PARA PODER LLEGAR A ENTENDER MUCHAS DE LAS COSAS QUE AHY AQUI, HAY QUE MIRARLAS CON LOS OJOS DEL "CORAZON".

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domingo, agosto 24, 2008

PROSTITUCION/VIRGINALIDAD -- LA CASA TELLIER -- GUY DE MAUPASSANT

PROSTITUCION/VIRGINALIDAD -- LA CASA TELLIER -- GUY DE MAUPASSANT
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LA CASA TELLIER

I

Se iba allá todas las noches, a eso de las once, como al café, sencillamente.
Se reunían allí seis u ocho, siempre los mismos, no juerguistas, sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes de la ciudad, y tomaban un chartreuse bromeando un poco con las chicas, o bien charlaban seriamente con Madame, a quien todo el mundo respetaba.
Después se marchaban a acostarse antes de medianoche. Los jóvenes se quedaban algunas veces.
La casa era familiar, muy pequeña, pintada de amarillo, en la rinconada de una calle detrás de la iglesia de San Esteban; y por las ventanas se divisaba la dársena, llena de navíos que descargaban; la gran salina, llamada «el Embalse», y, detrás, la cuesta de la Virgen, con su vieja capilla gris.
Madame, oriunda de una buena familia campesina del departamento del Eure, había aceptado aquella profesión exactamente igual que si se hubiera hecho modista o costurera. El prejuicio del deshonor ligado con la prostitución, tan violento y vivaz en las ciudades, no existe en la campiña normanda. El campesino dice: «Es un buen oficio», y envía a su hija a regentar un harén de chicas como la enviaría a dirigir un pensionado de señoritas.
La casa, por lo demás, la habían recibido en herencia de un viejo tío que la poseía, Monsieur y Madame, antes posaderos cerca de Yvetot, habían liquidado inmediatamente el negocio, considerando el de Fécamp más ventajoso para ellos; y habían llegado una buena mañana para encargarse de la dirección de la empresa que periclitaba en ausencia de sus dueños.
Eran buenas personas que se hicieron querer enseguida por su personal y por los vecinos.
El hombre murió de una congestión dos años después. Su nueva profesión, al reducirlo a la molicie y la inmovilidad, le hizo engordar mucho, y la salud lo había ahogado.
Madame, desde su viudez, era deseada en vano por todos los parroquianos del establecimiento; pero se la suponía, absolutamente formal, y ni sus propias pupilas habían logrado descubrir nada.
Era alta, metida en carnes, agraciada. Su tez, palidecida en la oscuridad de aquella mansión siempre cerrada, brillaba como bajo un barniz grasiento. Una rala corona de cabellos indómitos, postizos y rizados, rodeaba su frente y le daba un aspecto juvenil que contrastaba con: la madurez de sus formas. Invariablemente alegre y de rostro abierto, bromeaba de buen grado, con un matiz de comedimiento que sus nuevas ocupaciones no habían podido hacerle perder. Las palabrotas le seguían chocando un poco, y cuando un muchacho mal educado llamaba por su nombre al establecimiento que dirigía, se enfadaba, escandalizada. En fin, tenía un alma delicada, y aunque trataba a sus mujeres como amigas, repetía de buen grado que «no todas estaban cortadas por el mismo patrón».
A veces, entre semana, salía en un coche de punto con una fracción de su tropa; e iban a retozar sobre la hierba a orillas del riachuelo que corre en la hondonada de Valmont. Eran entonces como escapatorias de colegialas, con carreras locas, juegos infantiles, toda una alegría de reclusas embriagadas por el aire libre. Comían embutidos sobre el césped, bebían sidra, y regresaban al caer la noche con una fatiga deliciosa, un dulce enternecimiento; y en el coche besaban a Madame como a una bonísima madre, llena de mansedumbre y complacencia.
La casa tenía dos entradas. En la rinconada, una especie de café de mala nota se abría, por la noche, para la gente del pueblo y los marineros. Dos de las personas encargadas del especial comercio del lugar estaban destinadas en particular a las necesidades de esta parte de la clientela. Servían, con ayuda del camarero, llamado Fréderic, un rubito imberbe y fuerte como un toro, los cuartillos de vino y las cervezas sobre las mesas de mármol tambaleantes, y, con los brazos al cuello de los bebedores, sentadas de través sobre sus piernas, inducían a consumir.
Las otras tres damas (no eran sino cinco), constituían una especie de aristocracia, y estaban, reservadas para la compañía del primero, a menos que se las necesitara abajo y que el primero estuviera vacío.
El salón de Júpiter, donde se reunían los burgueses del lugar,.estaba tapizado de papel azul y adornado con un gran dibujo que representaba a Leda tendida bajo un cisne. Se llegaba a aquel sitio por una escalera de caracol que terminaba en una puerta estrecha, humilde en apariencia, que daba a la calle, y sobre la cual brillaba toda la noche, tras un enrejado, un farolillo como los que se encienden aún en ciertas ciudades a los pies de las vírgenes empotradas en los muros.
El edificio, húmedo y viejo, olía ligeramente a moho. A veces una ráfaga de agua de colonia pasaba por los corredores, o bien una puerta entreabierta abajo hacía estallar en toda la casa, como la explosión de un trueno, los gritos populacheros de los hombres, sentados en la planta baja, provocando en los señores del primero una mueca inquieta y asqueada.
Madame, familiar con los clientes amigos, no abandonaba nunca el salón, y se interesaba por los rumores de la ciudad que le llegaban gracias a ellos. Su conversación seria contrastaba mucho con las charlas desordenadas de las tres mujeres; era como un descanso en el gracejo picarón de los barrigudos individuos que se entregaban cada noche al desenfreno honesto y mediocre de tomar una copa de licor en compañía de mujeres públicas.
Las tres damas del primero se llamaban Fernande, .Raphaéle y Rosa la Marraja.
Como el personal era reducido, habían tratado de que cada una de ellas fuese como una muestra, un compendio de un tipo femenino, con el fin de que cualquier consumidor pudiera encontrar allí, más o menos, la realización de su ideal.
Fernande representaba la hermosa rubia, muy grande, casi obesa, fofa, una hija del campo cuyas pecas se negaban a desaparecer, y cuya cabellera de estopa, corta, clara y sin color, semejante a cáñamo peinado, le cubría insuficientemente el cráneo.
Raphaéle, una marsellesa, furcia de puertos de mar, hacía el papel indispensable de la bella judía, flaca, con pómulos salientes embadurnados de rojo. Su pelo negro, abrillantado con médula de buey, formaba caracoles sobre sus sienes. Sus ojos hubieran parecido bonitos de no estar el derecho marcado por una nube. Su nariz arqueada caía sobre una mandíbula acentuada, donde dos dientes nuevos, arriba, desentonaban al lado de los de abajo, que habían adquirido al envejecer un tinte oscuro como las maderas viejas.
Rosa la Marraja, una bolita de carne toda vientre, con piernas minúsculas, cantaba desde la mañana hasta la noche, con voz cascada, coplas alternativamente picarescas y sentimentales; contaba historias interminables e insignificantes, sólo dejaba de hablar para comer, y de comer para hablar; estaba siempre moviéndose, ágil como una ardilla, pese a sus grasas y a la exigüidad de piernas; y su risa, una cascada de, gritos agudos, estallaba sin cesar, por aquí, por allá, en una habitación, en el desván, en el café, en todas partes, por cualquier motivo.
Las dos mujeres de la planta baja, Louise, apodada la Pájara, y Flora, llamada Balancín, porque cojeaba un poco, la una siempre de Libertad, con un cinturón tricolor, la otra de española de fantasía, con cequíes de cobre que bailaban en su pelo zanahoria a cada uno de sus pasos desiguales, tenían pinta de cocineras vestidas para un carnaval. Semejantes a todas las mujeres del pueblo, ni más feas ni más guapas, auténticas criadas de mesón, se las designaba en el puerto con el mote de las dos Bombas.
Una paz celosa, aunque raramente turbada, reinaba entre estas cinco mujeres, gracias a la prudencia conciliadora de Madame y a su inagotable buen humor.
El establecimiento, único en la población, era frecuentado con asiduidad. Madame había sabido imprimirle un aire tan formal, se mostraba tan amable, tan atenta con todo el mundo, su buen corazón era tan conocido, que la rodeaba una especie de consideración. Los parroquianos se metían en gastos por ella, exultaban cuando ella les testimoniaba una amistad más marcada; y cuando se encontraban durante el día para sus asuntos, se decían: «Hasta esta noche, donde usted sabe», como quien dice: «En el café, ¿no?, después de cenar».
En fin, la Casa Tellier era un recurso, y rara vez faltaba alguno a la cita cotidiana.
Ahora bien, una noche, a finales del mes de mayo, el primero en llegar, el señor Poulin, comerciante en maderas y ex alcalde, encontró la puerta cerrada. El farolillo, tras su enrejado, no brillaba; ni el menor ruido salía de la vivienda, que parecía muerta. Llamó, suavemente al principio, con más fuerza a continuación; nadie respondió. Entonces subió por la calle a pasitos cortos, y cuando llegó a la plaza del Mercado, se encontró con el señor Duvert, el armador, que se dirigía al mismo lugar. Regresaron juntos, sin mayor éxito. Pero un gran estruendo estalló de pronto muy cerca de ellos, y dando la vuelta a la casa distinguieron un grupo de marineros ingleses y franceses que descargaban puñetazos en los postigos cerrados del café.
Los dos burgueses escaparon al punto para no verse comprometidos; pero un ligero «chist» los detuvo: era el señor Tournevau, el. de las salazones, que, habiéndoles reconocido, les chistaba. Le comunicaron la cosa, con lo cual se quedó muy afectado, puesto que él, casado, padre de familia y muy vigilado, no iba allí más que los sábados; «securitatis causa», decía, aludiendo a una medida de policía sanitaria cuyas periódicas repeticiones le había revelado el doctor Borde, amigo suyo. Era cabalmente su noche e iba así a encontrarse privado toda la semana.
Los tres hombres dieron un largo rodeo hasta el muelle; encontraron por el camino al joven Philippe, hijo del banquero, otro parroquiano, y al señor Pimpesse, el recaudador. Todos juntos regresaron entonces por la calle «de los Judíos» para hacer una última tentativa. Pero los exasperados marineros tenían sitiada la casa, tiraban piedras, chillaban, y los cinco clientes del primer piso, desandando su camino lo más pronto posible, empezaron a vagar por las calles.
Encontraron aún al señor Dupuis, el.agente de seguros después al señor Vasse, juez del tribunal de comercio; y se inició un largo paseo que los condujo primero a la escollera. Se sentaron en fila sobre el parapeto de granito y miraron cabrillear las ondas. La espuma, en la cresta de las olas, ponía en la sombra blancuras luminosas, apagadas casi al tiempo que surgidas, y el ruido monótono del mar rompiéndose contra las rocas se prolongaba en la noche a lo largo de todo el acantilado. Cuando los tristes paseantes hubieron permanecido allí algún tiempo, el señor Tourneveau, declaró: «Esto no es divertido». «Claro que no», replicó el, señor, Pimpesse; y se marcharon a pasitos cortos.
Tras haber bordeado la calle que domina la costa, y que se llama «Souslebois», regresaron por el puente de planchas sobre el Embalse, pasaron cerca del ferrocarril y desembocaron de nuevo en la plaza del Mercado, donde se inició de repente una disputa entre el recaudador y Pimpesse, y el de las salazones, Tournevau, a propósito de una seta comestible que uno de ellos afirmaba haber encontrado en las cercanías.
Los ánimos estaban agriados por el aburrimiento, y quizá hubieran llegado a las manos de no interponerse los otros. El señor Pimpesse, furioso, se retitó; y al punto un nuevo altercado surgió entre el ex alcalde, Poulin, y el agente de seguros, Dupuis, sobre el sueldo del recaudador y los beneficios que éste podía procurarse. Llovían por ambas partes frases injuriosas, cuando se desencadenó una tempestad de gritos formidables, y la tropa de marineros, cansados de esperar en vano ante una casa cerrada, desembocó en la plaza. Iban del brazo, de dos en dos, formando una larga procesión, y vociferaban furiosamente. El grupo de burgueses se disimuló en un portal, y la horda rugiente desapareció en dirección a la abadía. Largo rato se oyó aún el clamor decreciente, cual huracán que se aleja; y el silencio se restableció.
Poulin y Dupuis, indignados el uno con el otro, se marcharon cada cual por su lado, sin saludarse.
Los otros cuatro reanudaron la marcha y bajaron instintivamente hacia el establecimiento Tellier. Seguía cerrado, mudo, impenetrable. Un borracho, tranquilo y obstinado, daba golpecitos en el escaparate del café, después se detenía para llamar a media voz al camarero, Frédéric. Viendo que no le respondían, decidió sentarse en el escalón de la puerta y esperar acontecimientos.
Los burgueses iban ya a retirarse cuando la banda tumultuosa de los hombres, del puerto reapareció por el extremo de la calle. Los marineros franceses berreaban la Marsellesa, los ingleses, el Rule Britannia. Se produjo un alud. general contra los muros, después la marea de bestias prosiguió su curso. hacia el muelle, donde se entabló, una batalla entre los marinos de las dos naciones. De la riña, un inglés salió con un brazo roto y un francés con la nariz partida.
El borracho, que se había quedado ante la puerta, lloraba ahora como lloran los curdas o los niños contrariados.
Los burgueses se dispersaron por fin.
Poco a poco volvió la calma a la ciudad perturbada. De trecho en trecho, todavía a veces, se alzaba un ruido de voces, después se extinguía en lontananza.
Sólo un hombre seguía vagando: el señor Tournevau, el salazonero, desolado por tener que esperar al sábado siguiente; confiaba en no sé qué azar, sin entender nada, exasperándose de que la policía dejara cerrar así un establecimiento de utilidad pública que vigila y tiene bajo su custodia.
Regresó allí, olfateando los muros, buscando la razón, y se dio cuenta de que en el sobradillo había un papel pegado. Encendió en seguida una cerilla y leyó estas palabras trazadas con una gran letra desigual: «Cerrado a causa de primera comunión».
Entonces se alejó, comprendiendo que se había acabado.
El borracho ahora dormía, tumbado cuan largo era, atravesado en la puerta inhospitalaria.
Y al día siguiente todos los parroquianos, uno tras otro, encontraron la manera de pasar por la calle con papeles bajo el brazo para despistar; y de una ojeada furtiva, cada cual leía el misterioso aviso: «Cerrado a causa de primera comunión».

II

Es que Madame tenía un hermano carpintero establecido en su pueblo natal, Virville, en el Eure. En la época en que Madame era aún posadera en Yvetot, había sacado de pila a la hija de ese hermano, a la que llamó Constance, Constance Rivet, pues ella era una Rivet por parte de padre. El carpintero, que sabia que su hermana estaba en buena posición, no la perdía de vista, aunque no se encontraran a menudo, retenidos ambos por sus ocupaciones y viviendo además lejos uno de otra. Pero como la chiquilla iba a cumplir doce años, y hacía ese año la primera comunión, aprovechó la oportunidad para un acercamiento, y escribió a su hermana que contaba con ella para la ceremonia. Como sus ancianos padres habían muerto, no podía negárselo a su ahijada; aceptó. Su hermano, que se llamaba Joseph, esperaba que a fuerza de atenciones llegaría tal vez a conseguir que hiciera testamento a favor de la cría, pues Madame no tenía hijos.
La profesión de su hermana no le inspiraba el menor escrúpulo, y, por otra parte, nadie en el pueblo sabía nada. Se decía solamente, al hablar de ella: «La señora Tellier es una burguesa de Fécamp», lo cual dejaba suponer que podía vivir de sus rentas. De Fécamp a Virville había por lo menos veinte leguas; y veinte leguas de tierra son más difíciles de salvar para los campesinos que el océano para un ser civilizado. La gente de Virville jamás había pasado de Ruán; nada atraía a la de Fécamp a un pueblecito de quinientos hogares, perdido en medio de las llanuras, y que formaba parte de otro departamento. En fin, no sabían nada.
Pero al acercarse la fecha de la comunión, Madame se encontró en un grave aprieto. No tenia encargada, y le inquietaba mucho dejar la casa, aunque fuera un día. Todas las rivalidades entre las damas de arriba y las de abajo estallarían infaliblemente; además, Frédéric se emborracharía sin duda, y cuando estaba achispado fastidiaba a la gente por un quítame allá esas pajas. Por fin se decidió a llevarse a todo su personal, salvo al camarero, a quien dio permiso hasta dos días después.
Consultado, el hermano, no se opuso en lo más mínimo, y se encargó de alojar a la entera compañía por una noche. Así, pues, el sábado por la mañana el tren exprés de las ocho se llevaba a Mádame y sus compañeras en un vagón de segunda clase.
Hasta Beuzeville estuvieron solas y charlaron como cotorras. Pero en aquella estación subió una pareja. El hombre, un viejo campesino vestido con una blusa azul, de cuello plisado, mangas anchas ajustadas en los puños y adornadas con un pequeño bordado blanco, tocado con un antiguo sombrero de copa alta, cuyo pelo rojizo parecía erizado, llevaba en una mano un inmenso paraguas verde, y en la otra una amplia cesta que dejaba asomar las cabezas asustadas de tres patos. La mujer, muy tiesa, con su rústico atavío, tenía una fisonomía de gallina, con una nariz puntiaguda como un pico. Se sentó frente a su hombre y allí se quedó sin moverse, sobrecogida al encontrarse entre tan elegante compañía.
Había, en efecto, en el vagón un deslumbramiento de colores brillantes. Madame, toda de azul, de seda azul de los pies a la cabeza, llevaba encima un chal de falsa cachemira francesa, rojo, cegador, fulgurante. Fernande resoplaba dentro de un traje escocés, cuyo corpiño, abrochado con todas sus fuerzas por sus compañeras, alzaba su desplomado pecho en una doble cúpula siempre agitada que parecía líquida bajo la tela.
Raphaéle, con un tocado emplumado que simulaba un nido lleno de pájaros, llevaba un atuendo lila,.con lentejuelas de oro, algo oriental que le sentaba bien a su fisonomía de judía. Rosa la Marraja, con falda rosa de anchos volantes, tenía pinta, de niña demasiado gorda, de enana obesa; y las dos Bombas parecían haberse cortado sus extrañas vestimentas en viejas cortinas de ventana, esas viejas cortinas rameadas de la época de la Restauración.
En cuanto ya no estuvieron solas en el departamento las damas adoptaron un comportamiento serio, y se pusieron a hablar de cosas elevadas para causar buena impresión. Pero en Bolbec apareció un señor de rubias patillas, con sortijas y una cadena de oro, que colocó en la red, sobre su cabeza, varios paquetes envueltos en hule. Tenia un aspecto bromista y campechano. Saludó, sonrió y preguntó con desenvoltura: «¿Las señoras cambian de guarnición?» Esta pregunta sembró en el grupo una confusión embarazada. Madame recobró por fin su aplomo y respondió secamente para vengar el honor del cuerpo: «¡Podría usted ser más educado!» El se disculpó: «Perdón, quería decir de monasterio». Madame, no hallando nada que replicar, o quizá considerando suficiente la rectificación, hizo un digno saludo apretando los labios.
Entonces el señor, que se encontraba sentado entre Rosa la Marraja y el viejo campesino, se puso a guiñarles el ojo a los tres patos, cuyas cabezas salían de la gran cesta; después, cuando notó que tenía cautivado a su público, empezó a hacerles cosquillas a los animales bajo el pico, lanzándoles frases graciosas para alegrar a la compañía: «¡Hemos dejado nuestra charcharca! , ¡cua, cua, cua!, para conocer el asaasador, ¡cua, cua, cua! » Los desdichados animales giraban el cuello, con el fin de evitar sus caricias; hacían espantosos esfuerzos por salir de su prisión de mimbre; después, de pronto, los tres juntos lanzaron un lamentable grito de angustia: « ¡Cua, cua, cua, cua! » Hubo una explosión de risas entre las mujeres. Se inclinaban, se empujaban para ver; se interesaban locamente por los patos, y el señor redoblaba su gracia, su ingenio y sus arrumacos.
Rosa se metió y besó a los tres animales en la nariz, inclinándose sobre las piernas de su vecino. En seguida cada mujer quiso besarlos a su vez; y el señor sentaba a las damas en sus rodillas, las hacía saltar, las pellizcaba; de repente empezó a tutearlas.
Los dos campesinos, más espantados aún que sus patos, revolvían los ojos como endemoniados, sin atreverse a hacer un movimiento, y sus viejos rostros arrugados no tenían una sonrisa ni un estremecimiento.
Entonces el señor, que era viajante, ofreció en broma tirantes a las damas, y apoderándose de uno de sus paquetes, lo abrió. Era una argucia, el paquete contenía ligas.
Las había de seda, azul, de seda rosa, de seda roja, de seda violeta, de seda malva, de seda amapola, con hebillas de metal formadas por dos amorcillos enlazados y dorados. Las chicas lanzaron gritos de gozo, después examinaron las muestras, ganadas por la seriedad natural de toda mujer que manosea un artículo de tocador. Se consultaban con la mirada o con una palabra cuchicheada, se respondían igual, y Madame manejaba con ansia un par de ligas naranja, más anchas, más imponentes que las otras: verdaderas ligas de ama.
El señor esperaba, acariciando una idea: «Vamos, gatítas, dijo, hay que probarlas». Hubo una tempestad de exclamaciones; y se apretaban las faldas entre las piernas, como si hubieran temido que las violentaran. El, tranquilo, esperaba su hora. Declaró: «Pues si ustedes no quieren, vuelvo a embalarlas». Después, muy finamente: «Regalaría un par, a elegir, a las que se las probaran». Pero ellas no querían, muy dignas, con el busto erguido. Las dos Bombas, sin embargo, parecían tan desdichadas, que él renovó su proposición. Flora Balancín, sobre todo, atormentada por el deseo, vacilaba visiblemente. El la apremió: «Vamos, chica, un poco de valor; mira, el par lila iría bien con tu vestido». Entonces ella se decidió, y levantándose las faldas enseñó una recia pierna de vaquera, mal calzada, con una media ordinaria. El señor, bajándose, abrochó la liga primero bajo la rodilla, después por encima; y cosquilleaba suavemente a la chica para hacerle lanzar grititos con bruscos estremecimientos. Cuando hubo acabado le dio el par lila y preguntó: «¿A quién le toca?» Todas juntas gritaron: « ¡A mí! ¡A mí! » Empezó por Rosa la Marroja, que descubrió una cosa informe, completamente redonda, sin tobillo, una verdadera «morcilla de pierna», como decía Raphaéle. Fernande fue felicitada por el viajante, a quien entusiasmaron sus poderosas columnas. Las flacas tibias de la bella judía tuvieron menos éxito. Louise la Pájara, de broma, tapó la cabeza del caballero con su falda; y Madame se vio obligada a intervenir para acabar con aquella farsa inconveniente. Por fin, la propia Madame extendió su pierna, una hermosa pierna normanda, gruesa y musculosa; y el viajero, sorprendido y encantado, se quitó galantemente el sombrero para saludar aquella señora pantorrilla, como un verdadero caballero francés.
Los dos campesinos, inmovilizados por el asombro miraban de lado, con un solo ojo; y se parecían tan por entero a unos pollos que el hombre de las patillas rubias, al levantarse, les soltó en la nariz un «quiquiriquí», lo cual desencadenó de nuevo un huracán de gozo.
Los viejos bajaron en Motteville, con su cesta, sus patos y su paraguas; y se oyó a la mujer decirle a su hombre al alejarse: «Son perdidas que van a ese condenado París».
El gracioso viajante portafardos bajó por su parte en Ruán, tras haberse mostrado tan grosero, que Madame se vio obligada a ponerlo agriamente en su lugar. Ella añadió, como moraleja: «Eso nos enseñará a no charlar con el primero que aparezca».
En Oissel cambiaron de tren, y encontraron en la siguiente estación a Joseph Rivet, que las esperaba con una gran carreta llena de sillas y tirada por un caballo blanco.
El carpintero besó educadamente a todas las señoras y las ayudó a montar al carro. Tres se sentaron en tres sillas, al fondo; Raphaéle, Madame y su hermano, en las tres sillas de delante, y Rosa, al no disponer de asiento, se acomodó lo mejor que pudo en las rodillas de la gran Fernande; después el carruaje se puso en marcha. Pero en seguida el trote irregular del jaco sacudió tan terriblemente el coche, que las sillas empezaron a bailar, lanzando a las viajeras por los aires, a la derecha, a la izquierda, con movimientos de peleles, muecas asustadas, gritos de espanto, cortados de repente por una sacudida más fuerte. Se aferraban a los costados del vehículo; los sombreros se les caían a la espalda, sobre la nariz o hacia el hombro; y el caballo blanco seguía andando, alargando la cabeza y con la cola tiesa, una pequeña cola de rata sin pelos con la que se golpeaba las ancas de vez en cuando. Joseph Rivet, con un pie estirado sobre el varal, la otra pierna replegada debajo, los codos muy levantados, sujetaba las riendas, y de su garganta escapaba a cada instante una especie de cloqueo que, haciendo enderezar las orejas al jaco, aceleraba su marcha.
A ambos lados de la carretera se desplegaba la verde campiña. Las colzas en flor dibujaban de trecho en trecho un gran lienzo amarillo ondulante de donde se alzaba un sano y poderoso olor, un olor penetrante y dulce, llevado muy lejos por el viento. Entre el centeno ya crecido los acianos mostraban sus cabecitas azuladas que las mujeres querían coger, pero el señor Rivet se negó a pararse. A veces, además, todo un campo parecía regado con sangre, tan invadido estaba de amapolas. Y entre aquellas llanuras así coloreadas por las flores de la tierra, la carreta, que parecía llevar también un ramillete de flores de los más encendidos tonos, pasaba al trote del caballo blanco, desaparecía tras los grandes árboles de una granja, para reaparecer al final del follaje Y pasear de nuevo a través de las cosechas amarillas y verdes, salpicadas de rojo o azul, su deslumbrante carretada de mujeres que huía bajo el sol.
Daba la una cuando llegaron ante la puerta del carpintero.
Estaban rotas de fatiga y pálidas de hambre, pues no habían tomado nada desde la salida. La señora Rivet se precipitó, las ayudó a bajar una tras otra, besándolas en cuánto ponían el pie en tierra; y no se cansaba de besuquear a su cuñada, a quien deseaba acaparar. Comieron en el taller, desembarazado ya de los bancos para la comida del día siguiente.
Una buena tortilla a la que siguió una morcilla asada, rociada con buena sidra picante, devolvió la alegría a todo el mundo. Rivet, para brindar, había cogido un vaso, y su mujer servía, cocinaba, traía las fuentes, se las llevaba, murmurando al oído de cada una: «¿Tiene usted bastante?» Pilas de tablas pegadas a las paredes y montones de virutas barridas en los rincones difundían un perfume de madera cepillada, un olor de carpintería, ese hálito resinoso que penetra hasta el fondo de los pulmones.
Reclamaron a la cría, pero estaba en la iglesia y no volvería hasta la noche.
El grupo salió entonces a dar una vuelta por el pueblo.
Era un pueblecito atravesado por una carretera principal. Una decena de casas alineadas a lo largo de esta única calle albergaba los comercios del lugar: la carnicería, la tienda de ultramarinos, la carpintería, la taberna, la zapatería y la panadería. La iglesia, al final de esta especie de calle, estaba rodeada por un estrecho cementerio; y cuatro tilos descomunales, plantados ante el pórtico, la sombreaban por entero. Estaba construida con sílex labrado, sin el menor estilo, y rematada por un campanario de pizarra. Detrás de ella recomenzaba el campo, cortado aquí y allá por grupos de árboles que ocultaban las granjas.
Rivet, ceremonioso, aunque llevaba su ropa de trabajo, daba el brazo a su hermana a quien paseaba con solemnidad. Su mujer, muy emocionada con el traje dé hilillos dorados de Raphaéle, se había situado entre ésta y Fernande. La rechoncha Rosa trotaba detrás con Louise la Pájara y Flora Balancín, que cojeaba, extenuada.
Los vecinos salían a las puertas, los niños interrumpían sus juegos, una cortina alzada dejaba entrever una cabeza tocada con un gorro de indiana; una vieja con muletas y casi ciega se santiguó como al paso de una procesión; y cada cual seguía un buen rato con la mirada a todas las hermosas damas de la ciudad que habían llegado de tan lejos para la primera comunión de la cría de Joseph Rivet. Una inmensa consideración recaía de rebote sobre el carpintero.
Al pasar por delante de la iglesia, oyeron cantos infantiles: un cántico gritado hacia el cielo por vocecitas agudas; pero Madame les impidió entrar, para no perturbar a aquellos querubines.
Tras una vuelta por el campo y la enumeración de las principales fincas, del rendimiento de la tierra y de la producción del ganado, Joseph Rivet hizo volver a su rebaño de mujeres y lo instaló en su vivienda.
Como había muy poco sitio, las habían distribuido en las habitaciones de dos en dos.
Rivet, por esta vez, dormiría en el taller, sobre las virutas; su mujer compartiría su cama con su cuñada y, en el cuarto contiguo, Fernande y Raphaéle descansarían juntas. Louise y Flora estaban instaladas en la cocina en un colchón tirado en el suelo; y Rosa ocupaba sola un cuartucho interior encima de la escalera, junto a la entrada de un estrecho camaranchón donde dormiría, esa noche, la comulgante.
Cuando la chiquilla volvió, cayó sobre ella una lluvia de besos; todas las mujeres querían acariciarla, con ese necesidad de expansión tierna, ese hábito profesional de zalamerías que, en el vagón, las había hecho a todas besar a los patos. Cada una la sentó en sus rodillas, manoseó su fino pelo rubio, la estrechó entre sus brazos con impulsos de cariño vehemente y espontáneo. La niña, muy buenecita, impregnada de piedad, como encerrada en sí por la absolución, se dejaba, paciente y recogida.
Como el día había sido penoso para todos, se acostaron inmediatamente después de cenar. Ese silencio ilimitado de los campos que parece casi religioso envolvía el pueblecito, un silencio tranquilo, penetrante, y que llegaba hasta los astros. Las chicas, acostumbradas a las veladas tumultuosas de la casa pública, se sentían emocionadas por el mudo reposo de la campiña dormida. Por su piel corrían estremecimientos, no de frío, sino estremecimientos de soledad procedentes de un corazón inquieto y turbado.
En cuanto estuvieron en la cama, de dos en dos, se abrazaron como para defenderse de aquella invasión del tranquilo y hondo sueño de la tierra. Pero Rosa la Marraja, sola en su cuartito interior, y poco habituada a dormir sin nadie entre los brazos, se sintió asaltada por una emoción vaga y penosa. Daba vueltas en su yacija, sin poder alcanzar el sueño, cuando oyó, tras el tabique de madera pegado a su cabeza, débiles sollozos como los de un niño que llora. Asustada, llamó débilmente, y una vocecita entrecortada le respondió. Era la cría que, acostumbrada a dormir en la habitación de su madre, tenía miedo en su estrecho camaranchón.
Rosa, encantada, se levantó, y despacito, para no despertar a nadie, fue a buscar a la niña. Se la llevó a su cama calentita, la estrechó contra su pecho abrazándola, la mimó, la rodeó con su ternura de exageradas manifestaciones, y después, calmada también ella, se durmió. Y hasta que se hizo de día la comulgante descansó su frente sobre el seno desnudo de la prostituta.
Ya a las cinco, con el Angelus, la campanita de la iglesia repicando al vuelo despertó a aquellas señoras que solían dormir toda la mañana, único descanso de sus fatigas nocturnas. Los campesinos de la aldea ya estaban de pie. Las mujeres del pueblo iban ajetreadas de puerta en puerta, charlaban vivamente, llevando con precaución cortos trajes de muselina almidonados como cartón, o cirios descomunales, con un lazo de seda galoneado de oro en el centro, y muescas en la cera para indicar el sitio de la mano. El sol ya alto brillaba en un cielo muy azul que conservaba hacia el horizonte un tono un poco rosado, como un débil rastro de la aurora. Familias de gallinas se paseaban delante de las casas; y, de trecho en trecho, un gallo negro de cuello lustroso alzaba su cabeza rematada de púrpura, batía las alas, y lanzaba al viento su canto de cobre que repetían los otros gallos.
Llegaban carretas de los municipios vecinos, descargando en el umbral de las puertas altas normandas de trajes oscuros, con una pañoleta cruzada sobre el pecho y sujeta por una joya de plata secular. Los hombres se habían puesto la blusa azul sobre la levita nueva o sobre el viejo traje de paño verde cuyos dos faldones asomaban por debajo.
Cuando los caballos estuvieron en las cuadras hubo así a lo largo de todo la carretera una doble fila de carricoches rústicos, carretas, cabriolés, tílburis, charabanes, coches de todas las formas y de todas las edades, tumbados de nariz o bien con el culo a tierra y los varales al cielo.
La casa del carpintero estaba llena de una actividad de colmena. Las señoras, con chambras y enaguas, con el pelo suelto a la espalda, un pelo endeble y corto que se hubiera dicho deslucido y raído por el uso, se ocupaban de vestir a la niña.
La pequeña, de pie sobre una mesa, no se movía, mientras la señora Tellier dirigía los movimientos de su batallón volante. La lavaron someramente, la peinaron, le pusieron la toca, la vistieron y, con ayuda de multitud de alfileres, dispusieron los pliegues del traje, ajustaron la cintura demasiado ancha, organizaron la elegancia del atuendo. Luego, cuando hubieron terminado, mandaron sentarse a la paciente recomendándole que no se moviese: y la agitada tropa de mujeres corrió a ataviarse a su vez.
La pequeña iglesia recomenzaba a tocar. Su frágil tañido de campana pobre ascendía hasta perderse en el cielo, como una voz demasiado feble, pronto ahogada en la inmensidad azul.
Las comulgantes salían por las puertas, iban hacia el edificio municipal que contenía las dos escuelas y el ayuntamiento, situado en una punta del pueblo, mientras que la «casa de Dios» ocupaba la otra punta.
Los padres, vestidos de gala, con una fisonomía torpe y esos movimientos inhábiles de los cuerpos siempre encorvados sobre el trabajo, seguían a sus retoños. Las chiquillas desaparecían entre una nube de tul nevoso parecido a nata batida, mientras que los hombrecitos, similares a camareros en embrión, con la cabeza encolada con fijador, caminaban con las piernas muy abiertas, para no manchar los pantalones negros.
Era un honor para una familia cuando gran número de parientes, llegados de lejos, rodeaban al niño; y así el triunfo del carpintero fue total. El regimiento Tellier, con el ama a la cabeza, seguía a Constance; el padre daba el brazo a su hermana, la madre marchaba al lado de Raphaéle, Fernande con Rosa, las dos Bombas juntas, y la tropa se desplegaba majestuosamente como un estado mayor con uniforme de gala.
El efecto en el pueblo fue fulminante.
En la escuela, las niñas se alinearon bajo la toca de la monja, los niños bajo el sombrero del maestro, un guapo mozo muy envarado; y se pusieron en marcha iniciando un cántico.
Los varoncitos que iban a la cabeza alargaban sus dos filas entre las dos hileras de coches desenganchados, las niñas los seguían en el mismo orden; y como todos los vecinos habían cedido el paso, por consideración, a las damas de la ciudad, éstas iban inmediatamente detrás de las crías, prolongando aún la doble línea de la procesión, tres a la derecha y tres a la izquierda, con sus atuendos brillantes como un castillo de fuegos artificiales.
Su entrada en la iglesia enloqueció a la población. Se empujaban, se volvían, se agolpaban para verlas. Y las devotas hablaban casi en voz alta, estupefactas ante el espectáculo de aquellas señoras más recargadas que las casullas de los chantres. El alcalde les ofreció su banco, el primer banco a la derecha junto al coro, y la señora Tellier ocupó un puesto en él con su cuñada, Fernande y Raphaéle. Rosa la Marraja y las dos Bombas se colocaron en el segundo banco en compañía del carpintero.
El coro de la iglesia estaba lleno de niños de rodillas, las chicas a un lado, los chicos al otro, y los largos cirios que llevaban en las manos parecían lanzas inclinadas en todos los sentidos.
Ante el facistol, tres hombres de pie cantaban con voz plena. Prolongaban indefinidamente las sílabas del sonoro latín, eternizando los Amén con aa indefinidas que el serpentón sostenía con su nota monótona lanzada sin fin, mugida por el instrumento de cobre de ancha boca. La voz aguda de un niño daba la réplica y, de vez en cuando, un sacerdote sentado en una silla de coro y tocado con un bonete cuadrado se levantaba, farfullaba algo y se sentaba de nuevo, mientras los tres cantores volvían a empezar, los ojos clavados en el grueso libro de canto llano abierto ante ellos y sostenido por las alas desplegadas de un águila de madera montada sobre un eje.
Después se produjo un silencio. Toda la concurrencia, con un movimiento unánime, se puso de rodillas, y apareció el oficiante, viejo, venerable, de pelo blanco, inclinado sobre el cáliz que llevaba en la mano izquierda. Ante él marchaban los dos acólitos vestidos de rojo, y, detrás, apareció una muchedumbre de cantores de gruesos zapatos que se alinearon a los dos lados del coro.
Una campanilla tintineó en medio del gran silencio. Comenzaba el oficio divino. El sacerdote circulaba lentamente ante el tabernáculo de oro, hacía genuflexiones, salmodiaba con su voz cascada, temblona por la vejez, las oraciones preparatorias. En cuanto enmudecía, los cantores y el serpentón estallaban a la vez, y los hombres también cantaban en la iglesia, con voz menos fuerte, más humilde, como deben cantar los asistentes.
De pronto el Kyrie Eleison brotó hacia el cielo, lanzado por todos los pechos y todos los corazones. Granos de polvo y fragmentos de madera carcomida cayeron incluso de la antigua bóveda, sacudida por esta explosión de gritos. El sol que hería la pizarra del tejado convertía en un horno la pequeña iglesia; y una gran emoción, una ansiosa espera, la proximidad del inefable misterio, oprimían el corazón de los niños, ponían un nudo en la garganta de sus madres.
El sacerdote, que se había sentado un rato, volvió a subir hacía el altar y, destocado, cubierto con sus cabellos de plata, con gestos trémulos, se acercaba al acto sobrenatural.
Se volvió hacía los fieles y, con las manos extendidas hacia ellos, pronunció: Orate, fratres, «orad, hermanos». Oraban todos. El anciano cura balbucía ahora muy bajo las palabras misteriosas y supremas; la campanilla tañía una y otra vez; la muchedumbre prosternada llamaba a Dios; los niños desfallecían con inmensa ansiedad.
Entonces fue cuando Rosa, con la frente entre las manos, se acordó de repente de su madre, de la iglesia de su pueblo, de su primera comunión. Se creyó de vuelta a aquel día, cuando era tan pequeña, ahogada en su traje blanco, y se echó a llorar. Lloró suavemente al principío: lágrimas lentas salían de sus párpados, pero después, con los recuerdos, su emoción creció y, con el cuello hinchado, el pecho palpitante, sollozó. Había sacado el pañuelo, se enjugaba los ojos, se tapaba la nariz y la boca para no gritar: fue en vano; una especie de estertor salió de su garganta, y otros dos suspiros profundos, desgarradores, le respondieron, pues sus dos vecinas, inclinadas junto a ella, Louíse y Flora, oprimidas por las mismas remembranzas lejanas, gemían también entre torrentes de lágrimas.
Pero como las lágrimas son contagiosas, Madame, a su vez, sintió pronto húmedos los párpados y, volviéndose hacia su cuñada, vio que todo su banco lloraba también.
El sacerdote engendraba el cuerpo de Dios. Los niños no tenían ya ideas, arrojados sobre las losas por una especie de temor devoto, y, en la iglesia, de trecho en trecho, una mujer, una madre, una hermana, presa de la extraña simpatía de las emociones punzantes, trastornada también por aquellas hermosas damas de rodillas a quienes sacudían estremecimientos e hipos, humedecía su pañuelo de indiana de cuadros y, con la mano izquierda, se apretaba violentamente el corazón saltarín.
Como la pavesa que prende fuego a un campo maduro, las lágrimas de Rosa y sus compañeras alcanzaron en un instante a toda la muchedumbre. Hombres, mujeres, ancianos, jóvenes mozos con blusa nueva, pronto todos sollozaron, y sobre sus cabezas parecía ceñirse algo sobrehumano, un alma esparcida, el prodigioso hálito de un ser invisible y todopoderoso.
Entonces, en el coro de la iglesia, resonó un golpecito seco: la monja, golpeando su libro, daba la señal para la comunión; y los niños, tiritando con una fiebre divina, se aproximaron a la santa mesa.
Toda una fila se arrodillaba. El anciano cura, teniendo en la mano el copón de plata dorada, pasaba ante ellos, ofreciéndoles, entre dos dedos, la hostia consagrada, el cuerpo de Cristo, la redención del mundo. Ellos abrían la boca con espasmos, muecas nerviosas, los ojos cerrados, la cara muy pálida; y el largo lienzo extendido bajo sus barbillas temblaba como agua que corre.
De pronto se propagó por la iglesia una especie de locura, un rumor de muchedumbre delirante, una tempestad de sollozos con gritos abogados. Pasó como esas ráfagas de viento que inclinan los bosques; y el sacerdote permanecía en pie, inmóvil, una hostia en la mano, paralizado por la emoción, diciéndose: «Es Dios, es Dios que está entre nosotros, que manifiesta su presencia, que desciende obediente a mi voz sobre su pueblo arrodillado». Y balbucía plegarias turbadas, sin encontrar las palabras, plegarias del alma, en un furioso impulso hacia el cielo.
Acabó de dar la comunión con tal sobreexcitación de fe que sus piernas desfallecían, y cuando él mismo hubo bebido la sangre de su Señor, se abismó en una loca acción de gracias.
A sus espaldas el pueblo se calmaba poco a poco. Los cantores, realzada su dignidad por la blanca sobrepelliz, reanudaban sus cantos con una voz menos segura, aún húmeda; y el propio serpentón parecía ronco como si el instrumento hubiese llorado también.
Entonces, el sacerdote, alzando las manos, hizo un gesto de que callasen, y pasando entre las dos hileras de comulgantes se acercó hasta la verja del coro.
La asamblea se había sentado entre un ruido de sillas, y ahora todos se sonaban con fuerza. En cuanto vieron al cura se hizo el silencio, y él empezó a hablar en tono muy bajo, vacilante, velado: «Queridos hermanos, queridas hermanas, hijos míos, os doy las gracias desde lo más hondo de mi corazón: acabáis de procurarme la mayor alegría de mi vida. He sentido a Dios que descendía sobre nosotros llamado por mí. Ha venido, estaba aquí, presente, llenando vuestras almas, haciendo desbordar vuestros ojos. Soy el sacerdote más viejo de la diócesis, y soy también, hoy, el más feliz. Un milagro se ha producido entre nosotros, un auténtico, grande, sublime milagro. Mientras Jesucristo entraba por primera vez en el cuerpo de estos chiquillos, el Espíritu Santo, el ave celestial, el hálito divino, se ha abatido sobre vosotros, se ha apoderado de vosotros, ha hecho presa en vosotros, curvados como cañas bajo la brisa».
Después, con voz más clara, volviéndose hacia los dos bancos donde se encontraban las invitadas del carpintero: «Gracias sobre todo a vosotras, queridísimas hermanas, que habéis venido de tan lejos, y cuya presencia entre nosotros, cuya visible fe, cuya viva piedad han sido para todos un saludable ejemplo. Sois la edificación de mi parroquia; vuestra emoción ha caldeado los corazones; sin vosotras, acaso, este gran día no habría tenido este carácter realmente divino. Basta a veces una sola oveja escogida para decidir al Señor a descender sobre el rebaño».
La voz le fallaba. Agregó: «Esa es la gracia que os deseo. Así sea». Y volvió a subir hacia el altar para terminar el oficio.
Ahora todos tenían prisa por marcharse. Los propios niños se agitaban, cansados de tan prolongada tensión del ánimo. Tenían hambre, además, y los padres se iban poco a poco, sin esperar al último evangelio, para terminar los preparativos de la comida.
Hubo un barullo a la salida, un barullo ruidoso, un guirigay de voces chillonas en las que cantaba el acento normando. La población formaba dos hileras, y cuando aparecieron los niños, cada familia se precipitó sobre el suyo.
Constance se encontró agarrada, rodeada, besada por todas las mujeres de la casa. Rosa, sobre todo, no se cansaba de abrazarla. Por fin la cogió de una mano, la señora Tellier se apoderó de la otra; Raphaéle y Fernande levantaron su larga falda de muselina para que no arrastrase por el polvo; Louise y Flora cerraban la marcha con la señora Rivet; y la niña, recogida, totalmente empapada del Dios que llevaba en sí, se puso en camino entre esta escolta de honor.
El festín estaba servido en el taller sobre largos tablones apoyados en caballetes.
La puerta abierta, que daba a la calle, dejaba entrar toda la alegría del pueblo. Se banqueteaba en todas partes. Por cada ventana se divisaban mesas de gente endomingada, y salían gritos de las casas que estaban de juerga. Los campesinos, en mangas de camisa, bebían vasos llenos de sidra pura, y en medio de cada grupo se veían dos niños, aquí dos niñas, allá dos muchachos, comiendo en casa de una de las dos familias.
A veces, bajo el pesado calor del mediodía, un charabán cruzaba el pueblo al trote saltarín de un vicio jato, y el hombre con blusa que conducía lanzaba una mirada de envidia a todo aquel despliegue de comilonas.
En casa del carpintero, la alegría conservaba cierto aire de reserva, un resto de la emoción de la mañana. Sólo Rivet estaba en forma y bebía sin medida. La señora Tellier miraba la hora a cada momento, pues para no haraganear dos días seguidos tenían que coger el tren de las tres y cincuenta y cinco, que las dejaría en Fécamp el atardecer.
El carpintero hacía toda clase de esfuerzos para desviar su atención y retener a su gente hasta el día siguíente; pero Madame no se dejaba distraer; y nunca bromeaba cuando se trataba de negocios.
En cuanto tomaron café, ordenó a sus pupilas que se preparasen a toda prisa; después, volviéndose hacia su hermano: «Y tú, a enganchar ahora mísmo»; y ella misma fue a ultimar sus preparativos.
Cuando volvió a bajar, su cuñada la esperaba para hablarle de la cría; y tuvo lugar una larga conversación en la cual no se decidió nada. La campesina trapaceaba, falsamente enternecida, y la señora Tellier, que tenía a la niña en sus rodillas, no se comprometía a nada, hacía vagas promesas, se ocuparían de ella, tenían tiempo, ya se verían otra vez.
Mientras tanto el coche no llegaba, y las mujeres no bajaban. Incluso se oían arriba grandes carcajadas, empujones, gritos, aplausos. Entonces, mientras la mujer del carpintero se dirigía a la cuadra para ver si el carruaje estaba preparado, Madame, por fin, subió.
Rivet, muy curda y semidesvestido, intentaba, aunque en vano, violentar a Rosa que se moría de risa. Las dos Bombas lo agarraban de los brazos, y trataban de calmarlo, chocadas por esta escena después de la ceremonia de la mañana; pero Raphaéle y Fernande lo excitaban, retorciéndose de gozo, sujetándose los costados; y lanzaban gritos agudos a cada uno de los esfuerzos inútiles del borracho. El hombre, furioso, con la cara roja, todo despechugado, sacudiéndose con violentos esfuerzos las dos mujeres aferradas a él, tiraba con todas sus fuerzas de la falda de Rosa farfullando: «Guarra, ¿no quieres?» Pero Madame, indignada, se abalanzó sobre su hermano, lo cogió de los hombros y lo desprendió tan violentamente que fue a darse contra la pared.
Un minuto después se le oía en el corral, bombeándose agua sobre la cabeza; y cuando reapareció en la carreta, ya estaba totalmente apaciguado.
Se pusieron en camino como la víspera, y el caballito blanco echó a andar con su paso vivo y danzarín.
Bajo el sol ardiente, la alegría adormecida durante la comida se liberaba. Las chicas se divertían ahora con los tumbos del carricoche, empujaban incluso las sillas de sus vecinas, estallaban en risas a cada instante, regocijadas ahora por las vanas tentativas de Rivet.
Una luz loca llenaba los campos, una luz reverberante a la vista; y las ruedas levantaban dos surcos de polvo que remolineaban un buen rato detrás del coche sobre la carretera.
De repente Fernande, a quien le gustaba la música, suplicó a Rosa que cantase; y ésta inició con alegre viveza el Gordo Cura de Meudon. Pero Madame la mandó callar al punto, opinando que la canción era poco decente para aquel día. Agregó: «Cántanos más bien algo de Béranger». Entonces Rosa, tras haber vacilado unos segundos, se decidió, y con voz gastada comenzó la Abuela:

Ma grandmère, un soir a sa féte
De vin pur ayant du deux doigts,
Nous disait, en branlant la tête:
Que d'amoureux j’'eus autrefoix!
Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps perdu!

Y el coro de chicas,. dirigido Por la Propia Madame, repitió:

Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps perdu!

«Eso, ¡bien dicho! » declaró Rivet, encendido por la cadencia; y Rosa continuó al punto:

Quoi, maman, vous n’etiez pas sage?
-Non, vraiment!, et de mes appas,
Seule, à quinze ans, j’appris l’usage
Car, la nuit, je ne dormai pas (1)

Todos juntos aullaron el estribillo; Y Rivet golpeaba con el pie su varal, llevaba el compás con las riendas sobre el lomo del jaco blanco, que, como si también él se viera arrastrado por la vivacidad del ritmo, emprendió el galope, un galope tempestuoso, precipitando a las señoras, amontonadas unas sobre otras, al fondo del coche. Se levantaron riendo como locas. Y la canción continuó, berreada a grito pelado a través de la campiña, bajó el cielo ardiente, entre las cosechas que maduraban, al paso furioso del caballito que aceleraba ahora a cada repetición del estribillo, y se lanzaba cada vez cien metros al galope, para gran alegría de los viajeros.
De trecho en trecho, algún picapedrero se enderezaba, y miraba a través de su careta de alambre aquella carreta furiosa y aulladora que desaparecía entre la polvareda.
Cuando se apearon delante de la estación, el carpintero se enterneció: «Lástima, que os vayáis, lo habríamos pasado bien.»
Madame le respondió sensatamente: «Cada cosa a su tiempo, no puede uno divertirse siempre.» Entonces, una idea iluminó la mente de Rivet:. «Oye, dijo, iré a veros a Fécamp el mes que viene.» Y miró a Rosa con aire astuto, con ojos brillantes y pícaros. «Entonces, concluyó Madame, hay que portarse bien; ven si quieres, pero no hagas tonterías.»
El no respondió, y como se oía pitar el tren, se puso inmediatamente, a besar a todas. Cuando le llegó el turno a Rosa, se empeñó en buscar su boca, que ella, riendo con los labios cerrados, lo hurtaba cada vez con un rápido movimiento de lado. La tenía en sus brazos, pero no podía lograrlo, estorbado por el gran látigo que seguía entre sus manos y que, en sus esfuerzos, agitaba desesperadamente tras la espalda de la chica.
« ¡Los viajeros para Ruán, al tren! », gritó el empleado. Subieron.
Un breve silbido sonó, repetido enseguida por el silbato poderoso de la máquina que escupió ruidosamente su primer chorro de vapor mientras las ruedas empezaban a girar un poco con visible esfuerzo.
Rivet, al abandonar el interior de la estación, corrió a la barrera para ver una vez más a Rosa; y cuando el vagón lleno de aquella mercancía humana pasó ante él, se puso a restallar el látigo saltando y cantando con todas sus fuerzas:

Combien je regrette
Mon bras si dodu
Ma jambe bien faite
Et le temps Perdu!

Después miró alejarse un pañuelo blanco que alguien agitaba.


III

Durmieron hasta la llegada, con el sueño apacible de las conciencias satisfechas; y cuando regresaron al hogar, remozadas, descansadas para la tarea de cada noche, Madame no pudo evitar decir: «Es igual, ya me estaba aburriendo en aquella casa.»
Cenaron deprisa, y después, cuando se hubieron puesto los trajes de combate, esperaron a los clientes habituales; y el farolillo encendido, el farolillo de virgen, indicaba a los transeúntes que el rebaño había vuelto al aprisco.
En un abrir y cerrar de ojos se difundió la noticia, no se sabe cómo, no se sabe a través de quién. Philippe, el hijo del banquero, llevó incluso su amabilidad hasta avisar por un recadero al señor Tournevau, encarcelado en su familia.
El salazonero tenía justamente cada domingo varios primos a cenar, y tomaban café cuando se presentó un hombre con una carta en la mano. El señor Tournevau, muy emocionado, rompió el sobre y palideció: sólo había estas palabras trazadas a lápiz: «Cargamento de bacalao hallado; navío entrado en puerto; buen negocio para usted. Venga pronto.»
Rebuscó en sus bolsillos, le dio veinte céntimos al portador y, ruborizándose de repente hasta las orejas, dijo. «Es necesario que salga.» Y tendió a su mujer el billete lacónico y misterioso. Tocó el timbre, y, cuando apareció la criada: «Rápido, mi abrigo, rápido, y mi sombrero.» En cuanto estuvo en la calle echó a correr silbando una canción, y el camino le pareció dos veces más largo, tan viva era su impaciencia.
El establecimiento Tellier tenía un aire festivo. En la planta baja las voces escandalosas de los hombres del puerto producían un estrépito ensordecedor. Louise y Flora no sabían a quién atender, bebían con uno, bebían con otro, se merecían más que nunca su mote de las «dos Bombas». Las llamaban a la vez de todas partes; ya no podían dar abasto a la tarea. Y la noche se les anunciaba laboriosa.
El cenáculo del primero estuvo completo a las nueve. El señor Vasse, el juez del tribunal de comercio, el pretendiente reconocido aunque platónico de Madame, charlaba en voz baja con ella, en un rincón; y sonreían ambos como si estuvieran a punto de llegar a un entendimiento. El señor Poulin, el exalcalde, tenía a Rosa a caballo sobre sus piernas; y ella, con la nariz pegada a la de él, paseaba sus manos cortas por las blancas patillas del hombrecillo. Un trozo de muslo desnudo aparecía bajo la falda de seda amarilla levantada, cortando el paño negro del pantalón, y las medias rojas estaban sujetas por unas ligas azules, regalo del viajante.
La voluminosa Fernande, tumbada en el sofá, tenía los dos pies sobre el vientre del señor Pímpesse, el recaudador, y el torso sobre el chaleco del joven Philippe, a cuyo cuello se aferraba con la mano derecha, mientras que en la izquierda sostenía un cigarrillo.
Raphaéle parecía en tratos con el señor Dupuis, el agente de seguros, y terminó la conversación con estas palabras: «Sí, querido, esta noche, acepto.» Después, dando ella sola una rápida vuelta de vals a través del salón: «Esta noche, todo lo que quieran», gritó.
La puerta se abrió bruscamente y apareció el señor Tournevau. Estallaron gritos entusiastas: « ¡Viva Tournevau! » Y Raphaéle, que seguía girando, fue a caer sobre su corazón. El la abrazó con formidable impulso y, sin decir una palabra, levantándola del suelo como una pluma, cruzó el salón, llegó a la puerta del fondo y desapareció por la escalera de las habitaciones con su fardo viviente, en medio de aplausos.
Rosa, que encandilaba al exalcalde, besándolo una y otra vez y tirándole de las dos patillas al mismo tiempo para mantener erguida su cabeza, aprovechó el ejemplo: «Vamos, haz como él», dijo. Entonces el hombrecillo se levantó y, ajustándose el chaleco, siguió a la chica rebuscando en el bolsillo donde dormía su dinero.
Fernande y Madame se quedaron solas con los cuatro hombres, y Philippe exclamó: «Invito a champán: señora Tellier, mande a buscar tres botellas.» Entonces Fernande, abrazándolo, le pidió al oído: «Vamos a bailar, ¿eh?, ¿quieres?» El se levantó, y, sentándose ante la espineta secular dormida en un ángulo, hizo brotar un vals, un vals ronco, lacrimoso, del vientre plañidero del chisme. La voluminosa chica enlazó al recaudador, Madame se abandonó en los brazos del señor Vasse; y las dos parejas giraron intercambiándose besos. El señor Vasse, que había sido antaño un gran bailarín, hacía figuras, y Madame lo miraba con ojos cautivados, con esos ojos que responden «sí», ¡un «sí» más discreto y delicioso que una palabra!
Frédéric trajo el champán. Saltó el primer tapón, y Philippe ejecutó la invitación de una cuadrilla.
Los cuatro bailarines la danzaron a la manera mundana, decentemente, dignamente, con melindres, reverencias y saludos.
Después empezaron a beber. Entonces reapareció el señor Tournevau, satisfecho, aliviado, radiante. Exclamó: «No sé qué tiene Raphaéle, pero está perfecta esta noche.» Después, como le tendían una copa, la vació de un trago murmurando: « ¡Caramba!, esto sí que es un lujo.»
En el acto Philippe inició una viva polca, y el señor Tournevau se lanzó a ella con la hermosa judía a quien mantenía en el aire, sin dejar que sus pies tocaran el suelo. El señor Pimpesse y el señor Vasse se hablan sumado a ellos con renovado impulso. De vez en cuanto una de las parejas se detenía junto a la chimenea, para trasegar una copa de vino espumoso; la danza amenazaba con eternizarse, cuando Rosa entreabrió la puerta con una palmatoria en la mano. Estaba con el pelo suelto, en chancletas, en camisa, muy animada, muy roja: «Quiero bailar», gritó. Raphaéle preguntó: «Y tu tío?» Rosa rió a carcajadas: «¿Ese? Ya duerme, se duerme enseguida.» Agarró al señor Dupuis, que se había quedado de brazos caídos en el diván, y la polca recomenzó.
Pero las botellas estaban vacías: «Yo pago una», declaró el señor Tournevou. «Yo también», anunció el señor Vasse. «Y yo lo mismo», concluyó el señor Dupuis. Entonces todos aplaudieron.
La cosa se organizaba, se convertía en un auténtico baile. De vez en cuando, incluso, Louise y Flora subían a toda prisa daban rápidamente una vuelta de vals, mientras sus clientes, abajo, se impacientaban; después regresan corriendo a su café, con el corazón henchido de pesadumbre.
A medianoche seguían bailando. A veces una de las chicas desaparecía, y cuando la buscaban para hacer una mudanza, se daban cuenta de pronto de que uno de los hombres faltaba también.
«¿De dónde vienen?», preguntó con gracia Philippe, en el preciso momento en que el señor Pimpesse regresaba con Fernande. «De ver dormir a Poulín», respondió el recaudador. La frase tuvo un éxito enorme; y todos, sucesivamente, subían a ver dormir a Poulin, con una u otra de las señoritas, que se mostraron, esa noche, de una complacencia inconcebible. Madame cerraba los ojos; y sostenía en los rincones largos apartes con el señor Vasse, como para ultimar los detalles de un asunto ya convenido.
Por fin, a la una, los dos hombres casados, Tournevau y Pimpesse, declararon que se retiraban, y quisieron pagar su cuenta. Solamente les cargaron el champán, y encima a seis francos la botella en lugar de a diez, el precio normal. Y cuando se extrañaban de tanta generosidad, Madame, radiante, les repondió: «No todos los días es fiesta.»

La Maison Tellier (Harvard, París, 1881)



(1) «Mi abuela, un día de su santo, /tras beber dos dedos de vino puro,/nos decía, meneando la cabeza: / ¡cuántos enamorados tuve en tiempos! / ¡Cómo echo de menos 1 mis brazos rollizos / mi pierna torneada / y el tiempo perdido! / ¿Cómo, mamá, ¿no era usted formal? / —No, realmente, y a los quince años / aprendí yo sola a usar mis encantos / porque, de noche, no dormía. »

LA INFIDELIDAD -- EL TESTAMENTO -- GUY DE MAUPASSANT

LA INFIDELIDAD -- EL TESTAMENTO -- GUY DE MAUPASSANT
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EL TESTAMENTO

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Hacía poco tiempo que conocía a aquel muchacho que se llamaba René de Bourneval. Su trato era amable, aunque un poco triste; parecía desengañado de todo, sumamente escéptico, de un escepticismo mordaz, hábil sobre todo para poner de manifiesto, con una sola palabra, las hipocresías humanas. Con frecuencia le oía decir: “ En la vida no hay hombres honrados o al menos no lo son sino relativamente a los tunantes”.
Tenía dos hermanos con quienes no trataba nunca, y yo suponía que su madre se había casado dos veces en vista del distinto apellido de aquellos.
En algunas ocasiones había oído decir que en aquella familia había ocurrido una extraña historia, pero no me daban de ella ningún detalle.
Las condiciones morales de aquel hombre me gustaban y bien pronto nos hicimos amigos.
Una noche, después de haber comido los dos solos en su casa, le pregunté, no sé por qué: ¿Usted nació del primero o del segundo matrimonio de su madre? Le vi palidecer un poco, después sonrojarse y permaneció algunos segundos sin hablar, visiblemente turbado.
Al fin, con la sonrisa dulce y melancólica que le era peculiar, dijo: “Mi querido amigo, si no le fastidio a usted voy a darle sobre mi origen algunos detalles bien singulares. Sé que es usted un hombre inteligente y no temo que su amistad por mi disminuya al saberlos; si lo temiera así, no sentiría el gusto y la satisfacción que siento teniéndole por amigo.”
Mi madre era una mujer bondadosa y tímida, y por cuya fortuna, bastante considerable, Mr. Courcils la hizo la corte y acabó por casarse con ella.
Toda su vida fue un martirio. De alma delicada, temerosa y amante, fue maltratada por aquel que debió ser mi padre, hombre de noble cuna, que no era por su aspecto ni por sus inclinaciones sino un palurdo zafio y grosero. Al cabo de un mes de matrimonio, tenía por querida una criada de la casa, sin dejar por eso de perseguir y hacer el objeto de sus torpes amores a las hijas y mujeres de sus colonos.
Nada de esto le impidió tener dos hijos de su mujer; debería decir tres, comprendiéndome a mi. Mi madre nada decía; en aquella casa llena de ruido y algazara, vivía mi madre como esos ratoncillos que se ocultan debajo de los muebles.
Asustada, acobardada, estremecida, miraba a la gente con sus ojos claros e inquietos, siempre moviéndolos de un lado a otro, con los ojos propios de una persona azorada, dominada siempre por el miedo. Era bonita, sin embargo; muy bonita, rubia, de un rubio gris, un rubio tímido, por decirlo así, como si sus cabellos se hubiesen descolorido por sus incesantes temores.

Entre los amigos de Mr. de Coureils, que venían constantemente al castillo se encontraba un antiguo oficial de caballería, viudo, hombre temible, de carácter a un tiempo tierno y violento y capaz de las más enérgicas resoluciones: Mr. de Rousseau y hubiera podido asegurarse que había heredado algo de aquellas resoluciones de su antepasado. Sabía de memoria el Contrato social, la Nueva Eloisa y todos esos libros filosóficos que han ido poco a poco preparando y realizando la transformación de nuestros antiguos usos, de nuestros prejuicios, de nuestras rancias y antiguas leyes, de nuestra moral estúpida e imbécil.
Amó a mi madre y fue por ella correspondido. Aquellas relaciones permanecieron secretas hasta el punto de que nadie las sospechó. La pobre mujer, abandonada y triste, debió unirse a aquel hombre de una manera desesperada, y adquirir con su trato su mismo modo de pensar: teorías del libre sentimiento, audacias de amor independiente; pero como era tímida hasta el punto de no osar levantar la voz, todas aquellas teorías fueron encerradas, condensadas, prensadas en su corazón, que no se abría jamás.
Mis dos hermanos habían sido duros, ariscos con ella como su padre; nunca la acariciaban, y acostumbrados al poco caso que de ella se hacia, a lo poco que se le consideraba en la casa, la trataban casi corno a una criada.
Yo fui el único de sus hijos que la quiso verdaderamente y a quien ella también amó.
Murió cuando yo tenía 18 años. Debo añadir para que usted comprenda lo que voy a contarle que por consejo judicial se había pronunciado en el matrimonio una separación de bienes en provecho de mi madre, que había conservado gracias a los artificios de la ley y a los buenos oficios de un notario que la era adicto el derecho de testar a su capricho.
Fuimos, pues, prevenidos de la existencia de un testamento en casa de aquel notario e invitados a asistir a su lectura.
Me acuerdo de aquella como si fuera ayer. Fue una escena grandiosa, dramática, burlesca, sorprendente, producida por la protesta, por la indignación y la revelación póstuma de aquella muerta, por aquel grito de libertad, aquella reivindicación desde el fondo de la tumba, de aquella mártir oprimida por nuestras costumbres durante su vida y que lanzaba desde su sepulcro un grito desesperado de independencia.
El que pasaba por ser mi padre, un hombre grueso, sanguíneo, cuyo aspecto despertaba la idea de un carnicero, y mis hermanos, dos muchachones con veinte y ventidós años, respectivamente, esperaban tranquilamente sentados la lectura del documento. Mr. de Bourneval, invitado a presenciar el acto, entró colocándose detrás de mi. Estaba vestido con una larga y ajustada levita negra que hacia resaltar notablemente su intensa palidez, y con un movimiento nervioso mordisqueaba su bigote que comenzaba a blanquear; indudablemente sabía lo que allí iba a suceder.
El notario cerró la puerta con llave y comenzó la lectura, después de haber roto en nuestra presencia el sobre sellado con cera encarnada y del cual ignoraba el contenido.

Bruscamente mi amigo calló, y levantándose de su asiento se acercó a la mesa y de uno de sus cajones tomó un papel amarillento, lo desplegó y besándolo con respeto, con verdadera devoción, repuso : —He aquí el testamento de mi adorada madre.
“Yo, la abajo firmante, Ana Catalina, Genoveva-Matilde de Croiluxe, esposa legítima de Juan Leopoldo-José Gontrán de Coureils, sana de cuerpo y alma, expreso aquí mis últimas voluntades.
“Pido perdón a Dios, primero, y después a mi hijo René del acto que voy a realizar. Creo a mi hijo dotado de bastante buen corazón para comprenderme y perdonarme. He sufrido horriblemente toda mi vida. He sido casada por cálculo; después despreciada, desconocida, oprimida, engañada sin cesar por mi marido.
“Yo le perdono, pero no le debo nada.
“Mis hijos mayores no me han querido, no me han consolado con sus caricias, con sus cuidados; apenas me han tratado como a una madre.
“Yo he sido para ellos, durante mi vida, lo que debía ser; no les debo tampoco nada después de mi muerte. Los lazos de la sangre no existen sin la afección constante, sagrada, de cada día. Un hijo ingrato es menos que un extraño; es un culpable, porque no tiene el derecho de ser indiferente con su madre.
“Yo he temblado siempre ante los hombres, ante sus leyes injustas e inicuas, sus costumbres inhumanas sus infames prejuicios. Ante Dios no temo nada. Muerta ya, arrojo de mi la vergonzosa hipocresía; me atrevo a decir mi pensamiento, declarar y firmar el secreto de mi corazón.
“He dejado en depósito toda la parte de mi fortuna de que la ley me permite disponer a mi amante Pedro Germer-Simón de Bourneval, a quién adoro, para que sea entregada en seguida a nuestro querido hijo René.

(“Esta voluntad está formulada de una manera más precisa en un acta notarial.)
“Y ante el Juez Supremo que me escucha declaro que habría maldecido al cielo y a la existencia, sino hubiese encontrado la afección profunda, constante, tierna de mi amante, si en sus brazos no hubiese comprendido que el Creador ha hecho los seres para amarse, sostenerse, consolarse y llorar juntos en las horas de amargura.
“Mis dos hijos mayores tienen por padre a Mr. de Courcils; René sólo debe la vida a Mr. de Bourneval. Yo ruego a Dios, amo y señor de todos los hombres y de sus destinos, que coloque por encima de los prejuicios sociales al padre y al hijo, que les inspire un mutuo y eterno cariño y respeto hacia mi memoria.
“Tal es mi último pensamiento y mi postrer deseo.
“Matilde de Croiluxe.”
Mr. de Courcils se había levantado, gritando:
—“Ese es el testamento de una loca.”
Entonces Mr. de Bourneval avanzó un paso y con voz fuerte, con voz cortante, pronunció estas palabras:
—“Yo, Simón de Bourneval, declaro que este escrito no encierra sino la estricta verdad. Estoy pronto a probarlo por cartas que conservo en mi poder.”
Mr. de Courcils marchó hacia él.
Yo creí que iban a lanzarse uno sobre otro. Y estaban allí frente a frente, grandes los dos, delgado y pálido el uno, grueso y apoplético el otro, ambos estremecidos de furor. El marido de mi madre, con voz alterada por la rabia, balbuceó; “¡Es usted un miserable!” El otro pronunció con el mismo tono vigoroso y seco: “En otro lado nos entenderemos.” Ya le hubiera a usted abofeteado y provocado hace mucho tiempo si no me hubiese preocupado, ante todo, la tranquilidad y el sosiego durante su vida de la pobre mujer a quien tanto ha hecho usted sufrir.”
Después, volviéndose hacia mí, me dijo: “Usted es mi hijo. ¿Quiere usted seguirme? Yo no tengo el derecho de llevarle a usted conmigo; pero me lo tomo si usted quiere acompañarme.”
Yo estreché su mano sin pronunciar palabra.
Y salimos juntos.
Dos días más tarde Mr. de Bourneval mataba en duelo a Mr. Courcils. Mis hermanos, por temor a un terrible escándalo se han callado. Yo les he cedido y ellos han aceptado la mitad de la fortuna dejada por mi madre.
Yo he tomado el nombre de mi verdadero padre, renunciando al que la ley me daba y que no era el mío.
Mr. de Bourneval murió hace cinco años y yo no me he consolado de su muerte.

Se levantó, dio algunos pasos, y colocándose delante de mí: “Y bien, yo digo que el testamento de mi madre es uno de los actos más hermosos, más leales, más grandes que una mujer puede realizar. ¿No piensa usted lo mismo?” –
Yo le alargué mis dos manos, y estrechando fuertemente las suyas, exclamé con toda la sinceridad de mi alma: “¡Oh, sí, ciertamente, amigo mío!”

ELUCUBRACIONES SOBRE EL AMOR -- VANOS CONSEJOS -- GUY FE MAUPASSANT

ELUCUBRACIONES SOBRE EL AMOR -- VANOS CONSEJOS -- GUY DE MAUPASSANT
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VANOS CONSEJOS
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Mi querido amigo, el consejo que me pides es difícil de dar. Tienes, pues, un lío amoroso que no eres capaz de deshacer y que me parece que se encuentra en una situación lamentable para ti. Soy viejo; te han dicho que yo había vivido, y haces una llamada a mi experiencia para ayudarte. Temo no poder hacer nada por ti, me parece que no estás en una buena situación. Si he comprendido bien tu carta, he aquí tu caso: Has conquistado a una mujer casada demasiado tenaz. Y voy a hacer unas precisiones para estar seguro de no equivocarme. Tú eres joven, muy joven, veinticinco años. Después de haber correteado un poco, a derecha y a izquierda, por las calles y las mujeres de la calle, te has sentido llamado, como lo somos todos, al deseo de amores más refinados. Entonces te fijaste en una amiga de tu madre que se fijaba en ti desde hacía ya algún tiempo. Ella se encontraba entonces en ese momento en el que la mujer se encuentra aun bien, pero a punto de empeorar. Cuarenta años cumplidos, la gordura, el frescor, ese frescor de las uvas conservadas y el cariño suficiente como para vender, el cual su marido no consumía desde hace bastante tiempo. Empezasteis intercambiando miradas. Luego vuestros apretones de manos fueron un poco más largos, más estrechos, con una fuerza tímida al principio, luego más significativa. Después la besaste, una noche, detrás de una puerta y ella te devolvió tu beso con usura. Saliste para pasearte, encantado, ligero, delirante. Estabas preso. Unos días más tarde la cadena estaba bien cerrada. Una dura cadena, mi pobre amigo. En primer lugar la edad de tu amante constituye en sí misma un peligro terrible. Las mujeres llegadas a ese punto, buscan su última proeza, meter el trigo en el granero para los últimos días. Pero el granero está reforzado. Mejor. ¿Pero qué importa? Un viejo zorro es más retorcido que un joven. Y además piensa que la cosa a la que una mujer está menos dispuesta a renunciar es al amor. Retarda ese momento de abdicación lo más posible y, si puede, hasta la parálisis senil. Yo querría que se condenase el desenfreno de las mujeres mayores como las corrupciones de menores. ¿Es más culpable, en efecto, de comenzar demasiado pronto que de acabar demasiado tarde? En ambos casos, se viola la naturaleza. Mi pobre chico, ¡cuánto te compadezco! He aquí que la cosa dura cinco años, ¿no? Sí, he entendido bien, aún era apetecible. Ya no lo es. Cinco años, en la edad de dar volteretas, cuenta como cincuenta. La has visto deteriorarse día a día. Cuando tú la tomaste era un plato digerible. Pero ya no son más que sobras…para tirar. A partir de ahora no tendrás, me temo, más consuelo que el verla envejecer. Esto es, por lo menos una venganza... y una buena venganza. No puedo imaginar pues como podrías deshacerte de ella, a menos que se lo cuentes a tu madre, lo que no sería cortés. Ella cena en vuestra casa dos veces a la semana, va de visita, por la noche, cuando quiere. Su marido te adora y te lleva al espectáculo. Es lo normal. En cuanto a ella, te lapida con sus atenciones, cuidados, muestras de cariño y muestras indudables de amor. He aquí dos cosas que se debería de enseñar a los niños con el alfabeto: Nunca se debe tener una amante que ya no puede ser infiel y hay que mantenerse alejado lo más posible de las relaciones a las que no se puede poner fin con dinero. Cuando una mujer es aún deseable, manejándose bien, puede uno a menudo deshacerse de ella en perjuicio de un amigo. Tú no tienes esa esperanza. Sin embargo, quieres romper a cualquier precio, ¡ romper! ¡ vaya problema! Aquel que hiciera un buen manual sobre el arte de romper haría un mayor favor a la humanidad, a los hombres sobre todo, que el inventor del ferrocarril. Busquemos medios prácticos. Si viviésemos en otro siglo y con otras costumbres, te aconsejaría simplemente envenenarla, ya que cena a menudo en tu casa. Pero lo harías mal y te cogerían. Sé que hay también otros medios de envenenar a una mujer que la ley no puede prever ni castigar. No soy yo quien debe desvelártelos, continuemos. Solo existe en realidad, para romper con una amante, un buen método: la zambullida. Se desaparece y ya no se vuelve a aparecer. Que le escribe, uno no le responde, que viene a verle, uno ha cambiado de domicilio. Que le busca por todas partes, usted se mantiene imposible de localizar y si por casualidad uno la encuentra, hace como si no la conociera y pasa de largo. Si ella le para, se le pregunta con cortesía: ¿qué desea, señora? Y se disfruta de su asombro, de su furor indignado. Con este procedimiento, solo hay que temer al vitriolo. Este medio tiene la ventaja de ser radical y grosero. Pero no es aplicable en tu caso, desgraciadamente, ya que vives con tu familia. Es necesario que el conejo cazado vuelva siempre a encerrarse en su agujero: por muy larga que sea la ausencia hay que volver siempre a la casa paterna. Te volverá a atrapar a tu vuelta, así de fácil. Entonces, ¿qué? ¡Resignarte! Seguir con ella. Sé bien que ahora sientes hacia ella tanto odio como asco. Mala suerte. Creo que es necesario que apliques solamente tu habilidad para evitar las ocasiones. Luego, elúdela, pierde el conocimiento, simula ataques de nervios, de rabia o de epilepsia, grita: ¡ Fuego! ¡ Al asesino! Desde el momento en el que estéis solos, deja tu abrigo o incluso más, paga a un sirviente para que golpee las puertas tan pronto como ella se encuentre encerrada contigo. Pero resígnate a sufrir, al menos platónicamente, su pasión. Ahora si de todas maneras necesitas una ruptura, haz que su marido te sorprenda en flagrante delito, te librarás de ella solo con dos meses de prisión. Es poco. En cuanto al procedimiento no lo creas poco delicado, es tan lícito como legal. Sé que el marido quizás no querrá sorprenderte y que te expones así a una cita capital y muy penosa. Voy a indicarte la manera de atraer hacia tu trampa al esposo suspicaz y prudente. Escríbele una carta de amor que firmarás con el nombre de una actriz, joven y guapa, pidiéndole una hora para encontrarse con él en persona. Todo hombre tiene una tendencia a creerse irresistible. Vendrá. Y le habrás recomendado entrar valientemente en la mansión indicada sin llamar. Tú no pasarás el cerrojo y te resistirás el mayor tiempo posible. Si él se enfada o si te perdona, arreglará tu asunto. Ten sin embargo cuidado de tener testigos en un armario por si negase todas las evidencias. El amor, mi niño, es una cosa muy agradable y muy desagradable al mismo tiempo. “cuando está cansado, hay que beberlo” como decía el mariscal de Saxe desgraciadamente los viejos vinos del cariño no equivalen a los viejos vinos de las bodegas. Me doy cuenta de que te he dado un largo sermón, y de que no te doy, en suma, ninguna fórmula práctica. No hay. Todo depende de la habilidad personal, del tacto y de las personas. También puedes hacerte cura o, ¿quemarte el cerebro? También podrías… ¡un matrimonio! Pero, ¿eso acaso no sería ir de mal en peor? Y además... ¿te liberaría eso? En fin, entre nosotros, ¿sabes lo que haría en tu lugar? Es una mezquindad lo que voy a decirte, pero todo está permitido para defenderse. Y bien, trataría de hacerla madre, si aún es posible. Te odiaría tanto que puede que te dejase. Pero yo querría que hubiera en los colegios una enseñanza especial para prevenir a los jóvenes alumnos de los peligros de esta índole. Se os enseña el griego y el latín que os son poco útiles, y no se os enseña a defenderos de las mujeres que son en suma el mayor peligro de nuestra vida. Debería de revelársenos su naturaleza, sus trucos, su tenacidad otras mil cosas. Avisarnos sobre ellas. Es verdad que nada de eso nos serviría quizás de nada. Te doy la mano, como se hace en la puerta de los cementerios, a las personas que no se puede ni aliviar ni consolar.

Para copia compulsada

MAUFRIGNEUSE

MISERIA CAMPESINA -- EL VAGABUNDO -- GUY DE MAUPASSANT

MISERIA CAMPESINA -- EL VAGABUNDO -- GUY DE MAUPASSANT
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EL VAGABUNDO


Llevaba más de un mes caminando en busca de trabajo por todas partes. Por falta de él había dejado su país, Ville-Avaray, en la Mancha. Maestro carpintero, de unos veintisiete años, honrado trabajador, había estado durante dos meses sosteniendo a su familia, por ser el mayor de los hijos, teniendo que cruzarse de brazos ante la escasez de todo. El pan empezó a faltar en la casa; las dos hermanas trabajaban a jornal, pero sus ganancias eran escasas, y él, Santiago Randel, el más fuerte, no hacía nada porque no tenía nada en qué emplearse y había de comerse la ración de los otros. Entonces se presentó en la Alcaldía y el secretario le dio esperanzas de encontrar trabajo en el Departamento Central. Partió, pues, provisto de papeles y certificados, con siete francos en el bolsillo y llevando al hombro, en un pañuelo azul sujeto al extremo de un palo, un par de zapatos de repuesto, un pantalón y una camisa.
Había caminado sin descansar, ni de día ni de noche, por interminables caminos, bajo el sol y la lluvia, sin llegar nunca a ese país misterioso donde encuentran trabajo fácilmente los obreros.
Se había empeñado, desde un principio, en que no debía trabajar más que de carpintero, puesto que ese era su oficio. Pero en todos los talleres en que se presentaba le respondían que acababan de despedir obreros por falta de demandas, y terminó por decidirse, al encontrarse falto de recursos, a aceptar la primera colocación que le saliera al encuentro. En poco tiempo fue picapedrero, mozo de cuadra, empedrador, leñador, pocero, albañil, cestero y hasta pastor, todo mediante una mezquina retribución, que él mismo proponía para tentar la codicia de aldeanos y patrones, que a pesar de todo, una vez terminado su trabajo, se deshacían de él. Luego, durante una semana, si no encontraba nueva ocupación, consumía lo que tenía y muchas veces sólo comía un pedazo de pan, gracias a la caridad de algunas mujeres, a quienes pedía desde el umbral de las puertas a su paso por las calles. Llegaba la noche, y Santiago Randel, harapiento, con el estómago vacío, las piernas destrozadas y el alma angustiada, marchaba descalzo sobre la hierba por el borde del camino, para conservar el último par de zapatos, pues los primeros hacía tiempo no existían.
Era un sábado a fines de otoño. Espesas, nubes grises cruzaban el cielo rápidamente, arrastradas por el viento que gemía entre los árboles. El tiempo amenazaba lluvia; el campo estaba desierto, porque había oscurecido y era víspera de fiesta. De trecho en trecho, en medio de la huerta, se elevaban, semejantes a grandes hongos amarillos, montones hacinados de paja trillada; las tierras, desnudas de toda vegetación, ocultaban en su seno la simiente de la próxima cosecha. Randel sintió hambre, un hambre brutal, una de esas hambres que arroja al lobo sobre el hombre. Extenuado, alargaba el paso para llegar antes; y con la cabeza pesada, sintiendo el zumbido de la sangre en los oídos, los ojos inyectados, la boca seca, apretaba su palo convulsivamente, sintiendo el vago deseo de apalear al primer transeúnte que encontrase entrando en su casa a cenar.
Miraba los bordes del sendero, sin apartar de su memoria la imagen de un montón de patatas desenterradas y esparcidas por el suelo. Si hubiera encontrado unas cuántas, hubiera reunido unas ramas secas y allí, en el mismo barranco, después de hacer fuego, se hubiera proporcionado una buena cena con aquellos redondos tubérculos, bien asados, que con seguridad hubieran hecho desaparecer el frío que le crispaba las manos.
Pero la época de la patata había pasado y habría de contentarse con roer, como había hecho la víspera, una remolacha cruda arrancada de uno de aquellos surcos.
Dos días después hablaba en voz alta consigo mismo, alargando el paso. por la obsesión de sus ideas. No había pensado hasta entonces nada en concreto; todas sus facultades, su inteligencia entera, la había puesto al servicio de su profesión.
Pero la fatiga, la encarnizada persecución de un trabajo que no hallaba, las repulsas, las malas acogidas, las noches pasadas sobre la hierba, el ayuno y el desprecio. que notaba por parte de los bien acomodados que le tomaban por vagabundo; el consejo diariamente recibido: «¿Por qué salió usted de su púeblo?”; la tristeza de no poder ocupar en nada sus robustos y forzudos brazos; el recuerdo de sus padres abandonados en el pueblo, sin recursos casi, iban acumulandola poco a poco en su corazón una sorda cólera, amasada cada día, cada hora, cada minuto con nuevos ultrajes y que iba saliendo a la superficie a pesar de él, traduciéndose en frases cortas e irritadas.
Al tropezar continuamente en los guijarros que rodaban bajo sus pies descalzos, refunfuñaba: “¡ Desgracia... miseria ... montón de cochinos..., dejar reventar de hambre a un hombre ... a un trabajador... montón de cochinos..., ni cuatro cuartos ... ni un céntimo... y ahora a llover ... eso faltaba ... cochinos, más que cochinos!”
Y se indignaba con las injusticias de la suerte, tomando por testigos a todos los hombres, de que la naturaleza, nuestra madre común, era ciega, injusta, pérfida y feroz. Y repetía entre dientes: “¡Montón de marranos!”, contemplando al mismo tiempo la pequeña nube de humo gris que salía de los tejados de una aldea cercana a aquella hora, que era la de cenar. Y sin reflexionar en la otra injusticia humana, que se llama violencia y robo, sentía ardientes deseos de correr hacia el pueblo, entrar en una de sus casas, aplastar a los habitantes y sentarse en su lugar a la mesa.
“Yo tengo el derecho de vivir —decía—, y ahora con mas razón, puesto que me dejan reventar de hambre... ¡cochinos! ... yo no pido más que trabajo, nada más, ¡cochinos!” Y el dolor de sus miembros, el dolor de su estómago, el dolor de su corazón se le subía a la cabeza como una especie de formidable borrachera, haciendo nacer en su cerebro esta idea sencilla: “¡Tengo el derecho de vivir, puesto que el aire es de todos! ¡No hay derecho alguno que pueda privarme del pan que necesito para alimentarme!”
Caía una lluvia fría, espesa y helada. Se detuvo, murmurando: “¡ Miseria..., desgracia ... todavía un mes de camino para volver a casa!” ... Y en efecto, volvía allá pensando en que era más fácil encontrar pronto en qué ocuparse en su pueblo natal, donde era conocido, que en aquellas carreteras en las que a todos se hacía sospechoso.
Puesto que la carpintería no prosperaba, seria peón de albañil, yesero, picapedrero, cualquier cosa. Aunque no ganara más que veinte sueldos diarios, tendría, por lo menos, para comer.
Se arrolló al cuello lo que restaba de su último pañuelo, un pingajo, a fin de impedir que el agua fría se escurriese por el pecho y la espalda; pero pronto sintió que atravesaba la delgada tela de sus ropas e instintivamente lanzó a su alrededor una angustiosa mirada, en la que se retrataba el dolor de no encontrar un sitio donde guarecerse, donde resguardar su cuerpo, donde apoyar su cabeza.
Llegó la noche, cubriendo de sombra los campos; Allá lejos, en un prado, percibió una mancha oscura sobre la hierba; era una vaca. Atravesó el barranco y se dirigió hacia allí sin darse cuenta de lo que hacía. Cuando llegó cerca de ella, el animal levantó al verle su gruesa cabeza. “Si siquiera tuviera un cacharro —pensó——, podría beber un poco de leche”. Miraba a la vaca, que, a su vez, no separaba los ojos de él; le dio un puntapié en el vientre, diciéndole: “jArriba!”, y el pobre animal se levantó lentamente, dejando al descubierto las colgantes y pesadas ubres; se ácostó entre las patas del animal, tendiéndose boca arriba, y bebió con avidez largo tiempo, estrujando con ambas manos el tibio pezón que aún olía a establo. Y bebió tanto, que se hartó de leche en aquella fuente vivificadora.
La lluvia caía ahora más espesa y glacial y en toda la llanura desierta no había un abrigo donde refugiarse. Tenía frío; de cuando en cuando veía brillar entre los árboles la luz que filtraban las ventanas de una casa.
La vaca se había vuelto a acostar pesadamente. Se sentó a su lado, acariciándole la cabeza, agradecido del alimento que le había proporcionado. El aliento tibio y fuerte del animal saliendo de su hocico como dos chorros de vapor, acariciaba la cara del trabajador, que le decía: “¡No debes tener frío ahí dentro, como yo!” Y le daba palmaditas en el pecho e introducía sus manos bajo las patas para buscar calor. Entonces tuvo una idea; acostarse y pasar la noche arrimado a aquel tibio y grueso vientre; buscó un sitio donde acomodarse, y por fin recostó su cabeza sobre las voluminosas ubres que acababan de prestarle su alimento. Quebrantado de fatiga, no tardó en dormirse. Se despertó varias veces con el pecho o la espalda helados, según el costado que aplicaba al vientre del animal; entonces daba una vuelta para calentarse y secár la parte del cuerpo que había quedado expuesta al relente de la noche y se dormía otra vez pesadamente.
El canto de un gallo le hizo ponerse en pie. Amanecía; no llovía ya y el cielo aparecía puro y despejado. ‘La vaca descansaba aún con el hocico pegado al suelo; se inclinó, apoyándose sobre las palmas de las manos, y besando el húmedo y caliente hocico, le dijo:
—Adiós, hermosa ... hasta otra vez; eres un animal caritativo ... Adiós.
Y después que se hubo calzado, emprendió su marcha. Durante dos horas avanzó por el mismo camino de siempre, hasta que el cansancio le produjo una lasitud tan grande que se vio precisado a tomar asiento sobre la hierba. Ya había salido el sol; las campanas de las iglesias repicaban; mujeres con blanca cofia, unas a pie y otras en carritos, comenzaban a pasar por el camino en dirección a los pueblos vecinos, a festejar el domingo con sus amigos o parientes.
Vio un aldeano, ya de edad, que conducía delante de é1 un rebaño de corderos que balaban inquietos, y que un perro hacía marchar agrupados, corriendo tras los revoltosos que pretendían separarse de sus compañeros.
—¿No tendría trabajo para un obrero muerto de hambre? —preguntóle Randel, levantándose y saludando.
—No tengo trabajo para la gente que encuentro por los caminos —contestó, el pastor, midiendo de pies a cabeza al vagabundo con recelosa mirada.
Y el carpintero volvió a sentarse al borde del camino. Allí esperó largo tiempo, viendo desfilar delante de él a los campesinos y buscando una buena cara, un rostro compasivo, para volver a formular su petición. Al fin, se decidió a dirigirse a una especie de burgués, bien abrigado, con un largo gabán desabrochado que dejaba ver una cadena de oro cruzando su pecho.
—Busco trabajo hace dos meses —le dijo—: no encuentro nada y no tengo ni un céntimo en el bolsillo.
—Debías haber leído —le contestó el burgués— el bando fijado a la entrada del pueblo prohibiendo la mendicidad en el territorio de la comuna. Soy el alcalde, y si no te marchas pronto, de prisa, te haré detener.
Randel, a quien empezaba a dominar la cólera, murmuro:
—Hágame detener, si quiere, tal vez será mejor para mí; al menos no me moniré de hambre.
Y se volvió a sentar sobre la senda.
Aún no había transcurrido un cuarto de hora, cuando dos gendarmes aparecieron en el camino. Marchaban despacio, juntos, bien vestidos; sus sombreros de hule relucían al sol; brillaban los ribetes amarillos de sus trajes y los botones de metal como si desde lejos quisieran espantar a los malhechores y hacerles huir.
El carpintero, a pesar de estar persuadido de que venían por él, no se movió; estaba poseído de una sorda rabia y de un gran deseo de desafiarlos, de ser cogido y de vengarse mas tarde de ellos.
Los gendarmes se aproximaron sin parecer percatarse de él, marchando con ese paso marcial zambo y pesado como el de un ganso. De pronto, al pasar a su lado, hicieron ademán de haberlo descubierto, y parándose, empezaron a mirarle de pies a cabeza con gesto amenazador y furioso.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó el cabo, avanzando hacia él.
—Descansar —respondió Santiago tranquilamente.
—¿De dónde, viene?
—Si fuera a enumerarle todos los pueblos por donde he pasado, tendría para más de una hora.
—¿A dónde va usted ahora?
—A Ville-Avaray.
—¿ Dónde está eso?
—En la Mancha.
—¿Es el pueblo de usted?
—Es mi pueblo.
—¿Por qué se ha marchado usted de él?
—Para buscar trabajo.
El cabo se volvió hacia su compañero y con el tono colérico del que está cansado de oír la misma superchería, exclamo:
—Todos estos granujas dicen lo mismo. Conozco el sistema.
—¿Tiene usted sus papeles en regla? —dijo, volviéndose al carpintero.
—Sí, señor.
—Muéstrelos.
Randel sacó de su bolsillo sus papeles, sus certificados, pobres y mugrientos documentos que estaban hechos pedazos, y los alargó al gendarme.
Este los deletreó mascullando. Después convencido de que estaban al corriente, se los devolvió, con el aire descontento del hombre a quien se le acaba de jugar una mala partida.
—¿Lleva dinero encima? —preguntó de nuevo, después de unos momentos de reflexión.
—No.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Ni un céntimo siquiera?
—Ni un céntimo.
—Entonces, ¿de qué vive usted?
—De lo que me dan.
—¿Mendigando?
—Cuando puedo —respondió Randel, resueltamente.
Entonces el gendarme con tono solemne declaró:
—Ha sido, sorprendido usted en flagrante delito de vagancia y de mendicidad sobre el camino, y le ordeno que me siga.
—Adonde quiera —contestó el carpintero, levantándose.
Y colocándose entre los gendarmes, antes de recibir la orden, añadió:
—Préndame; al menos estaré bajo techo cuando llueva. Y se dirigieron hacia el pueblo, del que se veían los tejados, a través de los árboles desprovistos de hojas, desde un cuarto de legua de distancia.
Era la hora de la misa mayor cuando atravesaron el pueblo. La plaza estaba llena de gente formando calle para ver pasar al malhechor, al que seguían corriendo una nube de chiquillos. Aldeanos y aldeanas le contemplaban al verle pasar, y en sus miradas se notaba el ardiente deseo de apedrearlo, de arañarlo, de magullarlo a patadas. Unos decían que era un ladrón; otros aseguraban que un asesino. El carnicero, antiguo sargento, afirmaba que era un desertor; el estanquero creía reconocer en él a un pordiosero que le había pasado aquella misma mañana una moneda de dos reales falsa, y el quincallero apostaba a que aquél era el misterioso asesino de la viuda Malet, que la policía buscaba hacia seis meses.
En la sala del Concejo Municipal, donde le hicieron entrar sus guardianes, Randel encontró al alcalde sentado ante la mesa-despacho, teniendo a su lado al secretario.
—¡Hola, hola! —exclamó el magistrado—. ¡Ya estás aquí, valiente! ¿No te dije que te haría encerrar? ¿Qué ha sucedido, cabo?
—Un vagabundo sin casa ni hogar, señor alcalde —respondió éste—, sin recursos y sin dinero encima, según é1 mismo afirma, arrestado en pleno ejercicio de mendicidad y vagancia, provisto de certificados de buena conducta y de documentos en regla.
—Vamos a ver esos papeles —dijo el alcalde.
Los cogió, los leyó y releyó, y después de devolvérselos, ordenó:
—Regístrenlo.
Los gendarmes lo registraron, sin encontrar nada. El alcalde, perplejo, preguntó al obrero:
—¿Qué hacías esta mañana sobre el camino?
—Buscaba trabajo.
—¿Trabajo?..: ¿En el camino?
—¿Cómo había de encontrarle si me escondiera en el bosque?
Y se contemplaron los dos con un odio de animales pertenecientes a dos especies distintas:
—Voy a ponerte en libertad —dijo el alcalde—; ¡pero cuidado con que te vuelva a encontrar!
—Mejor quiero que me encierre —dijo el carpintero—; estoy cansado de correr por los caminos.
—Cállate —ordenó el alcalde con severidad.
—Y volviéndose a los gendarmes:
—Lleven a este hombre —les dijo— hasta doscientos metros del pueblo y déjenlo continuar su camino.
—Denme de comer siquiera —murmuró el obrero.
—¡No faltaba más! —exclamó el alcalde, indignado—. No tengo obligación de alimentarte. ¡Estaría bueno!
—Si me dejan marchar hambriento —repitió Randel con tono firme— me obligarán a que haga una barbaridad. Tanto peor para ustedes, los satisfechos.
—¡Llévenselo en seguida, porque acabaré por incomodarme! — dijo el alcalde levantándose.
Los gendarmes cogieron entonces por ambos brazos al carpintero y lo arrastraron. Se dejó llevar así hasta las afueras del pueblo, donde siguiendo el mismo camino, y una vez llegados al poste kilométrico que señalaba los doscientos metros convenidos, dijo el cabo:
—Aquí es; andando y de prisa; que no lo vuelva a ver más en el pueblo, o sabrá quién soy yo.
Randel se puso en marcha sin responder y sin saber a punto fijo dónde se dirigía. Durante quince o veinte minutos caminó, embrutecido de tal modo, que no se le ocurría ni una idea ni un pensamiento.
De pronto, al pasar por frente a una casita, cuya ventana estaba abierta, percibió un olor de comida tan agradable, que le hizo detenerse junto a la puerta. Sintió hambre, un hambre feroz, devoradora, enloquecedora, que le atraía como a una bestia inconsciente hacia aquella casa solitaria.
—¡Por Cristo vivo! —exclamó en voz alta e irritada—, es preciso que me den de comer cualquiera cosa esta vez.
Y empezó a golpear la puerta fuertemente con su palo; nadie respondió; aporreó con más fuerza, gritando:
—¿No hay nadie en esta casa? ¡Abran por favor! ... ¡Eh, abran!
—Nadie se movía en el interior; aproximándose a la ventana la empujó y el aire encerrado en la cocina, un ambiente tibio y lleno de olores de carne cocida, de sopa exquisita y de coles hervidas le acarició el estómago hambriento, escapándose luego arrastrado por el viento frío del exterior.
De un salto el carpintero entró en la casa; sobre una mesa había colocados un par de cubiertos; sin duda los propietarios habían ido a misa y dejado a punto, sobre el fuego, la comida, el buen guisado del domingo, con la sopa de legumbres substanciosas.
Un pan tierno se veía sobre la chimenea, entre dos botellas llenas al parecer. Randel se arrojó violentamente sobre el pan y lo mordió con tanta violencia como si tratase de estrangular a un hombre; luego empezó a tragar con avidez grandes trozos; el olor de la carne cerca de él le atrajo hacia la chimenea, y después de levantar la tapa de la olla metió en ella un tenedor y sacó un gran pedazo de ternera atada con un bramante. Después de esto, cogió unas berzas, unas zanahorias, algunas cebollas, y cuando llenó una silla de provisiones, lo puso todo sobre la mesa y sentándose enfrente cortó la ternera en cuatro partes y empezó a comer como si estuviera en su casa. Cuando hubo devorado casi todo el pedazo de carne y una buena cantidad de aquellas legumbres, notó que tenía sed y cogió las dos botellas que había sobre la chimenea. Apenas vertió el líquido en su vaso, conoció que era un vino excelente. Tanto mejor; aquello era caliente, le encendería la sangre, que buena falta le hacía después de haver tenido tanto frío; y bebió.
A pesar de haber perdido la costumbre, encontró buena la bebida y se sirvió un vaso lleno, vaciándolo en dos sorbos. Y casi repentinamente se sintió alegre, resucitado por el alcohol, contento y decidor como si dentro de su estómago sintiese un gran consuelo. Y continuó comiendo con más tranquilidad, mojando pedazos de pan en el caldo. Las sienes le latían con fuerza, la piel se le iba poniendo ardiente. Sintió a lo lejos el tintineo de una campana; era que la misa había concluido. Y obedeciendo al instinto más que al miedo, a ese instinto de. conservación que guía y hace perspicaces a los que se encuentran en peligro, se levantó de su asiento y después de introducir en sus bolsillos el resto del pan y una de las botellas de vino saltó por la ventana al camino.
Aún no se divisaba nadie. Entonces se puso en marcha, pero en vez de seguir el camino real tomo a través del campo, en dirección a un bosque que desde allí se divisaba.
Se sentía fuerte, alegre, contento de lo que acababa de hacer y tan ágil que saltaba a pies juntos de un solo salto las zanjas de la huerta.
Cuando llegó bajo los árboles, sacó de su bolsillo la botella y se puso a beber a grandes tragos, sin interrumpir su marcha. Empezaban a embrollarse sus ideas, a turbársele la vista y sus piernas entorpecidas le hacían dar frecuentes traspiés. Luego lanzó al aire una antigua canción popular.
Marchaba entonces sobre una espesa alfombra de húmeda y fresca hierba. Aquel dulce tapiz le produjo una loca alegría y un deseo infantil de hacer cabriolas. Tomó carrera y después de cada voltereta volvía a cantar la misma canción.
De pronto se encontró al borde de un camino en desmonte, y vio venir hacia él una mujer ya madura, una criada que volvía al pueblo, llevando un garrafón de leche en cada mano, separados del cuerpo por un aro de cuba. Randel la esperó, inclinado, con los ojos encendidos como los de un perro a la vista de una codorniz.
Al llegar junto a él, alzó la vista la mujer y se echó reír gritándole:
—¿Era usted el que cantaba?
Sin responder palabra, el carpintero saltó al camino, a pesar de la altura del talud, que no bajaba de seis pies.
—¡Que susto me ha dado usted! -dijo ella al verle su lado.
El desgraciado no la oía; estaba borracho, loco, poseído de otra rabia más voraz que el hambre; poseído de la fiebre alcohólica y de la furia de un hombre que ha carecido de todo durante dos meses y que es fuerte y joven; poseído de todos los apetitos del macho, de todas las necesidades de la carne.
La mujer retrocedía ante él, asustada de su semblante, de su mirada, de su boca entreabierta, de sus brazos extendidos. Randel la cogió por los hombros y sin decirle una palabra la tumbó sobre el camino. Los garrafones cayeron, rodando con estrépito y vaciándose por completo, y la mujer empezó a gritar hasta que, convencida de que no había de servirle de nada llamar en aquel desierto, y comprendiendo que no se trataba de un asesinato, cedió sin gran pena, sin incomodarse, porque aunque brutal, el joven era fuerte y viril. Pero al levantarse y ver sus garrafones vacíos, sintió tal furor, que arrojándose a su vez sobre el hombre y quitándose un zapato, le amenazó con romperle la cabeza si no le pagaba la leche.
Pero Randel, despreciando este ataque violento y sintiéndose un poco despejado, echó a correr con toda la ligereza de sus piernas, asustado, espantado de lo que acababa de hacer, mientras que ella le arrojaba piedras, algunas de las cuales le alcanzaron en la espalda.
Corrió largo tiempo, hasta que sintiéndose cansado de un modo extraordinario y viendo que sus piernas se negaban a continuar, se acostó al pie de un árbol; sus ideas eran confusas, había perdido el recuerdo de todo y la facultad de pensar.
A los cinco minutos dormía profundamente. Un gran golpe le despertó y al abrir los ojos vio dos tricornios de hule inclinados sobre él y conoció los dos gendarmes de aquella mañana, que le estaban atando los brazos.
—Ya sabía yo que nos volveríamos a ver —le dijo burlonamente el cabo.
Randel se levantó sin responder palabra. Los gendarmes lo sacudían, prontos a tratarlo con más rudeza si hacía un gesto, porque desde aquel momento era suyo; ya era prisionero; una especie de pieza cobrada por estos cazadores de criminales que no soltarían ya.
—¡En marcha! —ordenó el gendarme.
La noche se aproximaba, extendiendo sobre la tierra el velo pesado y siniestro de una crepúsculo de otoño. Al cabo dé una media hora llegaron al pueblo. Todas las puertas estaban abiertas, pues ya se sabía lo sucedido. Aldeanos y aldeanos, poseídos de cólera, como si ellos hubieran sido los robados, como si ellas hubieran sido las violadas, querían ver entrar al miserable para insultarle y maltratarle. Fue una gritería que empezó en la primera casa para terminar en la Alcaldía, donde el alcalde, deseando vengarse también del vagabundo, esperaba con impaciencia.
—¡Hola, valiente! ¡Ya estamos aquí! ... —le gritó desde lejos.
Y se frotaba las manos, contento como nunca.
—Ya lo había dicho yo; ya lo habla dicho yo —repetía—, con sólo verlo en el camino.
Y en un desbordamiento de alegría, exclamó:
—¡Ah, miserable, granuja, pillo, indecente: ya tienes techo por lo menos para veinte años!