PARA PODER LLEGAR A ENTENDER MUCHAS DE LAS COSAS QUE AHY AQUI, HAY QUE MIRARLAS CON LOS OJOS DEL "CORAZON".

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domingo, agosto 24, 2008

LA INFIDELIDAD -- EL TESTAMENTO -- GUY DE MAUPASSANT

LA INFIDELIDAD -- EL TESTAMENTO -- GUY DE MAUPASSANT
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EL TESTAMENTO

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Hacía poco tiempo que conocía a aquel muchacho que se llamaba René de Bourneval. Su trato era amable, aunque un poco triste; parecía desengañado de todo, sumamente escéptico, de un escepticismo mordaz, hábil sobre todo para poner de manifiesto, con una sola palabra, las hipocresías humanas. Con frecuencia le oía decir: “ En la vida no hay hombres honrados o al menos no lo son sino relativamente a los tunantes”.
Tenía dos hermanos con quienes no trataba nunca, y yo suponía que su madre se había casado dos veces en vista del distinto apellido de aquellos.
En algunas ocasiones había oído decir que en aquella familia había ocurrido una extraña historia, pero no me daban de ella ningún detalle.
Las condiciones morales de aquel hombre me gustaban y bien pronto nos hicimos amigos.
Una noche, después de haber comido los dos solos en su casa, le pregunté, no sé por qué: ¿Usted nació del primero o del segundo matrimonio de su madre? Le vi palidecer un poco, después sonrojarse y permaneció algunos segundos sin hablar, visiblemente turbado.
Al fin, con la sonrisa dulce y melancólica que le era peculiar, dijo: “Mi querido amigo, si no le fastidio a usted voy a darle sobre mi origen algunos detalles bien singulares. Sé que es usted un hombre inteligente y no temo que su amistad por mi disminuya al saberlos; si lo temiera así, no sentiría el gusto y la satisfacción que siento teniéndole por amigo.”
Mi madre era una mujer bondadosa y tímida, y por cuya fortuna, bastante considerable, Mr. Courcils la hizo la corte y acabó por casarse con ella.
Toda su vida fue un martirio. De alma delicada, temerosa y amante, fue maltratada por aquel que debió ser mi padre, hombre de noble cuna, que no era por su aspecto ni por sus inclinaciones sino un palurdo zafio y grosero. Al cabo de un mes de matrimonio, tenía por querida una criada de la casa, sin dejar por eso de perseguir y hacer el objeto de sus torpes amores a las hijas y mujeres de sus colonos.
Nada de esto le impidió tener dos hijos de su mujer; debería decir tres, comprendiéndome a mi. Mi madre nada decía; en aquella casa llena de ruido y algazara, vivía mi madre como esos ratoncillos que se ocultan debajo de los muebles.
Asustada, acobardada, estremecida, miraba a la gente con sus ojos claros e inquietos, siempre moviéndolos de un lado a otro, con los ojos propios de una persona azorada, dominada siempre por el miedo. Era bonita, sin embargo; muy bonita, rubia, de un rubio gris, un rubio tímido, por decirlo así, como si sus cabellos se hubiesen descolorido por sus incesantes temores.

Entre los amigos de Mr. de Coureils, que venían constantemente al castillo se encontraba un antiguo oficial de caballería, viudo, hombre temible, de carácter a un tiempo tierno y violento y capaz de las más enérgicas resoluciones: Mr. de Rousseau y hubiera podido asegurarse que había heredado algo de aquellas resoluciones de su antepasado. Sabía de memoria el Contrato social, la Nueva Eloisa y todos esos libros filosóficos que han ido poco a poco preparando y realizando la transformación de nuestros antiguos usos, de nuestros prejuicios, de nuestras rancias y antiguas leyes, de nuestra moral estúpida e imbécil.
Amó a mi madre y fue por ella correspondido. Aquellas relaciones permanecieron secretas hasta el punto de que nadie las sospechó. La pobre mujer, abandonada y triste, debió unirse a aquel hombre de una manera desesperada, y adquirir con su trato su mismo modo de pensar: teorías del libre sentimiento, audacias de amor independiente; pero como era tímida hasta el punto de no osar levantar la voz, todas aquellas teorías fueron encerradas, condensadas, prensadas en su corazón, que no se abría jamás.
Mis dos hermanos habían sido duros, ariscos con ella como su padre; nunca la acariciaban, y acostumbrados al poco caso que de ella se hacia, a lo poco que se le consideraba en la casa, la trataban casi corno a una criada.
Yo fui el único de sus hijos que la quiso verdaderamente y a quien ella también amó.
Murió cuando yo tenía 18 años. Debo añadir para que usted comprenda lo que voy a contarle que por consejo judicial se había pronunciado en el matrimonio una separación de bienes en provecho de mi madre, que había conservado gracias a los artificios de la ley y a los buenos oficios de un notario que la era adicto el derecho de testar a su capricho.
Fuimos, pues, prevenidos de la existencia de un testamento en casa de aquel notario e invitados a asistir a su lectura.
Me acuerdo de aquella como si fuera ayer. Fue una escena grandiosa, dramática, burlesca, sorprendente, producida por la protesta, por la indignación y la revelación póstuma de aquella muerta, por aquel grito de libertad, aquella reivindicación desde el fondo de la tumba, de aquella mártir oprimida por nuestras costumbres durante su vida y que lanzaba desde su sepulcro un grito desesperado de independencia.
El que pasaba por ser mi padre, un hombre grueso, sanguíneo, cuyo aspecto despertaba la idea de un carnicero, y mis hermanos, dos muchachones con veinte y ventidós años, respectivamente, esperaban tranquilamente sentados la lectura del documento. Mr. de Bourneval, invitado a presenciar el acto, entró colocándose detrás de mi. Estaba vestido con una larga y ajustada levita negra que hacia resaltar notablemente su intensa palidez, y con un movimiento nervioso mordisqueaba su bigote que comenzaba a blanquear; indudablemente sabía lo que allí iba a suceder.
El notario cerró la puerta con llave y comenzó la lectura, después de haber roto en nuestra presencia el sobre sellado con cera encarnada y del cual ignoraba el contenido.

Bruscamente mi amigo calló, y levantándose de su asiento se acercó a la mesa y de uno de sus cajones tomó un papel amarillento, lo desplegó y besándolo con respeto, con verdadera devoción, repuso : —He aquí el testamento de mi adorada madre.
“Yo, la abajo firmante, Ana Catalina, Genoveva-Matilde de Croiluxe, esposa legítima de Juan Leopoldo-José Gontrán de Coureils, sana de cuerpo y alma, expreso aquí mis últimas voluntades.
“Pido perdón a Dios, primero, y después a mi hijo René del acto que voy a realizar. Creo a mi hijo dotado de bastante buen corazón para comprenderme y perdonarme. He sufrido horriblemente toda mi vida. He sido casada por cálculo; después despreciada, desconocida, oprimida, engañada sin cesar por mi marido.
“Yo le perdono, pero no le debo nada.
“Mis hijos mayores no me han querido, no me han consolado con sus caricias, con sus cuidados; apenas me han tratado como a una madre.
“Yo he sido para ellos, durante mi vida, lo que debía ser; no les debo tampoco nada después de mi muerte. Los lazos de la sangre no existen sin la afección constante, sagrada, de cada día. Un hijo ingrato es menos que un extraño; es un culpable, porque no tiene el derecho de ser indiferente con su madre.
“Yo he temblado siempre ante los hombres, ante sus leyes injustas e inicuas, sus costumbres inhumanas sus infames prejuicios. Ante Dios no temo nada. Muerta ya, arrojo de mi la vergonzosa hipocresía; me atrevo a decir mi pensamiento, declarar y firmar el secreto de mi corazón.
“He dejado en depósito toda la parte de mi fortuna de que la ley me permite disponer a mi amante Pedro Germer-Simón de Bourneval, a quién adoro, para que sea entregada en seguida a nuestro querido hijo René.

(“Esta voluntad está formulada de una manera más precisa en un acta notarial.)
“Y ante el Juez Supremo que me escucha declaro que habría maldecido al cielo y a la existencia, sino hubiese encontrado la afección profunda, constante, tierna de mi amante, si en sus brazos no hubiese comprendido que el Creador ha hecho los seres para amarse, sostenerse, consolarse y llorar juntos en las horas de amargura.
“Mis dos hijos mayores tienen por padre a Mr. de Courcils; René sólo debe la vida a Mr. de Bourneval. Yo ruego a Dios, amo y señor de todos los hombres y de sus destinos, que coloque por encima de los prejuicios sociales al padre y al hijo, que les inspire un mutuo y eterno cariño y respeto hacia mi memoria.
“Tal es mi último pensamiento y mi postrer deseo.
“Matilde de Croiluxe.”
Mr. de Courcils se había levantado, gritando:
—“Ese es el testamento de una loca.”
Entonces Mr. de Bourneval avanzó un paso y con voz fuerte, con voz cortante, pronunció estas palabras:
—“Yo, Simón de Bourneval, declaro que este escrito no encierra sino la estricta verdad. Estoy pronto a probarlo por cartas que conservo en mi poder.”
Mr. de Courcils marchó hacia él.
Yo creí que iban a lanzarse uno sobre otro. Y estaban allí frente a frente, grandes los dos, delgado y pálido el uno, grueso y apoplético el otro, ambos estremecidos de furor. El marido de mi madre, con voz alterada por la rabia, balbuceó; “¡Es usted un miserable!” El otro pronunció con el mismo tono vigoroso y seco: “En otro lado nos entenderemos.” Ya le hubiera a usted abofeteado y provocado hace mucho tiempo si no me hubiese preocupado, ante todo, la tranquilidad y el sosiego durante su vida de la pobre mujer a quien tanto ha hecho usted sufrir.”
Después, volviéndose hacia mí, me dijo: “Usted es mi hijo. ¿Quiere usted seguirme? Yo no tengo el derecho de llevarle a usted conmigo; pero me lo tomo si usted quiere acompañarme.”
Yo estreché su mano sin pronunciar palabra.
Y salimos juntos.
Dos días más tarde Mr. de Bourneval mataba en duelo a Mr. Courcils. Mis hermanos, por temor a un terrible escándalo se han callado. Yo les he cedido y ellos han aceptado la mitad de la fortuna dejada por mi madre.
Yo he tomado el nombre de mi verdadero padre, renunciando al que la ley me daba y que no era el mío.
Mr. de Bourneval murió hace cinco años y yo no me he consolado de su muerte.

Se levantó, dio algunos pasos, y colocándose delante de mí: “Y bien, yo digo que el testamento de mi madre es uno de los actos más hermosos, más leales, más grandes que una mujer puede realizar. ¿No piensa usted lo mismo?” –
Yo le alargué mis dos manos, y estrechando fuertemente las suyas, exclamé con toda la sinceridad de mi alma: “¡Oh, sí, ciertamente, amigo mío!”

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