. No vio nada.
Gerber cogió la caja. El criado se alejó cojeando y Herbie lo siguió con la mirada. ¿Era realmente cojo o se trataba únicamente de un truco más?
La caja se dobló hasta quedar totalmente plana. Los cuatro lados reposaron sobre el fondo, la superficie reposó sobre uno de los lados. Había pequeñas bisagras de latón.
Herbie dio rápidamente un paso atrás para ver la zona posterior mientras la anterior era mostrada a los espectadores. Sí, entonces lo vio. Un compartimiento triangular adosado a un lado de la tapa, cubierta por un espejo, y unos ángulos destinados a lograr su invisibilidad. Un truco muy gastado. Herbie se sintió un poco decepcionado.
El prestidigitador dobló la caja y el compartimiento oculto por el espejo quedó en su interior. Se volvió ligeramente.
-Y ahora, jovencito...

Lo que ocurrió en el Tibet no fue el único factor; fue el último eslabón de una cadena.
El clima tibetano había sido insólito durante esa semana, realmente insólito. Hizo un relativo calor. La nieve sucumbió a las elevadas temperaturas en cantidad superior a la que se había fundido a lo largo de los últimos años. Los riachuelos crecieron, y todos los ríos aumentaron de caudal.
A lo largo de los ríos, los molinillos de oraciones giraban a más velocidad de la que habían alcanzado jamás. Otros, sumergidos, se detuvieron. Los sacerdotes, con el agua hasta las rodillas, trabajaban frenéticamente, acercando los molinillos a la ribera, donde el veloz torrente no tardaría en volver a cubrirlos.
Había un pequeño molinillo, uno muy antiguo que había girado sin cesar durante más tiempo del que ningún hombre podía recordar. Hacía tanto tiempo que se encontraba allí que ningún lama recordaba la inscripción que ostentaba, ni cuál era el propósito de aquella oración.
Las turbulentas aguas rozaban su eje cuando el lama Klarath se acercó para trasladarlo a un lugar más seguro. Demasiado tarde. Sus pies resbalaron sobre el barro y la palma de su mano tocó el molinillo mientras caía. Liberado de sus amarras, se alejó con la corriente, rodando por el fondo del río, hacia aguas cada vez más profundas.
Mientras rodó, todo fue bien.
El lama se levantó, tiritando a causa de la momentánea inmersión, y se dirigió hacia otro de los molinillos. ¿Qué importancia podía tener un pequeño molinillo?, pensó. No sabía que -ahora que otros eslabones se habían roto- sólo aquel diminuto objeto se interponía entre la Tierra y Armagedón.
El molinillo de Wangur Ul siguió rodando y rodando hasta que, a dos kilómetros río abajo, chocó con un saliente y se detuvo. Ese fue el momento.

«Y ahora, jovencito...»
Estamos nuevamente en Cincinnati, Herbie Westerman levantó la vista, preguntándose por qué se habría interrumpido el prestidigitador a mitad de la frase. Vio que el rostro de Gerber el Grande estaba contorsionado por una gran impresión. Sin moverse, sin cambiar, su rostro empezó a cambiar. Sin transformarse, se transformó.
Después, lentamente, el mago se echó a reír. En aquellas suaves carcajadas se reflejaba todo el mal del mundo. Ninguno de los que las oyeron pudieron dudar de su personalidad. Ninguno dudó. Los espectadores, todos y cada uno de ellos, supieron en aquel horrible momento quién se encontraba ante ellos, lo supieron -incluso los más escépticos- sin ninguna sombra de duda.
Nadie se movió, nadie habló, nadie contuvo el aliento. Hay otras cosas aparte del miedo. Sólo la incertidumbre causa miedo y, en aquel momento, el teatro Bijou estaba lleno de una espantosa certidumbre.
La risa se hizo más fuerte. Alcanzó un crescendo, resonó en los rincones más polvorientos de la galería. Nada -ni una mosca del techo- se movió.
Satanás habló.
-Agradezco la atención que han prestado a un pobre mago -hizo una exagerada reverencia-. La representación ha concluido.
Sonrió.
-Todas las representaciones han concluido.
El teatro pareció obscurecerse, a pesar de que las luces siguieran encendidas. En medio de un silencio mortal, pareció oírse el ruido de unas alas, unas alas correosas, como si invisibles criaturas se estuvieran reuniendo.
En el escenario reinaba un mortecino resplandor rojo. De la cabeza y cada uno de los hombros de la alta figura del mago surgió una minúscula llama.
Aparecieron otras llamas. Surgieron a lo largo del proscenio, a lo largo del escenario. Una de ellas surgió de la tapa de la caja doblada que el pequeño Herbie Westerman seguía teniendo en las manos.
Herbie dejó caer la caja.
¿He mencionado que Herbie era cadete de salvamento? Fue una acción puramente refleja. Un niño de nueve años no sabe gran cosa acerca de temas como Armagedón, pero Herbie Westerman debería haber sabido que el agua jamás habría podido apagar aquel fuego.
Pero, como ya he dicho, fue una acción puramente refleja. Sacó su nueva pistola de agua y lanzó un chorro de líquido sobre la caja destinada a ejecutar el truco de las palomas. Y el fuego se apagó, mientras gotas del chorro de agua mojaban la pernera de los pantalones de Gerber el Grande, que se encontraba de espaldas a él.
Se produjo un ruido sibilante, repentino. Las luces brillaron nuevamente con toda su fuerza, y todas las demás llamas se apagaron, el ruido de alas se desvaneció, ahogado por otro ruido, el murmullo de los espectadores.
El prestidigitador tenía los ojos cerrados. Su voz sonó extrañamente forzada cuando dijo:
-Conservo todo mi poder; ninguno de ustedes recordará lo sucedido.
Después, muy lentamente, se volvió y recogió la caja del suelo. Se la dio a Herbie Westerman.
-Debes tener más cuidado, niño -dijo- sujétala así.
Dio un ligero golpecito en la tapa con su varita mágica. La puerta se abrió. Tres palomas blancas se escaparon de la caja. El susurro de sus alas no era correoso.

El padre de Herbie Westerman bajó las escaleras con semblante pensativo, descolgó el suavizador de la navaja de afeitar de un clavo de la pared de la cocina.
La señora Westerman levantó la mirada y dejó de remover la sopa que estaba haciendo.
-Pero, Henry -dijo-, no irás a castigarle por lanzar un poco de agua por la ventanilla del coche mientras volvíamos a casa, ¿verdad?
Su marido meneó la cabeza.
-Claro que no, Marge. Pero ¿no recuerdas que compramos esa pistola de camino al teatro, y que no nos acercamos para nada a un grifo? ¿Dónde crees que la llenó?
No aguardó la respuesta.
-Cuando nos detuvimos en la catedral para hablar con el padre Ryan acerca de su confirmación, ¡entonces fue cuando la llenó! ¡En la pila bautismal! ¡Poner agua bendita en la pistola de agua!
Subió pesadamente las escaleras, con el suavizador en la mano.
Rítmicos golpes y gemidos de dolor se escaparon hacia el piso inferior. Herbie, que había salvado al mundo estaba recibiendo su recompensa.

sábado, noviembre 01, 2008

EL DEMONIO DE HIELO -- EL DEMONIO DE HIELO

EL DEMONIO DE HIELO

CLARK ASHTON SMITH





Quanga el cazador, junto con Hoom Feethos y Eibur Tsanth, dos de los más emprendedores joyeros de Iqqua, cruzaron la frontera de una región a la cual casi nunca iban los hombres, y de la cual regresaban menos aún. Dirigiéndose hacia el norte de Iqqua, llegaron a las desoladas tierras de Mhu Thulan, donde el gran glaciar de Polarión había inundado como un mar helado ciudades ricas y de gran fama, cubriendo el gran istmo de orilla a orilla, bajo capas de hielos perpetuos.

De acuerdo con la leyenda, las cúpulas en forma de concha de la ciudad de Cerngoth podían verse aún a través del hielo, así como las altas y delgadas agujas de Oggon—Zhai, junto con las palmeras y mamuts y los templos cuadrados y negros del dios Tsathoggua, allí incrustados. Todo esto había ocurrido hacía muchos siglos, y el hielo, como un muro poderoso y deslizante, continuaba moviéndose hacia el sur por tierras desiertas.

Ahora Quanga conducía a sus compañeros por el camino del endurecido glaciar hacia una meta atrevida. Su objeto no era ni más ni menos que la recuperación de los rubíes del rey Haalor, quien, con el mago Ommum—Vog y un nutrido grupo de aguerridos soldados había partido hacía cinco décadas para guerrear en el hielo polar. Ni Haalor ni Ommum—Vog hablan regresado de su fantástica expedición, y los restos de su tropa, derrotados y harapientos, volvieron al cabo de dos lunas para narrar una increíble historia.

Contaron cómo el ejército había acampado sobre una especie de montículo, cuidadosamente escogido por Ommum—Vog, desde donde se obtenía una visión completa del territorio helado. Entonces el poderoso mago, de pie junto a Haalor y en medio de un círculo de braseros de los que humeaba un constante humo dorado, y recitando conjuros que eran más antiguos que el propio mundo, había conjurado a un astro candente, mayor y más rojo que el sol meridional que brillaba en el cielo. Y el astro, con rayos ardientes que chispeaban desde el cenit, tórrido y refulgente, hizo que el sol brillase con la misma intensidad que una luna en pleno día, mientras los soldados casi se derriten a causa del gran calor, dentro de sus pesadas armaduras. Pero bajo sus rayos se deshelaron los glaciares convirtiéndose en arroyos y riachuelos de corriente rápida, hasta el punto que por un momento Haalor alimentó la esperanza de poder reconquistar el reino de Mhu Thulan, donde sus antepasados habían reinado durante tiempos pretéritos.

Los cauces de las aguas se hicieron más profundos, discurriendo más allá del montículo donde aguardaba el ejército. Entonces, como por arte de una magia hostil, los ríos comenzaron a producir una niebla pálida y abrumadora, que cegó y conjuró al sol de Ommum—Vog, hasta que sus rayos deslumbrantes palidecieron y se enfriaron, cesando su poder sobre el hielo.

En vano intentó el mago nuevos conjuros que disipasen la niebla densa y gélida. Pero el vapor descendió, maligno y pegajoso, enrollándose y retorciéndose como nudos de serpientes fantasmas, y penetrando en la médula de los hombres como el frío de la muerte. Cubrió todo el campamento como algo tangible, cada vez más frío y grueso, entumeciendo los miembros de los que manoteaban a ciegas y no podían ver los rostros de sus compañeros a un metro de distancia. Sin embargo, algunos de los soldados de tropa consiguieron salirse y escapar sigilosamente hacia el desvanecido sol, y observaron que ya no podía distinguirse en los cielos el globo mágico que conjurara Ommum—Vog. Cuando huían poseídos de un extraño terror, miraron hacia atrás y vieron que en vez de la niebla baja y densa ahora había una nueva capa de hielo reciente que cubría el montículo donde el rey y el mago habían establecido el campamento. El hielo se elevaba sobre el terreno a una mayor altura que por encima de la cabeza de un hombre alto: y débilmente, a una profundidad brillante, los soldados que huían pudieron ver las formas aprisionadas de sus jefes y compañeros.

Sospechando que dicho fenómeno no era un acontecimiento natural, sino un embrujamiento provocado por el gran glaciar, y que el propio glaciar era un ser vivo, de carácter maligno y con poderes de límite desconocido, se apresuraron en su huida. El hielo les dejó marchar en paz, como si advirtiese de la suerte que correrían a quienes se atreviesen a conquistarlo.

Unos creyeron el relato y otros dudaron de su veracidad; pero el rey que gobernaba en Iqqua después de Haalor no prosiguió la guerra con el hielo, y ningún mago se dedicó a batallar con soles conjurados. Muchos hombres huyeron ante las constantes avanzadillas de los glaciares, relatándose numerosas leyendas acerca de gentes atrapadas o aisladas en valles solitarios por cambios repentinos y diabólicos del hielo, como si este último alargase una mano viva. También había leyendas de terribles socavones que se abrían y cerraban abruptamente como fauces monstruosas que atacaban a quienes se atrevían a invadir el desierto helado; se hablaba de vientos que parecían ser el aliento de demonios boreales, y de cuerpos humanos reventados, que en un minuto se convertían en estatuas duras como el granito. Durante mucho tiempo, y a lo largo de mucha millas antes de llegar al glaciar, toda la región estaba deshabitada, y sólo los cazadores más audaces se atrevían a perseguir a su presa por esas tierras de inviernos perpetuos.

Pero ocurrió que el temerario cazador Iluac, hermano mayor de Quanga, se internó en Mhu Thulan tras un enorme zorro negro que le había conducido a través de las enormes planicies cubiertas de hielo. Iluac siguió su rastro a lo largo de muchas leguas, sin lograr ponerse a tiro de flecha de la bestia; por último, llegó a un enorme montículo que sobresalía de la llanura, señalando al parecer una colina enterrada. Iluac tensó la flecha en el arco y penetró a su vez tras la bestia, pensando sin duda que el zorro se había introducido en una cueva del montículo.

Pronto se encontró en un lugar que parecía ser la cámara de reyes o dioses boreales. Todo cuanto le rodeaba, inmerso en una tenue luz verde, era enorme: altísimos pilares brillantes, gigantes estalactitas colgando de la bóveda. El suelo era una pendiente hacia abajo, e Iluac llegó al final de la cueva sin encontrar rastro alguno del zorro Pero en las transparentes profundidades de la pared del fondo distinguió las formas erectas de numerosos hombres, totalmente congelados y encerrados como en una tumba, cuyos cuerpos estaban incorruptos, mientras que sus rasgos faciales aún presentaban tersura y belleza. Los hombres estaban armados con largas lanzas, y la mayoría portaba la coraza de soldado. Pero en medio había una figura altiva ataviada con los mantos azul marino propios de un rey; a su lado se encontraba un anciano encorvado vestido con el clásico ropón negro de los hechiceros. Los mantos de la real figura estaban completamente bordados con piedras preciosas que ardían como estrellas de colores a través del hielo. Enormes rubíes, rojos como gotas de sangre recién coagulada, formaban un triángulo sobre el pecho, reproduciendo el emblema real de los reyes de Iqqua. Por ello, Iluac pudo determinar que había encontrado la tumba de Haalor y Ommum—Vog. así como de los soldados que partieran con ellos en días pretéritos.

Asustado ante todas las extrañas circunstancias, y recordando las viejas leyendas, Iluac perdió su bravura por vez primera en su vida y abandonó la cámara a toda prisa. No pudo dar con el zorro negro, y cesando su búsqueda regresó hacia el sur, alcanzando las tierras más allá del glaciar sin tropiezo alguno. Pero más tarde juró que el hielo había cambiado extrañamente mientras perseguía al zorro, de manera que cuando salió de la cueva tardó un rato en orientarse. Donde antes no existieran se encontró con profundos riscos y barrancos, dificultando así su viaje de regreso; además, al parecer, el proceso de glaciación se había extendido por numerosas millas superando el límite anterior. Precisamente a causa de estos hechos, que no podía ni explicar ni comprender, nació en el corazón de Iluac un miedo curioso y siniestro.

Nunca más regresó al glaciar, si bien relató a su hermano Quanga lo que había encontrado, describiéndole la localización de la cueva—cámara donde estaban enterrados el rey Haalor y Ommum—Vog junto con sus guerreros. Poco después del suceso, Iluac murió en las garras de un oso blanco, no sin antes haberle asaeteado en vano con todas sus flechas.

Quanga era tan valiente como Iluac, y no tenía miedo al glaciar, por haber ido allí en numerosas ocasiones, pero nunca apreció nada llamativo. Poseía un corazón avaro, y a menudo pensaba en los rubíes de Haalor, encerrados con el rey en el hielo eterno; y no tardó en pensar que un hombre arriesgado podía recuperar los rubíes.

Por ello, un verano, después de comerciar en Iqqua con sus pieles, se dirigió a los joyeros Eibur Tsanth y Hoom Feethos, llevando consigo algunos granates que había encontrado en un valle del norte. Mientras los joyeros tasaban los granates, comentó casualmente acerca de los rubíes de Haalor, inquiriendo astutamente sobre su valor. Entonces, al enterarse del enorme valor de las gemas, y advirtiendo el interés avaricioso demostrado por Hoom Feethos y Eibur Tsanth, les habló del relato que oyera de labios de su hermano Iluac, ofreciendo guiarles hasta la cueva oculta, a cambio de que le prometieran la mitad del valor de los rubíes.

Los joyeros aceptaron la proposición, a pesar de las dificultades del viaje, así como de la posterior venta de las gemas pertenecientes a la familia real de Iqqua, y que sin duda serían reclamadas por el presente rey, Ralour, si se enteraba de su descubrimiento. Pero el valor fabuloso de las piedras incrementó su avaricia. Por su parte, Quanga deseaba la complicidad y conspiración de los comerciantes, consciente de que no le sería posible vender las joyas sin su ayuda. No se fiaba de Hoom Feethos y Eibur Tsanth, y por esta razón les exigió que fuesen con él a la cueva donde le entregarían la suma de dinero acordada tan pronto se encontrasen en posesión del tesoro.

El extraño trío inició su viaje a mediados del verano. Ahora, después de dos semanas de caminar a través de una región salvaje y subártica, se estaban acercando a los confines del hielo perpetuo. Viajaban a pie, transportando sus provisiones a lomos de tres caballitos no mayores que bueyes enanos. Experto cazador, Quanga se encargaba diariamente de su sustento a base de liebres y faisanes propios del país.

Tras ellos, en un cielo límpido de color turquesa, ardía el sol poniente que según las leyendas describiera antaño un eclipse. En las sombras de las colinas se amontonaba la nieve perpetua, mientras que en los valles se extendían los glaciares de capas heladas. Comenzaron a escasear los árboles y matorrales, en una tierra donde en tiempos pretéritos florecieran frondosos bosques, bajo un clima más benigno. Pero las amapolas llameaban aún en los campos y a lo largo de las laderas, extendiendo su frágil belleza como una alfombra de color escarlata a los pies de un invierno eterno, y las tranquilas lagunas y corrientes estancadas estaban cercadas de blancos lirios acuáticos.

Volviéndose un poco hacia el este, contemplaron el humear de los picos volcánicos que se seguían resistiendo a la invasión de los glaciares. Hacia el oeste se erguían las altas montañas sombrías cuyas cumbres y picos estaban coronados de nieve, mientras sus laderas se sumergían bajo el mar de hielo. Ante ellos se extendía la muralla poderosa del reino glaciar, abarcando llanuras y riscos. El verano había retrasado el avance de los hielos, y al avanzar, Quanga y los joyeros llegaron hasta unos profundos surcos excavados por el deshielo temporal, que surgían de debajo de los deslizantes paredones verdiazules.

Dejaron sus caballerías en un valle de abundante hierba, amarrados a deformes y diminutos sauces con largas cuerdas de piel de ciervo. Entonces, transportando las suficientes provisiones y material para dos días de viaje, comenzaron a ascender la ladera helada desde un punto escogido por Quanga, por considerarlo como más accesible, dirigiéndose hacia la cueva descubierta por Iluac. Quanga se orientó tomando como puntos de mira las montañas volcánicas y dos picachos aislados que se elevaban sobre la llanura helada hacia el norte, como si fueran los pechos de una giganta bajo su brillante armadura.

Los tres estaban bien equipados para poder hacer frente a las exigencias de su búsqueda. Quanga iba provisto de una curiosa hacha—pico de bronce bien templado, para desenterrar el cuerpo del rey Haalor; como armas llevaba una espada corta en forma de hoja, además de su arco y carcaj de flechas. La piel de un oso gigante, de color marrón—negruzco, le servía de vestimenta.

Le seguían Hoom Feethos y Eibur Tsanth con pesados ropajes para combatir el frío, quejándose por las incomodidades del viaje pero ebrios de avaricia. No habían disfrutado de las largas caminatas a través de una tierra estéril y desértica, ni de las inclemencias de los elementos septentrionales. Es más, les desagradaba Quanga sobremanera, por considerarle grosero y aprovechado. Sus males se vieron agravados por el hecho de que ahora se veían obligados a transportar la mayor parte de las provisiones, además de las dos pesadas bolsas de oro, que más tarde habrían de entregar a cambio de las piedras. Por nada que no fuese tan valioso como los rubíes de Haalor se hubiesen atrevido a llegar tan lejos, y por supuesto a poner siquiera los pies en los formidables desiertos helados.

Ante ellos se extendía un paisaje que bien parecía un mundo externo helado, perteneciente a otras dimensiones, y totalmente íntegro, liso, excepto algunos montículos dispersos y apriscos diseminados, extendiéndose la llanura hasta el blanco horizonte de picos encrespados. El sol se hacía cada vez más pálido y frío, disminuyendo tras los viajeros, sobre quienes soplaba un viento helado procedente de las frías cumbres como si fuera la respiración de los abismos existentes más allá del polo. No obstante, aparte de la desolación y melancolía boreales no había nada que hiciese desfallecer a Quanga o a sus compañeros. Ninguno de ellos era supersticioso, y consideraban que las viejas historias no eran más que mitos insulsos, imaginaciones producto del miedo. Quanga se sonrió con displicencia al pensar en su hermano Iluac, quien se había aterrado tan extrañamente, imaginándose cosas tan extraordinarias después de encontrar a Haalor. Sin duda se trataba de una debilidad muy singular por parte de Iluac, por tratarse de un cazador audaz e incluso temerario que nunca había temido a ningún animal ni a ninguna bestia. En cuanto al infortunio de Haalor y Ommum—Vog con su ejército, al quedar atrapados en el glaciar, estaba claro que habían dejado atraparse por las tormentas de invierno; y los escasos supervivientes, debilitados mentalmente tras los numerosos esfuerzos, se dedicaron a relatar historias extraordinarias. Aunque hubiese conquistado medio continente, el hielo no era más que hielo, y en consecuencia cualquier alteración quedaba sometida a ciertas leyes naturales. Iluac había dicho del hielo que éste era un demonio poderoso, cruel, avaricioso y reticente a la hora de ceder lo que había conquistado. Pero dichas creencias no eran más que supersticiones absurdas y primitivas, que en ningún momento merecían consideración alguna por parte de las ilustradas mentes del Pleistoceno.

A primera hora de la mañana escalaron el baluarte de hielo, y Quanga prometió a los joyeros que llegarían a la cueva a la altura del mediodía, como muy tarde, contando incluso con posibles dificultades en localizarla, y el consecuente retraso.

La llanura que se extendía ante ellos presentaba una asombrosa lisura, con lo cual no había nada que les impidiese avanzar. Orientándose con las montañas en forma de pechos como puntos de mira, llegaron después de tres horas de caminata a una pequeña elevación parecida a una colina, que correspondía con la descrita en el relato de Iluac. No sin dificultad, dieron por fin con la entrada de la profunda cámara.

Al parecer, el extraño lugar no había cambiado apenas, o en absoluto, desde la visita de Iluac, ya que el interior, con sus columnas y estalagmitas, se ajustaba a su descripción. La entrada tenía la forma de unas fauces. Dentro, el suelo descendía formando un ángulo resbaladizo durante una distancia de más de cien pies. La cámara rezumaba una luminosidad húmeda y glauca que se filtraba a través del techo abovedado. Al fondo, sobre la pared estriada, Quanga y los joyeros advirtieron las formas empotradas de un grupo de hombres, entre los que se podía distinguir fácilmente el cuerpo alto y vestido de azul del rey Haalor, junto a la oscura y encorvada momia de Ommum—Vog. Detrás, descendiendo por el pasadizo en prietas filas, podían apreciarse las formas de los soldados con las lanzas levantadas para la eternidad.

Haalor permanecía con apostura regia y erecta, manteniendo los ojos bien abiertos, cuya penetrante mirada proyectaba sensación de vida. Sobre su pecho resplandecía incandescente en la sombra glacial el triángulo de rubíes, rojos y calientes como la misma sangre, y los fríos ojos de los topacios, aguamarinas, diamantes y crisolitas irradiaban destellos desde el azul de los ropajes. A primera vista, las fabulosas piedras sólo se encontraban a una distancia de uno o dos pies de hielo desde los avariciosos dedos del cazador y sus compañeros.

Sin pronunciar una sola palabra, contemplaron absortos el preciado tesoro. Aparte de los grandes rubíes, los joyeros calcularon igualmente el valor de las demás piedras de Haalor. Con gran alegría por su parte, comprendieron que sólo el valor de estas últimas compensaba sobradamente las fatigas del viaje y la insolencia de Quanga.

Por su parte, el cazador se arrepentía del bajo precio exigido a los joyeros. Sin embargo, las dos bolsas de oro le convertirían en un hombre rico. Podría beber hasta saciarse los costosos vinos, más rojos que los propios rubíes, procedentes de la lejana Uzuldaroum en el sur. Las delgadas jóvenes de ojos alargados de Iqqua correrían a cumplir sus deseos, y, por último, podría apostar grandes sumas en sus juegos.

Los tres estaban completamente inconscientes de su extraña situación, completamente solos en la soledad boreal y acompañados de los muertos congelados, olvidando igualmente la macabra naturaleza del robo que estaban a punto de cometer. Sin aguardar a que sus compañeros le instasen, Quanga levantó el bien templado y afilado pico de bronce y comenzó a golpear la pared transparente con poderosos golpes.

El hielo caía ruidosamente bajo la piqueta, deshaciéndose en astillas acristaladas y gotas como diamantes. En escasos minutos consiguió perforar una gran cavidad, y sólo una capa delgada, resquebrajada y ruinosa le separaba del cuerpo de Haalor. Entonces, Quanga se dedicó a retirar la capa con exquisito cuidado, hasta que muy pronto el triángulo de enormes rubíes, más o menos cubiertos aún con partículas de hielo, cayó en sus manos. Mientras que los orgullosos ojos sin vida de Haalor contemplaban inmutables su tarea detrás de su máscara acristalada, el cazador dejó caer el pico, y sacando su espada en forma de hoja de la vaina, comenzó a cortar los delgados hilos de plata que cosían los rubíes al manto del rey. En su prisa desgarró trozos de la tela azulada, dejando al descubierto la carne helada y la blancura mortal. Retiró las piedras una a una, entregándoselas a Hoom Feethos, quien se hallaba inmediatamente detrás de él; y el comerciante, cuyos ojos brillaban con avaricia, y atontado ante el éxtasis, las iba guardando cuidadosamente en una enorme bolsa de lagarto moteado que había llevado para dicho fin.

Cuando hubo rescatado el último rubí, Quanga desvió su atención a las joyas menores que adornaban los ropajes reales formando curiosos patrones de signo astrológico o significado hierático. Entonces, cuando se encontraban embebidos por su preocupación, Quanga y Hoom Feethos se sobresaltaron al oír un gran estruendo que culminó con el suave tintineo de cristales rotos. Al volverse, vieron que una enorme estalagmita se había desprendido de la bóveda, y que con su punta, con una puntería asombrosa, había atravesado el cráneo de Eibur Tsanth, quien ahora yacía en medio de los hielos desprendidos, y de cuyo encéfalo reventado sobresalía un fragmento afilado y puntiagudo. Había muerto instantáneamente, ignorante de su propia suerte.

Aparentemente, el accidente se debía a causas naturales, como los que suelen ocurrir en el verano durante el deshielo de un gran muro de hielo; pero, en su consternación, Quanga y Hoom Feethos se vieron obligados a tomar nota de ciertas circunstancias que distaban mucho de ser normales y por supuesto explicables.

Mientras retiraban los rubíes, operación sobre la que centraron toda su atención, la cámara se había reducido a la mitad, tanto en altura como en dimensión, hasta el punto de que las estalagmitas quedaban justo por encima de sus cabezas, como si fueran los colmillos atenazantes de una enorme boca. Había aumentado la oscuridad, y la luz era como la que ilumina los mares árticos bajo grandes masas de hielo. La inclinación de la cueva era más marcada, descendiendo hacia profundidades insondables. Arriba, muy arriba, los hombres pudieron contemplar la diminuta entrada que ahora no era mayor que la boca de una zorrera.

Por un instante quedaron estupefactos. Los cambios ocurridos en la cueva no admitían explicaciones naturales; de pronto, los hyperbóreos sintieron la aprensión angustiosa de todos los horrores supersticiosos que poco antes despreciaran. Ya no podían negar la existencia consciente de una maldad animada, los enormes poderes diabólicos que las viejas leyendas atribuían al hielo.

Dándose cuenta del peligro que corrían, y espoleados por un pánico frenético, comenzaron a ascender el declive. Hoom Feethos conservó la abultada bolsa de rubíes así como el pesado saco de oro que colgaba de su cinturón, mientras que Quanga tuvo la suficiente presencia de ánimo como para llevar consigo la espada y el pico. Sin embargo, en su huida, acelerada por el miedo, ambos olvidaron la segunda bolsa de oro, que yacía al lado de Eibur Tsanth, bajo los restos de la estalagmita desprendida.

El estrechamiento sobrenatural de la cueva y el descenso terrible y siniestro del techo parecían haber cesado por el momento. De todas formas, los hyperbóreos no pudieron detectar una continuación visible del proceso a medida que ascendían frenética y peligrosamente hacia la entrada. En numerosas ocasiones se vieron obligados a encorvarse con el fin de evitar las poderosas fauces que amenazaban descender sobre ellos; e incluso calzados con sus fuertes borceguíes de piel de tigre tenían que hacer un verdadero esfuerzo para mantenerse en pie sobre la terrible pendiente. A veces conseguían levantarse agarrándose a los salientes resbaladizos en forma de columna, y con harta frecuencia hubo Quanga, que iba el primero, de excavar improvisados escalones en la cuesta, ayudado de su pico.

Hoom Feethos tenía tanto miedo que no podía ni hacer la más mínima reflexión. Pero mientras escalaba, Quanga sí consideraba detenidamente las alteraciones monstruosas de la cueva, alteraciones incomparables a todas las conocidas a lo largo de su amplia y variada experiencia de los fenómenos de la naturaleza. Intentó autoconvencerse de que había cometido un error de cálculo en cuanto a las dimensiones de la cámara y la inclinación de su suelo. Esfuerzo en vano, ya que todavía se veía enfrentado a un hecho que desafiaba su raciocinio, un hecho que deformaba el conocido rostro del mundo con una locura supraterrenal, odiosa, mezclando un caos maligno con sus ordenadas realizaciones.

Después de un ascenso terriblemente prolongado, parecido al esfuerzo por escapar de un destino de pesadilla, tedioso y delirante, consiguieron aproximarse a la boca de la cueva. Casi no quedaba sitio para que un hombre se arrastrase sobre el estómago bajo los afilados y poderosos dientes de hielo. Presintiendo que las fauces podían cerrarse sobre él como las de un gran monstruo, Quanga se lanzó hacia delante y comenzó a retorcerse a través del hueco, con una rapidez que distaba mucho de ser heroica. Pero algo le retenía, y por un momento pensó preso de terror que su peor aprensión se había hecho realidad. Pronto se dio cuenta que su arco y carcaj de flechas, que aún colgaban de su espalda, se habían enganchado en el hielo. Mientras Hoom Feethos temblaba de miedo e impaciencia, Quanga retrocedió y se libró de las armas engorrosas, que lanzó delante con el pico en su segundo y más positivo intento de atravesar la estrecha entrada.

Al ponerse en pie sobre el glaciar, oyó un grito salvaje emitido por Hoom Feethos, quien, al intentar seguir a Quanga, se había enganchado en la entrada con una de sus fajas. Su mano derecha, aferrada al saco de rubíes, sobresalía del umbral de la cueva. El joyero no cesaba de dar alaridos, protestando incoherentemente que los crueles colmillos de hielo le estaban desgarrando hasta la muerte.

A pesar de los sórdidos terrores por que había pasado, aún le sobraba al cazador la suficiente valentía como para retroceder y ayudar a Hoom Feethos. Estaba a punto de derribar los enormes pinchos de hielo con su pico, cuando oyó el grito agonizante del joyero, seguido de un rechinar áspero e indescriptible No se había producido ningún movimiento visible de las fauces, y sin embargo, Quanga vio que llegaban al suelo. El cuerpo de Hoom Feethos, atravesado de parte a parte por uno de los hielos picudos, y clavado al suelo por el resto de los colmillos, chorreaba sangre sobre el glaciar, como el mosto rojo que rezuma de la prensa de vino.

Quanga comenzó a dudar del testimonio de sus sentidos. El hecho ante el que se enfrentaba era imposible de todo punto, dado que no había ninguna señal de hendiduras en el montículo, sobre la boca de la cueva, que explicase el cierre de las horribles fauces. Pero tan impensable enormidad había ocurrido ante sus propios ojos si bien demasiado de prisa para poder reconocer el proceso.

Hoom Feethos quedaba lejos de cualquier ayuda humana, y Quanga, ahora esclavo único de un pánico odioso, tampoco hubiera permanecido más tiempo para asistirle. Mas al ver el saco que había caído de los dedos del joyero muerto, el cazador lo arrebató movido por un impulso mitad miedo mitad avaricia; y entonces, sin volver la vista atrás, huyó por el glaciar hacia el sol poniente.

Mientras corría, y durante algunos momentos, Quanga no se dio cuenta de las alteraciones tan siniestras como fatídicas, comparables a las de la cueva, que en cierto modo habían tenido igualmente lugar en la propia llanura. Petrificado por el miedo, presa de un verdadero vértigo, observó que estaba escalando una ladera larguísima y escalonada sobre la cual se retraía un sol lejano, pequeño y frío, como si perteneciese a otro planeta. Incluso el cielo tenía otro aspecto: aunque permanecía límpido de nubes, había adquirido una palidez mortal. Una sensación densa de deseo maligno, poderoso y helador, parecía invadir el aire y asentarse sobre Quanga como un hongo. Pero lo más terrible de todo, precisamente por constituir una prueba del desarreglo consciente y maligno de la ley natural, era la inclinación vertiginosa hacia el polo adoptada por la meseta.

Quanga tuvo la sensación de que la propia creación se había vuelto loca, dejándole a merced de fuerzas demoniacas procedentes de cosmos exteriores desdivinizados. Manteniéndose milagrosamente en pie, tropezando y sorteando en su camino hacia arriba, temió por un momento resbalar, caer, y deslizarse hacia abajo para siempre, cayendo en las insondables profundidades árticas. Sin embargo, cuando se atrevió a pararse por fin y volverse temblando para mirar hacia abajo, vio detrás de él una ladera escarpada idéntica a la que estaba escalando: se trataba de un muro de hielo desquiciado y oblicuo, que se elevaba interminablemente hacia un segundo sol igualmente remoto.

En la confusión de ese extraño bouleversement, creyó perder lo que le quedaba de equilibrio, y el glaciar subía y bajaba a su alrededor como un mundo invertido mientras él intentaba recuperar el sentido de la orientación, que por primera vez en su vida había perdido. Al parecer, surgían pequeños y fugaces parapetos que se reían de él desde los interminables escarpados glaciales. Reanudó su ascenso desesperado a través de un perturbado mundo de ilusión, sin que pudiera determinar si se dirigía hacia el norte, el sur, el este o el oeste.

Un repentino viento sopló hacia abajo por el glaciar; aullaba en los oídos de Quanga como las voces lejanas de diablillos socarrones; gemía, y reía, y ululaba con notas estridentes que recordaban el chirriar del hielo resquebrajado. Azotaba a Quanga con dedos maliciosos, succionando el aire por el que luchaba agonizante. A pesar de sus pesados ropajes y de la rapidez de su difícil escalada, sentía el mordisco de sus colmillos, buscando la carne e hincándose incluso en la médula.

Mientras continuaba escalando observó confusamente que el hielo ya no era liso, que de su superficie sobresalían pilares y pirámides a su alrededor, adquiriendo formas cada cual más salvaje. Perfiles inmensos y malvados le contemplaban desde cristales verdiazules; las cabezas deformes de los diablos bestiales fruncían el ceño, mientras dragones desconfiados se retorcían a lo largo del escarpado muro, o se hundían en las profundidades heladas de los precipicios.

Además de estas formas imaginarias adoptadas por el propio hielo, Quanga vio, o creyó ver, cuerpos y rostros humanos incrustados en el glaciar. Manos pálidas parecían alzarse hacia él desde las profundidades con gesto implorante; sintió sobre su persona la mirada de los ojos helados de hombres que en eras anteriores quedasen atrapados, y pudo contemplar sus miembros hundidos, rígidos y con extrañas actitudes de verdadera tortura.

Quanga ya no era capaz de pensar. Terrores primitivos, sordos y ciegos, más viejos que la razón, llenaban su mente con su oscuridad abismal. Le empujaban implacablemente, como quien conduce una bestia, sin dejarle parar en la burlona ladera digna de pesadilla. Una mínima reflexión le habría hecho ver que un último escape sería igualmente imposible; que el hielo, un ser vivo, consciente y malévolo, se estaba divirtiendo con un juego cruel y fantástico, inventado de algún modo en su increíble animismo. Por ello, casi era mejor que hubiera perdido el poder de la reflexión.

Desesperado y sin previo aviso, llegó al final de la glaciación. Fue como un repentino cambio de sueño que pilla al soñador desprevenido: Quanga contemplaba, sin comprender al principio, los familiares valles hyperbóreos que se extendían a los pies del parapeto hacia el sur, y los volcanes que humeaban oscuros más allá de las colinas sudorientales.

Su huida de la cueva había consumido prácticamente todo el largo atardecer subpolar, y ahora el sol se balanceaba cerca de la línea del horizonte. Habían desaparecido los obstáculos, y como por una magia prodigiosa, la capa de hielo recobraba su horizontalidad normal. Si hubiera podido comparar sus impresiones, Quanga se habría dado cuenta de que en ningún momento pudo comprender al glaciar durante la realización de sus asombrosos cambios sobrenaturales.

Dudando aún, como si se tratase de una ilusión que pudiera desvanecerse en cualquier momento, contempló el paisaje que se extendía bajo las murallas. Aparentemente, había regresado al mismo lugar del cual comenzara junto con los joyeros su desastroso viaje por el hielo. Ante él descendía un declive suave hacia las fértiles praderas. Temeroso de que se tratase de algo irreal y engañoso —una trampa atractiva y hermosa, una nueva traición por parte del elemento a quien ahora consideraba como un demonio cruel y todopoderoso—, Quanga descendió por la ladera con paso veloz y ligero. Cuando sus pies se hundían ya en los matorrales, y estaba rodeado de frondosos sauces y jugosas hierbas, no daba aún crédito a la veracidad de su huida.

Todavía se sentía impulsado por una rapidez inconsciente, fruto de un miedo que rayaba en el pánico; y un instinto primario, igualmente inconsciente, le arrastraba hacia las cumbres volcánicas. El instinto le decía que encontraría un refugio entre sus cavidades, contra el intenso frío boreal, y que una vez allí se encontraría a salvo de las maquinaciones diabólicas del glaciar. Fuentes hirvientes corrían, según las leyendas, perpetuamente desde las altas laderas de estas montañas; inmensos géiseres, rugiendo y silbando cual calderas infernales, llenaban las oquedades superiores con cataratas ardientes. Las prolongadas nieves que azotaban Hyperbórea se convertían en lluvias inofensivas al aproximarse a los volcanes, donde florecía durante las cuatro estaciones una flora rica y multicolor, que en épocas anteriores consistiera en la propia de toda la región.

Quanga no pudo encontrar los caballitos enanos que dejaran atados a los sauces en la pradera del valle. Pero quizá, después de todo, no se trataba del mismo valle. Sin embargo. no detuvo su huida para buscarlos. Después de una aterrada mirada atrás, a la amenazadora masa de la glaciación, reanudó sin detenerse su camino en línea recta hacia las montañas coronadas de humo.

El sol se hundió más, rozando indefinidamente el horizonte sudoccidental, e iluminando la muralla de hielo y el suave paisaje con una luz de pálidas tonalidades amatistas. Quanga apresuró su paso, no repuesto aún del miedo, hasta que por fin alcanzó un crepúsculo prolongado y etéreo, propio de los veranos septentrionales.

Sin saber cómo, conservó a lo largo de todas las etapas de su huida su hacha—pico, su arco y sus flechas. Horas atrás, como un autómata, había introducido el pesado saco de rubíes en el interior de sus ropajes, para no perderlo. Se había olvidado por completo de los mismos, y ni siquiera se dio cuenta del cosquilleo del agua al deshelarse el hielo incrustado en las joyas, y que ahora le empapaba la carne a través de la bolsa de lagarto.

Después de cruzar uno de los innumerables valles, chocó contra una raíz de sauce que sobresalía, cayéndose el pico de la mano al tiempo que tropezaba. Poniéndose en pie, corrió despavorido sin recogerlo.

Ya se distinguía un rojizo resplandor procedente de los volcanes, iluminando el oscuro cielo, a medida que Quanga avanzaba al deseado e inviolable santuario. Desmoralizado y sacudido aún por los recientes esfuerzos sobrehumanos, comenzó a pensar que después de todo podría escapar del demonio del hielo.

De pronto se dio cuenta de que le consumía la sed, hecho al que no había prestado atención hasta ahora. Haciendo un alto en uno de los sombríos valles, bebió de un arroyo bordeado de flores. Entonces, cediendo al inmenso cansancio acumulado, se dejó caer para descansar un momento entre la amapolas rojas como la sangre, teñidas de violeta a la luz del crepúsculo.

El sueño descendió sobre sus párpados como una nieve suave y abrumadora, pero pronto se interrumpió con sueños malvados donde todavía huía del glaciar burlador e inexorable. Se despertó en medio de un terror frío, sudando y temblando, para encontrarse contemplando el cielo septentrional, donde lentamente moría un delicado fulgor. Creyó que una gran sombra, maligna, masiva y en cierto modo sólida, se deslizaba sobre el horizonte y las colinas bajas hacia el valle donde se encontraba. Llegó con una rapidez inexplicable, y parecía que la última luz caía de los cielos, fría como si fuera un reflejo atrapado en el hielo.

Se puso en pie con la rigidez de un cuerpo exhausto por el cansancio, mientras se despertaba de nuevo el miedo y la estupefacción a causa de la pesadilla. Como señal de un reto momentáneo, descolgó su arco y disparó una flecha tras otra, hasta vaciar el carcaj, con el fin de herir a la sombra enorme, pálida y deforme que parecía interponerse entre el cielo y él. Cuando concluyó, reanudó su interrumpida huida.

Mientras corría seguía temblando, sin poder evitarlo, a causa del frío intenso y repentino que había descendido sobre el valle. Torpemente, presa de un acceso de miedo, presintió que había algo irreal y antinatural en el frío, algo que no pertenecía ni al lugar ni a la estación del año. Los volcanes relucientes estaban cada vez más cerca, y pronto llegaría a las primeras colinas. Por ello, el aire debería ser templado, por no decir caliente.

De pronto el cielo se oscureció dejando entrever un destello verdiazul que surgía desde lo profundo. Por un momento pudo ver la sombra sin rostro que se erguía como un gigante en su camino, oscureciendo las estrellas y el resplandor de los volcanes. Entonces, como si fuera el vapor de un remolino tormentoso, se cerró sobre él, frío e inquieto. Parecía un fantasma de hielo, algo que cegaba sus ojos y entorpecía su respiración, como si se encontrase enterrado en una tumba glacial. Era algo frío, con el rigor transártico, algo desconocido para él hasta entonces y que producía un dolor insoportable para su carne, dejándole idiotizado.

Oyó débilmente un sonido parecido al del hielo al chocar, el rechinar de icebergs frotándose, todo ello envuelto en un pálido resplandor verdiazul que se estrechaba y espesaba a su alrededor. Era como si el alma del glaciar, perversa e implacable, le hubiera atrapado en su huida. A veces luchaba torpemente, idiotizado por el miedo. Respondiendo a un impulso desconocido, como si desease propiciar a una deidad vengativa, sacó la bolsa de rubíes de su pecho y con un esfuerzo prolongado y doloroso trató de lanzarla lejos. Las cuerdas que ataban la bolsa se soltaron al caer, y Quanga oyó débilmente, en la lejanía, el tintineo de los rubíes al rodar y desparramarse por una superficie dura. Le asaltó el olvido, y cayó hacia delante rígido, ignorante de su propia caída.

Al amanecer yacía al lado de un pequeño arroyo, totalmente helado, boca abajo en medio de un círculo de amapolas que se habían ennegrecido como si las hubiera pisado un demonio gigante de hielo. Un charco próximo, formado por un arroyuelo estancado, estaba cubierto por una capa delgada de hielo, y sobre el hielo, como gotas de sangre congelada, se hallaban esparcidos los rubíes de Haalor. A su debido tiempo, al desplazarse lenta pero irresistiblemente hacia el sur, el gran glaciar las reclamaría.


                                                                                         

viernes, septiembre 26, 2008

CHICKAMAUGA -- AMBROSE BIERCE


CHICKAMAUGA
Ambrose Bierce


En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica
vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda
vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus
antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas
memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos
críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en
peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través
de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un
terreno donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Este, durante su primera juventud,
había sido soldado, había luchado en el extremo sud. Pero en la existencia apacible del
plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó.
El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo
bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no
hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al
hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en tiempo en los claros soleados del
bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron
enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por
tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico bastante
frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al
borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron
continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acababa de cruzarlo con
ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la
raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho
menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde habla
algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a
ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos
imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de
sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el
más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender que el más
afortunado no puede tentar al Destino.
De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y
formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas
delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una
exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba,
llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel
cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento,
enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una
hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin,
rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas
del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino
un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del
bosque cantaban alegremente, las ardillas, castigando él aire con el esplendor de sus
colas chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna
parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran
para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos
inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación,
donde hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban afiebradamente en los
campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su
hijo.
Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía
sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba
más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas
que lo rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su
izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez
más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró
miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección
en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo
cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al
principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había
visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había deseado vagamente
encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en
su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo.
Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su
coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras del
conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese
andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus
dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a
derecha e izquierda: el campo abierto qué lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y
todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos solo usaban las manos,
arrastrando las piernas; otros, solo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada
lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro
contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa
progresión pie por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en pequeños
grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros
se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban el
movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e
izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro
detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el
arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba
su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de
manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la
cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos
hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que solo hubiera podido advertir un
espectador de más edad. Solo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se
arrastraban como niñitos. Eran hombres nada tenían pues de terrible, aunque algunos
llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos
de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos;
muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes
grotescas, les recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano
anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y
sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático
contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un
espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y
las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los
tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas
rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se
desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al niño
como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al
que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un
gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. La
saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al
herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la
sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El
hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol
próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor
seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una
lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros,
sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo,
a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se
destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba
sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba
iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las
manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los
botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel
esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos
instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta
superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la
mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez
en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un
jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la
multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de
ideas significativa en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo
largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado;
allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las
tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus
perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas,
el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los
cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas
huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno:
avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían
penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy
lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en
líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su
sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia
de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no
había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de
los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando
contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto
marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los
caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro
lato del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde o alto de su bóveda de
humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la
niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi
todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos
menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, al niño cruzó el
arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a
sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se
habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro,
que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del
niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un
fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos
hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima
del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al
jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas
se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de
madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño
éxodo.
Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la
franqueó fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo,
volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal
modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la
luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El
espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas
vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos que
encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia
que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las
fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era
extrañamente familiar: tenia la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a
reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba,
pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los
puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!
Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a
correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el
cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas,
agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado,
cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero
desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa
coronada de racimos escarlata obra de un obús.
El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles,
que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido
atroz, sin alma, maldito lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.
FIN

miércoles, septiembre 03, 2008

¿QUE LE FASTIDIA A DIOS ? -- IRA DE DIOS

¿QUE LE FASTIDIA A DIOS ? IRA DE DIOS

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¿Qué le Fastidia a Dios?


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“Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios” (Rom. 11:22)

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Nuestra tendencia es la de leer la Biblia con una cierta parcialidad personal que escoge
recordar las cosas que la Biblia dice “para” mí, e ignorar aquellas cosas que la Biblia habla
“en contra” mía.
Dietrich Bonhoeffer trató esta tendencia en 1932 en una conferencia en
Suiza, donde, en referencia a la Biblia, hizo la siguiente observación:
“... la gran preocupación que ha estado sobre mí con creciente pesadez a lo
largo de toda la conferencia es esta: ¿no se ha hecho terriblemente claro una y otra
vez, en todo lo que nos hemos dicho aquí los unos a los otros, que ya no somos
obedientes a la Biblia? Le tenemos más cariño a nuestros propios pensamientos que
a los pensamientos de la Biblia.
Ya no leemos la Biblia seriamente, ya no leemos la
Biblia contra nosotros mismos, sino para nosotros mismos
. Si la totalidad de
nuestra conferencia aquí va a tener un gran significado, quizás sea el de mostrarnos
que debemos leer la Biblia de una manera totalmente diferente, hasta que nos
encontremos a nosotros mismos una vez más.”

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Pablo nos dice que “miremos” (significado Griego “fija tu mirada”) tanto la “bondad”
(Dios Habla Hoy – “bueno”) como la severidad (significado Griego “severamente en
contra”) de Dios. A ambas se les debe dar nuestra atención. Aunque reconocemos la
importancia de entender la bondad de Dios para con nosotros, debemos igualmente afirmar
la verdad de que Dios sí se enfada. A W. Pink en su libro, Los Atributos de Dios, señala
que: “Un estudio de la concordancia mostrará que hay más referencias en la Escritura a la
ira, la furia y la cólera de Dios que las que hay de Su amor y cariño.”

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Algunos afirman que hay una diferencia entre el Dios del Antiguo Testamento y el Dios
del Nuevo. Dicen, en esencia, que: “El Dios del antiguo pacto se caracterizaba por la ira y el
juicio, mientras que Jesús es la “imagen expresada” de Dios y se caracteriza por el amor y
la misericordia. Esto, claro está, crea una dicotomía entre el Dios del Antiguo Testamento y
el Dios del Nuevo. En realidad crea dos “Dioses” diferentes. Por el contrario, el Dios del
Antiguo y el Dios del Nuevo son uno en ser, naturaleza y personalidad. Aunque Dios sí
inauguró una nueva “administración” (Efe. 1:10) con la venida de Su Hijo, Dios mismo
permanece inmutable (Mal. 3:6). En los tiempos pre-Cristianos Dios estaba airado con
aquellos que rechazaban Su voluntad revelada. Esto no cambió con la llegada de Cristo. “El
que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que se niega a creer en el Hijo no verá la vida,
sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36). Jesús en realidad dijo más sobre la ira de
Dios que cualquier otra persona en el Nuevo Testamento. El desagrado de Dios con los
Fariseos se ve en la denuncia de Jesús narrada en Mateo 23.
“¡Serpientes, generación de
víboras!, ¿cómo escaparéis de la condenación del infierno?” (Mat. 23:33).

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Juan el Bautista advirtió a los Fariseos y a los Saduceos de la “ira venidera” (Mat. 3:7) y
esto no era únicamente una referencia al juicio final. Creo que estaba hablando de la
destrucción que había de venir sobre Jerusalén en el año 70 d.C. Con respecto a este juicio,
Jesús advirtió, “porque habrá gran calamidad en la tierra e ira sobre este pueblo” (Lucas
21:23). Pablo, refiriéndose a este juicio sobre aquella generación del Israel étnico declaró,
“pues vino sobre ellos la ira hasta el extremo” (I Tes. 2:16).

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Pablo habla con claridad sobre la ira de Dios a lo largo de sus epístolas (Efe. 2:3; 5:6;
Col. 3:6; I Tes. 1:10; 5:9). Hay en la Biblia aproximadamente 500 referencias a la ira de
Dios. Todos los escritores del Nuevo Testamento se refieren a los juicios del Antiguo
Testamento como recurriendo en el Nuevo por ofensas similares. Estas referencias del
Nuevo Testamento debiesen ser suficiente evidencia escritural para demostrar el carácter
inmutable de Dios y que la ira de Dios es una realidad en la era del Nuevo Testamento.

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Con esto, permítame abordar la pregunta planteada por mi título:
¿Qué le fastidia a Dios?
Al responder esa pregunta podría ser demasiado general, o podría
ser demasiado específico, en cuyo caso podría intentar comentar todas las 500 referencias a
la ira de Dios. En lugar de eso, hablaré de las principales razones de Su ira
, reconociendo
que son las mismas tanto en la economía antigua como en la nueva. Pablo establece este
principio en su carta a los Corintios (vea I Cor. 10:1-11).

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Pablo muestra en este pasaje que el éxodo bajo Moisés fue típico de la liberación de la
comunidad Cristiana por parte de Cristo (Heb. 3:14-16; Hch. 7:37-38). No podemos dejar
de ver el paralelo entre estos dos grandes hechos históricos redentores. Pero,
inmediatamente después de la comparación de los dos por parte de Pablo, él escribe algo
que es bastante solemne en su mensaje, dice, “Pero de la mayoría de ellos [la Versión
Amplificada dice “de la gran mayoría”] no se agradó Dios, por lo cual quedaron tendidos en
el desierto” (I Cor. 10:5). Hebreos 3:11 habla de este episodio con Dios diciendo, “Juré en
mi ira.” En el Salmo 106 se nos dice por parte del salmista que, “Provocaron la ira de Dios
con sus obras... Se encendió, por tanto, el furor de Jehová contra su pueblo” (Salmos
106:29, 40).

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Esto no es Pablo simplemente derivando una lección objetiva de la historia, porque
luego hace la analogía directa a los Corintios declarando: “Estas cosas sucedieron como
ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas,
como ellos codiciaron.”

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Luego enumera cuatro cosas “que fastidiaron a Dios.” Estas cosas son la idolatría, la
inmoralidad
, la impaciencia con Dios y la murmuración (I Cor. 10:7-9). Obviamente estas
son cuatro cosas que a Dios no le gustan. No creo necesariamente que esta lista sea
exhaustiva de todas las cosas que no le gustan a Dios, pero Pablo nos expone un buen
comienzo.

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El escritor a los Hebreos usa la misma ilustración de la desobediencia de Israel para
advertir a sus lectores. Cita el registro del salmista del castigo de la nación rebelde y
desobediente por parte de Dios (Heb. 3:7-11; Sal. 95:8-11). Luego sigue una advertencia a
la comunidad Cristiana para que no sigan por el mismo camino (Heb. 3:12). La advertencia
es clara, la ira de Dios puede manifestarse hacia la comunidad del nuevo pacto lo mismo
que lo fue para con la antigua – y debemos tomar muy en serio el asunto de la
desobediencia. Tanto la ira de Dios como Su amor y Su misericordia debiesen motivar y
monitorear nuestras actitudes y acciones.

domingo, agosto 24, 2008

PROSTITUCION/VIRGINALIDAD -- LA CASA TELLIER -- GUY DE MAUPASSANT

PROSTITUCION/VIRGINALIDAD -- LA CASA TELLIER -- GUY DE MAUPASSANT
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LA CASA TELLIER

I

Se iba allá todas las noches, a eso de las once, como al café, sencillamente.
Se reunían allí seis u ocho, siempre los mismos, no juerguistas, sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes de la ciudad, y tomaban un chartreuse bromeando un poco con las chicas, o bien charlaban seriamente con Madame, a quien todo el mundo respetaba.
Después se marchaban a acostarse antes de medianoche. Los jóvenes se quedaban algunas veces.
La casa era familiar, muy pequeña, pintada de amarillo, en la rinconada de una calle detrás de la iglesia de San Esteban; y por las ventanas se divisaba la dársena, llena de navíos que descargaban; la gran salina, llamada «el Embalse», y, detrás, la cuesta de la Virgen, con su vieja capilla gris.
Madame, oriunda de una buena familia campesina del departamento del Eure, había aceptado aquella profesión exactamente igual que si se hubiera hecho modista o costurera. El prejuicio del deshonor ligado con la prostitución, tan violento y vivaz en las ciudades, no existe en la campiña normanda. El campesino dice: «Es un buen oficio», y envía a su hija a regentar un harén de chicas como la enviaría a dirigir un pensionado de señoritas.
La casa, por lo demás, la habían recibido en herencia de un viejo tío que la poseía, Monsieur y Madame, antes posaderos cerca de Yvetot, habían liquidado inmediatamente el negocio, considerando el de Fécamp más ventajoso para ellos; y habían llegado una buena mañana para encargarse de la dirección de la empresa que periclitaba en ausencia de sus dueños.
Eran buenas personas que se hicieron querer enseguida por su personal y por los vecinos.
El hombre murió de una congestión dos años después. Su nueva profesión, al reducirlo a la molicie y la inmovilidad, le hizo engordar mucho, y la salud lo había ahogado.
Madame, desde su viudez, era deseada en vano por todos los parroquianos del establecimiento; pero se la suponía, absolutamente formal, y ni sus propias pupilas habían logrado descubrir nada.
Era alta, metida en carnes, agraciada. Su tez, palidecida en la oscuridad de aquella mansión siempre cerrada, brillaba como bajo un barniz grasiento. Una rala corona de cabellos indómitos, postizos y rizados, rodeaba su frente y le daba un aspecto juvenil que contrastaba con: la madurez de sus formas. Invariablemente alegre y de rostro abierto, bromeaba de buen grado, con un matiz de comedimiento que sus nuevas ocupaciones no habían podido hacerle perder. Las palabrotas le seguían chocando un poco, y cuando un muchacho mal educado llamaba por su nombre al establecimiento que dirigía, se enfadaba, escandalizada. En fin, tenía un alma delicada, y aunque trataba a sus mujeres como amigas, repetía de buen grado que «no todas estaban cortadas por el mismo patrón».
A veces, entre semana, salía en un coche de punto con una fracción de su tropa; e iban a retozar sobre la hierba a orillas del riachuelo que corre en la hondonada de Valmont. Eran entonces como escapatorias de colegialas, con carreras locas, juegos infantiles, toda una alegría de reclusas embriagadas por el aire libre. Comían embutidos sobre el césped, bebían sidra, y regresaban al caer la noche con una fatiga deliciosa, un dulce enternecimiento; y en el coche besaban a Madame como a una bonísima madre, llena de mansedumbre y complacencia.
La casa tenía dos entradas. En la rinconada, una especie de café de mala nota se abría, por la noche, para la gente del pueblo y los marineros. Dos de las personas encargadas del especial comercio del lugar estaban destinadas en particular a las necesidades de esta parte de la clientela. Servían, con ayuda del camarero, llamado Fréderic, un rubito imberbe y fuerte como un toro, los cuartillos de vino y las cervezas sobre las mesas de mármol tambaleantes, y, con los brazos al cuello de los bebedores, sentadas de través sobre sus piernas, inducían a consumir.
Las otras tres damas (no eran sino cinco), constituían una especie de aristocracia, y estaban, reservadas para la compañía del primero, a menos que se las necesitara abajo y que el primero estuviera vacío.
El salón de Júpiter, donde se reunían los burgueses del lugar,.estaba tapizado de papel azul y adornado con un gran dibujo que representaba a Leda tendida bajo un cisne. Se llegaba a aquel sitio por una escalera de caracol que terminaba en una puerta estrecha, humilde en apariencia, que daba a la calle, y sobre la cual brillaba toda la noche, tras un enrejado, un farolillo como los que se encienden aún en ciertas ciudades a los pies de las vírgenes empotradas en los muros.
El edificio, húmedo y viejo, olía ligeramente a moho. A veces una ráfaga de agua de colonia pasaba por los corredores, o bien una puerta entreabierta abajo hacía estallar en toda la casa, como la explosión de un trueno, los gritos populacheros de los hombres, sentados en la planta baja, provocando en los señores del primero una mueca inquieta y asqueada.
Madame, familiar con los clientes amigos, no abandonaba nunca el salón, y se interesaba por los rumores de la ciudad que le llegaban gracias a ellos. Su conversación seria contrastaba mucho con las charlas desordenadas de las tres mujeres; era como un descanso en el gracejo picarón de los barrigudos individuos que se entregaban cada noche al desenfreno honesto y mediocre de tomar una copa de licor en compañía de mujeres públicas.
Las tres damas del primero se llamaban Fernande, .Raphaéle y Rosa la Marraja.
Como el personal era reducido, habían tratado de que cada una de ellas fuese como una muestra, un compendio de un tipo femenino, con el fin de que cualquier consumidor pudiera encontrar allí, más o menos, la realización de su ideal.
Fernande representaba la hermosa rubia, muy grande, casi obesa, fofa, una hija del campo cuyas pecas se negaban a desaparecer, y cuya cabellera de estopa, corta, clara y sin color, semejante a cáñamo peinado, le cubría insuficientemente el cráneo.
Raphaéle, una marsellesa, furcia de puertos de mar, hacía el papel indispensable de la bella judía, flaca, con pómulos salientes embadurnados de rojo. Su pelo negro, abrillantado con médula de buey, formaba caracoles sobre sus sienes. Sus ojos hubieran parecido bonitos de no estar el derecho marcado por una nube. Su nariz arqueada caía sobre una mandíbula acentuada, donde dos dientes nuevos, arriba, desentonaban al lado de los de abajo, que habían adquirido al envejecer un tinte oscuro como las maderas viejas.
Rosa la Marraja, una bolita de carne toda vientre, con piernas minúsculas, cantaba desde la mañana hasta la noche, con voz cascada, coplas alternativamente picarescas y sentimentales; contaba historias interminables e insignificantes, sólo dejaba de hablar para comer, y de comer para hablar; estaba siempre moviéndose, ágil como una ardilla, pese a sus grasas y a la exigüidad de piernas; y su risa, una cascada de, gritos agudos, estallaba sin cesar, por aquí, por allá, en una habitación, en el desván, en el café, en todas partes, por cualquier motivo.
Las dos mujeres de la planta baja, Louise, apodada la Pájara, y Flora, llamada Balancín, porque cojeaba un poco, la una siempre de Libertad, con un cinturón tricolor, la otra de española de fantasía, con cequíes de cobre que bailaban en su pelo zanahoria a cada uno de sus pasos desiguales, tenían pinta de cocineras vestidas para un carnaval. Semejantes a todas las mujeres del pueblo, ni más feas ni más guapas, auténticas criadas de mesón, se las designaba en el puerto con el mote de las dos Bombas.
Una paz celosa, aunque raramente turbada, reinaba entre estas cinco mujeres, gracias a la prudencia conciliadora de Madame y a su inagotable buen humor.
El establecimiento, único en la población, era frecuentado con asiduidad. Madame había sabido imprimirle un aire tan formal, se mostraba tan amable, tan atenta con todo el mundo, su buen corazón era tan conocido, que la rodeaba una especie de consideración. Los parroquianos se metían en gastos por ella, exultaban cuando ella les testimoniaba una amistad más marcada; y cuando se encontraban durante el día para sus asuntos, se decían: «Hasta esta noche, donde usted sabe», como quien dice: «En el café, ¿no?, después de cenar».
En fin, la Casa Tellier era un recurso, y rara vez faltaba alguno a la cita cotidiana.
Ahora bien, una noche, a finales del mes de mayo, el primero en llegar, el señor Poulin, comerciante en maderas y ex alcalde, encontró la puerta cerrada. El farolillo, tras su enrejado, no brillaba; ni el menor ruido salía de la vivienda, que parecía muerta. Llamó, suavemente al principio, con más fuerza a continuación; nadie respondió. Entonces subió por la calle a pasitos cortos, y cuando llegó a la plaza del Mercado, se encontró con el señor Duvert, el armador, que se dirigía al mismo lugar. Regresaron juntos, sin mayor éxito. Pero un gran estruendo estalló de pronto muy cerca de ellos, y dando la vuelta a la casa distinguieron un grupo de marineros ingleses y franceses que descargaban puñetazos en los postigos cerrados del café.
Los dos burgueses escaparon al punto para no verse comprometidos; pero un ligero «chist» los detuvo: era el señor Tournevau, el. de las salazones, que, habiéndoles reconocido, les chistaba. Le comunicaron la cosa, con lo cual se quedó muy afectado, puesto que él, casado, padre de familia y muy vigilado, no iba allí más que los sábados; «securitatis causa», decía, aludiendo a una medida de policía sanitaria cuyas periódicas repeticiones le había revelado el doctor Borde, amigo suyo. Era cabalmente su noche e iba así a encontrarse privado toda la semana.
Los tres hombres dieron un largo rodeo hasta el muelle; encontraron por el camino al joven Philippe, hijo del banquero, otro parroquiano, y al señor Pimpesse, el recaudador. Todos juntos regresaron entonces por la calle «de los Judíos» para hacer una última tentativa. Pero los exasperados marineros tenían sitiada la casa, tiraban piedras, chillaban, y los cinco clientes del primer piso, desandando su camino lo más pronto posible, empezaron a vagar por las calles.
Encontraron aún al señor Dupuis, el.agente de seguros después al señor Vasse, juez del tribunal de comercio; y se inició un largo paseo que los condujo primero a la escollera. Se sentaron en fila sobre el parapeto de granito y miraron cabrillear las ondas. La espuma, en la cresta de las olas, ponía en la sombra blancuras luminosas, apagadas casi al tiempo que surgidas, y el ruido monótono del mar rompiéndose contra las rocas se prolongaba en la noche a lo largo de todo el acantilado. Cuando los tristes paseantes hubieron permanecido allí algún tiempo, el señor Tourneveau, declaró: «Esto no es divertido». «Claro que no», replicó el, señor, Pimpesse; y se marcharon a pasitos cortos.
Tras haber bordeado la calle que domina la costa, y que se llama «Souslebois», regresaron por el puente de planchas sobre el Embalse, pasaron cerca del ferrocarril y desembocaron de nuevo en la plaza del Mercado, donde se inició de repente una disputa entre el recaudador y Pimpesse, y el de las salazones, Tournevau, a propósito de una seta comestible que uno de ellos afirmaba haber encontrado en las cercanías.
Los ánimos estaban agriados por el aburrimiento, y quizá hubieran llegado a las manos de no interponerse los otros. El señor Pimpesse, furioso, se retitó; y al punto un nuevo altercado surgió entre el ex alcalde, Poulin, y el agente de seguros, Dupuis, sobre el sueldo del recaudador y los beneficios que éste podía procurarse. Llovían por ambas partes frases injuriosas, cuando se desencadenó una tempestad de gritos formidables, y la tropa de marineros, cansados de esperar en vano ante una casa cerrada, desembocó en la plaza. Iban del brazo, de dos en dos, formando una larga procesión, y vociferaban furiosamente. El grupo de burgueses se disimuló en un portal, y la horda rugiente desapareció en dirección a la abadía. Largo rato se oyó aún el clamor decreciente, cual huracán que se aleja; y el silencio se restableció.
Poulin y Dupuis, indignados el uno con el otro, se marcharon cada cual por su lado, sin saludarse.
Los otros cuatro reanudaron la marcha y bajaron instintivamente hacia el establecimiento Tellier. Seguía cerrado, mudo, impenetrable. Un borracho, tranquilo y obstinado, daba golpecitos en el escaparate del café, después se detenía para llamar a media voz al camarero, Frédéric. Viendo que no le respondían, decidió sentarse en el escalón de la puerta y esperar acontecimientos.
Los burgueses iban ya a retirarse cuando la banda tumultuosa de los hombres, del puerto reapareció por el extremo de la calle. Los marineros franceses berreaban la Marsellesa, los ingleses, el Rule Britannia. Se produjo un alud. general contra los muros, después la marea de bestias prosiguió su curso. hacia el muelle, donde se entabló, una batalla entre los marinos de las dos naciones. De la riña, un inglés salió con un brazo roto y un francés con la nariz partida.
El borracho, que se había quedado ante la puerta, lloraba ahora como lloran los curdas o los niños contrariados.
Los burgueses se dispersaron por fin.
Poco a poco volvió la calma a la ciudad perturbada. De trecho en trecho, todavía a veces, se alzaba un ruido de voces, después se extinguía en lontananza.
Sólo un hombre seguía vagando: el señor Tournevau, el salazonero, desolado por tener que esperar al sábado siguiente; confiaba en no sé qué azar, sin entender nada, exasperándose de que la policía dejara cerrar así un establecimiento de utilidad pública que vigila y tiene bajo su custodia.
Regresó allí, olfateando los muros, buscando la razón, y se dio cuenta de que en el sobradillo había un papel pegado. Encendió en seguida una cerilla y leyó estas palabras trazadas con una gran letra desigual: «Cerrado a causa de primera comunión».
Entonces se alejó, comprendiendo que se había acabado.
El borracho ahora dormía, tumbado cuan largo era, atravesado en la puerta inhospitalaria.
Y al día siguiente todos los parroquianos, uno tras otro, encontraron la manera de pasar por la calle con papeles bajo el brazo para despistar; y de una ojeada furtiva, cada cual leía el misterioso aviso: «Cerrado a causa de primera comunión».

II

Es que Madame tenía un hermano carpintero establecido en su pueblo natal, Virville, en el Eure. En la época en que Madame era aún posadera en Yvetot, había sacado de pila a la hija de ese hermano, a la que llamó Constance, Constance Rivet, pues ella era una Rivet por parte de padre. El carpintero, que sabia que su hermana estaba en buena posición, no la perdía de vista, aunque no se encontraran a menudo, retenidos ambos por sus ocupaciones y viviendo además lejos uno de otra. Pero como la chiquilla iba a cumplir doce años, y hacía ese año la primera comunión, aprovechó la oportunidad para un acercamiento, y escribió a su hermana que contaba con ella para la ceremonia. Como sus ancianos padres habían muerto, no podía negárselo a su ahijada; aceptó. Su hermano, que se llamaba Joseph, esperaba que a fuerza de atenciones llegaría tal vez a conseguir que hiciera testamento a favor de la cría, pues Madame no tenía hijos.
La profesión de su hermana no le inspiraba el menor escrúpulo, y, por otra parte, nadie en el pueblo sabía nada. Se decía solamente, al hablar de ella: «La señora Tellier es una burguesa de Fécamp», lo cual dejaba suponer que podía vivir de sus rentas. De Fécamp a Virville había por lo menos veinte leguas; y veinte leguas de tierra son más difíciles de salvar para los campesinos que el océano para un ser civilizado. La gente de Virville jamás había pasado de Ruán; nada atraía a la de Fécamp a un pueblecito de quinientos hogares, perdido en medio de las llanuras, y que formaba parte de otro departamento. En fin, no sabían nada.
Pero al acercarse la fecha de la comunión, Madame se encontró en un grave aprieto. No tenia encargada, y le inquietaba mucho dejar la casa, aunque fuera un día. Todas las rivalidades entre las damas de arriba y las de abajo estallarían infaliblemente; además, Frédéric se emborracharía sin duda, y cuando estaba achispado fastidiaba a la gente por un quítame allá esas pajas. Por fin se decidió a llevarse a todo su personal, salvo al camarero, a quien dio permiso hasta dos días después.
Consultado, el hermano, no se opuso en lo más mínimo, y se encargó de alojar a la entera compañía por una noche. Así, pues, el sábado por la mañana el tren exprés de las ocho se llevaba a Mádame y sus compañeras en un vagón de segunda clase.
Hasta Beuzeville estuvieron solas y charlaron como cotorras. Pero en aquella estación subió una pareja. El hombre, un viejo campesino vestido con una blusa azul, de cuello plisado, mangas anchas ajustadas en los puños y adornadas con un pequeño bordado blanco, tocado con un antiguo sombrero de copa alta, cuyo pelo rojizo parecía erizado, llevaba en una mano un inmenso paraguas verde, y en la otra una amplia cesta que dejaba asomar las cabezas asustadas de tres patos. La mujer, muy tiesa, con su rústico atavío, tenía una fisonomía de gallina, con una nariz puntiaguda como un pico. Se sentó frente a su hombre y allí se quedó sin moverse, sobrecogida al encontrarse entre tan elegante compañía.
Había, en efecto, en el vagón un deslumbramiento de colores brillantes. Madame, toda de azul, de seda azul de los pies a la cabeza, llevaba encima un chal de falsa cachemira francesa, rojo, cegador, fulgurante. Fernande resoplaba dentro de un traje escocés, cuyo corpiño, abrochado con todas sus fuerzas por sus compañeras, alzaba su desplomado pecho en una doble cúpula siempre agitada que parecía líquida bajo la tela.
Raphaéle, con un tocado emplumado que simulaba un nido lleno de pájaros, llevaba un atuendo lila,.con lentejuelas de oro, algo oriental que le sentaba bien a su fisonomía de judía. Rosa la Marraja, con falda rosa de anchos volantes, tenía pinta, de niña demasiado gorda, de enana obesa; y las dos Bombas parecían haberse cortado sus extrañas vestimentas en viejas cortinas de ventana, esas viejas cortinas rameadas de la época de la Restauración.
En cuanto ya no estuvieron solas en el departamento las damas adoptaron un comportamiento serio, y se pusieron a hablar de cosas elevadas para causar buena impresión. Pero en Bolbec apareció un señor de rubias patillas, con sortijas y una cadena de oro, que colocó en la red, sobre su cabeza, varios paquetes envueltos en hule. Tenia un aspecto bromista y campechano. Saludó, sonrió y preguntó con desenvoltura: «¿Las señoras cambian de guarnición?» Esta pregunta sembró en el grupo una confusión embarazada. Madame recobró por fin su aplomo y respondió secamente para vengar el honor del cuerpo: «¡Podría usted ser más educado!» El se disculpó: «Perdón, quería decir de monasterio». Madame, no hallando nada que replicar, o quizá considerando suficiente la rectificación, hizo un digno saludo apretando los labios.
Entonces el señor, que se encontraba sentado entre Rosa la Marraja y el viejo campesino, se puso a guiñarles el ojo a los tres patos, cuyas cabezas salían de la gran cesta; después, cuando notó que tenía cautivado a su público, empezó a hacerles cosquillas a los animales bajo el pico, lanzándoles frases graciosas para alegrar a la compañía: «¡Hemos dejado nuestra charcharca! , ¡cua, cua, cua!, para conocer el asaasador, ¡cua, cua, cua! » Los desdichados animales giraban el cuello, con el fin de evitar sus caricias; hacían espantosos esfuerzos por salir de su prisión de mimbre; después, de pronto, los tres juntos lanzaron un lamentable grito de angustia: « ¡Cua, cua, cua, cua! » Hubo una explosión de risas entre las mujeres. Se inclinaban, se empujaban para ver; se interesaban locamente por los patos, y el señor redoblaba su gracia, su ingenio y sus arrumacos.
Rosa se metió y besó a los tres animales en la nariz, inclinándose sobre las piernas de su vecino. En seguida cada mujer quiso besarlos a su vez; y el señor sentaba a las damas en sus rodillas, las hacía saltar, las pellizcaba; de repente empezó a tutearlas.
Los dos campesinos, más espantados aún que sus patos, revolvían los ojos como endemoniados, sin atreverse a hacer un movimiento, y sus viejos rostros arrugados no tenían una sonrisa ni un estremecimiento.
Entonces el señor, que era viajante, ofreció en broma tirantes a las damas, y apoderándose de uno de sus paquetes, lo abrió. Era una argucia, el paquete contenía ligas.
Las había de seda, azul, de seda rosa, de seda roja, de seda violeta, de seda malva, de seda amapola, con hebillas de metal formadas por dos amorcillos enlazados y dorados. Las chicas lanzaron gritos de gozo, después examinaron las muestras, ganadas por la seriedad natural de toda mujer que manosea un artículo de tocador. Se consultaban con la mirada o con una palabra cuchicheada, se respondían igual, y Madame manejaba con ansia un par de ligas naranja, más anchas, más imponentes que las otras: verdaderas ligas de ama.
El señor esperaba, acariciando una idea: «Vamos, gatítas, dijo, hay que probarlas». Hubo una tempestad de exclamaciones; y se apretaban las faldas entre las piernas, como si hubieran temido que las violentaran. El, tranquilo, esperaba su hora. Declaró: «Pues si ustedes no quieren, vuelvo a embalarlas». Después, muy finamente: «Regalaría un par, a elegir, a las que se las probaran». Pero ellas no querían, muy dignas, con el busto erguido. Las dos Bombas, sin embargo, parecían tan desdichadas, que él renovó su proposición. Flora Balancín, sobre todo, atormentada por el deseo, vacilaba visiblemente. El la apremió: «Vamos, chica, un poco de valor; mira, el par lila iría bien con tu vestido». Entonces ella se decidió, y levantándose las faldas enseñó una recia pierna de vaquera, mal calzada, con una media ordinaria. El señor, bajándose, abrochó la liga primero bajo la rodilla, después por encima; y cosquilleaba suavemente a la chica para hacerle lanzar grititos con bruscos estremecimientos. Cuando hubo acabado le dio el par lila y preguntó: «¿A quién le toca?» Todas juntas gritaron: « ¡A mí! ¡A mí! » Empezó por Rosa la Marroja, que descubrió una cosa informe, completamente redonda, sin tobillo, una verdadera «morcilla de pierna», como decía Raphaéle. Fernande fue felicitada por el viajante, a quien entusiasmaron sus poderosas columnas. Las flacas tibias de la bella judía tuvieron menos éxito. Louise la Pájara, de broma, tapó la cabeza del caballero con su falda; y Madame se vio obligada a intervenir para acabar con aquella farsa inconveniente. Por fin, la propia Madame extendió su pierna, una hermosa pierna normanda, gruesa y musculosa; y el viajero, sorprendido y encantado, se quitó galantemente el sombrero para saludar aquella señora pantorrilla, como un verdadero caballero francés.
Los dos campesinos, inmovilizados por el asombro miraban de lado, con un solo ojo; y se parecían tan por entero a unos pollos que el hombre de las patillas rubias, al levantarse, les soltó en la nariz un «quiquiriquí», lo cual desencadenó de nuevo un huracán de gozo.
Los viejos bajaron en Motteville, con su cesta, sus patos y su paraguas; y se oyó a la mujer decirle a su hombre al alejarse: «Son perdidas que van a ese condenado París».
El gracioso viajante portafardos bajó por su parte en Ruán, tras haberse mostrado tan grosero, que Madame se vio obligada a ponerlo agriamente en su lugar. Ella añadió, como moraleja: «Eso nos enseñará a no charlar con el primero que aparezca».
En Oissel cambiaron de tren, y encontraron en la siguiente estación a Joseph Rivet, que las esperaba con una gran carreta llena de sillas y tirada por un caballo blanco.
El carpintero besó educadamente a todas las señoras y las ayudó a montar al carro. Tres se sentaron en tres sillas, al fondo; Raphaéle, Madame y su hermano, en las tres sillas de delante, y Rosa, al no disponer de asiento, se acomodó lo mejor que pudo en las rodillas de la gran Fernande; después el carruaje se puso en marcha. Pero en seguida el trote irregular del jaco sacudió tan terriblemente el coche, que las sillas empezaron a bailar, lanzando a las viajeras por los aires, a la derecha, a la izquierda, con movimientos de peleles, muecas asustadas, gritos de espanto, cortados de repente por una sacudida más fuerte. Se aferraban a los costados del vehículo; los sombreros se les caían a la espalda, sobre la nariz o hacia el hombro; y el caballo blanco seguía andando, alargando la cabeza y con la cola tiesa, una pequeña cola de rata sin pelos con la que se golpeaba las ancas de vez en cuando. Joseph Rivet, con un pie estirado sobre el varal, la otra pierna replegada debajo, los codos muy levantados, sujetaba las riendas, y de su garganta escapaba a cada instante una especie de cloqueo que, haciendo enderezar las orejas al jaco, aceleraba su marcha.
A ambos lados de la carretera se desplegaba la verde campiña. Las colzas en flor dibujaban de trecho en trecho un gran lienzo amarillo ondulante de donde se alzaba un sano y poderoso olor, un olor penetrante y dulce, llevado muy lejos por el viento. Entre el centeno ya crecido los acianos mostraban sus cabecitas azuladas que las mujeres querían coger, pero el señor Rivet se negó a pararse. A veces, además, todo un campo parecía regado con sangre, tan invadido estaba de amapolas. Y entre aquellas llanuras así coloreadas por las flores de la tierra, la carreta, que parecía llevar también un ramillete de flores de los más encendidos tonos, pasaba al trote del caballo blanco, desaparecía tras los grandes árboles de una granja, para reaparecer al final del follaje Y pasear de nuevo a través de las cosechas amarillas y verdes, salpicadas de rojo o azul, su deslumbrante carretada de mujeres que huía bajo el sol.
Daba la una cuando llegaron ante la puerta del carpintero.
Estaban rotas de fatiga y pálidas de hambre, pues no habían tomado nada desde la salida. La señora Rivet se precipitó, las ayudó a bajar una tras otra, besándolas en cuánto ponían el pie en tierra; y no se cansaba de besuquear a su cuñada, a quien deseaba acaparar. Comieron en el taller, desembarazado ya de los bancos para la comida del día siguiente.
Una buena tortilla a la que siguió una morcilla asada, rociada con buena sidra picante, devolvió la alegría a todo el mundo. Rivet, para brindar, había cogido un vaso, y su mujer servía, cocinaba, traía las fuentes, se las llevaba, murmurando al oído de cada una: «¿Tiene usted bastante?» Pilas de tablas pegadas a las paredes y montones de virutas barridas en los rincones difundían un perfume de madera cepillada, un olor de carpintería, ese hálito resinoso que penetra hasta el fondo de los pulmones.
Reclamaron a la cría, pero estaba en la iglesia y no volvería hasta la noche.
El grupo salió entonces a dar una vuelta por el pueblo.
Era un pueblecito atravesado por una carretera principal. Una decena de casas alineadas a lo largo de esta única calle albergaba los comercios del lugar: la carnicería, la tienda de ultramarinos, la carpintería, la taberna, la zapatería y la panadería. La iglesia, al final de esta especie de calle, estaba rodeada por un estrecho cementerio; y cuatro tilos descomunales, plantados ante el pórtico, la sombreaban por entero. Estaba construida con sílex labrado, sin el menor estilo, y rematada por un campanario de pizarra. Detrás de ella recomenzaba el campo, cortado aquí y allá por grupos de árboles que ocultaban las granjas.
Rivet, ceremonioso, aunque llevaba su ropa de trabajo, daba el brazo a su hermana a quien paseaba con solemnidad. Su mujer, muy emocionada con el traje dé hilillos dorados de Raphaéle, se había situado entre ésta y Fernande. La rechoncha Rosa trotaba detrás con Louise la Pájara y Flora Balancín, que cojeaba, extenuada.
Los vecinos salían a las puertas, los niños interrumpían sus juegos, una cortina alzada dejaba entrever una cabeza tocada con un gorro de indiana; una vieja con muletas y casi ciega se santiguó como al paso de una procesión; y cada cual seguía un buen rato con la mirada a todas las hermosas damas de la ciudad que habían llegado de tan lejos para la primera comunión de la cría de Joseph Rivet. Una inmensa consideración recaía de rebote sobre el carpintero.
Al pasar por delante de la iglesia, oyeron cantos infantiles: un cántico gritado hacia el cielo por vocecitas agudas; pero Madame les impidió entrar, para no perturbar a aquellos querubines.
Tras una vuelta por el campo y la enumeración de las principales fincas, del rendimiento de la tierra y de la producción del ganado, Joseph Rivet hizo volver a su rebaño de mujeres y lo instaló en su vivienda.
Como había muy poco sitio, las habían distribuido en las habitaciones de dos en dos.
Rivet, por esta vez, dormiría en el taller, sobre las virutas; su mujer compartiría su cama con su cuñada y, en el cuarto contiguo, Fernande y Raphaéle descansarían juntas. Louise y Flora estaban instaladas en la cocina en un colchón tirado en el suelo; y Rosa ocupaba sola un cuartucho interior encima de la escalera, junto a la entrada de un estrecho camaranchón donde dormiría, esa noche, la comulgante.
Cuando la chiquilla volvió, cayó sobre ella una lluvia de besos; todas las mujeres querían acariciarla, con ese necesidad de expansión tierna, ese hábito profesional de zalamerías que, en el vagón, las había hecho a todas besar a los patos. Cada una la sentó en sus rodillas, manoseó su fino pelo rubio, la estrechó entre sus brazos con impulsos de cariño vehemente y espontáneo. La niña, muy buenecita, impregnada de piedad, como encerrada en sí por la absolución, se dejaba, paciente y recogida.
Como el día había sido penoso para todos, se acostaron inmediatamente después de cenar. Ese silencio ilimitado de los campos que parece casi religioso envolvía el pueblecito, un silencio tranquilo, penetrante, y que llegaba hasta los astros. Las chicas, acostumbradas a las veladas tumultuosas de la casa pública, se sentían emocionadas por el mudo reposo de la campiña dormida. Por su piel corrían estremecimientos, no de frío, sino estremecimientos de soledad procedentes de un corazón inquieto y turbado.
En cuanto estuvieron en la cama, de dos en dos, se abrazaron como para defenderse de aquella invasión del tranquilo y hondo sueño de la tierra. Pero Rosa la Marraja, sola en su cuartito interior, y poco habituada a dormir sin nadie entre los brazos, se sintió asaltada por una emoción vaga y penosa. Daba vueltas en su yacija, sin poder alcanzar el sueño, cuando oyó, tras el tabique de madera pegado a su cabeza, débiles sollozos como los de un niño que llora. Asustada, llamó débilmente, y una vocecita entrecortada le respondió. Era la cría que, acostumbrada a dormir en la habitación de su madre, tenía miedo en su estrecho camaranchón.
Rosa, encantada, se levantó, y despacito, para no despertar a nadie, fue a buscar a la niña. Se la llevó a su cama calentita, la estrechó contra su pecho abrazándola, la mimó, la rodeó con su ternura de exageradas manifestaciones, y después, calmada también ella, se durmió. Y hasta que se hizo de día la comulgante descansó su frente sobre el seno desnudo de la prostituta.
Ya a las cinco, con el Angelus, la campanita de la iglesia repicando al vuelo despertó a aquellas señoras que solían dormir toda la mañana, único descanso de sus fatigas nocturnas. Los campesinos de la aldea ya estaban de pie. Las mujeres del pueblo iban ajetreadas de puerta en puerta, charlaban vivamente, llevando con precaución cortos trajes de muselina almidonados como cartón, o cirios descomunales, con un lazo de seda galoneado de oro en el centro, y muescas en la cera para indicar el sitio de la mano. El sol ya alto brillaba en un cielo muy azul que conservaba hacia el horizonte un tono un poco rosado, como un débil rastro de la aurora. Familias de gallinas se paseaban delante de las casas; y, de trecho en trecho, un gallo negro de cuello lustroso alzaba su cabeza rematada de púrpura, batía las alas, y lanzaba al viento su canto de cobre que repetían los otros gallos.
Llegaban carretas de los municipios vecinos, descargando en el umbral de las puertas altas normandas de trajes oscuros, con una pañoleta cruzada sobre el pecho y sujeta por una joya de plata secular. Los hombres se habían puesto la blusa azul sobre la levita nueva o sobre el viejo traje de paño verde cuyos dos faldones asomaban por debajo.
Cuando los caballos estuvieron en las cuadras hubo así a lo largo de todo la carretera una doble fila de carricoches rústicos, carretas, cabriolés, tílburis, charabanes, coches de todas las formas y de todas las edades, tumbados de nariz o bien con el culo a tierra y los varales al cielo.
La casa del carpintero estaba llena de una actividad de colmena. Las señoras, con chambras y enaguas, con el pelo suelto a la espalda, un pelo endeble y corto que se hubiera dicho deslucido y raído por el uso, se ocupaban de vestir a la niña.
La pequeña, de pie sobre una mesa, no se movía, mientras la señora Tellier dirigía los movimientos de su batallón volante. La lavaron someramente, la peinaron, le pusieron la toca, la vistieron y, con ayuda de multitud de alfileres, dispusieron los pliegues del traje, ajustaron la cintura demasiado ancha, organizaron la elegancia del atuendo. Luego, cuando hubieron terminado, mandaron sentarse a la paciente recomendándole que no se moviese: y la agitada tropa de mujeres corrió a ataviarse a su vez.
La pequeña iglesia recomenzaba a tocar. Su frágil tañido de campana pobre ascendía hasta perderse en el cielo, como una voz demasiado feble, pronto ahogada en la inmensidad azul.
Las comulgantes salían por las puertas, iban hacia el edificio municipal que contenía las dos escuelas y el ayuntamiento, situado en una punta del pueblo, mientras que la «casa de Dios» ocupaba la otra punta.
Los padres, vestidos de gala, con una fisonomía torpe y esos movimientos inhábiles de los cuerpos siempre encorvados sobre el trabajo, seguían a sus retoños. Las chiquillas desaparecían entre una nube de tul nevoso parecido a nata batida, mientras que los hombrecitos, similares a camareros en embrión, con la cabeza encolada con fijador, caminaban con las piernas muy abiertas, para no manchar los pantalones negros.
Era un honor para una familia cuando gran número de parientes, llegados de lejos, rodeaban al niño; y así el triunfo del carpintero fue total. El regimiento Tellier, con el ama a la cabeza, seguía a Constance; el padre daba el brazo a su hermana, la madre marchaba al lado de Raphaéle, Fernande con Rosa, las dos Bombas juntas, y la tropa se desplegaba majestuosamente como un estado mayor con uniforme de gala.
El efecto en el pueblo fue fulminante.
En la escuela, las niñas se alinearon bajo la toca de la monja, los niños bajo el sombrero del maestro, un guapo mozo muy envarado; y se pusieron en marcha iniciando un cántico.
Los varoncitos que iban a la cabeza alargaban sus dos filas entre las dos hileras de coches desenganchados, las niñas los seguían en el mismo orden; y como todos los vecinos habían cedido el paso, por consideración, a las damas de la ciudad, éstas iban inmediatamente detrás de las crías, prolongando aún la doble línea de la procesión, tres a la derecha y tres a la izquierda, con sus atuendos brillantes como un castillo de fuegos artificiales.
Su entrada en la iglesia enloqueció a la población. Se empujaban, se volvían, se agolpaban para verlas. Y las devotas hablaban casi en voz alta, estupefactas ante el espectáculo de aquellas señoras más recargadas que las casullas de los chantres. El alcalde les ofreció su banco, el primer banco a la derecha junto al coro, y la señora Tellier ocupó un puesto en él con su cuñada, Fernande y Raphaéle. Rosa la Marraja y las dos Bombas se colocaron en el segundo banco en compañía del carpintero.
El coro de la iglesia estaba lleno de niños de rodillas, las chicas a un lado, los chicos al otro, y los largos cirios que llevaban en las manos parecían lanzas inclinadas en todos los sentidos.
Ante el facistol, tres hombres de pie cantaban con voz plena. Prolongaban indefinidamente las sílabas del sonoro latín, eternizando los Amén con aa indefinidas que el serpentón sostenía con su nota monótona lanzada sin fin, mugida por el instrumento de cobre de ancha boca. La voz aguda de un niño daba la réplica y, de vez en cuando, un sacerdote sentado en una silla de coro y tocado con un bonete cuadrado se levantaba, farfullaba algo y se sentaba de nuevo, mientras los tres cantores volvían a empezar, los ojos clavados en el grueso libro de canto llano abierto ante ellos y sostenido por las alas desplegadas de un águila de madera montada sobre un eje.
Después se produjo un silencio. Toda la concurrencia, con un movimiento unánime, se puso de rodillas, y apareció el oficiante, viejo, venerable, de pelo blanco, inclinado sobre el cáliz que llevaba en la mano izquierda. Ante él marchaban los dos acólitos vestidos de rojo, y, detrás, apareció una muchedumbre de cantores de gruesos zapatos que se alinearon a los dos lados del coro.
Una campanilla tintineó en medio del gran silencio. Comenzaba el oficio divino. El sacerdote circulaba lentamente ante el tabernáculo de oro, hacía genuflexiones, salmodiaba con su voz cascada, temblona por la vejez, las oraciones preparatorias. En cuanto enmudecía, los cantores y el serpentón estallaban a la vez, y los hombres también cantaban en la iglesia, con voz menos fuerte, más humilde, como deben cantar los asistentes.
De pronto el Kyrie Eleison brotó hacia el cielo, lanzado por todos los pechos y todos los corazones. Granos de polvo y fragmentos de madera carcomida cayeron incluso de la antigua bóveda, sacudida por esta explosión de gritos. El sol que hería la pizarra del tejado convertía en un horno la pequeña iglesia; y una gran emoción, una ansiosa espera, la proximidad del inefable misterio, oprimían el corazón de los niños, ponían un nudo en la garganta de sus madres.
El sacerdote, que se había sentado un rato, volvió a subir hacía el altar y, destocado, cubierto con sus cabellos de plata, con gestos trémulos, se acercaba al acto sobrenatural.
Se volvió hacía los fieles y, con las manos extendidas hacia ellos, pronunció: Orate, fratres, «orad, hermanos». Oraban todos. El anciano cura balbucía ahora muy bajo las palabras misteriosas y supremas; la campanilla tañía una y otra vez; la muchedumbre prosternada llamaba a Dios; los niños desfallecían con inmensa ansiedad.
Entonces fue cuando Rosa, con la frente entre las manos, se acordó de repente de su madre, de la iglesia de su pueblo, de su primera comunión. Se creyó de vuelta a aquel día, cuando era tan pequeña, ahogada en su traje blanco, y se echó a llorar. Lloró suavemente al principío: lágrimas lentas salían de sus párpados, pero después, con los recuerdos, su emoción creció y, con el cuello hinchado, el pecho palpitante, sollozó. Había sacado el pañuelo, se enjugaba los ojos, se tapaba la nariz y la boca para no gritar: fue en vano; una especie de estertor salió de su garganta, y otros dos suspiros profundos, desgarradores, le respondieron, pues sus dos vecinas, inclinadas junto a ella, Louíse y Flora, oprimidas por las mismas remembranzas lejanas, gemían también entre torrentes de lágrimas.
Pero como las lágrimas son contagiosas, Madame, a su vez, sintió pronto húmedos los párpados y, volviéndose hacia su cuñada, vio que todo su banco lloraba también.
El sacerdote engendraba el cuerpo de Dios. Los niños no tenían ya ideas, arrojados sobre las losas por una especie de temor devoto, y, en la iglesia, de trecho en trecho, una mujer, una madre, una hermana, presa de la extraña simpatía de las emociones punzantes, trastornada también por aquellas hermosas damas de rodillas a quienes sacudían estremecimientos e hipos, humedecía su pañuelo de indiana de cuadros y, con la mano izquierda, se apretaba violentamente el corazón saltarín.
Como la pavesa que prende fuego a un campo maduro, las lágrimas de Rosa y sus compañeras alcanzaron en un instante a toda la muchedumbre. Hombres, mujeres, ancianos, jóvenes mozos con blusa nueva, pronto todos sollozaron, y sobre sus cabezas parecía ceñirse algo sobrehumano, un alma esparcida, el prodigioso hálito de un ser invisible y todopoderoso.
Entonces, en el coro de la iglesia, resonó un golpecito seco: la monja, golpeando su libro, daba la señal para la comunión; y los niños, tiritando con una fiebre divina, se aproximaron a la santa mesa.
Toda una fila se arrodillaba. El anciano cura, teniendo en la mano el copón de plata dorada, pasaba ante ellos, ofreciéndoles, entre dos dedos, la hostia consagrada, el cuerpo de Cristo, la redención del mundo. Ellos abrían la boca con espasmos, muecas nerviosas, los ojos cerrados, la cara muy pálida; y el largo lienzo extendido bajo sus barbillas temblaba como agua que corre.
De pronto se propagó por la iglesia una especie de locura, un rumor de muchedumbre delirante, una tempestad de sollozos con gritos abogados. Pasó como esas ráfagas de viento que inclinan los bosques; y el sacerdote permanecía en pie, inmóvil, una hostia en la mano, paralizado por la emoción, diciéndose: «Es Dios, es Dios que está entre nosotros, que manifiesta su presencia, que desciende obediente a mi voz sobre su pueblo arrodillado». Y balbucía plegarias turbadas, sin encontrar las palabras, plegarias del alma, en un furioso impulso hacia el cielo.
Acabó de dar la comunión con tal sobreexcitación de fe que sus piernas desfallecían, y cuando él mismo hubo bebido la sangre de su Señor, se abismó en una loca acción de gracias.
A sus espaldas el pueblo se calmaba poco a poco. Los cantores, realzada su dignidad por la blanca sobrepelliz, reanudaban sus cantos con una voz menos segura, aún húmeda; y el propio serpentón parecía ronco como si el instrumento hubiese llorado también.
Entonces, el sacerdote, alzando las manos, hizo un gesto de que callasen, y pasando entre las dos hileras de comulgantes se acercó hasta la verja del coro.
La asamblea se había sentado entre un ruido de sillas, y ahora todos se sonaban con fuerza. En cuanto vieron al cura se hizo el silencio, y él empezó a hablar en tono muy bajo, vacilante, velado: «Queridos hermanos, queridas hermanas, hijos míos, os doy las gracias desde lo más hondo de mi corazón: acabáis de procurarme la mayor alegría de mi vida. He sentido a Dios que descendía sobre nosotros llamado por mí. Ha venido, estaba aquí, presente, llenando vuestras almas, haciendo desbordar vuestros ojos. Soy el sacerdote más viejo de la diócesis, y soy también, hoy, el más feliz. Un milagro se ha producido entre nosotros, un auténtico, grande, sublime milagro. Mientras Jesucristo entraba por primera vez en el cuerpo de estos chiquillos, el Espíritu Santo, el ave celestial, el hálito divino, se ha abatido sobre vosotros, se ha apoderado de vosotros, ha hecho presa en vosotros, curvados como cañas bajo la brisa».
Después, con voz más clara, volviéndose hacia los dos bancos donde se encontraban las invitadas del carpintero: «Gracias sobre todo a vosotras, queridísimas hermanas, que habéis venido de tan lejos, y cuya presencia entre nosotros, cuya visible fe, cuya viva piedad han sido para todos un saludable ejemplo. Sois la edificación de mi parroquia; vuestra emoción ha caldeado los corazones; sin vosotras, acaso, este gran día no habría tenido este carácter realmente divino. Basta a veces una sola oveja escogida para decidir al Señor a descender sobre el rebaño».
La voz le fallaba. Agregó: «Esa es la gracia que os deseo. Así sea». Y volvió a subir hacia el altar para terminar el oficio.
Ahora todos tenían prisa por marcharse. Los propios niños se agitaban, cansados de tan prolongada tensión del ánimo. Tenían hambre, además, y los padres se iban poco a poco, sin esperar al último evangelio, para terminar los preparativos de la comida.
Hubo un barullo a la salida, un barullo ruidoso, un guirigay de voces chillonas en las que cantaba el acento normando. La población formaba dos hileras, y cuando aparecieron los niños, cada familia se precipitó sobre el suyo.
Constance se encontró agarrada, rodeada, besada por todas las mujeres de la casa. Rosa, sobre todo, no se cansaba de abrazarla. Por fin la cogió de una mano, la señora Tellier se apoderó de la otra; Raphaéle y Fernande levantaron su larga falda de muselina para que no arrastrase por el polvo; Louise y Flora cerraban la marcha con la señora Rivet; y la niña, recogida, totalmente empapada del Dios que llevaba en sí, se puso en camino entre esta escolta de honor.
El festín estaba servido en el taller sobre largos tablones apoyados en caballetes.
La puerta abierta, que daba a la calle, dejaba entrar toda la alegría del pueblo. Se banqueteaba en todas partes. Por cada ventana se divisaban mesas de gente endomingada, y salían gritos de las casas que estaban de juerga. Los campesinos, en mangas de camisa, bebían vasos llenos de sidra pura, y en medio de cada grupo se veían dos niños, aquí dos niñas, allá dos muchachos, comiendo en casa de una de las dos familias.
A veces, bajo el pesado calor del mediodía, un charabán cruzaba el pueblo al trote saltarín de un vicio jato, y el hombre con blusa que conducía lanzaba una mirada de envidia a todo aquel despliegue de comilonas.
En casa del carpintero, la alegría conservaba cierto aire de reserva, un resto de la emoción de la mañana. Sólo Rivet estaba en forma y bebía sin medida. La señora Tellier miraba la hora a cada momento, pues para no haraganear dos días seguidos tenían que coger el tren de las tres y cincuenta y cinco, que las dejaría en Fécamp el atardecer.
El carpintero hacía toda clase de esfuerzos para desviar su atención y retener a su gente hasta el día siguíente; pero Madame no se dejaba distraer; y nunca bromeaba cuando se trataba de negocios.
En cuanto tomaron café, ordenó a sus pupilas que se preparasen a toda prisa; después, volviéndose hacia su hermano: «Y tú, a enganchar ahora mísmo»; y ella misma fue a ultimar sus preparativos.
Cuando volvió a bajar, su cuñada la esperaba para hablarle de la cría; y tuvo lugar una larga conversación en la cual no se decidió nada. La campesina trapaceaba, falsamente enternecida, y la señora Tellier, que tenía a la niña en sus rodillas, no se comprometía a nada, hacía vagas promesas, se ocuparían de ella, tenían tiempo, ya se verían otra vez.
Mientras tanto el coche no llegaba, y las mujeres no bajaban. Incluso se oían arriba grandes carcajadas, empujones, gritos, aplausos. Entonces, mientras la mujer del carpintero se dirigía a la cuadra para ver si el carruaje estaba preparado, Madame, por fin, subió.
Rivet, muy curda y semidesvestido, intentaba, aunque en vano, violentar a Rosa que se moría de risa. Las dos Bombas lo agarraban de los brazos, y trataban de calmarlo, chocadas por esta escena después de la ceremonia de la mañana; pero Raphaéle y Fernande lo excitaban, retorciéndose de gozo, sujetándose los costados; y lanzaban gritos agudos a cada uno de los esfuerzos inútiles del borracho. El hombre, furioso, con la cara roja, todo despechugado, sacudiéndose con violentos esfuerzos las dos mujeres aferradas a él, tiraba con todas sus fuerzas de la falda de Rosa farfullando: «Guarra, ¿no quieres?» Pero Madame, indignada, se abalanzó sobre su hermano, lo cogió de los hombros y lo desprendió tan violentamente que fue a darse contra la pared.
Un minuto después se le oía en el corral, bombeándose agua sobre la cabeza; y cuando reapareció en la carreta, ya estaba totalmente apaciguado.
Se pusieron en camino como la víspera, y el caballito blanco echó a andar con su paso vivo y danzarín.
Bajo el sol ardiente, la alegría adormecida durante la comida se liberaba. Las chicas se divertían ahora con los tumbos del carricoche, empujaban incluso las sillas de sus vecinas, estallaban en risas a cada instante, regocijadas ahora por las vanas tentativas de Rivet.
Una luz loca llenaba los campos, una luz reverberante a la vista; y las ruedas levantaban dos surcos de polvo que remolineaban un buen rato detrás del coche sobre la carretera.
De repente Fernande, a quien le gustaba la música, suplicó a Rosa que cantase; y ésta inició con alegre viveza el Gordo Cura de Meudon. Pero Madame la mandó callar al punto, opinando que la canción era poco decente para aquel día. Agregó: «Cántanos más bien algo de Béranger». Entonces Rosa, tras haber vacilado unos segundos, se decidió, y con voz gastada comenzó la Abuela:

Ma grandmère, un soir a sa féte
De vin pur ayant du deux doigts,
Nous disait, en branlant la tête:
Que d'amoureux j’'eus autrefoix!
Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps perdu!

Y el coro de chicas,. dirigido Por la Propia Madame, repitió:

Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps perdu!

«Eso, ¡bien dicho! » declaró Rivet, encendido por la cadencia; y Rosa continuó al punto:

Quoi, maman, vous n’etiez pas sage?
-Non, vraiment!, et de mes appas,
Seule, à quinze ans, j’appris l’usage
Car, la nuit, je ne dormai pas (1)

Todos juntos aullaron el estribillo; Y Rivet golpeaba con el pie su varal, llevaba el compás con las riendas sobre el lomo del jaco blanco, que, como si también él se viera arrastrado por la vivacidad del ritmo, emprendió el galope, un galope tempestuoso, precipitando a las señoras, amontonadas unas sobre otras, al fondo del coche. Se levantaron riendo como locas. Y la canción continuó, berreada a grito pelado a través de la campiña, bajó el cielo ardiente, entre las cosechas que maduraban, al paso furioso del caballito que aceleraba ahora a cada repetición del estribillo, y se lanzaba cada vez cien metros al galope, para gran alegría de los viajeros.
De trecho en trecho, algún picapedrero se enderezaba, y miraba a través de su careta de alambre aquella carreta furiosa y aulladora que desaparecía entre la polvareda.
Cuando se apearon delante de la estación, el carpintero se enterneció: «Lástima, que os vayáis, lo habríamos pasado bien.»
Madame le respondió sensatamente: «Cada cosa a su tiempo, no puede uno divertirse siempre.» Entonces, una idea iluminó la mente de Rivet:. «Oye, dijo, iré a veros a Fécamp el mes que viene.» Y miró a Rosa con aire astuto, con ojos brillantes y pícaros. «Entonces, concluyó Madame, hay que portarse bien; ven si quieres, pero no hagas tonterías.»
El no respondió, y como se oía pitar el tren, se puso inmediatamente, a besar a todas. Cuando le llegó el turno a Rosa, se empeñó en buscar su boca, que ella, riendo con los labios cerrados, lo hurtaba cada vez con un rápido movimiento de lado. La tenía en sus brazos, pero no podía lograrlo, estorbado por el gran látigo que seguía entre sus manos y que, en sus esfuerzos, agitaba desesperadamente tras la espalda de la chica.
« ¡Los viajeros para Ruán, al tren! », gritó el empleado. Subieron.
Un breve silbido sonó, repetido enseguida por el silbato poderoso de la máquina que escupió ruidosamente su primer chorro de vapor mientras las ruedas empezaban a girar un poco con visible esfuerzo.
Rivet, al abandonar el interior de la estación, corrió a la barrera para ver una vez más a Rosa; y cuando el vagón lleno de aquella mercancía humana pasó ante él, se puso a restallar el látigo saltando y cantando con todas sus fuerzas:

Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps Perdu!

Después miró alejarse un pañuelo blanco que alguien agitaba.


III

Durmieron hasta la llegada, con el sueño apacible de las conciencias satisfechas; y cuando regresaron al hogar, remozadas, descansadas para la tarea de cada noche, Madame no pudo evitar decir: «Es igual, ya me estaba aburriendo en aquella casa.»
Cenaron deprisa, y después, cuando se hubieron puesto los trajes de combate, esperaron a los clientes habituales; y el farolillo encendido, el farolillo de virgen, indicaba a los transeúntes que el rebaño había vuelto al aprisco.
En un abrir y cerrar de ojos se difundió la noticia, no se sabe cómo, no se sabe a través de quién. Philippe, el hijo del banquero, llevó incluso su amabilidad hasta avisar por un recadero al señor Tournevau, encarcelado en su familia.
El salazonero tenía justamente cada domingo varios primos a cenar, y tomaban café cuando se presentó un hombre con una carta en la mano. El señor Tournevau, muy emocionado, rompió el sobre y palideció: sólo había estas palabras trazadas a lápiz: «Cargamento de bacalao hallado; navío entrado en puerto; buen negocio para usted. Venga pronto.»
Rebuscó en sus bolsillos, le dio veinte céntimos al portador y, ruborizándose de repente hasta las orejas, dijo. «Es necesario que salga.» Y tendió a su mujer el billete lacónico y misterioso. Tocó el timbre, y, cuando apareció la criada: «Rápido, mi abrigo, rápido, y mi sombrero.» En cuanto estuvo en la calle echó a correr silbando una canción, y el camino le pareció dos veces más largo, tan viva era su impaciencia.
El establecimiento Tellier tenía un aire festivo. En la planta baja las voces escandalosas de los hombres del puerto producían un estrépito ensordecedor. Louise y Flora no sabían a quién atender, bebían con uno, bebían con otro, se merecían más que nunca su mote de las «dos Bombas». Las llamaban a la vez de todas partes; ya no podían dar abasto a la tarea. Y la noche se les anunciaba laboriosa.
El cenáculo del primero estuvo completo a las nueve. El señor Vasse, el juez del tribunal de comercio, el pretendiente reconocido aunque platónico de Madame, charlaba en voz baja con ella, en un rincón; y sonreían ambos como si estuvieran a punto de llegar a un entendimiento. El señor Poulin, el exalcalde, tenía a Rosa a caballo sobre sus piernas; y ella, con la nariz pegada a la de él, paseaba sus manos cortas por las blancas patillas del hombrecillo. Un trozo de muslo desnudo aparecía bajo la falda de seda amarilla levantada, cortando el paño negro del pantalón, y las medias rojas estaban sujetas por unas ligas azules, regalo del viajante.
La voluminosa Fernande, tumbada en el sofá, tenía los dos pies sobre el vientre del señor Pímpesse, el recaudador, y el torso sobre el chaleco del joven Philippe, a cuyo cuello se aferraba con la mano derecha, mientras que en la izquierda sostenía un cigarrillo.
Raphaéle parecía en tratos con el señor Dupuis, el agente de seguros, y terminó la conversación con estas palabras: «Sí, querido, esta noche, acepto.» Después, dando ella sola una rápida vuelta de vals a través del salón: «Esta noche, todo lo que quieran», gritó.
La puerta se abrió bruscamente y apareció el señor Tournevau. Estallaron gritos entusiastas: « ¡Viva Tournevau! » Y Raphaéle, que seguía girando, fue a caer sobre su corazón. El la abrazó con formidable impulso y, sin decir una palabra, levantándola del suelo como una pluma, cruzó el salón, llegó a la puerta del fondo y desapareció por la escalera de las habitaciones con su fardo viviente, en medio de aplausos.
Rosa, que encandilaba al exalcalde, besándolo una y otra vez y tirándole de las dos patillas al mismo tiempo para mantener erguida su cabeza, aprovechó el ejemplo: «Vamos, haz como él», dijo. Entonces el hombrecillo se levantó y, ajustándose el chaleco, siguió a la chica rebuscando en el bolsillo donde dormía su dinero.
Fernande y Madame se quedaron solas con los cuatro hombres, y Philippe exclamó: «Invito a champán: señora Tellier, mande a buscar tres botellas.» Entonces Fernande, abrazándolo, le pidió al oído: «Vamos a bailar, ¿eh?, ¿quieres?» El se levantó, y, sentándose ante la espineta secular dormida en un ángulo, hizo brotar un vals, un vals ronco, lacrimoso, del vientre plañidero del chisme. La voluminosa chica enlazó al recaudador, Madame se abandonó en los brazos del señor Vasse; y las dos parejas giraron intercambiándose besos. El señor Vasse, que había sido antaño un gran bailarín, hacía figuras, y Madame lo miraba con ojos cautivados, con esos ojos que responden «sí», ¡un «sí» más discreto y delicioso que una palabra!
Frédéric trajo el champán. Saltó el primer tapón, y Philippe ejecutó la invitación de una cuadrilla.
Los cuatro bailarines la danzaron a la manera mundana, decentemente, dignamente, con melindres, reverencias y saludos.
Después empezaron a beber. Entonces reapareció el señor Tournevau, satisfecho, aliviado, radiante. Exclamó: «No sé qué tiene Raphaéle, pero está perfecta esta noche.» Después, como le tendían una copa, la vació de un trago murmurando: « ¡Caramba!, esto sí que es un lujo.»
En el acto Philippe inició una viva polca, y el señor Tournevau se lanzó a ella con la hermosa judía a quien mantenía en el aire, sin dejar que sus pies tocaran el suelo. El señor Pimpesse y el señor Vasse se hablan sumado a ellos con renovado impulso. De vez en cuanto una de las parejas se detenía junto a la chimenea, para trasegar una copa de vino espumoso; la danza amenazaba con eternizarse, cuando Rosa entreabrió la puerta con una palmatoria en la mano. Estaba con el pelo suelto, en chancletas, en camisa, muy animada, muy roja: «Quiero bailar», gritó. Raphaéle preguntó: «Y tu tío?» Rosa rió a carcajadas: «¿Ese? Ya duerme, se duerme enseguida.» Agarró al señor Dupuis, que se había quedado de brazos caídos en el diván, y la polca recomenzó.
Pero las botellas estaban vacías: «Yo pago una», declaró el señor Tournevou. «Yo también», anunció el señor Vasse. «Y yo lo mismo», concluyó el señor Dupuis. Entonces todos aplaudieron.
La cosa se organizaba, se convertía en un auténtico baile. De vez en cuando, incluso, Louise y Flora subían a toda prisa daban rápidamente una vuelta de vals, mientras sus clientes, abajo, se impacientaban; después regresan corriendo a su café, con el corazón henchido de pesadumbre.
A medianoche seguían bailando. A veces una de las chicas desaparecía, y cuando la buscaban para hacer una mudanza, se daban cuenta de pronto de que uno de los hombres faltaba también.
«¿De dónde vienen?», preguntó con gracia Philippe, en el preciso momento en que el señor Pimpesse regresaba con Fernande. «De ver dormir a Poulín», respondió el recaudador. La frase tuvo un éxito enorme; y todos, sucesivamente, subían a ver dormir a Poulin, con una u otra de las señoritas, que se mostraron, esa noche, de una complacencia inconcebible. Madame cerraba los ojos; y sostenía en los rincones largos apartes con el señor Vasse, como para ultimar los detalles de un asunto ya convenido.
Por fin, a la una, los dos hombres casados, Tournevau y Pimpesse, declararon que se retiraban, y quisieron pagar su cuenta. Solamente les cargaron el champán, y encima a seis francos la botella en lugar de a diez, el precio normal. Y cuando se extrañaban de tanta generosidad, Madame, radiante, les repondió: «No todos los días es fiesta.»

La Maison Tellier (Harvard, París, 1881)



(1) «Mi abuela, un día de su santo, /tras beber dos dedos de vino puro,/nos decía, meneando la cabeza: / ¡cuántos enamorados tuve en tiempos! / ¡Cómo echo de menos 1 mis brazos rollizos / mi pierna torneada / y el tiempo perdido! / ¿Cómo, mamá, ¿no era usted formal? / —No, realmente, y a los quince años / aprendí yo sola a usar mis encantos / porque, de noche, no dormía. »