PARA PODER LLEGAR A ENTENDER MUCHAS DE LAS COSAS QUE AHY AQUI, HAY QUE MIRARLAS CON LOS OJOS DEL "CORAZON".

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miércoles, abril 27, 2011

El tesoro oculto de los Templarios

El tesoro oculto de los Templarios



Oro, piedras preciosas, libros, documentos, reliquias... ¿quizás objetos sagrados del Templo de Salomón? No sabemos a ciencia cierta qué componía el tesoro templario, por que la orden se encargó de esconderlo tan bien que nunca más se supo de él. Sí sabemos que su riqueza no era sólo material y que sus claves podrían estar ocultas en jeroglíficos de piedra, en sus construcciones, con mensajes iniciáticos. Sepamos cuál era la verdadera riqueza de los templarios y cómo y para qué la consiguieron.
El Tesoro Oculto de los Templarios (Ed. Martinez Roca, 2001) nos ofrece una visión muy particular de la experiencia de Moisés en el Sinaí, de la llamada Arca de la Alianza y, también del Grial. Una tradición oral que haría a los templarios poseedores de las Tablas de la Ley y recuerda el retorno de los primeros templarios a Occidente en 1128. No es que renunciaran a la misión sino que, seguramente, volvieron para la consecución de la misma. En este sentido convienen tener presente el preliminar de la regla que, por aquel entonces, les dio San Bernardo: "La obra se ha llevado a cabo con la ayuda de Nos. Y los caballeros han sido convocados de la Marca de Francia y de Borgoña, es decir, en Champagne, allí donde pueden tomarse todo tipo de precauciones contra la inherencia de los poderes públicos o eclesiásticos; allí donde, en esta época, se puede asegurar del mejor modo posible un secreto, una custodia, un escondite."
Según Josep Guijarro los conocimientos aplicados a las grandes catedrales góticas dimanan de esta fuente iluminadores que se relaciona con el Grial. Para el autor de este libro, Guijarro, el Grial es una piedra de origen meteórico sobre la que Moisés escribió la esencia del conocimiento primordial, pero es, también, un símbolo para esconder una línea dinástica de reyes que entroncaría con el mismísimo Jesús de Nazaret.
Al amanecer del 13 de octubre de 1307, las tropas del rey Felipe el Hermoso irrumpieron al unísono en todas las encomiendas templarias de Francia. A pesar de estar acostumbrado a combatir, el ejército templario no opuso resistencia. Aquel histórico viernes otoñal, las fuerzas del Rey, so pretexto de acabar con los herejes, pretendían apoderarse de todas las posesiones de los monjes guerreros y, en particular, de sus pretendidas riquezas. Una ingente cantidad de oro y piedras preciosas que poco antes había contemplado en la sede del Temple en París, el rey Felipe IV y que codiciaba en sobremanera.
Tras tres años de duros pleitos con los reyes de Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y los reinos de España, el "tesoro" debía ser repartido a partes iguales entre los monarcas cristianos y la Orden del Hospital de San Juan. Las fracciones de los tesoros templarios debían ser distribuidas en función de las cantidades de obraban en poder de recaudadores, síndicos, contables y tesoreros reales, así como de los banqueros lombardos y judíos. Sin embargo nunca se halló una sola moneda. O la célebre orden vivía inmersa en la pobreza o los templarios habían sido lo suficientemente listos como para hacer desaparecer 1.500 cofres de oro, plata y piedras preciosas. ¿Dónde estaba el tesoro?
Los soldados del Rey no hallaron nada ni en París ni en ninguna otra posesión de la orden. Aquella frustrada incursión daría origen, además, a uno de los procesos inquisitoriales más vergonzosos de la Historia, que concluyó en primera instancia con la "suspensión temporal" de la poderosa orden de monjes guerreros y culminó con la muerte del último Gran maestre de los Templarios Jacques de Molay, en marzo de 1314, frente a la catedral de Notre Dame. Ni las torturas ni las humillaciones sirvieron, sin embargo, para conocer el paradero del oro de los templarios...¿Pudieron los templarios poner a salvo sus riquezas materiales así como las importantes reliquias, libros y conocimientos adquiridos durante sus cerca de dos siglos de existencia? Es muy posible que así fuera. De hecho no tenemos noticias de que los oficiales del rey de Francia se apoderaran del oro y la plata y en el remoto caso de que hubiera sido así ¿por qué apoderarse de los documentos? Los Hospitalarios heredaron las encomiendas de la orden rival y, que se sepa, en ninguna fue hallado escondite alguno que guardara el botín. Lo más lógico, entonces, es que los templarios pusieran a buen recaudo sus bienes dinerarios y, sobre todo, sus documentos "secretos".
Un ataque sin sorpresas
La clave está en que la incursión de las tropas del rey en las encomiendas templarias era del conocimiento de los dignatarios del Temple. Sabemos que poco antes de las detenciones, el gran Maestre, Jaques de Molay, hizo quemar muchos de los libros y las reglas de la orden. Los templarios enviaron a sus preceptorías de Francia una nota en la que subrayaban que no facilitaran información alguna sobre sus costumbres y rituales. A un caballero que se retiró de la orden en aquel momento el tesorero de la misma le dijo que su decisión era extraordinariamente "sabia", toda vez que era inminente una catástrofe. ¿Intuían una acción de Felipe el Hermoso?
"La nota oficial -destaca Josep Guijarro en El Tesoro Oculto de los templarios- hacía hincapié en el hecho de no proporcionar información relativa a las prácticas iniciáticas de la orden". No era para menos. Felipe IV tejió en torno a las mismas la mayoría de acusaciones. Fueron culpados de negar los dogmas de la fe cristiana, de escupir u orinar sobre la cruz durante sus rituales secretos de iniciación, de ungirse con la sangre o el sebo de los niños sin bautizar, de cometer actos de sodomía e incluso de venerar al diablo mediante un cráneo o cabeza llamado Baphomet.
Los inquisidores se empecinaron en materializar el Baphomet en una suerte de ídolo andrógino, cornudo y barbudo que evoca la figura del diablo, como la representación que vemos en el frontispicio de la iglesia de Saint Merry en el barrio templario de París, que constituye además un compendio de símbolos alquímicos. Pretendían así acusar a los templarios de idolatría al maligno y tacharlos de herejes.
Según Guijarro tanto el Baphomet como el ritual secreto al que estaba asociado se relacionan con el Grial, un "objeto" sagrado del que tenemos referencias a través de leyendas medievales y que experimentó coincidiendo con la Orden del Temple. Más allá de 1314 estos relatos sobre la reliquia desaparecieron ¿es casualidad? El Tesoro Oculto de los Templarios postula que las historias sobre el Grial fueron inspiradas por la famosa orden y que en sus páginas se esconden numerosos símbolos y datos frente a los que un iniciado podría localizar la esencia de esa reliquia: uno conocimiento trascendente.
Una misión secreta
Y es que al margen del tesoro material del temple hay otro simbólico y poderoso asociado a sus años de permanencia en el Templo de Salomón. En efecto, la orden monástico-militar nacía en 1118 cuando nueve caballeros liderados por
Huges de Payns se presentaron ante el rey de Jerusalén, Balduino II, para ofrecerle la defensa de los santos lugares a cambio de poder instalar su residencia en los terrenos que antiguamente, ocupaba el Templo de los Judíos. ¿Cómo podían nueve hombres acometer la protección de cientos, sino miles de peregrinos que recorrían tierra Santa? ¿Se escondía algún otro propósito tras la fundación de la orden?
Así lo piensa el erudito
Michel Lamy al comprobar que estos nueve Pobres Caballeros de Cristo permanecieron encerrados en el antiguo templo por un período de nueve años dedicados a la oración y la meditación.
Durante ese misterioso período no defendieron, que se sepa, ni una sola vez a ningún viajero ni tampoco se enfrentaron a los infieles. ¿A qué venía, entonces, la implantación de la nueva orden? ¿tenía que ver con la devoción mostrada por el Templo de Salomón? ¿Qué buscaban allí los templarios con tanto Ahínco? El Tesoro Oculto de los Templarios sostiene que el propósito real de la orden monástico militar era la búsqueda de los tesoros del Templo de Salomón y, en concreto, de la mítica Arca de la Alianza, una suerte de talismán para las huestes cristianas que pretendía ser utilizado para vencer a los infieles pero también, como acceso al Conocimiento, en mayúsculas. En su revelador ensayo, Josep Guijarro sostiene que la importancia de la misión no radicaba en la localización del Arca misma sino en su contenido, especialmente en lo tocante a las tablas de la Ley.
Acceso al conocimiento Sagrado
Guijarro asegura que "
las tablas eran importantes para los templarios porque contenían algo más que los Mandamientos. Inscritos en ellas estabas las tablas del Testimonio, la ecuación cósmica: la ley divina del número, medida y peso que el sistema críptico de la cábala permitía descifrar". Y desde luego tuvieron que enfrentarse al problema de descifrarlo porque, como ilustraban Gérard y Sopie de Sède, los templarios mantuvieron contacto en Oriente con los Bâtini d'Alamût y, en Egipto, visitaron la famosa Casa de las ciencias del Cairo.
La que los israelitas y también los musulmanes habían reunido los libros y los instrumentos que resumían todos los conocimientos de la época. Debieron de conseguirlo, por que a partir de 1130 la Orden del Temple comenzó a levantar el vuelo e inició por cuenta propia sus primeras incursiones en el campo arquitectónico con la aplicación de la llamada ecuación universal. "Gracias a las tablas del testimonio -asegura el investigador catalán- los constructores del Temple pudieron aplicar la ley cósmica y la geometría sagrada a la edificación de los monumentos religiosos más hermosos que el mundo cristiano haya conocido." Pero hay más.
Guijarro sostiene que el Temple era la cabeza visible de un plan secreto urdido años antes de su fundación por las familias nobles de Champagne, en Francia, junto con el reformador del Cister, Bernardo de Claraval, para transformar la sociedad y propiciar en anunciado segundo advenimiento de Cristo. Siguiendo la pista a las investigaciones iniciadas hace quince años por los autores de El Enigma Sagrado, Guijarro analizará en las páginas de su libro la intervención del llamado Priorato de Sión, una organización secreta contemporánea a la primera Cruzada pero de la que duda haya podido sobrevivir hasta nuestros días.
El Priorato de Sión, tuvo, en cualquiera caso, una importancia capital en los primero años de la Orden del Temple. La "Sociedad" cortó su conexión tras lo que se conoce como la "traición" de su Gran Maestre Gerard de Ridefort, que, en 1188, arrastró a los templarios a la batalla de Horns de Hattin, que supuso, a la postre, la pérdida de Jerusalén. El análisis de la influencia del Priorato de Sión en la Orden del Temple conducirá al investigador catalán a establecer un nexo de unión entre el misterio de los templarios, la aldea de Rennes-le-Château y el castillo de Gisors, donde pudo ser escondido temporalmente el tesoro de la orden.
Y es que según la hipótesis defendida en este libro, los monjes-guerreros pretendían transportar el tesoro hasta Escocia pero, por alguna razón, nunca llegó su totalidad hasta allí. Los templarios, forzados por la persecución inquisitorial, debieron de esconder el tesoro en algún lugar y asegurarse que el secreto para encontrarlo pudiera ser transmitido, pero sólo para los ojos de los iniciados, los únicos capaces de descifrarlo. Éste puede ser, por ejemplo, el objeto del llamado graffiti de Chinon y otros hallados en la Torre del Prisionero de Gisorso, incluso en España, en la ermita de San Bartolomé.
El graffiti del castillo de Chinon, en las inmediaciones de Tours, se halla en una pared de la torre de Coudray donde fueron encarcelados algunos altos dignatarios de la orden de la cruz paté durante la constitución de las comisiones pontificias de investigación. Los templarios grabaron en los muros que les privaban de libertad unos símbolos de particular calidad. Se trataba claramente de dibujos iniciáticos, una suerte de jeroglífico para que el poseedor de la clave pueda interpretarlos. Entonces un "error" en el símbolo puede tener un significado especia para el criptógrafo.
Este sistema de los "errores" calculados protagoniza una fascinante historia de misterios y tesoros- también relacionada con el Temple- que nos remite a la aldea de Rennes-le-Château,e el Razés. Su párroco se tomó la molestia de decorar el interior de la iglesia con imágenes del via crucis que contienen sibilinas instrucciones... Los templarios, seguramente, ocultaron su botín material y también el más simbólico y poderoso bajo un acompleja tela de jeroglíficos dispersos en sus construcciones que todavía hoy nadie ha descifrado. ¿Y dónde? Sé preguntará el lector.
Cuando el rey de Portugal recibió la bula papal, la demoró lo necesario para que los caballeros de Tomar se refugiasen en el extranjero. De acuerdo con sus homónimos de Castilla y Aragón, el rey luso, Don Dinis, un ferviente seguidor del espíritu templario, consiguió en 1310 la inocencia de la orden del llamado Concilio de Salamanca. Esto dio lugar a una nueva bula papal promulgada dos años más tarde en la que confiaba a los soberanos peninsulares la posesión de los bienes del Temple. Algunos años después se creaba la Orden de los Caballeros de cristo en Portugal, que administró todos los bienes de los monjes guerreros. Y, seguramente, gracias a este monarca y al infante Enrique, fundador de la Escuela de Sagres, dedicada a las técnicas y descubrimientos náuticos, podemos deducir una hipótesis de trabajo tan perspicaz como heterodoxa:¿Consiguieron los templarios cruzar el atlántico? En el caso afirmativo podríamos especular con la idea de que los templarios escondieran allí sus riquezas tanto materiales como simbólicas.
Uno de los indicios más fascinantes de la incursión templaria en tierras americanas nace de una leyenda familiar en escocia. El conde Henry Saint Clair partió en 1338 hacia América con 300 colonos y doce embarcaciones. Su travesía condujo a la expedición hasta la costa noroeste de los Estados Unidos, concretamente donde hoy radica Massachussets. Allí pasaron la primavera de 1399 para, después, regresas algunos de ellos a su lugar de origen.
Un descendiente de este nombre, Niven Sinclair, inició en 1989 una profunda investigación encaminada a demostrar la realidad de esta leyenda familiar. Las pistas le condujeron a una vieja posesión: la capilla de Rosslyn, ubicada en un promontorio al sur de Edimburgo. En una losa de esta capilla construida en 1446 los miembros del clan Sinclair descubrieron la vinculación de sus antepasados con los templarios y comprobaron como, tras la disolución de la orden, un nutrido gripo de caballeros se refugió en las propiedades escocesas de los Sinclair. Según la tradición familiar, los templarios llevaron consigo parte de sus documentos y riquezas a la capilla de Rosslyn, entre ellos el mítico Santo grial, que quedaría oculto en la construcción.
Lo verdaderamente importante es que según pudo demostrar Niven, su familia gastó, desde entonces, gran cantidad de dinero y riquezas que , al parecer, procedían de América. Éste fe su gran secreto. Un secreto que ha quedado reflejado en un antiquísimo sello, datado en 1214, en el que puede leerse Secretum Templi al tiempo que muestra a un ¿indio? con plumas. Y no es el único. En el corazón de Francia, concretamente en el tímpano del atrio de Vézelay, fechado alrededor de 1150, se halla representado otro "indio". Éste tiene grandes pabellones auditivos, como muchos indígenas americanos. ¿estuvieron los monjes-guerreros, entonces, en América antes que Colón?
Las crónicas aseguran que los soldados de Hernán Cortes no salían de su asombro al comprobar que los aztecas tenían ritos tan parecidos a los católicos y sacramentos como la comunión y la confesión. Otras ceremonias y costumbres parecían procedes directamente de la tradición hebrea y así se confirmaría no tardando mucho con las pruebas abundantes e irrefutables de las expediciones judías a América. Pero eso será objeto de otro artículo...quien sabe cuando.

domingo, abril 24, 2011

Treinta mil dioses (y algunos más) -- AEROPAGO

EL AEROPAGO, ERA UN EDIFICIO SOLO PARA LOS DIOSES, VIENDO LA CANTIDAD QUE TENIAN, TREINTA MIL Y PICO, DEBERIA SER IMPRESIONANTE, HASTA PABLO EN LA BIBLIA HABLA DE EL, DICE QUE ENTRE TANTOS DIOSES, HAY UN SITIO VACIO, SOLO HAY UN SILLAR O TRONO PARA PONER UN NUEVO DIOS, Y REZA UNA INSCRIPCCION: AL DIOS "DESCONOCIDO", NO FUERA QUE DESPUES DE HABER RECOJIDO TODOS LOS DIOSES DE LOS PAISES QUE PASARON A SER PARTE DE ROMA, NO FUERA A SER QUE SE LES HUBIERA PASADO ALGUNO, Y CAYERA SU FURIA CONTRA EL IMPERIO ROMANO.




Treinta mil dioses (y algunos más)

Las religiones monoteístas suelen profesar la creencia en un dios absoluto, severo y remoto que se sitúa por encima del mundo y castiga o premia a los hombres con arreglo al exigente código moral que les ha impuesto.
Para comprender las ideas religiosas del ciudadano romano es menester que hagamos el esfuerzo de instalarnos en su mentalidad politeísta. Los muchos dioses del romano eran, también, poderosos e inmortales, pero al propio tiempo estaban sujetos a humanas debilidades y a corporales urgencias.
Como participaban de la debilidad del hombre, no le imponían código moral alguno. Sus relaciones con el devoto eran meramente funcionales: toma y daca. Cúrame y te ofreceré un sacrificio. Si la divinidad permanece sorda a nuestras súplicas será porque el sacrificio ha sido insuficiente o defectuoso. Hay que cansarlos, insistir hasta que se consigue su auxilio ("fatigare deos").
La historia sagrada que los niños romanos aprendían de labios de sus nodrizas o en la escuela establecía que en un principio sólo existieron el cielo (Urano) y la tierra. De su unión nacieron los doce titanes, dos de los cuales, Saturno y Cibeles, engendraron a la primera generación de dioses, a saber: Júpiter, el todopoderoso dios del cielo; Juno, su esposa, diosa del cielo y del matrimonio; Ceres, la tierra fecunda; Vesta, diosa del hogar; Neptuno, que reina sobre el mar, y Plutón, señor del reino de los muertos. Además, la generosa virilidad de Saturno tuvo una polución sobre el mar y de ella nació Venus, la diosa del amor y de la belleza. A estos dioses se sumaban los de la segunda generación, nacidos unos de la unión de Júpiter con Juno y otros de las múltiples aventuras adulterinas en las que el fogoso Júpiter se complacía: Marte, dios de la guerra; Vulcano, dios del fuego; Minerva, la inteligencia; Apolo, el sol y las artes; Diana, la luna, la castidad y la caza; Baco, el vino y el frenesí, y Mercurio, el comercio y la elocuencia.
Pero el brillo de estos doce dioses mayores, casi todos heredados de los griegos junto con su rica mitología, no lograba eclipsar el fascinante firmamento de dioses menores que tutelaba cada mínima parcela de la vida del romano. Varrón llegó a contar treinta mil dioses, pero seguramente no agotó la lista, que por otra parte se ampliaba continuamente con la adopción de las exóticas divinidades de los pueblos conquistados. Naturalmente, ningún romano recordaba los nombres y atributos de todos.
A los dioses principales se consagraban templos magníficos en los que se adoraban sus veneradas imágenes.
El sencillo pueblo las distinguía por sus atributos simbólicos, como nosotros hacemos con nuestros santos (alguno de los cuales, por cierto, no es sino el correspondiente dios pagano cristianizado).
A la abultada nómina de estos dioses hay que añadir algunos otros llegados de Oriente que, en la época de los césares, atraerán cada vez más a la plebe romana con sus ritos secretos e iniciáticos (mistéricos). Nos referimos a Isis, Serapis y Attis, a los que cabe añadir el más autóctono Baco (cuyas fiestas, las bacanales, eran motivo de escándalo para los severos partidarios de las antiguas costumbres). Augusto intentó, infructuosamente, limitar la difusión de estos cultos orientales. No obstante, a partir del siglo Ii todos ellos serían barridos por el culto de Mitra, de origen persa, al que muy pronto el cristianismo, otra religión oriental, de origen judío, haría la competencia. En el siglo IV, el cristianismo, que había asimilado una serie de mitos y creencias mitraicas, solares y mistéricas, fue casi universalmente aceptado.
Al margen de las divinidades públicas que hemos enumerado, cada familia de clase acomodada rendía culto a otras divinidades privadas, los lares familiares (Vesta, Lares y Penates), que vienen a ser los espíritus protectores del hogar. Este culto privado tiene su sacerdote en el "paterfamilias" y sus imágenes y altar en el "Lararium", la hornacina sagrada que ocupa la parte más noble del "atrium" doméstico. También recibían culto privado los "manes" o ánimas de los difuntos familiares, cuyas sacralizadas máscaras de cera se exhibían en los entierros y en otras ceremonias familiares. Existían, además, maléficas ánimas en pena, los "lemures" y "larvas", a los que había que apaciguar mediante sencillas ofrendas.
Entre los romanos, el sacerdocio era un cargo público como otro cualquiera, para el que solían designarse funcionarios de orden senatorial de probada experiencia. En la cúspide del escalafón estaba el sumo pontífice ("pontifex maximus"), por lo general el propio emperador, que era el jefe de la religión nacional, nombrado por el cónclave de los dieciséis pontífices. A él corresponde nombrar y controlar a los sacerdotes públicos, particularmente a los flaminios y a las vestales. Los flaminios eran quince y estaban consagrados al culto de Júpiter, Marte, Quirino y los otros dioses mayores. Las vestales eran siete religiosas escogidas entre las muchachas de las mejores familias.
Hacían voto de castidad y de pobreza y habitaban en un convento de clausura ("atrium vestae"), donde tenían a su cuidado el fuego sagrado. El castigo por la pérdida de la virginidad de una vestal consistía en enterrarla viva.
Existían también los doce sacerdotes salios, consagrados a Marte, al que celebraban en la fiesta del patrón con una danza guerrera, y los decemviros, que eran los intérpretes autorizados de los Libros Sibilinos, colección de ambiguas profecías que el rey Tarquino compró a la sibila de Cumas siglos atrás. Cuando ocurrían milagros ("prodigia") la autoridad ordenaba consultar solemnemente estos textos y de ellos se deducía la conducta a seguir por el gobierno. Quedan todavía otras categorías sacerdotales importantes, dedicadas a la predicción del porvenir: dieciséis augures y hasta setenta arúspices. Estos últimos basan sus predicciones en el examen del hígado de animales sacrificados. El romano está persuadido de que los dioses comunican a los hombres sus deseos sirviéndose de fenómenos naturales tales como truenos, relámpagos, ataques de epilepsia, sueños y formas de volar de distintas aves. A este efecto son de buen agüero el águila, la garza real y la corneja; de mal agüero, el búho y la golondrina.
Los encargados de interpretar tales signos son los augures. Antes de proceder a cualquier empresa importante, pública o privada, es aconsejable consultar al augur. El augur se coloca mirando al sur y espera a que la manifestación de lo numinoso se produzca.
Lo que ocurre a su izquierda es, en términos generales, negativo (izquierda es "sinister", lo siniestro). No obstante, para las más importantes consultas oficiales, particularmente en tiempo de guerra, resultaba más científico y seguro recurrir a los pollos sagrados, mantenidos en una gran jaula dorada, al cuidado del templo. Si comían de buena gana era excelente señal, pero si se mostraban inapetentes, la señal era funesta, se avecinaban malos tiempos.
Para estimular a las divinidades a que nos favorezcan se les reza, se les encienden lámparas y se les ofrecen los sacrificios que más les agradan, según un ritual rígidamente establecido: a Júpiter, bueyes blancos; a Ceres, cerdos o tortas de harina; a Venus, palomas; a Diana, ciervos.
Los pobres se contentan con animales pequeños, tortas votivas, figuritas exvotos o un poco de vino. En ocasiones especiales se ofrece una "suovetaurilia" o triple sacrificio de cerdo, oveja y buey; o incluso una "hecatombe" en la que se inmolan cien bueyes. Y, sólo para situaciones extremadamente angustiosas, de peligro nacional, como cuando Roma se sintió amenazada por Aníbal, se vota una primavera sagrada que entraña la inmolación ritual de todo lo nacido durante la primavera, sea hombre o animal.
Al paganismo romano, lo mismo que al cristianismo que lo suplantó, no le repugnaba la idea de que un hombre nacido de mujer pudiera recibir honores divinos. Un notable precedente lo justificaba: el faraón del antiguo Egipto recibía culto como dios vivo y se consideraba ahijado de los dioses y manifestación visible de la divinidad.
Los césares romanos adoptaron la misma idea y elevaron a la categoría de dios al emperador Augusto ("divus Augustus") como hijo de la diosa Roma. Sus sucesores también fueron divinizados, algunos de ellos en vida.
Serían "dominus et deus" y cambiarían el título de Imperator Cesar por el de "Dominus Noster". La creciente importancia del culto al emperador, cada vez más asimilado al del Sol, fue arrinconando al politeísmo y, eficazmente secundado por la nueva moral que imponía la filosofía estoica, preparó el camino del monoteísmo cristiano.


Magia y superstición


Como todos los pueblos antiguos, los romanos son muy supersticiosos.
Cuando estalla una tormenta sudan y se angustian, permanecen inmóviles en sus casas, acurrucados y con la cabeza cubierta por un trozo de tela. A cada relámpago que perciben silban para conjurar los desatados espíritus. Si se produce un eclipse, la ya de por sí ruidosa Roma se conmueve con el fragor de las cacerolas. Todo el que posee objetos de cobre los hace entrechocar para alejar de su casa la mala suerte. Los pobres se sienten más pobres que nunca puesto que sus cacharros de barro no consienten tan ruidosas instrumentaciones.
Miles de supersticiosas limitaciones presiden la vida diaria del romano. Nadie se corta las uñas si es día de mercado o cuando viaja por mar. Si están comiendo y una tajada cae al suelo, la recogen y la comen sin limpiarla.
El romano siente auténtico pavor por el mal de ojo. Para conjurarlo no se cansa de hacer la higa ("digitus infamis") o recurre al falo, que es símbolo de saludable vida. Por todas partes encontramos representaciones del pene en erección: en medallas que se llevan al cuello, en colgantes, adornos, muebles, lámparas, cuadros.
Incluso la flecha que señala una dirección en la encrucijada de caminos puede adoptar la forma de un pene.
Las inscripciones conjuradoras se leen por doquier: "rumpere inviedax" "revienta envidia" o "arseverse", en la puerta de la casa, para preservarla del fuego. Igualmente abundantes son las maldiciones. Por ejemplo, esta tan curiosa que encontramos en los vestuarios de los baños públicos:
Si te llevas mi toalla que se te haga agua el cuerpo y la vayas dejando atrás como rastro apestoso por donde andes, ladrón.
Cae uno enfermo y lo primero que piensan es que algún enemigo lo ha hechizado. Antes de llamar al médico recurren a la magia: queman azufre en torno al enfermo (probablemente agravando su mal si inhala los vapores), lo espolvorean con harina bendita, salmodian secretas fórmulas mágicas a Hécate, la diosa hechicera, cuyos dominios son la fiebre y la epilepsia...
Los romanos creen en los fantasmas, en las casas encantadas, en los vampiros devoradores de difuntos, en los hombres lobos ("versipellis") y en las brujas que vuelan por los aires. En Horacio encontramos los nombres de tres de ellas: Canidia, Sagana y Veya. En cuestiones de hechicería, hasta los descreídos Propercio y Ovidio, que hacen profesión de despreciarla, se nos muestran sospechosamente bien informados sobre sus procedimientos. Se supone que las brujas obtienen sus filtros mágicos a partir de poco comunes ingredientes: huesos de difuntos, hierbas del cementerio, huevos de serpiente, vísceras de sapo, etc. Sus drogas tienen el poder de embotar los sentidos. Tibulo avisa a su amada Delia de que esta noche podrán dormir juntos sin temor ni sobresalto, pues el marido de ella no podrá sorprenderlos: con ayuda de una hechicera le ha ofuscado los sentidos. Casi nos alivia saber que la dulce Delia perpetrará su desliz conyugal sin recurrir al más drástico e igualmente efectivo procedimiento mágico que otras romanas infieles usaban para burlar la vigilancia de sus maridos. Daremos la fórmula en beneficio del curioso lector: se toma una corneja, se rezan sobre ella ciertos conjuros y a continuación, con unas tijeras, se le extraen los ojos ("configere oculos"). De este modo el marido no se percatará de que su esposa recibe a un amante en el lecho. Es magia simpática, sin duda más terrible para las cornejas que para los maridos.
Los procedimientos mágicos son infinitos. El campesino envidioso de su vecino puede recurrir al "rapto de la cosecha" por medio de un mal "carmen" o cántico, sortilegio recitado de origen sabino, que tiene la virtud de captar la energía de la parcela del vecino y concentrarla en la propia.
Si el encantamiento funciona, el codicioso labriego se verá doblemente recompensado: obtendrá una excelente cosecha y su odiado vecino no recuperará en la suya ni la simiente que sembró.
La magia negra puso de moda, en la Roma imperial, la defixión, un antiguo procedimiento mágico consistente en consagrar a una divinidad infernal la persona que se quería perjudicar.
En una tablilla de plomo o de cera se inscribían los datos del hechizado seguidos de ciertas fórmulas mágicas y de una ristra de imprecaciones. Un ejemplo: "¡Introducidle terribles fiebres en todos sus miembros!
¡Matadlo, oh dioses infernales, en el alma y el corazón! ¡Destruidlo, trituradle los huesos! ¡Estranguladlo!
¡Retorcedle y torturadle el cuerpo!".
Luego la ilustrada tablilla se atravesaba con un clavo, operación que contribuía a "fijar" la maldición. Si el clavo procedía de un cadalso o de las parihuelas de un muerto, tanto mejor. Finalmente se enterraba en las proximidades de una tumba o se arrojaba al mar, para que el espíritu del muerto o los de los ahogados se encargaran de cumplir el maleficio. No todas las tablillas de defixión intentan perjudicar a una persona. Los móviles pueden ser muy variados: inclinar la voluntad de los jueces en un proceso, recuperar lo robado, hacer que el amante aborrezca a una rival (las romanas eran muy aficionadas a este procedimiento), o, simplemente, prevalecer sobre un adversario político o deportivo.


MORIR EN LA ROMA DE LOS CESARES

MORIR EN LA ROMA DE LOS CESARES


La muerte
entre este entierro de hace mas de 2000 años, y uno en hoy en dia, las similitudes son casi identicas

Toda sociedad clasista, y como estamos viendo la romana lo fue en grado sumo, muestra las diferencias sociales especialmente en el tema de la muerte.
Nuestro buen amigo Cayo Cornelio no ha logrado sobrevivir a su suegra.
A la edad de sesenta y dos años una angina de pecho se lo ha llevado al otro mundo. Cuando entró en agonía, sus deudos lo depositaron sobre la desnuda tierra, de la que su padre lo levantó al nacer, y su afligido hijo, el noble Cayo, le recogió, en un beso, el último aliento. Luego le cerró piadosamente los ojos y ordenó al esclavo más antiguo de la casa que apagara el fuego del hogar familiar.
Cayo Cornelio ha muerto rodeado de sus seres queridos y de sus amigos de toda la vida. Entre todos levantan su cadáver y lo devuelven al lecho. A continuación se despiden de él, por turno, llamándolo por su nombre ("conclamatio") en una impresionante ceremonia. Mientras tanto las mujeres de la casa prorrumpen en histéricas lamentaciones, gritan, lloran a lágrima viva y se arañan el rostro y el pecho (a pesar de que las leyes de las Doce Tablas prohibieron estos excesos tiempo ha). Los hombres reprimen, romanamente, toda manifestación externa de dolor.
Cayo Cornelio era senador, de rancia familia patricia. Hay que hacerle un funeral por todo lo alto. En Roma existen muchas empresas funerarias ("libitinarii"). Han avisado a una de ellas, propiedad de un liberto de la familia, para que se ocupe de todos los detalles. A poco llegan sus maestros de ceremonias ("dissignatores") y unos operarios especializados en el arreglo de cadáveres ("pollinctores"). Se hacen cargo del cuerpo, lo lavan con agua caliente, lo afeitan, lo depilan, lo perfuman y lo visten con su toga "praetexta" (puesto que el difunto ostentaba la dignidad de magistrado). Finalmente aplican una torta de cera blanda al rostro del cadáver y moldean sobre ella su máscara funeraria reproduciendo patéticamente sus rasgos. Bajo la lengua le han introducido una pequeña moneda de plata, el óbolo que el difunto pagará a Caronte, el barquero de la laguna Estigia que transporta a la otra orilla las almas de los muertos.
El pálido e impecable cadáver de Cayo Cornelio queda expuesto a la curiosidad de los visitantes. La capilla ardiente se ha instalado en el espacioso atrio de la casa, sobre unas angarillas tapizadas de negro ("lectus funebris"). Al calor de las muchas lámparas encendidas alrededor se marchitan prontamente las flores que lo rodean.
Un correo va anunciando el funeral ("funera indictiva") a los conocidos de la familia. Todos ellos concurrirán para participar en el cortejo fúnebre ("pompa") a la mañana siguiente.
Delante van los músicos, muchos, porque se trata de un entierro de primera categoría. La marcha fúnebre, o lo que sea, que interpretan con sus trompas, flautas y tubas es tan estridente que, si hemos de creer a Séneca, hasta el propio muerto debe sobresaltarse del ruido que hacen. Horacio es de la misma opinión: "Los entierros son los acontecimientos más ruidosos de Roma". Detrás de la música van las simbólicas antorchas y luego una docena de plañideras profesionales ("praeficae") suministradas por la propia funeraria. Nos impresionan sus desgarradores gritos ("lugubris eiulatio") que ponen el vello de punta al más templado. Solamente descansan cuando algún amigo del difunto les indica que va a pronunciar una oración fúnebre ("laudatio funebris") y quiere que se le oiga. Detrás de las plañideras un grupo de familiares y amigos íntimos porta las máscaras de cera de los antepasados de Cayo Cornelio, cada una de ellas acompañada de las insignias del máximo rango que el representado alcanzó en vida. Es como una exposición de la excelencia de la familia, en la que se atestigua la alta progenie del difunto.
Ahora viene el ataúd: unas simples parihuelas sobre las que Cayo Cornelio parece dormir apaciblemente.
Siguen al cadáver los familiares, siervos, amigos, clientes, esclavos y conocidos. Como el muerto era senador, el entierro discurrirá por el Foro. De hecho, los maestros de ceremonias lo han calculado todo para que el cortejo llegue al Foro a la hora en que está más concurrido. A una señal del maestro de ceremonias el cortejo se detiene. Nuestro amigo Marco Cornelio, hermano del difunto, pronuncia su oración fúnebre. Es un largo y elaborado discurso en el que ensalza y enumera pormenorizadamente las preclaras virtudes del extinto.
Es dudoso que la haya escrito él, se comentará luego, puesto que ha sido, sin duda, una de las mejores que se han escuchado de mucho tiempo a esta parte.
En medio de tanta pompa y solemnidad a nadie parece molestar que un bufón contratado forme parte del cortejo y vaya haciendo chistes en voz alta, con la mayor desvergüenza, y dando réplicas sarcásticas a las alabanzas que deudos y amigos hacen del difunto. Misteriosa institución esta, como otras romanas, cuyo hondo sentido trasciende la mera anécdota. (Pensamos, también, en el esclavo que acompaña en su carro triunfal al general victorioso aclamado por el pueblo de Roma y le va musitando al oído: "Recuerda que eres mortal").
El cadáver de Cayo Cornelio va a ser cremado. La pira, una fosa cuadrangular llena de leña seca ("ustrina") está aguardando. Los operarios extienden encima una sábana y sobre ella depositan el cadáver. Antes de que enciendan la pira, Cayo Cornelio recibe un último beso de su viuda.
Luego, cumpliendo un antiguo rito, su hijo Cayo le abre y le cierra los ojos. Aplican una tea encendida y la leña comienza a crepitar y arder. Es posible que algún familiar o amigo haya traído alguna ofrenda y la arroje a las llamas: pequeños objetos, vestidos o cosas así, pero lo más corriente es que solamente se arrojan flores.
Cuando la pira se consuma, apagarán con vino sus últimas brasas. Luego recogerán los chamuscados huesos y los untarán con miel antes de depositarlos en su urna. Quizá también recojan las cenizas y las guarden en un "sepulcrum". En cualquier caso los restos irán a parar a un monumento funerario adecuado al rango del difunto.
El de Cayo Cornelio, por ser persona de gran calidad, se construirá, excepcionalmente, dentro de la ciudad, en un jardín que la familia posee no lejos del Campo de Marte. Pero lo usual es que los monumentos funerarios se dispongan a lo largo de las principales carreteras que salen de la ciudad. Aquí se despide el duelo. Los asistentes y los deudos ("familia funesta") tendrán que purificarse en cuanto lleguen a sus casas.
Los funerales de los pobres son mucho más simples. En unas angarillas improvisadas los llevan al lugar designado y allí los sepultan en una fosa, el mismo día del óbito. Los enterradores ("vespillones") son gente de dudosa catadura y no se andan con remilgos. Por otra parte, las familias recurren a lo más barato. El que quiera lindezas tiene que pagárselas en vida. Existe un procedimiento al que muchos recurren: se hacen cofrades de uno de los poderosos "collegia funeraticia" que garantizan a sus socios un entierro honorable o, incluso, la cremación y ulterior custodia de las cenizas en una urna cineraria que será instalada, a razón de dos por nicho, con su nombre en la tapadera, en el columbario de la hermandad. (Columbario viene de "columba", "paloma", porque estos cementerios, con sus ordenadas filas de diminutos nichos, parecen palomares). Allí acudirán los familiares a llevar flores y ofrendas de trigo y a encender las preceptivas lámparas el día de los difuntos, que para los romanos cae en febrero.
En el sepelio del noble Cayo Cornelio todo el mundo hablaba de su testamento. Como es difícil contentar a la gente, casi todos los testamentos de personas principales traen polémica. Un texto de la época: "Después de haberse visto asediado por los cazadores de herencias, Fulano de Tal falleció dejándoselo todo a su hijo y a sus nietos. Unos lo tildan de hipócrita y desagradecido porque se olvidó de sus amigos; otros, por el contrario, lo elogian por haber burlado las esperanzas de los ambiciosos".
Los testamentos constituían la carnaza favorita de la maldiciente e intrigante alta sociedad romana. Hay que tener en cuenta que el difunto no se limitaba a legar sus bienes, sino que también se extendía en sus postreros elogios o insultos a los vivos, y todo lo que decía cobraba especial significación por estar asociado al trance decisivo y sincero de la muerte. Las mandas podían ser interminables porque era costumbre que los amigos, e incluso los simples conocidos, fuesen mencionados en el apartado de herederos sustitutos (es decir, los que solamente tienen derecho al legado en caso de que el heredero titular lo rechace, lo que, lógicamente, jamás ocurría). Un buen detalle de ciudadanía, que allanará los escabrosos caminos del fisco a los herederos, consiste en dejar una suculenta cantidad de sestercios para las arcas privadas del emperador. Y cuando es el propio emperador o un grande entre los grandes el que muere, también se aprecia que legue parte de su fortuna para que sea repartida entre el pueblo de Roma.
En el torbellino del tiempo, los huesos de nuestro amigo Cayo Cornelio se han disipado como los del más humilde esclavo de su casa y ahora son piadoso dominio del olvido. Pero muchos romanos legaron su recuerdo hasta nosotros a través de los cientos de miles de epitafios y relieves sepulcrales que los arqueólogos han ido desenterrando. Ya dijimos que los principales cementerios discurrían a lo largo de las carreteras que salen de Roma. El curioso viajero que no tuviese mucha prisa podía entretenerse en admirar los artísticos relieves funerarios y sus inscripciones. Los había para todos los gustos y para todos los bolsillos: desde mausoleos tan suntuosos como el de Cecilia Metela, que semeja una potente torre cilíndrica, hasta mínimas citas con el nombre del muerto garrapateado en la tapadera. La burguesía empresarial encargaba pintorescos relieves que representan el medio de vida del difunto: una bodega, una carnicería, una pollería, un taller de herrería...
Con ello nos muestran que el que allí reposa no era un don nadie. Los textos que acompañan no son menos pintorescos. A menudo nos cuentan su vida o nos dan sensatos consejos para que encaminemos rectamente la nuestra.
Por ejemplo: "He sufrido estrecheces toda mi vida, por eso os aconsejo que os deis mejor vida de la que yo me di.
La vida es eso: hasta aquí se llega y después ni un paso más. Amar, beber, frecuentar las termas, eso sí que es vida; después no hay nada. Yo, por mi parte, nunca seguí los consejos de los filósofos. Desconfiad de los médicos, que son los que me han matado".


Catacumbas


El subsuelo de la Roma actual es un gigantesco laberinto subterráneo donde reposan unos seis millones de difuntos. Aprovechando la blanda toba fácil de excavar, entre los siglos I y IV, los cristianos organizaron hasta cuarenta necrópolis subterráneas cuyas galerías miden más de seiscientos kilómetros. Algunos de estos cementerios tienen hasta cinco pisos, el más bajo de los cuales puede estar a veintidós metros de profundidad. Las galerías suelen tener tres o cuatro metros de altura por uno de ancho o poco más. A un lado y a otro disponen de nichos longitudinales superpuestos formando tres o cuatro hileras y, en casos excepcionales, hasta catorce.
En las esquinas de esta ciudad subterránea vemos nichos más pequeños que servían para depositar las lámparas.
Es curioso constatar que mientras la ciudad va evolucionando en la superficie, las catacumbas siempre permanecen fieles al mismo modelo constructivo. Esta uniformidad se debe a que en el gremio de sepultureros ("fossores") que las iba construyendo el oficio pasaba de padres a hijos y todos respetaban las mismas normas.
Las galerías de las catacumbas distan mucho de ser monótonas madrigueras de la muerte. Hay escaleras que suben, escaleras que bajan, quiebros y calles. De vez en cuando hay un ensanchamiento que sirvió de iglesia o capilla ("cubicula") de algún venerado santo. En estos lugares suelen alegrar la vista del devoto pinturas de tema religioso: el Buen Pastor, Mercurio cristianizado, y distintas alegorías, como el pez, que es Cristo; el ancla, esperanza; la rama de olivo, paz, etcétera.
Alli, eran enterrados los cristianos, pues no hay ningun simbolo cristiano que sea venerado hoy en dia, tan solo el pez, simbolo de los cristianos evangelicos, y decir que la cruz seria forma de culto, podrian de hasta deportar a la persona de la congregacion, y en congregaciones mas duras, matar a la persona que hubiera dicho tal excequia.la cruz, hasta 600 años mas tarde, no fue impuesta, y poco a poco, hasta que ya llego un momento, que "enseñaron a los fieles a entender la biblia, sin saber ni leer, ni escribir, lo unico que valia, era la palabra de dios, o dicho verazmente, lo que decia el cura, discutirlo,negarlo, o ir en contra, era pasar a ser reo de muerte..._+1300"

sábado, abril 16, 2011

La farsa

LA FARSA
ANDREA SOL





Esta novela nos captura con un tono
confesional y estilo sencillo desde las primeras
líneas, en las que la autora reconoce su
confusión e invita al lector a esclarecer el nudo
de este relato. Por otra parte, toma ese silencio
ancestral de muchas mujeres ante la figura del
patriarca, llevándolo hasta fatales consecuencias.
Recordé al seguir los pasos de la protagonista,
la novela de Mariana Marianni, La larga
vida de María Ucría, donde la heroína es sordomuda.
“La palabra es una manera de hacerse justicia,
porque el mundo nos está malinterpretando”,
comentó al respecto Germán Dehesa, al explicar
esta novela, y se convirtió en una de las frases
más importantes en mi devoción por la palabra
escrita.
Andrea Sol, al igual que María Ucría, emprende
un doloroso y necio medio de expresión,
que hable por sus silencios. No necesariamente
se es sordomuda cuando se nace así, en el caso
de Andrea es la violencia psicológica y física
del padre y del esposo lo que la silencian y paralizan
y —en un momento fatídico— toma
las proporciones de una tragedia.

Prólogo


Esta novela es también un aspecto más del
problema de autoritarismo del cacique que,
como lo señala Carlos Fuentes al comentar Pedro
Páramo, en los países latinos el tirano no
se permite ser completamente malo, porque lo
traiciona su corazón. Pero cuando Pedro Páramo
claudica, a la muerte de Susana San Juan,
lleva una silla afuera de la hacienda y no responde
a nada y se convierte en piedra, pero muere
con él la vida de todo un pueblo.
María Luisa Burillo


Haciendo un recuento de mi vida, sé
que ha valido la pena y tengo que darle
gracias a Dios por lo vivido. También tengo tantas
dudas, que por más vueltas y vueltas que le
doy, no encuentro la respuesta... tú que me lees
te pido que analices con más objetividad.
Mi infancia transcurrió en tonos pastel, y a
la vez con manchones: tonos claros, porque tuve
unos padres muy buenos; me consentían mucho
y me daban todo lo que la niña quería.
Como era la única hija, aparte de mimarme me
exigían mucho y me sobreprotegían. Voy a
platicarte de mi padre y de mi madre. Mi padre
era una persona muy buena, muy trabajadora y
luchona; por lo tanto, él tenía todo el derecho
de exigirnos a mi mamá y a mí perfección, limpieza,
puntualidad y sobre todo arreglo personal.
De mamá iré hablando, si papá lo permite.
Entonces, como puedes imaginarte, la atención
a mi persona, estudios, vestuario y modales
eran exagerados. Recuerdo que en una ocasión
fuimos juntos casi toda la familia: primos,
primas y tíos de paseo a una casa de campo que
tenía mi familia cerca de la ciudad y yo como
siempre iba vestida impecable. Mi primer mal
rato fue cuando llegamos y mi papá vio a todos
mis primos hombres saludándome normalmente
de beso; él no lo soportó y me dio un jalón
horrible —todavía lo siento— porque mi papá
era muy celoso; yo le podría llamar enfermo de
celos. Me llevó a la camioneta y como mi mamá
me vestía con vestidos perfectos muy cortitos,
de esos que se usaban antes, de holanes y
ampones y calzones con encaje, para que se vieran
¿me entiendes?, y para acabarla de rematar,
calcetines también de encaje. Cuando llegamos
a la camioneta, me bajó la bastilla del vestido,
arrancó los encajes de los calzones y me estiró
los calcetines hasta que llegaran a las rodillas.
Yo estaba espantada; no sabía ni me animaba a
decir nada. ¡Qué esperanzas! —yo me decía—,
si hablo, o digo algo me mata.
Entramos a la casa. Mi familia me veía y
puedo jurar que me tenían lástima y a mi papá
terror, por lo que nadie dijo nada. Pero yo sentía
y sabía que todo mundo se compadecía de
mí y de mi madre. Y eso me daba sentimiento y
mucho coraje, porque eso sí; yo podía decir o
pensar cosas de mi papá, pero no podía soportar
lo que yo con certeza sabía que la gente pensaba
y murmuraba de él; un sentimiento que no
puedo explicar, pero sé que tú me entiendes.
Ya entrada la tarde, me fui a jugar con mis
primos a un patio en el que había muchos árboles
y enmedio un pozo de agua. Jugué y jugué
hasta que me cansé y decidí regresar a los co9
rredores. Había varias mesas y la familia estaba
platicando. Me divertí en grande y no me di
cuenta de la hora que era; no me acordé de revisar
mi vestido, ni mis zapatos, para presentarme
ante mis papás. ¡Imagínate! Mi papá ya
estaba furioso, porque ya tenía yo largo rato de
no aparecérmele y sabía que yo andaba jugando
con mis primos hombres. A mi mamá ya la
tenía nerviosísima pregunte y pregunte por mí.
Cuando me acerqué a mi papá, con sólo verle
la cara supe lo que iba a pasar. Mis zapatos ya
no eran blancos; estaban llenos de lodo y el
vestido —ni se diga— era de tela de organdí y
estaba desgarrado, peor de como me lo había
dejado él, con los jalones que me le había dado
en la camioneta. Se levantó y puedo jurar que
toda la gente lo notó y en especial mi tía, hermana
de mi mamá, que nunca se casó y me quiere
como si fuera su hija. En ese momento, si
hubiera habido la posibilidad de desaparecer,
ojalá me hubiera esfumado, porque me agarró
de los dos brazos, me llevó hasta el pozo e hizo
como que me iba a tirar y me volvió a sacar;
seis veces hizo lo mismo, y me repetía: “Para
que te vuelvas a ensuciar. Vuélvelo a hacer y te
prometo que te meto hasta el fondo.” Yo pensaba:
ojalá lo haga de una vez por todas y así ya
no sufro y no veo a mi mamá sufrir. Esto pasó
en un bello día de campo.
Mi tía, quien me adora, se preocupaba siempre
por llevarme de vacaciones, a donde fuera...
Hubieras visto el trabajo que le costaba
conseguir el permiso; y soportar la primera respuesta:
¡No! Después, rogarle a mi padre y sufrir
condicionamientos, encargos y demás.
En una ocasión, me llevó a un paseo todo
un fin de semana. ¡Olvídate! Para mí fue una
liberación: comí lo que quise; usé la ropa que
me dio la gana, porque has de saber que yo tenía
ropa especial para jugar en el jardín; ropa
especial para jugar dentro de la casa; especial
para salir al circo. Así que yo andaba feliz y sin
preocupaciones. Me desvelé hasta las doce de
la noche. ¡Si me hubiera visto mi papá, yo creo
que se hubiera muerto!, pues me picaron los
mosquitos y parecía que tenía viruela. Ya sabrás
la preocupación de mi tía y el susto que yo
tenía de pensar lo que me iba hacer mi papá
(con decirte que en mi casa las puertas de las
recámaras tenían que cerrarse a las siete de la
noche para que no entrara ningún bicho). Yo ya
tenía que estar bañada, cenada y acostada para
dormir a más tardar a las nueve. Él llegaba; me
daba la bendición y era todo.
Se llegó la hora de regresar a la casa, después
de ese padrísimo fin de semana. Ya sentirás
los nervios. En el camino de regreso nadie
hablaba, nadie decía nada, pensando qué iba a
pasar. Yo me iba muriendo de calor porque venía
con mallas, pantalón largo, manga larga y
cuello alto de tortuga. Por fin llegamos y que
sale a encontrarme papá, quien inmediatamente
se imaginó al verme tan cubierta qué era lo
que estaba pasando.
Entonces me ordenó: “Súbete, báñate y
acuéstate. Tu madre te está esperando arriba.
Yo ahorita voy para que me platiques cómo te
fue. ¡Ah!, y arregla tu uniforme del colegio para
mañana; los zapatos ya están boleados.” Me
subí, abracé a mamá; me dio muchos besos y
me dijo: “Hija, no tengas miedo. Te voy a bañar
y a poner crema en tu cuerpo para que no se
noten tanto los piquetes.” Recuerdo que era una
crema como pasta de color rosita que se llamaba
Caladryl. Mientras mi mamá me atendía, mi
papá se quedó hablando con mi tía. Al siguiente
día —como de costumbre— papá me subió
el desayuno y me dio de comer en la boca y
después me llevó al colegio. De la conversación
de mi padre con mi tía me enteré y no lo
podía creer... papá le aseguró que si por él fuera,
hasta los quince años yo dejaría de tomar
biberón, o que si ella quería podría comprarme
un capelo de cristal para que no me diera ni el
aire. Ella le advirtió a papá que estaba haciendo
una niña tímida, insegura, miedosa, enfermiza
y no sé qué tanto más; el caso es que jamás
se volvió a tocar el tema.
Yo iba a un colegio de monjas españolas
misioneras. A diario a las ocho en punto teníamos
que estar todas sentadas en nuestras respectivas
bancas en el templo del colegio para
oír misa. Siempre la pasaba cabeceando en misa,
porque para mí era muy temprano y las misas
las hacían largas. La Madre Superiora siempre
me cachaba y me acusaba con mis padres. Ellos
eran benefactores del colegio y asistían puntuales
a las citas o juntas escolares. Para que ya no
me pasara esto, decidí meterme a la estudiantina,
para tocar los panderos y así no dormirme:
el problema tuvo solución; jamás volví a quedarme
dormida en misa.
Llegó Navidad y, eso sí, papá y mamá tenían
mucho espíritu navideño. Compraban el
árbol, luces y adornos en Estados Unidos. La
casa quedaba preciosa y a toda la gente le gustaba
ir a comer o a cenar para admirarla. En
verdad era algo precioso empezar a comprar los
regalos, esconderlos para que yo no los viera y,
una semana antes de la Nochebuena, no me
dejaban entrar a mi recámara, porque cada año
en esas fechas aparte de mis regalos —que eran
muchísimos— cambiaban la decoración de mi
recámara totalmente: alfombra, tapiz, cortinas,
sábanas, estéreo, televisión. Todo me lo dejaban
¡nuevo! Tengo muy bellos recuerdos de esas
fechas... Una Navidad, yo ya tenía siete u ocho
años, después de una comida que dieron mis
papás, cuando ya todos los invitados se habían
ido, nos quedamos mi papá, mi mamá y yo sentados
en la sala, observando el arbolito y todos
los adornos. De repente, el árbol se ladeó; se
cayó y se rompieron las esferas y se fundieron
las lucesitas. Mi papá trató de arreglarlo ¡fue
inútil! No se pudo. Y cuando mi papá me vio
llorando, me pidió desesperado que no llorara:
“Hijita, ahorita vamos a comprar otro arbolito
y más lucesitas, ¿verdad, vieja?” Y además me
confortó: “Te voy a comprar algo que yo sé que
es tu sueño.” En eso yo dejé de llorar y nos fuimos
a un centro comercial. Compramos el árbol,
más luces, más adornos ¡todo precioso!
“¿Ven esto? —me indicó—, ahora vamos por
la sorpresa que te prometí.” Nos dirigimos a una
veterinaria, en donde había muchos perritos
graciosísimos y me pidió: “Escoge dos, una
hembrita y un machito.” Eran cocker spaniel
blancos hermosos y me los compró con todos
sus accesorios: el collar, camisetas y platitos
para que comieran. Yo no lo podía creer, porque
para mi papá los animales traían infecciones.
¡Cómo es que me los había comprado! Pero
bueno, yo venía de vuelta a casa fascinada con
mis perritos y mientras que mis papás ponían el
árbol, las luces, los adornos y demás, yo jugaba
en la alfombra de la sala con ellos. Cuando terminaron
de adornar, mi papá sacó a los
cachorritos al jardín y les acondicionó una casita
y se devolvió conmigo y me ordenó: “Sube
a bañarte y tállate bien.” Yo obedecí y me subí
a bañar. Me tallé bien y salí de la regadera.
Cuando mi mamá me estaba poniendo los calzones
(porque hasta esa edad me vestían) mi
papá entró con un talco y un spray para rociarme
con ellos. Yo no sabía que eran un antipulgas y
un desinfectante. Y me advirtió: “Hijita, es la
primera y la última vez que abrazas a esos perros.
Los puedes ver desde el ventanal del comedor
y mañana tu mamá te va a llevar con un
otorrinolaringólogo para que te revise bien; no
vayas a traer un bicho en los oídos. Que no me
entere que estuviste jugando con ellos, porque
los echo a la calle. Tú bien sabes que de todo
me entero.”
Te puedes imaginar cómo me sentí. No entendía
qué pasaba, por qué me los compraba y
luego me prohibía jugar con ellos; pero pasaron
unos días y se fue aminorando la vigilancia,
yo sola escogí una ropa apropiada, exclusivamente
para jugar con mis perritos, y él nunca
se enteró. Fue cuando aprendí a decir mentiras
y a buscar mañas. Obviamente mi mamá y mis
tías también sabían de las contradicciones de
mi padre, y me dejaban jugar con ellos. Cumplí
nueve años. Un día nos invitó a comer una tía,
hermana de mi abuelita; era un amor. Llegamos
a la casa como a las once de la mañana e
iban a pasar un partido de futbol. Mi papá se
fue a una salita a ver la tele y nosotros a la cocina
y al comedor a platicar y checar la comida.
A un hijo de mi tía, que es arquitecto (y que por
cierto estuvo muy mal de sus nervios a raíz de
esto que te voy a platicar), se le ocurrió hacer
en su casa un segundo piso para su despacho,
con restiradores, libros y reconocimientos de
sus estudios. Las escaleras para subir al despacho
estaban en la sala. Mi tía y yo subimos a
conocer el famoso lugar; lo recorrimos todo y
estaba muy bonito. De regreso, nos bajamos despacito,
pues no había protección y al llegar al
último escalón de abajo se me volteó el peldaño
y me caí. Los escalones eran de fierro y 
estaban sobrepuestos. Mi tía los acomodó y nos
fuimos a la cocina. Cuando yo pasé por la salita
de televisión en donde mi papá veía el partido
de futbol —era el medio tiempo— papá me llamó
para pedirme un vaso con hielo y una Coca-
Cola. Yo le dije que sí y me fui a la cocina. De
repente se oyó un ruido estridente, aterrador y
un grito de dolor. Era el grito de mi madre, aún
lo puedo escuchar bien claro. Llegó una de mis
tías y me abrazó y me llevó a un baño que estaba
en el fondo de la casa, en un patio. Ella lloraba
y yo escuchaba gritos y el zumbido de la
ambulancia: llantos, sollozos y murmuraciones
a mi alrededor. A pesar de que nadie me había
dicho nada y yo no había visto nada, pude adivinar
lo que ocurría: mi papá está muerto, pensé,
y no lo pude pronunciar. Era algo terrible e
injusto: sentía que mi papá nos había abandonado...
Cuando arrancó la ambulancia, acompañando
a mi papá, se fueron con él mamá, mi
abuelita y mi tía. Después, me enteré que él
había muerto en el instante: no sufrió.
A mí me llevaron a mi casa. Empezaron a
llegar tíos, tías, primos, primas, sacerdotes y
amistades. Todos lloraban y se compadecían de
mí. Yo jamás lloré. Sentía que me tenían lástima
y más cuando llegaron dos camiones de mi
colegio: uno lleno de monjas mercedarias y otro
con todas mis compañeras amigas y maestras.
Ya te imaginarás, yo con el sentimiento que traía
y como nunca me ha gustado que me compadezcan,
me porté rebelde ante todo el mundo;
no grosera, simplemente callada y sin llorar.
Cuando llegamos a la funeraria ya había cantidad
de gente, coronas y arreglos florales. Yo
llegué acompañada por mi tío abuelito y mi
mamá. Era obvio que ella tenía que recibir
condolencias y cumplir con cierto protocolo. Yo
sola y retraída, me quedé viendo a mi papá, a
través del cristal del féretro. No le quitaba la
vista; quería estar segura de que en realidad ya
no respiraba ni se movía. De repente le empezó
a salir sangre por los oídos y la nariz; yo fui
sola a conseguir algodón. Llegué, abrí el cristal
y lo empecé a limpiar. Le puse al final un tapón
de algodón en cada oído y en cada fosa de la
nariz. Le di un beso y cerré el cristal. En ese
momento, ni siquiera me había fijado en la cara
que tenían todas las personas que me observaban
sorprendidas por mi actitud; yo tenía nueve
años.
Mi tío abuelito, que después se convertiría
en mi tutor, a quien yo adoraría como a un verdadero
padre y abuelito, me sacó de la funeraria
y nos fuimos a comer, los dos solos, a un
restaurante que se especializaba en paella. Mi
abuelito sabía que me gustaba mucho.
Empezamos a platicar de lo ocurrido. Él me
pidió que nunca me sintiera sola, que entre todos
mis primos, yo era la consentida. Y sí, efectivamente,
cuando mi mamá era soltera, ella
también era su consentida. Cuando mi abuelito
fue colaborador en la Presidencia Municipal y
tenía que ir a la capital del país y a giras o eventos,
 se llevaba a mi mamá, y aunque tenía una
hija de su primer matrimonio, ella casi nunca
los acompañaba porque era reconocidamente
mala, celosa, egoísta y grosera. Cuando esta hija
se casó, tuvo tres hijos varones. A mi abuelito
le encantaban las niñas. Casi al mismo tiempo
nací yo, una niña. Toda la familia se volvió loca
de gusto. Mi abuelito, ni se diga, así que yo
ocupé el lugar de mi mamá. Él me llevaba a
todas partes: eventos, reuniones y todo lo relacionado
con su trabajo. Era un gran empresario,
también fue diputado y senador. Y cuando
no tenía algún puesto público, sólo se dedicaba
a su empresa. Mi tía abuela me quiere mucho;
fue la segunda esposa de mi abuelito. La hija
del primer matrimonio de mi abuelo, la que te
platico que es mala, era su hijastra y nunca se
pudieron llevar bien.
Cuando se terminaron la misa y el entierro
fuimos de regreso a mi casa, y la familia completa
nos acompañó, a mi mamá y a mí, hasta
ya muy entrada la noche.
Como mi casa quedaba a un lado de la de
mi abuelita, decidieron comunicarlas por el jardín,
y por una de las recámaras. Todo aparentemente
iba bien. Mamá se dedicó en cuerpo y
alma a mí, y se encargaba de los quehaceres de
la casa. Mi tía se hizo responsable de la administración;
gran parte de los negocios de la familia,
la parte de mi mamá, la de mi tío y las de
mis abuelos. Ella supervisaba y administraba
todo. Otra de mis tías trabajaba como demos18
tradora de productos de belleza, y siempre estaba
fuera de la casa.
Mi mamá duró de completo luto trece años;
vestida toda de negro. Era obvio el daño que le
estaba causando el luto: manchas en la piel y
alergias, y a mí sin sentir me causaba más daño,
porque yo soñaba a mi papá... lo veía irse de
espaldas del brazo de una mujer de pelo rubio,
y eso me enfermaba a tal grado que llegué a
voltear hacia la pared todas las fotos de mi papá.
Mi mamá lo notó y decidió llevarme con un
psicólogo, quien, por cierto, nada más le sacó
dinero y no me sirvió de nada. Yo sola, poco a
poco, empecé a pedirle a papá que descansara
en paz; y eso quedó atrás, pero como siempre
surgió un nuevo problema... Todos mis tíos
hombres se quisieron poner en el lugar de mi
papá, cosa que yo aborrecía, porque empecé a
crecer y para salir a una fiesta tenía que pedirle
permiso a todos o, por lo menos, al que se daba
cuenta. Para acabarla de amolar, como yo no
tengo hermanos, no me dejaban salir. Entonces
tenía que conseguir más invitaciones, para poder
invitar a alguna prima que me acompañara
y solamente así me dejaban ir. Para que mi prima
o mis primas quisieran ir conmigo, me condicionaban:
“Si nos prestas tu ropa, sí vamos;
si no, no.” Yo siempre he tenido buen gusto para
vestir; la mayor parte de mi vestuario lo compraba
en Europa o Estados Unidos. Como mi
mamá me prohibía prestar ropa, la ponía en
bolsas de plástico y la aventaba a las primas
por el balcón de mi recámara. Además tenía yo
que ir a pedirle permiso primero a mis tíos, para
que las dejaran ir y de remate mis tíos “como
me querían mucho”, hacían hasta el cansancio
las preguntas de siempre: “¿En dónde va a ser?
¿Quién la está organizando; cómo se llaman los
señores de la casa; en qué trabajan; son gente
conocida?” Y si el fallo era positivo, seguía pedir
permiso a mi mamá y a mi tía y me volvían a
preguntar: “¿Y quién va a ir contigo?” “Van mis
primas”, contestaba. “¿Segura que ya las dejaron
ir?” “Sí mamá”, le insistía. Las mismas preguntas
que ya me habían hecho mis tíos. Después
de todo esto, se comunicaban ellos y se
ponían de acuerdo en la hora del regreso; tenía
que ser antes de las doce de la noche.
No te había platicado que yo tenía gente que
me cuidaba. El custodio más feo, grandote y
gordo era el más buena persona. Tenía órdenes
de no estar retirado de mí a más de cinco metros
de distancia. Imagínate, semejante hombre
armado hasta las cachas. En la fiesta, me mandaban
llamar los papás de mis amigas o amigos
para preguntarme si venía conmigo. Yo les contestaba
que sí, que siempre me cuidaban; que si
no, no me hubieran dejado asistir a la fiesta.
Hacían una seña como de asentimiento y después
de unos segundos de silencio, me preguntaban:
“¿Es muy necesario que el guardaespaldas
esté adentro de la casa o del jardín?”, y yo
les respondía que sí, porque si lo sacaban, me
tenía que ir yo también. Al final, aparentemen20
te comprendían y me divertía mucho. Me fui
acostumbrando y ya no me importaba; al contrario,
empecé a cambiar de forma de ser, y yo
misma presumía a mi guardaespaldas.
Con respecto a mis tíos empezó a empeorar
la situación; todos querían adjudicarse el título
de padre. Fueron tantos los malos ratos y tantos
los corajes, que tuve que hablar con quien tenía
que haber hablado desde un principio: con mi
tutor, mi tío abuelito. Recuerdo que cuando le
di la queja se enfureció tanto que los mandó
llamar a todos. Los citó en su oficina delante de
mí, y les dio una buena regañada. Los puso en
su lugar y les prohibió que se volvieran a meter
en mi vida. Los amenazó con quitarles sus trabajos
o puestos públicos que él les había conseguido
y... ¡santo remedio! Cuando ellos salieron
de la oficina, yo me quedé sentada con la
boca abierta de todo lo que les dijo. Él se sentó
en el sillón de su escritorio y me comentó: “Bueno,
hija, ya te quité a los buitres de encima. Si
ellos creían que iban a quedar bien conmigo,
haciéndose pasar por tu papá, se equivocaron.
Que ni te miren feo, porque se las van a ver
conmigo. De ahora en adelante, te voy a poner
una escolta oficial para ti, para que te cuiden y
no tengas necesidad de andar pidiendo permisos
a tus tíos, ni tampoco soportando a tus
primas las gordotas ¿Y cómo voy a creer que se
ponían tu ropa, cómo les entraba, si tú eres
delgadita y finita?” Modestia aparte, se notaba
que me quería.
Y empezó el tiempo de vagancias; a hacerme
la pinta del colegio. Ahora pienso que yo
era insoportable e incorregible. Me expulsaron
del colegio de monjas. Como te digo, yo era
vaguísima y hacía mucho renegar a la Madre
Superiora, a quien le decíamos La Ratona.
Cuando finalizó el año, me saqué pésimas calificaciones,
bajísima conducta; eso sí, en deportes
me gané un cien. Total que por más que le
buscaron la forma de ayudarme para que mis
calificaciones finales alcanzaran el promedio
para pasar de año, nomás no se pudo. Fue mi
mamá a hablar con las monjas; pero todo fue
inútil. A mi pobre mamá siempre la hacían llorar,
suplicar y qué sé yo. Reconozco que no eran
ellas quienes la hacían llorar, sino yo por mi
conducta y rebeldía. Ese día también fue de visita
mi tutor, mi adorable abuelito, para hablar
con las monjas; a ver si con su influencia lograba
algo bueno. Después de hablar con la Madre
Superiora, ella con mucho respeto le aclaró a
mi abuelo: “Usted ha ayudado mucho al Colegio
y al convento; nos ha conseguido grandes
mejoras; por lo tanto, nada más le pido que le
diga a su nieta que me pida perdón por todas
las atrocidades que ha hecho y por todos los
malos ratos que me ha hecho pasar, ¿qué le parece?”
Mi abuelito se regresó a verme y le pidió
a la Madre Superiora que nos dejara unos
segundos solos para poder platicar. La Madre
se retiró y nos quedamos solos. Me miró con
cierta sonrisa picaresca que me hizo sentir bien
y me dijo: “Hija haz un examen de conciencia,
detenidamente, y piensa con sinceridad si en
verdad vale la pena pedir perdón; si tus faltas
son tan graves que lo ameriten.” Me quedé pensando
—imagínate, era mi colegio de toda la
vida, desde maternal, kínder, primaria; casi toda
mi niñez y me dolía perderlo—; pero le contesté:
“No creo que amerite pedir perdón. Es más
que nada una humillación para ti y para mí.”
“No pienses en mí —observó— piensa en ti.”
Al final mi respuesta fue negativa. Mi abuelo
hizo entrar a la Madre Superiora y le dijo: “Madre,
siento mucho decirle que mi nieta no va a
pedirle perdón, es su decisión y yo la tengo que
respetar... con permiso.” La monja nos llamó
varias veces: “¡Esperen, esperen!” Salimos del
Colegio sin volver jamás.
Ya fuera, reconozco, cuando nos subimos
al carro suspiré y vi por última vez mi colegio,
el de toda la vida. Ahí hice mi Primera Comunión
vestida de monja y tantas otras cosas, pero
¡ni modo!, ya no había nada qué hacer.
Me inscribieron en otro colegio, dizque muy
bueno, según las recomendaciones; nuevo, se
inauguraba ese año; también de monjas. Recuerdo
una casa en el cruce de dos calles, en la pura
esquina. Te imaginas lo que sentí cuando entré
a esa casa y la recorrí toda, ¡sólo dos salones
espantosos!, después de haber estado en un colegio
que abarcaba dos cuadras. ¡Me quería
morir!, pero ya no se podía dar marcha atrás.
Empezó el ciclo escolar. Resultó que en ese
colegio se habían inscrito todas las alumnas que
habían sido expulsadas de otros colegios de la
ciudad; así que el alumnado lo formábamos todas
las expulsadas, y a la vez conocidas, porque
nos veíamos en las mismas fiestas, en las
mismas reuniones y en el mismo club; así que
¡el relajo que se armó! En todo el año no nos
pudieron controlar.
Recuerdo que había una monja enojona,
escandalosa y amargada y que cuando llegó el
día de su cumpleaños se me ocurrió que entre
todas las compañeras de mi salón le hiciéramos
tres pasteles de chocolate, cubiertos con betún
revuelto con un laxante fuertísimo. ¡La monja
andaba que ya se iba por el excusado! Se puso
mal y nos asustamos; era obvio, nos cacharon.
Pero ¡santo remedio!, a todas nos aprobaron ese
año y cerraron el famoso y horrendo colegio.
Ya sabrás la regañada que me dieron mi mamá
y mi abuelito. En esa ocasión el abuelo sí me
dijo que me había pasado de lista.
Me fui a otra escuela. Ahí conocí a un muchacho
que llegó a ser mi novio, con quien no
me dejaban andar. Curiosamente se llamaba
igual que mi primo, a quien por costumbre familiar,
al nacer, me habían designado como prometido
oficial para casarme. Te hablaré de él
en un capítulo aparte.
Cuando entré a esa escuela, tuve que tomar
un año de clases intensivas y audiovisuales en una
institución privada para la enseñanza del idioma
francés. Ahí conocí a las hijas del Goberna24
dor. Fue lógico que nos hiciéramos amigas, por
la amistad que había entre el Gobernador y mi
tío abuelo.
En una ocasión nos invitaron a un certamen
de belleza en el hotel Camino Real: obviamente
mi mamá no me permitió ir, y a mis amigas
tampoco; pero aun así, nos la averiguamos y nos
fuimos. En ese entonces yo ya andaba de novia
con Juan Carlos —el que fue mi esposo—. Todo
iba muy bien hasta que al llegar nos escogieron
como parte del jurado y aceptamos sin pensar
que el evento iba a ser televisado. ¡Por supuesto,
nuestros papás se dieron cuenta de que estábamos
ahí! Cerca de la una de la mañana salimos
del certamen y nos concentraron en mi casa,
ahí se encontraban los gobernadores y mi mamá
¡qué horror! Nos pusieron una buena. Nosotros
no sospechábamos que tenían pruebas y tratábamos
de salir del problema; pero cuando nos
pusieron el video del certamen y nos vimos ¡qué
susto! Así como esto, vivimos juntas muchas
otras aventuras, que te las iré narrando.
Aprovechando la posición de hijas del Gobernador
nos íbamos en helicóptero a la playa
y luego a las montañas o al bosque, todo el mismo
día: ¡qué locura! Ellas eran muy inocentes,
no sabían que siendo hijas del Gobernador tenían
muchos privilegios, como lugar especial
en el estadio de futbol o palco en el Teatro Principal.
Yo ya tenía experiencia porque también
fui amiga de los hijos de otros gobernadores.
Así fue que yo sabía de estas artimañas, siem25
pre tuve la suerte de ser amiga de las hijas o
hijos de los gobernadores por mi tío abuelito.
La mayoría eran unos chicos prepotentes;
ponchaban las bananas (flotadores jalados por
una lancha), descomponían los jet-sky: eran un
desastre.
Empezó otra etapa de mi vida, la más importante
y definitiva; un nuevo colegio, mixto.
Mi primer problema fue que yo había perdido
un año y ahora mis compañeras estaban ¡todas
de pañales! Muchas otras cosas viví antes de
esto, pero conforme pasen las letras y las hojas
te las iré platicando.
Ingresé al segundo de secundaria. No tengo
vergüenza; era la tercera vez que lo cursaba.
El nuevo colegio era muy grande, cerca de un
centro comercial. A la hora del recreo nos íbamos
a comer algo, o a pasar el rato. Yo seguía
de novia del muchacho a quien no me permitían
ver y para forzarme a dejarlo, me mandaron
a Canadá; pero ni así lo lograron —te digo
que soy terca—. Entonces empecé a salirme en
las horas de clases y me iba con él. Tenía un bochito
amarillo que nos llevaba por ahí ¡bien padre!
Alrededor de la una y media me regresaba al
colegio, porque mi mamá llegaba por mí a las
dos en punto. Todo marchaba muy bien, nunca
nos cacharon a pesar de que a mí me vigilaban;
de una u otra manera me las ingeniaba. Yo tenía
entonces quince años. Empezaron los problemas
entre nosotros porque no podíamos ir
juntos a las fiestas, y él no quería que yo fuera
sin él. En algunas ocasiones sólo nos veíamos
de lejos. Varias veces nuestros dizque amigos
nos decían: “Ustedes bailen, o si se quieren ir a
otro lado a platicar, por nosotros no hay problema”;
pero al final nos acusaban con mi abuelo
o con mi mamá. Según ellos sólo para quedar
bien con ellos. Ya te puedes dar una idea de lo
limitada que me tenían (hasta el teléfono de mi
recámara estaba intervenido). Todo esto fue
mermando nuestra relación hasta enfriarla. Yo
tomé la decisión y terminé con nuestro noviazgo,
aunque él se oponía. Empecé a salir con más
muchachos, pero él me seguía. Si íbamos en
carro, él llegaba en el suyo y nos chocaba. Era
un relajo, peleaba con mis amigos como si yo
fuera de su propiedad; se daba de golpes en lugares
públicos, me jaloneaba, me amenazaba,
total que nunca podía salir a ningún lado porque
armaba semejantes espectáculos.
Por ahí existía un muchacho joven muy
guapo, bueno para los golpes, que traía a todas
las muchachas de la sociedad de cabeza. No se
me hacía conocerlo; sólo sabía que andaba en
un carro Montecarlo americano rojo con blanco,
precioso. En un rally del colegio iba a competir
mi ex novio, y yo estaba ahí. Llegó a pedirme:
“¡Quiero que seas mi copiloto!” Pero lo
ignoré. Me acompañaba con las hijas del Gobernador
y, ya sabrás, su escolta y la mía nos
daban dizque mucha seguridad. El lugar estaba
completamente lleno, así que las personas que
me cuidaban no se daban por enteradas de lo
que estaba pasando... Enojado me agarró fuerte
del brazo y me dijo: “¡Te subes o te subo!” Y en
eso un muchacho guapísimo alto, fornido, se
volvió y lo jaló del cuello advirtiéndole: “O la
dejas en paz o aquí vas a valer madre tú y tu
porquería de carro.” Yo noté que le dio miedo y
se fue. Este muchacho me preguntó: “¿Estás
bien?” “Solamente un poco apenada”, porque
se había dado cuenta de mi situación. “Lo hice
con mucho gusto, y te aseguro que ya no te va a
molestar.” Un jalón nos hizo que nos retiráramos
—mis amigas y yo— pues estorbábamos a los
carros que ya iban a arrancar. Sólo alcancé a
escuchar el grito del muchacho que me preguntaba:
“Oye, ¿cómo te llamas?” Le grité:
“¡Andrea, bye, y ¡gracias!”
Como a las tres semanas me salí del colegio
temprano, cerca de las ocho de la mañana,
porque no tenía clases y me hice la pinta. Me
fui al centro comercial. Recuerdo que estaba
completamente solo y oscuro. Busqué un teléfono
para hablar con una amiga. Ella tenía una
boutique ahí, del lado del estacionamiento, en
la planta baja. Le pedí: “No seas mala, ya vente
a la tienda para meternos ahí. No voy a entrar a
ninguna clase. No te tardes que esto está muy
solo y oscuro.” Ella me animó: “Ahorita voy;
espérame afuera de la tienda.” Me senté en la
banqueta a esperarla. En eso estaba, cuando pasó
frente a mí una camioneta Nissan amarilla con
dos muchachos, que se me quedaron viendo
—la verdad, me dio miedo—. Circularon y vol28
vieron a pasar frente a mí. El que manejaba me
preguntó: “¿Por qué estás tan sola... no te da
miedo?” “No ¡para nada!”, contesté. Su compañero
me reconoció porque me preguntó: “¿Tú
tienes un Mustang rojo con el techo blanco?”
“Sí, ¿por qué?” “¿Y vives en tal calle?” “A qué
vienen tantas preguntas.” “Te llamas Andrea ¿o
no?” “¿En dónde me conociste, por qué sabes
tanto de mí?” “No te acuerdas del rally del colegio.
Te estaba molestando tu ex novio y yo lo
puse en paz.” “Discúlpame que no te reconocí
y gracias por esa acción. Pero por qué sabes
tanto de mí.” El muchacho que manejaba contestó:
“Ni te imaginas lo que sabemos de ti. A
mi amigo cuando le interesa algo, lucha hasta
que lo consigue.” “¡Uy! Pues qué aferrado. Y a
propósito ¿cómo te llamas?” El que manejaba
respondió con su nombre. “No, tú no, él”, le
dije apuntando a su compañero. Entonces contestó:
“Yo me llamo Juan Carlos, para servirte...”
Y yo estaba que se me caía la baba. ¡No lo
podía creer! Pensé, espérate a que sepan mis
amigas a las que se trae botando, y él ni las voltea
a ver; se van a morir de coraje. Nos despedimos
y como mi amiga nunca llegó, me regresé
al colegio. Era miércoles, me fui a mi casa
feliz porque al fin lo había conocido.
Poco después, llegó un amigo compañero
de montar a invitarme a una fiesta en su casa
para el siguiente sábado. Me entregó cuatro
boletos: “Puedes invitar a quien quieras, pero
no lleves pareja porque quiero bailar contigo.”
Rectificó: “No te creas. Si quieres lleva pareja;
pero si no, mejor.” “Gracias. Pediré permiso y
si me dejan, ¡claro que voy!”
El jueves llegando del colegio, a la hora de
la comida, recibí una llamada telefónica. “Seño,
es para usted, un amigo.” “¿Quién eres?”, contesté.
“Adivina”, me sugirió. “No, pues no sé.”
“Ni te imaginas, pero te voy a dar una pista. Mi
nombre empieza con J.” Yo ni en cuenta, comencé
a darle nombres que empezaban con esa
letra, Jorge, Jaime, José y él a contestar que no,
así hasta que: “No. No puedo creer que tan pronto
se te haya olvidado mi tono de voz...” En eso
le digo: “¿Juan Carlos?” “Ya ves que sí te acordabas.”
Con el vidrio roto que cubría la mesita
del teléfono me rebané el codo, y un buen pedazo
de piel. Salía sangre a lo bruto, pero yo
feliz a brinque y brinque de emoción del gusto
de oír al famoso Juan Carlos. En eso mi abuelita
me ponía plastas de vinagre para detener la
sangre, y yo no colgaba. ¡Cómo iba a colgar!
Del otro lado él me preguntaba: “¿Por qué se
oye tanto ruido, como que hay mucho relajo
ahí?” Yo aseguraba: “No, no pasa nada.” “¡Te
invito a una fiesta el viernes a las diez!” “No
mejor yo te invito a otra fiesta pero el sábado.”
“¿En dónde?” “En la casa de un amigo mío.”
“¿Puedo ir a recoger el boleto?” Y yo muy digna:
“No, mejor nos vemos en la fiesta a las diez
en punto y entramos juntos; pero te advierto que
yo soy muy puntual. Si no llegas en punto, yo
entro sola con mis amigas.” “¿En verdad eres
muy puntual?” “Tú lo vas a comprobar ese día”,
le contesté. Colgamos y yo quedé malherida.
Compré ropa, zapatos y accesorios. Si me hubieras
visto, andaba loca de felicidad. Gozaba
diciéndome: no le voy a platicar a nadie quién
va a ir conmigo a la fiesta para que se queden
sorprendidas.
Llegó el ansiado sábado glorioso y nos fuimos
a la fiesta. Llegamos como a las nueve cuarenta
y cinco, pero dieron las diez y él no apareció.
Entré furiosa, recalé con todo el mundo,
anduve de muy mal humor. Lo bueno fue que a
nadie le había dicho quién iba a dizque llegar.
Después de un rato me sacó a bailar mi amigo
el de la fiesta; me sentí a gusto y se me pasó el
rato rápido. Hasta nos aventamos a la alberca.
Así que ya sabrás cómo salimos de la fiesta,
todos empapados con la ropa pegada al cuerpo.
Y ándale que yo fui la primera en salir y que
veo a Juan Carlos recargado en la puerta de su
carro con una cara de pocos amigos. Me acerqué
y me dijo: “Llegué a las diez quince. Puedes
preguntarle al policía de la puerta; él sabe
porque yo le pregunté por ti y me indicó que
acababas de llegar, y yo le advertí: ¡pues aquí
la espero! Ya vi que de verdad eres puntual —me
dijo con tono irónico—. Se ve que te la pasaste
muy bien” “Sí, de la que te perdiste. Si hay otra
fiesta, ojalá llegues puntual.” “No, para la otra yo
voy a ir por ti a tu casa”, aseguró. Quedamos de
vernos al siguiente día a las siete de la noche en
mi casa y así fue como empezó mi relación con
mi futuro esposo.
Como amiga de las hijas del Gobernador,
ya sabrás que no estaba en paz en mi casa y
nunca llegaba puntual para checar y Juan Carlos
se molestaba. Todas mis amigas y yo viajábamos
en el mismo coche y traíamos doble escolta;
eso llamaba mucho la atención y él no lo
podía soportar. Hasta que un día que veníamos,
mis amigas y yo, en mi carro con la doble escolta,
al pasar por un café que estaba de moda,
nos vieron unos amigos míos y dos de mis ex novios.
Nos siguieron en motocicletas, y ya te
imaginas qué escándalo se veía. Nosotros en mi
carro, atrás dos carros Maverick que eran las
patrullas escolta y detrás seis motos enormes.
Íbamos llegando a mi casa y Juan Carlos estaba
parado en la puerta esperándome. Nos vio pasar
y alcanzó a reconocer a mis dos ex novios.
No me dio tiempo ni de abrir la boca para explicarle
que no venían conmigo, sino que venían
a conocer a las famosas hijas del gober. Se
fue furioso y a los cuarenta minutos me habla
por teléfono y me reprocha que si yo creía que
me iba a burlar de él, que estaba loca y, además,
que no se iba a prestar para hacer el ridículo
con todos, porque la gente sabía que yo había
sido la novia de esos dos muchachos, y que
nadie iba a creer que iban con el interés de cotorrear
con mis amigas, porque ellas parecían
gatas —así me comentó—, rancheras y corrientes
y que ni modo que se fijaran en ellas. Era
obvio que querían hablar conmigo.
Me quedé sin amigas, porque solamente me
traían problemas. En una ocasión una de ellas
cumplió años y le hice una pequeña reunión en
mi casa. Obviamente le avisé a Juan Carlos, advirtiéndole
que éramos puras mujeres, como era
realmente mi idea. Cuando entró la tarde, empezaron
a llegar las invitadas, cada una con su
amigo. ¡Te imaginas el susto! Y yo sin poderle
hablar a Juan Carlos. No estaba en su casa.
Transcurrió media tarde y llegaron conmigo a
comentarme que habían visto a Juan Carlos con
alguien en el centro comercial. Me dio tanto
coraje que me fui con un amigo en su moto por
una gran avenida y nos encontramos a Juan
Carlos con un amigo; venían de arreglar un coche.
Imagínate —como él era— ¡que me baja
de la moto a media avenida! Se me rompió el
pantalón, me subió al carro y me llevó a mi casa.
Obviamente habló con mi mamá preguntándole
si ella había dado permiso para eso. Mi
mamá ni cuenta se había dado que yo me había
salido de la casa. Como es de suponerse, le dio
la razón a Juan Carlos y me fregaron a mí. Él
supo cómo hacerle para ganarse la confianza
de mi mamá.
Un día Juan Carlos fue al colegio por mí;
me hice la pinta con él. Nos fuimos a pasear y
luego fuimos a tomar un refresco. Me regresó
al colegio a la una y media, según él tanteando
que mi mamá no se diera cuenta y todo salió bien.
Resulta que cuando llegó por la tarde a mi casa,
delante de mi mamá me preguntó: “¿Qué tal
nos la pasamos? Platícale a tu mamá a dónde
fuimos, mientras ella creía que tú estabas en el
colegio.” Yo me quedé helada; no entendía qué
estaba pasando. Luego supe que lo hizo adrede
para que mi mamá y mi abuelo me sacaran del
colegio; para que yo no tuviera contacto con
nadie y tenerme segura en casa. Así sucedió, él
se salió con la suya, me sacaron del colegio...
¡de haber sabido!
En una ocasión, antes de que nos hiciéramos
la pinta que me costó el colegio, Juan Carlos
traía una moto robada, de esas americanas
chuecas que venden muy baratas. Las autoridades
se la recogieron. Vino a mí para que yo le
ayudara a recuperarla; él sabía que yo podía hacerlo
a través de mi tío abuelito, ya que en otra
ocasión en la que íbamos los dos en la moto
nos bajaron unos judiciales, que no me reconocieron
porque traía el casco puesto. Por suerte
el agente era un ex escolta mío y no nos recogió
la moto. Juan Carlos pasó por mí al colegio
y nos dirigimos a ver a mi abuelo a su oficina.
Eran como las once de la mañana y llegamos a
preguntarle qué podía hacer para recuperar la
moto de Juan Carlos. Mi abuelo nos atendió
muy bien, le habló por teléfono a las autoridades
y nos llevaron la moto hasta ese lugar. Mientras
mi abuelo hacía las llamadas correspondientes,
se me quedaba viendo raro y me preguntó:
“¿Se puede saber qué haces tú a estas horas aquí
debiendo estar en el colegio?” ¡Dios mío, nunca
me acordé de ese pequeño detalle!
Juan Carlos y yo habíamos hecho un trato,
él me conseguiría mi certificado de secundaria
y yo su moto. Yo no fallé, pero él nunca me
cumplió.

Mi prometido oficial,
mi primo

Durante toda mi vida, el hombre al que
siempre he querido, y que me correspondía,
ha sido mi primo lejano, mi gran amor sin
consumar. Nuestros padres estaban de acuerdo
y también toda la familia juraba que él y yo nos
deberíamos de casar, pero era lógico, entre más
nos decían más nos apenábamos, y nos dimos
tiempo. Así fue durante años.
Tuvimos aventuras inolvidables en los viajes
con la familia a las playas, al campo, las
montañas.
Cuando yo me casé, él se puso muy mal.
Me regaló de matrimonio dos copas de plata y me
dijo: “Para que brindes por tu felicidad que dudo
mucho que la logres.” Me dolió porque yo lo
quería y lloré; pero me casé y tuve a mis hijos.
Mientras él no se casaba, a todas sus novias yo
les buscaba defectos. Me daba coraje. Hasta que
por fin llegó a su vida una buena muchacha, a
quien no hallé pretexto, porque también ya era
justo que él hiciera su vida. Un día antes de su
matrimonio me buscó y nos fuimos a tomar un
café. Él me suplicó: “Andrea, divórciate. Toma
la decisión rápido; yo estoy seguro de que no
eres feliz. Quiero a tus hijos como si fueran
míos.” Y era cierto. Él me quería y también a
mis hijos... “Andrea —me volvió a suplicar—
decídete y te juro que no me caso.” Yo me saqué
de onda pero no me animé, le tenía pavor a
Juan Carlos, mi esposo. Sabía que nunca nos
iba a dejar en paz y yo no quería arriesgar a mi
primo.
Al día siguiente, en la boda, yo fui vestida
de negro, con un nudo en la garganta y trataba de
disimular lo más que podía, pero creo que no
pude fingir, porque la familia en vez de saludarme
me daba el pésame, obviamente sin que
Juan Carlos se diera cuenta.
Horror, caos, confusión, música, risas... Mi
primo empezó a ponerse borracho y me sacó a
bailar. Asustada me levanté para que no sucediera
un escándalo. Me apretaba y me decía
cosas en el oído que me inquietaban y me ponían
nerviosa. La gente nos miraba, sobre todo
la familia de la novia, y principalmente mi marido.
Eso me costó una golpiza brutal al llegar a
la casa.
Seis meses pasaron y él me volvió a buscar.
Empezamos a encontrarnos en el banco, en los
centros comerciales, siempre viéndonos y nunca
nos dejamos de querer y de frecuentar. Para
mí él era el ideal y yo para él —lo podría jurar—.
Un día me dio la noticia de que su esposa
iba a tener un bebé. Me dolió, pero me alegré
por él. Pasaron los nueve meses y él y yo nos
veíamos a escondidas, adorándonos. Cuando su
bebé nació, hicimos una fiesta. Todo marchaba
bien, hasta que el bebé se enfermó; era diabético.
Inmediatamente me buscó enojado, renegando
y gritando que si yo le hubiera dado hijos de
seguro habrían nacido sanos, como los míos.
Sentí muy feo. No encontraba palabras para
consolarlo y hacer que ya no se lastimara más.
Al siguiente día le regalé un aparato para que
ellos en su casa le hicieran la medición del azúcar
en la sangre. Se los llevé al hospital, calculando
la hora para que él no se encontrara. Mientras
le explicaba a su esposa el mecanismo para
manejar el aparato, ella no paraba de llorar. De
pronto me interrumpió: “Andrea, tú eres la
mujer ideal para mi marido, lo de nosotros ya
no funciona.” Al querer contestarle —me salvó
la campana—, entró mi primo preguntando por
el niño. “Está en los cuneros”, le contestó ella,
y él me jaló de la mano hacia los cuneros gritándome:
“Míralo, pero míralo bien.” Yo le decía
que estaba precioso. Él me recriminó: “Es
moreno y enfermo, y los tuyos son rubios y sanos.”
En ese momento yo me quería morir de
lo mal que él estaba; no me soltaba de la mano.
En ese hospital los médicos me conocían, yo
no quería que se hiciera un lío de esa visita.
Fue bueno que no se comentó nada y yo salí del
hospital.
Pasó el tiempo, y él se fue acostumbrando
a esa nueva vida, pero siempre me buscaba y
nos seguíamos viendo a escondidas. Él siem38
pre fue bueno conmigo. Cuando yo no podía
pagar las tarjetas de crédito, me las pagaba sin
condiciones ni presiones. Nos queríamos mucho,
hasta la fecha yo lo extraño, y creo que él
también a mí. Dicen que él ya no es el mismo.
De este lugar le he llamado dos veces, pero no
quiere tomar la llamada. Estoy triste, lo extraño
mucho, me hace más falta que nunca, porque
ya no tengo a mi esposo, a quien también
adoré de otro modo, pero a mi primo sí lo quería.
Yo no era infeliz con mi esposo. No sé qué
sentía por él: me protegía, me cuidaba, me traía
cortita, pero no me amaba. Tal vez yo necesitaba
de su cariño, de mimos ¡qué sé yo!
Hubo gente que me decía: “Mira, Andrea,
si a tu vida llegara un hombre guapo, rico, no te
irías con él; pero si llegara un hombre guapo,
con dinero, normal, atento, cuidadoso, sí te
irías.” Y yo pensaba que esa era mi verdad. Así
que por más que pienso, no sé qué sentía por
mi marido relacionado con el amor. Lo que sí
es que sentía pavor, respeto y algo más... mis
hijos, qué iría a pasar con ellos.
Siempre que escucho esta canción, me lleva
a tratar de entender este sentimiento por mi
marido, tan contradictorio:
De qué te vale callar
Por la mañana fingir
Si tantas noches no viene
De qué te vale soñar
Con ese hombre irreal
Si su desprecio te hiere
Cumplir con tu obligación
De esposa fiel y servil
Dejando a un lado el ser feliz
De qué vale su pasión, hielo en tu piel
Si no te ama, de qué te vale
Si no te ama
Si no te mira al besar
Si no desea tu cuerpo
Si no lo sientes vibrar
Si te consumes por dentro
Si quiebra tu ilusión
Si no te deja salida
Si pasa por tu dolor
Si te encuentras muerta en vida
Si huye de la verdad
Sabiendo que ella sí existe
Si nada puedes salvar
Si la esperanza perdiste
Si no merece tu amor
De qué te vale reír
Frente a todos los demás
Si sólo sufres y lloras
De qué te vale crear
La farsa de un gran hogar
Si tú presientes que él tiene otro más
Temblando por su calor, sin orgullo ni valor
Para arrancarlo de tu alma
Qué puede ser ahora en él
Si pisotea tu amor: si no te ama.
De qué te vale, si no te ama
Si no te mira al besar
Si no desea tu cuerpo
Si no te sientes vibrar
Si te consumes por dentro
Si quiebra tu ilusión
Si no te deja salida
Si pasa por tu dolor
Si te encuentras muerta en vida
Si huyes de la verdad
Sabiendo que ella sí existe
Si nada puedes salvar
Si la esperanza perdiste
Si no merece tu amor
Si no te mira al besar
Si no desea tu cuerpo
Si no lo sientes vibrar
Si te consumes por dentro
Si hiere tu ilusión
Si no te deja salida
Si pasa de tu dolor
Si te encuentras muerta en vida
Si no te mira al besar
Si no mira tu cuerpo
Si no lo sientes vibrar.
Él me gustaba, era de buena familia, en
la que no había ningún problema porque
yo anduviera con él. Era muy buena persona,
guapo y atento conmigo; se ganó mi confianza.
En una ocasión hubo una carrera de motos
en la que participaba mi compañero de escuela
y me invitó. De hecho mi mamá no me quería
dejar ir; le rogué y por fin me dejó, por eso llegué
tarde a las carreras. Yo iba con mis amigas.
Al ir llegando al campo, me caí; me picó una
avispa en la mano y se me hinchó. Seguimos
caminando hacia la pista, cuando nos dimos
cuenta que llegó una ambulancia, pero yo pensé
que era para la seguridad de los competidores.
El papá de mi compañero me andaba buscando
como un loco, pues su hijo había sufrido
un accidente en el entrenamiento. Un borracho
se le atravesó y por no atropellarlo se fue sobre
una piedra; se golpeó muy fuerte en la cabeza y
en la boca; quedó inconsciente. Su papá me dijo
que preguntaba por mí en el hospital y me llevó
para que lo viera. Mis amigas se quedaron viendo
las carreras. Al llegar al hospital, mi amigo

De mis compañeros
de escuela

estaba dormido y no me vio; posteriormente me
regresaron a mi casa. ¡Ya sabrás el regañadón
que me dio mi mamá por la tardanza y por quien
me acompañó a casa! Ahí me estaba esperando
mi novio; así que me fue peor. El lunes temprano
fui al hospital y me encontré con mucha gente
entre familiares y amigos que me bromeaban,
diciendo que ya había llegado la resucitadora y
que el accidentado no quería hablar con nadie.
Yo le había prestado un anillo mío con una
“A” de brillantes que no se lo podían sacar en
el hospital.
Cuando me vio, estaba hojeando una revista
de carros importados y empezó a alucinar qué
coche le gustaría para que su papá se lo comprara.
Él había sido siempre muy sencillo y no
me explico por qué cambió tanto: se hizo sangrón,
prepotente, como nunca. En el transcurso de las
idas al hospital, me regresó mi anillo, porque
ya mi mamá me lo estaba pidiendo, y yo se lo
pedía asegurándole que alguien me lo estaba
solicitando, para que dejara de presumirme. De
todo esto tuve un buen pleito con mi novio, pero
se le pasó y seguimos siendo novios.
También conocí a un muchacho muy guapo
al que yo le gustaba, y él a mí también, pero
teníamos la misma edad y yo prefería a los
muchachos un poquito más grandes que yo.
Pasaron los años, y cuando yo ya estaba casada
y con mi bebé recién nacido, fuimos mi esposo
Juan Carlos y yo a un lugar de descanso a pasar
el Año Nuevo. Teníamos mucho que no salíamos
 de la ciudad, porque mi tía, hermana de mi
mamá —y casi mi mamá— se enfermó de cáncer
y estaba muy mal. En plena fiesta Juan Carlos
estaba tomando y cuando se levantó al baño,
en ese momento, se me acercó mi antiguo compañero,
igual de guapo que cuando lo conocí
en la escuela. Iba con su novia. Ahora llevaba
barba y bigotes. Se puso de cuclillas y recargó
sus codos en mis piernas, y me estaba preguntando
por mi esposo y mi bebé; deseaba conocerlos.
En eso estábamos, cuando veo de reojo
a mi esposo que venía del baño furioso. No alcancé
a decir nada; lo levantó del cuello y le
dio un golpe que le tiró un diente.
Me casé cuando tenía diecisiete años
y aunque estaba chica, yo fui con la mentalidad
de ser una buena ama de casa, una señora
normal. Por un lado pensaba que ya no tenía
que pedir a nadie ningún permiso para hacer lo
que yo quisiera, lo normal de una señora, pero
todo se terminó en la noche de bodas. Esa noche
él me dijo cómo iban a ser las reglas del
juego, me puso las cartas sobre la mesa. Yo me
quedé sorprendida y a la vez con la esperanza
de que, como en ese momento estaba borracho,
no sabía lo que decía.
Nos fuimos de viaje de novios; pero él viajó
como soltero. Me dejaba en el cuarto del hotel,
mientras bajaba al bar. Yo no me atrevía a
seguirlo por miedo a que se fuera a molestar.
Todo nuestro viaje de bodas fue así; sexualmente
no era amor lo que me daba, sino violaciones y
salía del cuarto y no regresaba hasta tarde. Yo
me sentía utilizada. En el viaje de bodas me
embaracé.
El regreso a México, a casa, fue un descontrol,
porque vivíamos con mi mamá. Así que él salía
de la casa y regresaba cuando le venía en gana.
Se la pasaba borracho, yendo a discotecas; mis
amigas lo veían, mientras yo me quedaba encerrada
en casa, engordando por mi embarazo. Yo
me sentía gorda, fea, indeseable... llegué a pensar
que él no me quería, porque no le importaba
hacerme pasar malos ratos estando embarazada.
Pasado el tiempo se nos ocurrió poner un
departamento a una cuadra de la casa de mi
mamá. Yo tenía la esperanza de que sería sano,
ya que él tendría responsabilidad y sentiría el
pendiente de dejarme sola, pero todo fue inútil.
El departamento se encontraba en un cuarto
piso. Lo arreglé todo y lo dejé muy bonito;
aunque para mí fue muy pesado tanta escalera
y tantos kilos encima. Él no tenía buenas ideas
para decorar, pero en eso me respetó y lo arreglé
a mi gusto.
Unos días después de que todo estaba listo,
me encontraba en casa de mi mamá, esperándolo.
En el reloj dieron las once, las doce, la
una. A las dos de la mañana me di por vencida
y decidí regresarme sola al departamento. Me
fui caminando y cuando llegué Juan Carlos se
encontraba ahí dormido... Yo no le importaba,
se veía que yo no le importaba, ni siquiera me
pidió disculpas; él sentía que no había pasado
nada. Yo me moría de tristeza... y cada vez más
gorda. Así me la pasé todo mi embarazo.
Un día mi tío abuelito le dijo a Juan Carlos
que no teníamos necesidad de pagar renta, si en
mi casa sobraban los cuartos y que aparte hacía
falta un hombre, pues vivían con él puras mujeres,
que regresáramos a vivir con ellos. Juan
Carlos siempre hacía lo que mi abuelito le decía
y aceptó. Nos regresamos dejando puesto el
departamento, ya que teníamos pagados dos meses
de renta por adelantado.
En esos días nació nuestro bebé. Todo era
felicidad y también fue mi esperanza. Pensé que
con la responsabilidad del niño dejaría de tomar
y de andar con sus amigos como si fuera
soltero, pero cada vez nuestra situación empeoraba.
Como a la semana de haber tenido a mi
bebé, Juan Carlos se fue al departamento y de
ahí llamó por teléfono a mi mamá y le dijo que
necesitaba verme con urgencia; estaba borracho.
Dejé al niño con mi mamá y me fui caminando.
Cuando llegué, la puerta estaba abierta
y él se encontraba sentado en la sala, sucio y
mal vestido —nunca supe dónde había estado—.
Cuando se levantó, se me fue encima a besarme
como un loco, tan brusco que me lastimaba,
hasta que logró lo que se proponía. Me dolió
hasta el alma, apenas ocho días antes había dado
a luz. Se levantó como si nada hubiera pasado
y me ordenó que fuera por el niño mientras él
se bañaba; pero en el departamento ya no había
jabones, ni toallas, ni mucho menos champú.
Se enfureció y me dio una cachetada: “¡Vámonos
a la casa de tu madre! Yo no sé por qué
acepté regresar a vivir allá.”
Ya en casa de mi madre él se comportaba
como si nada, y yo también; porque yo no quería
que nadie notara su forma de tratarme.
Todos los sábados me quedaba plantada; ya
ni siquiera porque se fuera con sus amigos sino
que, como trabajaba en el negocio de la familia,
se la pasaba con los empleados y las secretarias.
Fue cambiando, cada vez peor: costumbres,
vocabulario, ideas. Y así seguimos.
Durante mi embarazo, mi tía se encontraba
en la fase terminal de un cáncer. Ella me prefería
para sus curaciones y para tomar el medicamento;
así que yo no podía apartarme de su lado.
Fue la única que se dio cuenta de cómo me trataba
Juan Carlos, aunque no de que me golpeaba.
Cuando nació mi hijo, para ella fue lo más
bello que pudo haberle ocurrido. No se separaba
de él, con él dormía, con él comía. Antes de
confiar en dejárselo, consulté con el pediatra
para preguntarle si el cáncer no era contagioso
para mi niño. Me aseguró que no y por eso lo
hice. Juan Carlos no puso objeción, al contrario
me apoyó. Le retiramos al bebé cuando ella
misma lo pidió porque ya no lo podía abrazar;
ya no tenía fuerzas. Juan Carlos quería mucho
a mi tía, porque cuando ella murió, lloró ¡yo no
lo podía creer! Juan Carlos llorando.
Mi tío abuelo le dio a Juan Carlos un nombramiento
muy importante, supervisaba la casa
matriz del negocio y todas las sucursales. Ese
puesto fue su primer escalón —nunca imaginé
hasta dónde llegaría—.
En su trabajo era muy cumplido, puntual e
inteligente. Logró que toda mi familia y la gente
con la que tenía contacto lo quisieran; lo admiraran.
Me daba gusto, pero ¡por qué era así
conmigo! Yo nunca le hice nada, ni lo contradije;
llegué hasta a arriesgar mi vida por ir con él
en el carro cuando se encontraba muy borracho.
Sabía que nos arriesgábamos y también que
podíamos matar a otras personas.
Él era muy prepotente y mi abuelo le dio
un permiso para portar armas. Fue lo peor que
pudo haber hecho. Con el arma se sentía como
un dios.
Las personas que nos conocían se daban
cuenta de cómo me trataba, pero nadie se atrevía
a decirme nada, les daba miedo. Tal vez también
porque no me querían hacer daño. Ahora
pienso ¡por qué no se atrevieron! Hubieran intervenido
en mi vida a tiempo. Con un pequeño
apoyo, me hubiera divorciado y no estaría aquí
en esta situación tan horrible.
Fueron quince años de matrimonio, de tolerar
violencia, agresiones y dolor; no sólo a mi
persona, sino contra mis hijos. Hasta que un día
alguien me propuso que le diéramos un escarmiento,
y ordené que le dieran una golpiza. Esa
persona lo mató... ¡Creí volverme loca!
Me llevaron a Averiguaciones Previas y ahí
me torturaron mentalmente y declaré que yo
había estado de acuerdo en que lo golpearan;
pero nunca hablamos de matarlo. Hasta ahí me
enteré que lo encontraron muerto dentro de la
cajuela de mi carro. ¡Sentí una sensación de vómito!
Ya no me dejaron salir. Mi suegra nunca
quiso hablar conmigo, oírme, no le importó mi
verdad. No me dejaron hablar: se dejó llevar
por el poderoso dinero. Ella me hundía, seguía
haciendo escándalos y teatros, como sabe hacerlos,
sin comunicarse conmigo. No me dio
oportunidad y de ahí me llevaron al Penal de
Mujeres. Con toda la incredulidad de mis treinta
y cinco años.
A mi mamá le presentaron a unos abogados
que aparentaban ser los mejores. Sacaron a mi
familia de mi casa y se tuvieron que ir fuera un
año y tres meses. Yo aquí... sola sin ver a mis
hijos... ¡qué injusto!
Me sentenciaron a treinta y cinco años. Los
abogados se revocaron con nombres de otros abogados
que ni existen. Yo le explicaba a mi mamá,
pero ella no me hacía caso. Fue engañada, la
robaron y se gastaron todos los recursos para
que yo pudiera salir de aquí. Sucedieron situaciones
raras y hasta estos abogados quemaron
documentos y mis fotos de recuerdos. ¡Un desastre!
Yo no tuve la defensa adecuada; todo se
fue a la deriva. Ahora que tengo un nuevo abogado
estamos juntos buscando una luz para po49
der salir de aquí. ¡Que Dios permita que se pueda
hacer algo!
La vida en el Penal es horrible; presionante,
monótona, triste. Estás sola y sufres. Tengo
buenas compañeras con las que me identifico,
y nos queremos.
¿Sabes? En los últimos meses de vida de
mi esposo, no andaba por buenos caminos; se
estaba metiendo en negocios chuecos con amistades
raras de México. Cuando yo le preguntaba:
“¿Gordo, a dónde vas?” Me contestaba que
a mí no me importaba. Ya en la Penal, esos “amigos”
vinieron a pedir mi expediente para investigar
si yo los había nombrado de alguna forma.
Juan Carlos sufría de depresiones nerviosas
tremendas. Tenía delirio de persecución que
se agravaba cuando bebía. Te juro que llegamos
a pasar meses encerrados en el cuarto porque
a él le daba miedo todo. Para comer, nos
tocaban la puerta y luego pasaban la comida.
Yo no lo podía dejar solo porque se podía hacer
daño, aunque le aparté todo con lo que se pudiera
lastimar. Nunca lo dejé, aunque recibía
fuertes golpizas cuando se desesperaba. A veces
me pedía perdón arrepentido como un niño
indefenso. Salimos de esa temporada de encierro
y después, cuando iniciaba otro periodo de
desesperación, preferí llevarlo al hospital; ahí
las enfermeras me ayudaban a cuidarlo.
En una ocasión que le entró la desesperación,
mucho frío y temblor, me hizo que lo llevara
al hospital. Estábamos ya en pijama, y no
me dio chance ni de cambiarme. Y así me la
pasé seis días sin bañarme, ni cambiarme de
ropa, porque él —pobre— no me soltaba la
mano. Esa vez nos quedamos en el hospital por
trece días, y cuando lo dieron de alta y ya íbamos
saliendo del hospital, no se quiso subir a la
camioneta. Nos regresamos y permanecimos en
el hospital cuatro días más.
Sin embargo, ayudados por su psiquiatra íbamos
saliendo. Juan Carlos tomaba un medicamento
que se llama Ludiomil, un antidepresivo,
pero empezó a abusar de él. Como consecuencia
pedía comida a todas horas; día y noche comía
donas y chocomiles. Se puso muy gordo;
no le quedaba su ropa; tenía que usar solamente
pants. Posteriormente, le dieron tres ataques
horribles, como epilépticos. El primero le dio
durante una comida con gente importante de la
política. Juan Carlos había sido designado para
un puesto público muy importante. Cuando sucedió,
me asusté muchísimo; nos llevaron en
ambulancia al hospital. Tardó tiempo en recobrar
el conocimiento. Cuando se sintió mejor,
nos regresamos a casa. Su médico nos informó
que el ataque fue ocasionado por el abuso del
Ludiomil.
Regresamos a que Juan Carlos tomara la
responsabilidad de su cargo. Poco tiempo después
empezó a sentirse mal; otra depresión muy
fuerte y decidió renunciar. Su superior no le
aceptó la renuncia y le dio una licencia por cinco
meses. Juan Carlos no mejoraba, pensando
que tenía que regresar a cumplir con esa responsabilidad
tan grande. Insistió hasta que le
aceptaron su renuncia. Yo me desilusioné. Me
sentí mal de no haber podido ayudarlo. Esa enfermedad
es tremenda. No me gustaría llegar a
pasar por ella... Y ahora en este lugar en el que
estoy, me siento a punto de sufrirla... yo sé cómo
empieza... yo sé, y así me siento.
Aunque a mis hijos siempre traté de
protegerlos, de todas formas el mayor
siempre resultaba culpable de todo, no comía
bien, porque Juan Carlos lo obligaba al extremo
de hacerlo vomitar, desde que tenía dos años
—era tan triste— y yo sin poder hacer nada.
Juan Carlos empezó a emborracharse y me
telefoneaba advirtiéndome: “No quiero que los
niños me vean así. Voy a llegar hasta que ellos se
hayan dormido.” Bueno, en este sentido no era
tan malo. Después, ya no le importó nada, únicamente
que los niños no se dieran cuenta. Contrariamente,
llegaba cayéndose de borracho y
los despertaba a gritos: “¡Ya llegó su padre!”
Aclarándome que lo hacía para que sus hijos
vieran que sí llegaba a dormir a casa.
Un día mi hijo menor le preguntó por qué
la cama de nosotros estaba tendida. Al principio,
no sabía qué contestar, hasta que acordándose
de mí le argumentó: “Es que tu madre, en
lugar de venirse a acostar, me espera despierta
tirada en la alfombra; como si eso sirviera para
que yo llegue más temprano.”
En otra ocasión —la de su peor descaro—
me llamó por teléfono avisándome que llegaría
a comer para que lo esperara. Feliz arreglé la
mesa, calenté la comida y dejé todo preparado:
eran como las dos de la tarde. Me fui al mezzanine
a esperarlo. Llegaron las tres, cuatro, cinco, seis
de la tarde cuando sonó el teléfono. El mesero
de un restaurante me informaba que Juan Carlos
se encontraba ahí comiendo con una mujer
y bastante borracho, que si yo podía ir por él.
¡Por supuesto que no! Casi llorando le di las
gracias. Me sentí mal; muy mal, la mujer más
despreciada del mundo. Fingí tranquilidad, hasta
no poder más. Eran como las ocho de la noche,
cuando volvió a telefonear. Apenas comprendía
sus palabras atropelladas de borracho: “Ten
a los niños listos porque voy a pasar por ellos
para llevarlos a la lucha libre.” “En ese estado
no puedes manejar y menos con los niños”, le
reclamé. Se enfureció amenazándome: “O los
tienes en la puerta, o me paso por ellos.” “Está
bien, les voy a decir que vienes.” Fui a buscarlos
para decirles que su papá venía por ellos
para llevárselos a las luchas. Ellos se pusieron
felices esperando a su padre. Llegó Juan Carlos
y los niños corrieron al carro y se fueron. Yo
me quedé con un pánico y una angustia que me
dolía el corazón. Dieron las diez, hora en que
finalizaban las luchas y ellos no llegaban.
Fueron llegando como a las doce y media
de la noche. Salí a recibirlos, pero él ya había
arrancado, sólo los dejó en la puerta y se fue. El
más pequeño llegó con unas máscaras de luchador;
en cambio, el mayor venía triste, callado,
a punto de llorar. Subieron a su cuarto pero
él no podía dormir, hasta que por fin me dijo:
“Mami, mi papá llevó a otra muchacha y la abrazaba
y la llamaba como a ti ‘gorda’, pero cuando
se daba cuenta de que no eras tú, la aventaba
muy feo.” Me quedé helada, no sabía qué decir
ni qué hacer. Mi hijo observó que no lloré, aparenté
que no me importaba y así se quedó dormido.
Bajé al mezzanine, y como a las tres de la
mañana —no me importó la hora— llamé por
teléfono a un amigo de la familia, abogado, para
pedirle que si me apoyaba para divorciarme...
me respondió rotundamente que no, que mañana
ya estaría más tranquila. La verdad es que a
mi esposo le tenían miedo. Así, no conseguí
nadie que me ayudara. Cuando Juan Carlos se
dio cuenta de que alguno de los niños me había
platicado lo de la mujer en las luchas, enérgico
y enojado los castigó exigiéndoles que escribieran
dos mil veces la oración: “No debo ser chismoso.”
Los niños cansados tuvieron que terminar,
pues él estaba ahí parado con el fajo en la mano.
Como puedes ver, mis sueños de un matrimonio
feliz, se hicieron nada. De un de repente,
me vi ahí en esa realidad dura, con dos hijos
que adoro y que son mi vida.
Cuando Juan Carlos quiso dejar de beber,
llegó muy contento con unas pastillas y me las
mostró: “Mira Chaparra, son para dejar de be54
ber vino. Me las voy a tomar. Ya no quiero volver
a beber, la estoy regando y feo.” “¿Pero no
son peligrosas?”, le pregunté. “No, no lo son.
Quiero que hagamos un trato. En este cartón
vamos a escribir que me voy a tomar las pastillas.
Tú me las vas a dar una cada día. ¿Estás de
acuerdo? Fíjate bien —me insistió—, si tú ves
o notas que yo ya no me las puedo tomar, entonces
me las mueles y me las hechas en un
chocomilk o en la sopa, en donde sea; pero no
me las dejes de dar... Tú eres la responsable. Si
yo vuelvo a tomar me vas a tener que dar cien
mil pesos y si logramos que yo ya no tome; entonces,
te los doy yo ¿qué te parece?” Yo asentí
y firmamos sobre el cartón. Empezamos muy
bien. Él me pedía la pastilla y yo se la daba.
Después yo se la daba aunque no me la pidiera.
En el desayuno, él se la tomaba. Unos días después
empezó a querer esconderla debajo del plato
para después tirarla y yo se la volvía a poner;
pero se encolerizaba. “¡Chingada madre! Qué
lata das...” Yo sentía feo, pero me aguantaba
porque había hecho un trato. Días después, él
prefería salir a desayunar fuera. Pero yo seguí
obedeciendo y cuando llegaba a comer o a cenar
se la ponía molida; al fin que yo sabía que
era una pastilla inofensiva, ya lo había consultado
con un doctor: era sólo para que dejara de
beber alcohol. Pasaron veintidós días y se fue
temprano a bañar al Club (yo segura, le ponía
la pastilla). Como a las ocho suena el teléfono.
Cuando descolgué oí su voz tremenda: “¡Perra
estúpida, pues qué crees, eres una puta asquerosa,
desgraciada! ¡Ya voy llegando a la casa y
me las vas a pagar!” Yo no sabía qué estaba
pasando. Me quedé aterrorizada; no podía ni
pensar qué hacer. A los cinco minutos llegó
abriendo la puerta de un empujón; me agarró
de los cabellos y me subió las escaleras; me lastimó
muchísimo. Ya en el cuarto me golpeó con
brutalidad. No sabía qué pasaba, sólo me di
cuenta que su cara estaba muy colorada; pero
pensé que era del coraje. Hasta que por fin me
gritó: “¡Qué me diste, bestia! Me tomé una manzanilla
en el vapor y me hizo reacción.” Yo le
recordé: “Quedamos que yo te daba la pastilla
¿no?” “No, estás loca; eres una perra.” Jamás
volvimos a mencionar lo del trato firmado en el
cartón. En castigo, además de la brutal golpiza,
me mandó por un mes a dormir a un sofá y sin
dirigirme la palabra —sólo para lo indispensable—.
Para que los niños no se dieran cuenta,
me acostaba cuando ellos ya estaban dormidos.
Tenía que levantarme muy temprano para que
no vieran las cobijas tiradas sobre el sofá.
Te has de preguntar qué pasaba con el
apoyo y predilección de mi abuelo por mí.
Cuando mi abuelo vivía, todos los días temprano
telefoneaba buscando a mi esposo, o mi esposo
a él, para ponerse de acuerdo para arreglar
los asuntos del día, porque desde que me
casé, ellos hicieron una alianza de hombres. Yo
pensaba: algún día va a sonar ese aparato para
avisarnos que mi abuelo amaneció muerto,
siempre lo pensé y tenía mucho miedo. Así pasaron
los años y resulta que no fue como me lo
imaginaba. Un día se sintió mal por la mañana,
despertó con un dolor soportable en el estómago
pero no quiso quedarse a reposar en casa y
así se fue a su oficina a trabajar; tenía una cita
con una persona muy importante. Terminado el
día de trabajo, al salir, el dolor ya se había hecho
más intenso y lo llevaron al hospital. Ahí le
administraron suero para que no se deshidratara
y me llamó su chofer por teléfono. Yo no pude
ir porque estaba esperando a los niños de la escuela;
pero mi marido salió directo al hospital.
Le dieron de alta indicándole que se mantuviera
en reposo. Me fui a un lugar para rentar películas
y le renté cinco películas de Cantinflas
para que se entretuviera. Al llegar a su casa ahí
estaba su hija con su marido, que es médico (no
muy bueno) y que trabaja en el Seguro Social.
Encontré a mi abuelo con el dolor que no lo
podía soportar y se hallaba en la cama acostado
en forma de feto. Casi no podía hablar. Me dijo:
“Hija, habla para que traigan una ambulancia
del hospital y me lleven para ver qué tengo.”
Llamé a la ambulancia con la intención de enviarlo
a un hospital particular; pero su hija se
opuso, ya que su marido era médico y pertenecía
al Seguro Social. Discutimos por un momento
pero el abuelo con voz que apenas se
podía escuchar me suplicó: “Hija, a donde sea,
pero ya.” Comprendí que ella era su hija y yo
nada más su sobrina nieta. No insistí y se lo
llevaron al Seguro Social. Fue de mal en peor.
La gente no paraba de telefonear para saber de
su salud, para ofrecer aviones particulares y llevarlo
a Houston o a Boston, pero nadie me apoyó.
Sufrí mucho al no tener la mayoría de votos
entre sus familiares. A mi tía abuela le faltó valor
para tomar la decisión de llevárnoslo. Si ella
me hubiera apoyado, otra cosa hubiera sido. Dos
meses en el hospital pasamos cuidando que no
entraran ni reporteros ni sacerdotes, para que
no le alteraran su estado de salud. Los médicos
vieron la necesidad urgente de una operación y
nos consultaron; todos estuvimos de acuerdo en
que lo operaran y el abuelo ya no salió de la
terapia intensiva. En los pasillos de ese lugar,
me di cuenta de comentarios familiares hacia
mí, de envidias; los oídos no dejaban de zumbarme.
Sabían que yo era la consentida del abuelo,
así que sus comentarios eran que yo sería
heredera. Hacían chismes groseros e hirientes
en voz alta para que yo los oyera. Cuando entraba
a ver a mi abuelito a terapia intensiva, le
susurraba a su oído palabras de amor y ánimo,
para que no se diera cuenta de lo que estaba
sucediendo. Yo le pedía perdón por no haber
tenido los pantalones suficientes para haberlo
llevado al hospital de mi confianza; y me cuestionaba:
en dónde está la Andrea que tantas veces
deseaste... “hija, si tú hubieras sido hombre”.
Yo no me atrevía ni a verlo. Él se encontraba con sus 
ojos cerrados, inconsciente, comunicado
a la máquina que marcaba el palpitar
de su corazón y cuando yo le hablaba, el monitor
de la máquina se aceleraba. Yo no quería
impacientarlo y entonces callé. Fue triste para
mí todo ese tiempo de pesadilla.
Ese día, desvelados de haber estado en el
hospital hasta las cuatro de la mañana, mi esposo
se fue a su trabajo a las cinco y media y yo
me regresé al hospital. Como a las seis y media
vi llegar una multitud, entre periodistas, políticos,
familiares, amigos, que parecería ya sabían
que su muerte estaba próxima. El abuelo murió
cerca de las nueve de la mañana. Un caos siguió
a su muerte: gente importante de la industria
y la política llegaban a dar el pésame a la
abuela. Yo no me separé de él para nada. Bajamos
por un elevador dos enfermeros, el abuelo
y yo. Nadie más nos siguió; ya no importábamos.
Posteriormente, llevaron a la abuela y a
mi madre a una salita lejos de la prensa. Mi esposo
se las llevó en mi auto a su casa y, por
supuesto, yo me volví a quedar sola. Yo llevaba
la maleta del abuelo con sus iniciales, cargaba algo
de ropa y utensilios para aseo personal que nunca
llegó a utilizar. Bajé la rampa para buscar un
taxi, pero tuve la suerte de encontrar un conocido
que me ofreció llevar a casa. Acepté porque
quería llegar antes que los niños y darles
yo misma la noticia, y que no se enteraran por
los noticieros de televisión. En el camino a casa,
el muchacho me comentó que tenía a su madre
en el mismo hospital enferma y que sentía mucho
lo de mi abuelo; por cierto, a él fue al único
que sentí sincero de toda la gente que me dio el
pésame.
Llegaron mis hijos de la escuela y con verme
la cara y los ojos se dieron cuenta que el
abuelo había fallecido. Lloramos juntos por largo
rato, se pusieron su traje de gala oscuro y
nos fuimos a la funeraria. Ellos fueron los primeros
en hacer guardia de honor a mi amado
tío abuelito y padre por elección.
Vino una pareja de amigos de México. Estuvimos
con ellos paseándolos. Al fin el domingo
por la noche los llevamos al aeropuerto, Juan
Carlos, los niños y yo. De regreso mi esposo
nos advirtió: “Vengo ‘muerto’. Llegando a casa,
no estoy para nadie: me voy a acostar.” Ya en
casa, enfadado se subió a su recámara; mi suegra
se encontraba ahí y ni siquiera la saludó
(bueno, no era raro en él). Juan Carlos ya estaba
acostado cuando llegó a visitarlo un amigo
ya grande de edad. Mi hijo mayor abrió la puerta
y le dijo: “No sé si está mi papá, o si está dormido.”
Juan Carlos iba bajando la escalera y
mi hijo se le acercó para decirle lo que estaba
pasando. Mi esposo lo insultó: “Tú quién eres,
pendejo, para andarme negando.” “Tú nos advertiste,
papi, que querías descansar.” “¡Ni madres,
cabrón, inútil! ¡Eres igual a tu madre! Se
me largan para arriba, porque voy a pasar a mi
amigo.” Mi suegra le llamó la atención: “No le
hables así al niño.” 

Días en rojo

SÁBADO 28

Pero Juan Carlos, sin más,
lanzó también hacia ella su ira: “¡A ti qué te

importa, pinche metiche, ya te vas largando tú
también!” Y así fue.

DOMINGO 29

Ahora que estoy reflexionando, no sé por qué
sólo me acuerdo de lo malo de mi relación con
Juan Carlos, y nada de lo bueno... ¿será que en
realidad nunca hubo algo bueno? No lo sé.
Mi marido me regaló un reloj Rolex muy
caro y un Cadillac nuevo. Con esto pensaba que
yo le debía todo. En esos momentos, sentí la
necesidad de devolvérselos, para no sentirme
en deuda. Aunque eran cosas valiosas —a quién
no le gustarían— pero ya valoré, y no valen la
pena.
En nuestros viajes a la playa, las amenazas
comenzaban desde que hacía las maletas: que
si llevaba muchas cosas; que yo era una
triquienta. Media hora antes de salir me deshacía
el equipaje. Te imaginas ¡qué agonía! Con
las prisas, gritos, los niños y demás... Llegando
al hotel empezaba a beber y beber. En esa ciudad
teníamos unos compadres y eran el pretexto
para que en cuanto llegábamos se fuera con
ellos diciéndome que mientras yo arreglaba los
cajones iba a saludarlos; que regresaría pronto
y me advertía: “No te salgas del cuarto; no me
tardo ¿ok?” Y seguía recibiendo sus llamadas
por teléfono, anunciándome que ya no tardaba,
y así hasta la madrugada.
En otro de nuestros viajes al mismo lugar,
nos fuimos en avión y allá el compadre nos iba
a prestar su coche. Supuestamente, nos lo llevaría
su hijo a las cuatro de la tarde y lo estacionaría
frente al departamento, encargando las
llaves en la recepción del hotel. Mis hijos siempre
se quedaban conmigo. Juan Carlos habló a
diferentes horas: las cuatro, las ocho y las doce
de la noche para preguntar si ya habían llevado
el carro. Yo le contestaba que no, pues en el
lugar donde habíamos acordado no aparecía
ningún carro. Juan Carlos llegó como a las cinco
de la mañana; venía acompañado por el compadre
y no podía subir las escaleras; de manera
que lo dejó en el elevador. Nuestro cuarto estaba
como a cuatro puertas, yo salí a recibirlo. Yo
vestía una pijama muy cortita (hacía mucho calor).
Al abrirse las puertas: sus gritos se oían en
todo el pasillo. Los vecinos, de plano, salieron a
ver qué estaba pasando. Me maltrató alegándome
que yo quería terminar con la amistad entre él y
su compadre, porque el carro estaba ahí desde
las cuatro de la tarde, estacionado en el hotel.
Entre que se caía y no, la pelea se alargó hasta
las seis de la mañana. Me jaló del cabello y me
metió al elevador para llevarme a que viera dónde
estaba el carro. Estaba en otro lugar, no en el
que habíamos convenido. ¿Cómo lo iba yo a
encontrar entre tanto carro y tanta gente? A mí
se me transparentaba la pijamita y me sentía
avergonzada, porque era la hora de llegada de
los trabajadores de la limpieza, salían los del
estacionamiento y era el cambio de turnos. Con
descaro todavía Juan Carlos les preguntaba:
“¿Verdad que tener una esposa como ésta vale
madre?” La gente no me veía, para que no me
apenara; pero claro, guardaban silencio. Después
de ese ridículo nos subimos y yo pensé
que se iba a dormir, pero nada, que me pide:
“Prepárame la tina, porque nos vamos a bañar.”
Mis hijos estaban a punto de levantarse. Me
metió a fuerzas a la tina y tuvo una relación
sexual conmigo de la forma más bestial. Por
desgracia mi hijo mayor estaba viéndonos, pero
como que no entendió lo que sucedía. Juan Carlos
se dirigió al niño: “Ven, mi cabrón, qué hiciste
ayer” (ayer, todo el día en que él no estuvo
con nosotros). Mi hijo lo veía y no sabía qué
contestar. Juan Carlos extendió la mano y lo jaló
metiéndolo en la tina. Yo me alcancé a salir y
me puse una toalla, porque todavía traía mi pijama.
Después que se le pasaba la borrachera,
me juraba que una cosa así ya no iba a suceder
otra vez, que lo perdonara y me hacía que cerrara
las cortinas para que no lo vigilaran. Tenía
delirio de persecución. No me permitía salir
del cuarto, me abrazaba y lloraba, mientras
nuestros hijos jugaban por todo el hotel. El
mayor subía a ratos a reportarse conmigo para
que yo supiera que su hermano y él estaban bien.
Después de tres o cuatro días Juan Carlos se
animaba a salir y ya no tomaba hasta que regresábamos.
Esas eran mis vacaciones de siete días
en la playa.
Las navidades eran patéticas. Los niños felices
con tanto regalo que gracias a Dios les
sobraban. Juan Carlos con cara de pocos amigos,
porque para él era mal acostumbrarlos. Pero
mi esposo sí recibía los regalos de mi mamá,
que a mí me sorprendían. No me importaba. Yo
sabía que después de la cena y de llegar a nuestro
cuarto, me recriminaría que nosotros le hacíamos
pasar puros malos ratos, que cómo mi
mamá se ponía a gastar tanto dinero si veía la
situación y su eterno reclamo: “Tú tienes la culpa.”
Mis hijos llegaron a reprocharme: “Mami,
es que tú no tienes dignidad.” Yo ya no sabía
dónde meter la cara.

EL INCIDENTE

A Juan Carlos le dio por usar goma para peinarse.
Le gustaba una de color rosa; pero en la farmacia
me recomendaron la verde, así que compré
dos rosas y dos verdes. A mi marido le gustó más
la verde y se terminó un pomo. Yo sabía que aún
tenía otro verde y grande; lo acababa de ver,
porque yo le dejaba todo listo para el baño del
siguiente día —así era a diario—. Me acosté
tranquila, él tenía un desayuno temprano. Al
amanecer, como a las seis, se levantó a bañar y
yo segura de que todo estaba listo. De repente
escuché su grito: “¡Andrea! ¿En dónde está la
goma verde del pelo?” “Ahí te la dejé”, le respondí.
“Pues no hay nada ¡ven acá!” Me levanté
con las piernas temblorosas y efectivamente,
no estaba el pomo de la goma. Qué pasó con la
goma —me preguntaba— si yo la había dejado
ahí la noche anterior. Él traía la goma rosa en la
mano y gritaba: “¡Tiene que aparecer!; ¡trae a
las sirvientas!” Ellas le aseguraron que no usaban
goma. “¡Trae a los niños!” Pero ellos ya se
habían ido al colegio. Empezó a abrir como loco
todos los cajones y a tirar todo lo que se encontraba
en ellos. Entró al cuarto de los niños haciendo
lo mismo. Se me acercó, me aventó goma
en la cara y en todo el cuarto. Yo no me podía
mover del tiradero que había. Estaba sentada
en la cama. Metió la mano en uno de los cajones
y agarró un puño de alfileres y me los arrojó
en la cara, pero gracias a que tenía la goma
embarrada no me hicieron daño. Gritó: “¡Voy
al desayuno y enseguida vuelvo. Saca a los niños
del colegio y los traes aquí para que me la
den!” Se fue furioso y yo mandé por los niños.
Cuando llegaron y vieron el desastre me preguntaron:
“¡Qué pasó! ¿Quién hizo todo esto,
mi papá, verdad?” Tuve que platicarles. Entonces
mi hijo mayor quien tenía trece años sacó
su cámara instantánea y empezó a tomar fotos
de aquel desastre y me dijo: “Estoy seguro,
mamá, con estas fotos sí te van a dar el divorcio.”
Me dejó sorprendida. Ya eran muchas las
cosas que ellos veían y no comprendían qué
pasaba conmigo: golpes, patadas, insultos de los
más bajos y fuertes, y yo no hacía nada. La goma
nunca apareció. Como una semana le duró el
coraje.
Ahora me encuentro aquí, en el Penal. Cuando
llegué pasó un largo año y dos meses sin
que yo pudiera ver ni a mis hijos ni a mi mamá.
Así les convenía a mis abogados, porque me
robaron y me engañaron; así les convenía. Ellos
me robaron y me hundieron.
Después de ese largo tiempo que no pude
ver a mis hijos, el primer día que los vi, el más
pequeño me aclaró: “Mamí, a mí se me quebró
la goma ¿me perdonas?” “¡Qué bueno que te
quedaste callado! —le afirmé—, si no, tu papá
te hubiera mandado al hospital.” “Sí mamá, pero
a ti sí te golpeó.” “No importa hijo... ya pasó.”
Después de todo lo vivido, el mal trato y la
humillación a mis hijos, yo ya no aguanté más
y cuando un guardaespaldas de su escolta me
propuso: “Señora, si quiere que el señor la deje
de tratar así y de golpearla, le hace falta un escarmiento.
Si se anima, yo veo quién se lo da,
para que el licenciado vea que usted no está sola
y la deje en paz.” Yo estaba en un momento de
locura o de aturdimiento cerebral, porque no
puedo recordar bien ahora, y cómo me animé a
decir que sí y confiar en el criterio de los guardias.
Pero no sólo lo golpearon sino que lo mataron.
Me culparon a mí y me sentenciaron a treinta
y cinco años de prisión: toda mi vida. No es
justo: mis hijos ya tienen quince y dieciocho
años. Ellos me adoran y mi madre y mi tía me
quieren y me apoyan. Tengo la suerte de que
toda mi familia está conmigo. Obviamente la
familia de Juan Carlos me odia. Mi suegra hizo
cosas tan graves, como escándalos y falsos testimonios. 
A ella no le importo yo. Ella sólo quiere
el dinero; el dinero que les pertenece a mis
hijos.
Quise dejar la descripción de mi madre hasta
el final de mi relato, porque tanto ella, como
yo, fuimos educadas para rendir y obedecer a
los hombres; más aún, cuando son como mi
padre, mi tío abuelo y Juan Carlos, una especie
de caciques. Una vive con miedo y sometimiento
a la vez que de quedar bien con el señor,
como si fuera dios. Tal vez por eso mamá guardaba
silencio y yo tampoco los enfrentaba. Mi
madre sólo deja sentir su fuerza en lo moral. En
otro campo ni su voz, ni su opinión eran importantes.
Yo repetí su actitud.
De mi madre te puedo hablar mucho, no es
difícil describirla. No es que yo te vaya a exagerar,
pero hasta ahora que me encuentro privada
de mi libertad nunca me ha fallado. Es muy
buena persona, entregada a mí desde que nací,
cuando yo fui creciendo ella quiso seguir siendo
la misma, sólo que mi papá no se lo permitía.
Ahora está otra vez dedicada a nosotros, a
mí y a mis hijos. Es una mujer que ha sufrido
primero la trágica muerte de mi padre, que no
te había platicado, él se quitó la vida. Posteriormente,
mi madre sufrió mi rebeldía y la muerte
de mi abuela, quien la desheredó. Ahora vive
padeciendo mi situación. Lo más admirable de
ella es su fe bien puesta; es muy católica y no
se dobla. Debo decirte que cuando quedó viuda
era joven aún y nunca más buscó otro compañero. 
Se dedicó completamente a mí en cuerpo
y alma. Sabrás que no tengo con qué agradecerle
o pagarle todo lo que ha hecho por mí y
ahora por mis hijos que viven con ella. No es
nada fácil controlarlos y darles una educación.
Dos jóvenes de dieciocho y quince años muy
heridos de padre y madre. Necesito mostrarles
otra forma de vida por lo que a mí respecta.
Sigue aquí mi vida monótona, que me está
matando día a día. No lo he podido superar. Ya
tengo tres años y días y mis nervios me traicionan.
Veo que mi esposo se sienta en mi cama y
me amenaza que se va a llevar a mis hijos. Me
asusta; se asoma por mi ventana y se me queda
mirando. Lo oigo gritarme cuando voy caminando
afuera de los dormitorios y yo pregunto:
“¿Quién es?” Y no me responde nadie. Tengo
mucho miedo: no lo puedo controlar.