PARA PODER LLEGAR A ENTENDER MUCHAS DE LAS COSAS QUE AHY AQUI, HAY QUE MIRARLAS CON LOS OJOS DEL "CORAZON".

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domingo, abril 24, 2011

Treinta mil dioses (y algunos más) -- AEROPAGO

EL AEROPAGO, ERA UN EDIFICIO SOLO PARA LOS DIOSES, VIENDO LA CANTIDAD QUE TENIAN, TREINTA MIL Y PICO, DEBERIA SER IMPRESIONANTE, HASTA PABLO EN LA BIBLIA HABLA DE EL, DICE QUE ENTRE TANTOS DIOSES, HAY UN SITIO VACIO, SOLO HAY UN SILLAR O TRONO PARA PONER UN NUEVO DIOS, Y REZA UNA INSCRIPCCION: AL DIOS "DESCONOCIDO", NO FUERA QUE DESPUES DE HABER RECOJIDO TODOS LOS DIOSES DE LOS PAISES QUE PASARON A SER PARTE DE ROMA, NO FUERA A SER QUE SE LES HUBIERA PASADO ALGUNO, Y CAYERA SU FURIA CONTRA EL IMPERIO ROMANO.




Treinta mil dioses (y algunos más)

Las religiones monoteístas suelen profesar la creencia en un dios absoluto, severo y remoto que se sitúa por encima del mundo y castiga o premia a los hombres con arreglo al exigente código moral que les ha impuesto.
Para comprender las ideas religiosas del ciudadano romano es menester que hagamos el esfuerzo de instalarnos en su mentalidad politeísta. Los muchos dioses del romano eran, también, poderosos e inmortales, pero al propio tiempo estaban sujetos a humanas debilidades y a corporales urgencias.
Como participaban de la debilidad del hombre, no le imponían código moral alguno. Sus relaciones con el devoto eran meramente funcionales: toma y daca. Cúrame y te ofreceré un sacrificio. Si la divinidad permanece sorda a nuestras súplicas será porque el sacrificio ha sido insuficiente o defectuoso. Hay que cansarlos, insistir hasta que se consigue su auxilio ("fatigare deos").
La historia sagrada que los niños romanos aprendían de labios de sus nodrizas o en la escuela establecía que en un principio sólo existieron el cielo (Urano) y la tierra. De su unión nacieron los doce titanes, dos de los cuales, Saturno y Cibeles, engendraron a la primera generación de dioses, a saber: Júpiter, el todopoderoso dios del cielo; Juno, su esposa, diosa del cielo y del matrimonio; Ceres, la tierra fecunda; Vesta, diosa del hogar; Neptuno, que reina sobre el mar, y Plutón, señor del reino de los muertos. Además, la generosa virilidad de Saturno tuvo una polución sobre el mar y de ella nació Venus, la diosa del amor y de la belleza. A estos dioses se sumaban los de la segunda generación, nacidos unos de la unión de Júpiter con Juno y otros de las múltiples aventuras adulterinas en las que el fogoso Júpiter se complacía: Marte, dios de la guerra; Vulcano, dios del fuego; Minerva, la inteligencia; Apolo, el sol y las artes; Diana, la luna, la castidad y la caza; Baco, el vino y el frenesí, y Mercurio, el comercio y la elocuencia.
Pero el brillo de estos doce dioses mayores, casi todos heredados de los griegos junto con su rica mitología, no lograba eclipsar el fascinante firmamento de dioses menores que tutelaba cada mínima parcela de la vida del romano. Varrón llegó a contar treinta mil dioses, pero seguramente no agotó la lista, que por otra parte se ampliaba continuamente con la adopción de las exóticas divinidades de los pueblos conquistados. Naturalmente, ningún romano recordaba los nombres y atributos de todos.
A los dioses principales se consagraban templos magníficos en los que se adoraban sus veneradas imágenes.
El sencillo pueblo las distinguía por sus atributos simbólicos, como nosotros hacemos con nuestros santos (alguno de los cuales, por cierto, no es sino el correspondiente dios pagano cristianizado).
A la abultada nómina de estos dioses hay que añadir algunos otros llegados de Oriente que, en la época de los césares, atraerán cada vez más a la plebe romana con sus ritos secretos e iniciáticos (mistéricos). Nos referimos a Isis, Serapis y Attis, a los que cabe añadir el más autóctono Baco (cuyas fiestas, las bacanales, eran motivo de escándalo para los severos partidarios de las antiguas costumbres). Augusto intentó, infructuosamente, limitar la difusión de estos cultos orientales. No obstante, a partir del siglo Ii todos ellos serían barridos por el culto de Mitra, de origen persa, al que muy pronto el cristianismo, otra religión oriental, de origen judío, haría la competencia. En el siglo IV, el cristianismo, que había asimilado una serie de mitos y creencias mitraicas, solares y mistéricas, fue casi universalmente aceptado.
Al margen de las divinidades públicas que hemos enumerado, cada familia de clase acomodada rendía culto a otras divinidades privadas, los lares familiares (Vesta, Lares y Penates), que vienen a ser los espíritus protectores del hogar. Este culto privado tiene su sacerdote en el "paterfamilias" y sus imágenes y altar en el "Lararium", la hornacina sagrada que ocupa la parte más noble del "atrium" doméstico. También recibían culto privado los "manes" o ánimas de los difuntos familiares, cuyas sacralizadas máscaras de cera se exhibían en los entierros y en otras ceremonias familiares. Existían, además, maléficas ánimas en pena, los "lemures" y "larvas", a los que había que apaciguar mediante sencillas ofrendas.
Entre los romanos, el sacerdocio era un cargo público como otro cualquiera, para el que solían designarse funcionarios de orden senatorial de probada experiencia. En la cúspide del escalafón estaba el sumo pontífice ("pontifex maximus"), por lo general el propio emperador, que era el jefe de la religión nacional, nombrado por el cónclave de los dieciséis pontífices. A él corresponde nombrar y controlar a los sacerdotes públicos, particularmente a los flaminios y a las vestales. Los flaminios eran quince y estaban consagrados al culto de Júpiter, Marte, Quirino y los otros dioses mayores. Las vestales eran siete religiosas escogidas entre las muchachas de las mejores familias.
Hacían voto de castidad y de pobreza y habitaban en un convento de clausura ("atrium vestae"), donde tenían a su cuidado el fuego sagrado. El castigo por la pérdida de la virginidad de una vestal consistía en enterrarla viva.
Existían también los doce sacerdotes salios, consagrados a Marte, al que celebraban en la fiesta del patrón con una danza guerrera, y los decemviros, que eran los intérpretes autorizados de los Libros Sibilinos, colección de ambiguas profecías que el rey Tarquino compró a la sibila de Cumas siglos atrás. Cuando ocurrían milagros ("prodigia") la autoridad ordenaba consultar solemnemente estos textos y de ellos se deducía la conducta a seguir por el gobierno. Quedan todavía otras categorías sacerdotales importantes, dedicadas a la predicción del porvenir: dieciséis augures y hasta setenta arúspices. Estos últimos basan sus predicciones en el examen del hígado de animales sacrificados. El romano está persuadido de que los dioses comunican a los hombres sus deseos sirviéndose de fenómenos naturales tales como truenos, relámpagos, ataques de epilepsia, sueños y formas de volar de distintas aves. A este efecto son de buen agüero el águila, la garza real y la corneja; de mal agüero, el búho y la golondrina.
Los encargados de interpretar tales signos son los augures. Antes de proceder a cualquier empresa importante, pública o privada, es aconsejable consultar al augur. El augur se coloca mirando al sur y espera a que la manifestación de lo numinoso se produzca.
Lo que ocurre a su izquierda es, en términos generales, negativo (izquierda es "sinister", lo siniestro). No obstante, para las más importantes consultas oficiales, particularmente en tiempo de guerra, resultaba más científico y seguro recurrir a los pollos sagrados, mantenidos en una gran jaula dorada, al cuidado del templo. Si comían de buena gana era excelente señal, pero si se mostraban inapetentes, la señal era funesta, se avecinaban malos tiempos.
Para estimular a las divinidades a que nos favorezcan se les reza, se les encienden lámparas y se les ofrecen los sacrificios que más les agradan, según un ritual rígidamente establecido: a Júpiter, bueyes blancos; a Ceres, cerdos o tortas de harina; a Venus, palomas; a Diana, ciervos.
Los pobres se contentan con animales pequeños, tortas votivas, figuritas exvotos o un poco de vino. En ocasiones especiales se ofrece una "suovetaurilia" o triple sacrificio de cerdo, oveja y buey; o incluso una "hecatombe" en la que se inmolan cien bueyes. Y, sólo para situaciones extremadamente angustiosas, de peligro nacional, como cuando Roma se sintió amenazada por Aníbal, se vota una primavera sagrada que entraña la inmolación ritual de todo lo nacido durante la primavera, sea hombre o animal.
Al paganismo romano, lo mismo que al cristianismo que lo suplantó, no le repugnaba la idea de que un hombre nacido de mujer pudiera recibir honores divinos. Un notable precedente lo justificaba: el faraón del antiguo Egipto recibía culto como dios vivo y se consideraba ahijado de los dioses y manifestación visible de la divinidad.
Los césares romanos adoptaron la misma idea y elevaron a la categoría de dios al emperador Augusto ("divus Augustus") como hijo de la diosa Roma. Sus sucesores también fueron divinizados, algunos de ellos en vida.
Serían "dominus et deus" y cambiarían el título de Imperator Cesar por el de "Dominus Noster". La creciente importancia del culto al emperador, cada vez más asimilado al del Sol, fue arrinconando al politeísmo y, eficazmente secundado por la nueva moral que imponía la filosofía estoica, preparó el camino del monoteísmo cristiano.


Magia y superstición


Como todos los pueblos antiguos, los romanos son muy supersticiosos.
Cuando estalla una tormenta sudan y se angustian, permanecen inmóviles en sus casas, acurrucados y con la cabeza cubierta por un trozo de tela. A cada relámpago que perciben silban para conjurar los desatados espíritus. Si se produce un eclipse, la ya de por sí ruidosa Roma se conmueve con el fragor de las cacerolas. Todo el que posee objetos de cobre los hace entrechocar para alejar de su casa la mala suerte. Los pobres se sienten más pobres que nunca puesto que sus cacharros de barro no consienten tan ruidosas instrumentaciones.
Miles de supersticiosas limitaciones presiden la vida diaria del romano. Nadie se corta las uñas si es día de mercado o cuando viaja por mar. Si están comiendo y una tajada cae al suelo, la recogen y la comen sin limpiarla.
El romano siente auténtico pavor por el mal de ojo. Para conjurarlo no se cansa de hacer la higa ("digitus infamis") o recurre al falo, que es símbolo de saludable vida. Por todas partes encontramos representaciones del pene en erección: en medallas que se llevan al cuello, en colgantes, adornos, muebles, lámparas, cuadros.
Incluso la flecha que señala una dirección en la encrucijada de caminos puede adoptar la forma de un pene.
Las inscripciones conjuradoras se leen por doquier: "rumpere inviedax" "revienta envidia" o "arseverse", en la puerta de la casa, para preservarla del fuego. Igualmente abundantes son las maldiciones. Por ejemplo, esta tan curiosa que encontramos en los vestuarios de los baños públicos:
Si te llevas mi toalla que se te haga agua el cuerpo y la vayas dejando atrás como rastro apestoso por donde andes, ladrón.
Cae uno enfermo y lo primero que piensan es que algún enemigo lo ha hechizado. Antes de llamar al médico recurren a la magia: queman azufre en torno al enfermo (probablemente agravando su mal si inhala los vapores), lo espolvorean con harina bendita, salmodian secretas fórmulas mágicas a Hécate, la diosa hechicera, cuyos dominios son la fiebre y la epilepsia...
Los romanos creen en los fantasmas, en las casas encantadas, en los vampiros devoradores de difuntos, en los hombres lobos ("versipellis") y en las brujas que vuelan por los aires. En Horacio encontramos los nombres de tres de ellas: Canidia, Sagana y Veya. En cuestiones de hechicería, hasta los descreídos Propercio y Ovidio, que hacen profesión de despreciarla, se nos muestran sospechosamente bien informados sobre sus procedimientos. Se supone que las brujas obtienen sus filtros mágicos a partir de poco comunes ingredientes: huesos de difuntos, hierbas del cementerio, huevos de serpiente, vísceras de sapo, etc. Sus drogas tienen el poder de embotar los sentidos. Tibulo avisa a su amada Delia de que esta noche podrán dormir juntos sin temor ni sobresalto, pues el marido de ella no podrá sorprenderlos: con ayuda de una hechicera le ha ofuscado los sentidos. Casi nos alivia saber que la dulce Delia perpetrará su desliz conyugal sin recurrir al más drástico e igualmente efectivo procedimiento mágico que otras romanas infieles usaban para burlar la vigilancia de sus maridos. Daremos la fórmula en beneficio del curioso lector: se toma una corneja, se rezan sobre ella ciertos conjuros y a continuación, con unas tijeras, se le extraen los ojos ("configere oculos"). De este modo el marido no se percatará de que su esposa recibe a un amante en el lecho. Es magia simpática, sin duda más terrible para las cornejas que para los maridos.
Los procedimientos mágicos son infinitos. El campesino envidioso de su vecino puede recurrir al "rapto de la cosecha" por medio de un mal "carmen" o cántico, sortilegio recitado de origen sabino, que tiene la virtud de captar la energía de la parcela del vecino y concentrarla en la propia.
Si el encantamiento funciona, el codicioso labriego se verá doblemente recompensado: obtendrá una excelente cosecha y su odiado vecino no recuperará en la suya ni la simiente que sembró.
La magia negra puso de moda, en la Roma imperial, la defixión, un antiguo procedimiento mágico consistente en consagrar a una divinidad infernal la persona que se quería perjudicar.
En una tablilla de plomo o de cera se inscribían los datos del hechizado seguidos de ciertas fórmulas mágicas y de una ristra de imprecaciones. Un ejemplo: "¡Introducidle terribles fiebres en todos sus miembros!
¡Matadlo, oh dioses infernales, en el alma y el corazón! ¡Destruidlo, trituradle los huesos! ¡Estranguladlo!
¡Retorcedle y torturadle el cuerpo!".
Luego la ilustrada tablilla se atravesaba con un clavo, operación que contribuía a "fijar" la maldición. Si el clavo procedía de un cadalso o de las parihuelas de un muerto, tanto mejor. Finalmente se enterraba en las proximidades de una tumba o se arrojaba al mar, para que el espíritu del muerto o los de los ahogados se encargaran de cumplir el maleficio. No todas las tablillas de defixión intentan perjudicar a una persona. Los móviles pueden ser muy variados: inclinar la voluntad de los jueces en un proceso, recuperar lo robado, hacer que el amante aborrezca a una rival (las romanas eran muy aficionadas a este procedimiento), o, simplemente, prevalecer sobre un adversario político o deportivo.


MORIR EN LA ROMA DE LOS CESARES

MORIR EN LA ROMA DE LOS CESARES


La muerte
entre este entierro de hace mas de 2000 años, y uno en hoy en dia, las similitudes son casi identicas

Toda sociedad clasista, y como estamos viendo la romana lo fue en grado sumo, muestra las diferencias sociales especialmente en el tema de la muerte.
Nuestro buen amigo Cayo Cornelio no ha logrado sobrevivir a su suegra.
A la edad de sesenta y dos años una angina de pecho se lo ha llevado al otro mundo. Cuando entró en agonía, sus deudos lo depositaron sobre la desnuda tierra, de la que su padre lo levantó al nacer, y su afligido hijo, el noble Cayo, le recogió, en un beso, el último aliento. Luego le cerró piadosamente los ojos y ordenó al esclavo más antiguo de la casa que apagara el fuego del hogar familiar.
Cayo Cornelio ha muerto rodeado de sus seres queridos y de sus amigos de toda la vida. Entre todos levantan su cadáver y lo devuelven al lecho. A continuación se despiden de él, por turno, llamándolo por su nombre ("conclamatio") en una impresionante ceremonia. Mientras tanto las mujeres de la casa prorrumpen en histéricas lamentaciones, gritan, lloran a lágrima viva y se arañan el rostro y el pecho (a pesar de que las leyes de las Doce Tablas prohibieron estos excesos tiempo ha). Los hombres reprimen, romanamente, toda manifestación externa de dolor.
Cayo Cornelio era senador, de rancia familia patricia. Hay que hacerle un funeral por todo lo alto. En Roma existen muchas empresas funerarias ("libitinarii"). Han avisado a una de ellas, propiedad de un liberto de la familia, para que se ocupe de todos los detalles. A poco llegan sus maestros de ceremonias ("dissignatores") y unos operarios especializados en el arreglo de cadáveres ("pollinctores"). Se hacen cargo del cuerpo, lo lavan con agua caliente, lo afeitan, lo depilan, lo perfuman y lo visten con su toga "praetexta" (puesto que el difunto ostentaba la dignidad de magistrado). Finalmente aplican una torta de cera blanda al rostro del cadáver y moldean sobre ella su máscara funeraria reproduciendo patéticamente sus rasgos. Bajo la lengua le han introducido una pequeña moneda de plata, el óbolo que el difunto pagará a Caronte, el barquero de la laguna Estigia que transporta a la otra orilla las almas de los muertos.
El pálido e impecable cadáver de Cayo Cornelio queda expuesto a la curiosidad de los visitantes. La capilla ardiente se ha instalado en el espacioso atrio de la casa, sobre unas angarillas tapizadas de negro ("lectus funebris"). Al calor de las muchas lámparas encendidas alrededor se marchitan prontamente las flores que lo rodean.
Un correo va anunciando el funeral ("funera indictiva") a los conocidos de la familia. Todos ellos concurrirán para participar en el cortejo fúnebre ("pompa") a la mañana siguiente.
Delante van los músicos, muchos, porque se trata de un entierro de primera categoría. La marcha fúnebre, o lo que sea, que interpretan con sus trompas, flautas y tubas es tan estridente que, si hemos de creer a Séneca, hasta el propio muerto debe sobresaltarse del ruido que hacen. Horacio es de la misma opinión: "Los entierros son los acontecimientos más ruidosos de Roma". Detrás de la música van las simbólicas antorchas y luego una docena de plañideras profesionales ("praeficae") suministradas por la propia funeraria. Nos impresionan sus desgarradores gritos ("lugubris eiulatio") que ponen el vello de punta al más templado. Solamente descansan cuando algún amigo del difunto les indica que va a pronunciar una oración fúnebre ("laudatio funebris") y quiere que se le oiga. Detrás de las plañideras un grupo de familiares y amigos íntimos porta las máscaras de cera de los antepasados de Cayo Cornelio, cada una de ellas acompañada de las insignias del máximo rango que el representado alcanzó en vida. Es como una exposición de la excelencia de la familia, en la que se atestigua la alta progenie del difunto.
Ahora viene el ataúd: unas simples parihuelas sobre las que Cayo Cornelio parece dormir apaciblemente.
Siguen al cadáver los familiares, siervos, amigos, clientes, esclavos y conocidos. Como el muerto era senador, el entierro discurrirá por el Foro. De hecho, los maestros de ceremonias lo han calculado todo para que el cortejo llegue al Foro a la hora en que está más concurrido. A una señal del maestro de ceremonias el cortejo se detiene. Nuestro amigo Marco Cornelio, hermano del difunto, pronuncia su oración fúnebre. Es un largo y elaborado discurso en el que ensalza y enumera pormenorizadamente las preclaras virtudes del extinto.
Es dudoso que la haya escrito él, se comentará luego, puesto que ha sido, sin duda, una de las mejores que se han escuchado de mucho tiempo a esta parte.
En medio de tanta pompa y solemnidad a nadie parece molestar que un bufón contratado forme parte del cortejo y vaya haciendo chistes en voz alta, con la mayor desvergüenza, y dando réplicas sarcásticas a las alabanzas que deudos y amigos hacen del difunto. Misteriosa institución esta, como otras romanas, cuyo hondo sentido trasciende la mera anécdota. (Pensamos, también, en el esclavo que acompaña en su carro triunfal al general victorioso aclamado por el pueblo de Roma y le va musitando al oído: "Recuerda que eres mortal").
El cadáver de Cayo Cornelio va a ser cremado. La pira, una fosa cuadrangular llena de leña seca ("ustrina") está aguardando. Los operarios extienden encima una sábana y sobre ella depositan el cadáver. Antes de que enciendan la pira, Cayo Cornelio recibe un último beso de su viuda.
Luego, cumpliendo un antiguo rito, su hijo Cayo le abre y le cierra los ojos. Aplican una tea encendida y la leña comienza a crepitar y arder. Es posible que algún familiar o amigo haya traído alguna ofrenda y la arroje a las llamas: pequeños objetos, vestidos o cosas así, pero lo más corriente es que solamente se arrojan flores.
Cuando la pira se consuma, apagarán con vino sus últimas brasas. Luego recogerán los chamuscados huesos y los untarán con miel antes de depositarlos en su urna. Quizá también recojan las cenizas y las guarden en un "sepulcrum". En cualquier caso los restos irán a parar a un monumento funerario adecuado al rango del difunto.
El de Cayo Cornelio, por ser persona de gran calidad, se construirá, excepcionalmente, dentro de la ciudad, en un jardín que la familia posee no lejos del Campo de Marte. Pero lo usual es que los monumentos funerarios se dispongan a lo largo de las principales carreteras que salen de la ciudad. Aquí se despide el duelo. Los asistentes y los deudos ("familia funesta") tendrán que purificarse en cuanto lleguen a sus casas.
Los funerales de los pobres son mucho más simples. En unas angarillas improvisadas los llevan al lugar designado y allí los sepultan en una fosa, el mismo día del óbito. Los enterradores ("vespillones") son gente de dudosa catadura y no se andan con remilgos. Por otra parte, las familias recurren a lo más barato. El que quiera lindezas tiene que pagárselas en vida. Existe un procedimiento al que muchos recurren: se hacen cofrades de uno de los poderosos "collegia funeraticia" que garantizan a sus socios un entierro honorable o, incluso, la cremación y ulterior custodia de las cenizas en una urna cineraria que será instalada, a razón de dos por nicho, con su nombre en la tapadera, en el columbario de la hermandad. (Columbario viene de "columba", "paloma", porque estos cementerios, con sus ordenadas filas de diminutos nichos, parecen palomares). Allí acudirán los familiares a llevar flores y ofrendas de trigo y a encender las preceptivas lámparas el día de los difuntos, que para los romanos cae en febrero.
En el sepelio del noble Cayo Cornelio todo el mundo hablaba de su testamento. Como es difícil contentar a la gente, casi todos los testamentos de personas principales traen polémica. Un texto de la época: "Después de haberse visto asediado por los cazadores de herencias, Fulano de Tal falleció dejándoselo todo a su hijo y a sus nietos. Unos lo tildan de hipócrita y desagradecido porque se olvidó de sus amigos; otros, por el contrario, lo elogian por haber burlado las esperanzas de los ambiciosos".
Los testamentos constituían la carnaza favorita de la maldiciente e intrigante alta sociedad romana. Hay que tener en cuenta que el difunto no se limitaba a legar sus bienes, sino que también se extendía en sus postreros elogios o insultos a los vivos, y todo lo que decía cobraba especial significación por estar asociado al trance decisivo y sincero de la muerte. Las mandas podían ser interminables porque era costumbre que los amigos, e incluso los simples conocidos, fuesen mencionados en el apartado de herederos sustitutos (es decir, los que solamente tienen derecho al legado en caso de que el heredero titular lo rechace, lo que, lógicamente, jamás ocurría). Un buen detalle de ciudadanía, que allanará los escabrosos caminos del fisco a los herederos, consiste en dejar una suculenta cantidad de sestercios para las arcas privadas del emperador. Y cuando es el propio emperador o un grande entre los grandes el que muere, también se aprecia que legue parte de su fortuna para que sea repartida entre el pueblo de Roma.
En el torbellino del tiempo, los huesos de nuestro amigo Cayo Cornelio se han disipado como los del más humilde esclavo de su casa y ahora son piadoso dominio del olvido. Pero muchos romanos legaron su recuerdo hasta nosotros a través de los cientos de miles de epitafios y relieves sepulcrales que los arqueólogos han ido desenterrando. Ya dijimos que los principales cementerios discurrían a lo largo de las carreteras que salen de Roma. El curioso viajero que no tuviese mucha prisa podía entretenerse en admirar los artísticos relieves funerarios y sus inscripciones. Los había para todos los gustos y para todos los bolsillos: desde mausoleos tan suntuosos como el de Cecilia Metela, que semeja una potente torre cilíndrica, hasta mínimas citas con el nombre del muerto garrapateado en la tapadera. La burguesía empresarial encargaba pintorescos relieves que representan el medio de vida del difunto: una bodega, una carnicería, una pollería, un taller de herrería...
Con ello nos muestran que el que allí reposa no era un don nadie. Los textos que acompañan no son menos pintorescos. A menudo nos cuentan su vida o nos dan sensatos consejos para que encaminemos rectamente la nuestra.
Por ejemplo: "He sufrido estrecheces toda mi vida, por eso os aconsejo que os deis mejor vida de la que yo me di.
La vida es eso: hasta aquí se llega y después ni un paso más. Amar, beber, frecuentar las termas, eso sí que es vida; después no hay nada. Yo, por mi parte, nunca seguí los consejos de los filósofos. Desconfiad de los médicos, que son los que me han matado".


Catacumbas


El subsuelo de la Roma actual es un gigantesco laberinto subterráneo donde reposan unos seis millones de difuntos. Aprovechando la blanda toba fácil de excavar, entre los siglos I y IV, los cristianos organizaron hasta cuarenta necrópolis subterráneas cuyas galerías miden más de seiscientos kilómetros. Algunos de estos cementerios tienen hasta cinco pisos, el más bajo de los cuales puede estar a veintidós metros de profundidad. Las galerías suelen tener tres o cuatro metros de altura por uno de ancho o poco más. A un lado y a otro disponen de nichos longitudinales superpuestos formando tres o cuatro hileras y, en casos excepcionales, hasta catorce.
En las esquinas de esta ciudad subterránea vemos nichos más pequeños que servían para depositar las lámparas.
Es curioso constatar que mientras la ciudad va evolucionando en la superficie, las catacumbas siempre permanecen fieles al mismo modelo constructivo. Esta uniformidad se debe a que en el gremio de sepultureros ("fossores") que las iba construyendo el oficio pasaba de padres a hijos y todos respetaban las mismas normas.
Las galerías de las catacumbas distan mucho de ser monótonas madrigueras de la muerte. Hay escaleras que suben, escaleras que bajan, quiebros y calles. De vez en cuando hay un ensanchamiento que sirvió de iglesia o capilla ("cubicula") de algún venerado santo. En estos lugares suelen alegrar la vista del devoto pinturas de tema religioso: el Buen Pastor, Mercurio cristianizado, y distintas alegorías, como el pez, que es Cristo; el ancla, esperanza; la rama de olivo, paz, etcétera.
Alli, eran enterrados los cristianos, pues no hay ningun simbolo cristiano que sea venerado hoy en dia, tan solo el pez, simbolo de los cristianos evangelicos, y decir que la cruz seria forma de culto, podrian de hasta deportar a la persona de la congregacion, y en congregaciones mas duras, matar a la persona que hubiera dicho tal excequia.la cruz, hasta 600 años mas tarde, no fue impuesta, y poco a poco, hasta que ya llego un momento, que "enseñaron a los fieles a entender la biblia, sin saber ni leer, ni escribir, lo unico que valia, era la palabra de dios, o dicho verazmente, lo que decia el cura, discutirlo,negarlo, o ir en contra, era pasar a ser reo de muerte..._+1300"