PARA PODER LLEGAR A ENTENDER MUCHAS DE LAS COSAS QUE AHY AQUI, HAY QUE MIRARLAS CON LOS OJOS DEL "CORAZON".

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sábado, julio 24, 2010

RELATOS DE LOS MITOS DE CTHULHU I


Relatos de los mitos de Cthulhu (I)

H. P. Lovecraft y otros


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ÍNDICE

La escuela de Lovecraft, por Carlo Frabetti

Los mitos de Cthulhu, por August Derleth

La llamada de Cthulhu, por H. P. Lovecraft

El regreso del brujo, por Clark Ashton Smith

Ubbo-Sathla, por Clark Ashton Smith

La piedra negra, por Robert E. Howard

Los perros de Tíndalos, por Frank Belknap Long

Los devoradores del espacio, por Frank Belknap Long

El morador de la oscuridad, por August Derleth


La escuela de Lovecraft o la dialéctica de la ambigüedad

Ocurre a menudo con los autores malditos, relegados durante años (con frecuencia hasta bastante después de su muerte), que cuando de un modo u otro son «descubiertos» todo el mundo intenta apropiárselos.
Despreciado durante mucho tiempo por la crítica oficial como un mediocre discípulo de Poe, y hoy universalmente reconocido como uno de los maestros indiscutibles de la literatura fantástica, tanto los exegetas de la ciencia ficción como los pontífices del «realismo fantástico» y los oráculos de la cultura de la droga reclaman a Lovecraft como ilustre precursor; gnósticos, teósofos y ocultistas lo alinean en sus filas, y la escuela psicoanalítica junguiana ve en su narrativa la ilustración literaria de sus postulados. Y lo más curioso es que puede que todos tengan razón, al menos en parte. Incluso sus detractores, aunque no quienes le ignoraron o desestimaron la importancia de su obra.
Pues en la narrativa lovecraftiana hay un tal cúmulo de elementos heterogéneos, con frecuencia contradictorios, que, personalmente, dudo mucho que se pueda dar de ella una interpretación unívoca, como a menudo se ha intentado.
De los numerosos estudios sobre Lovecraft y su escuela —la mayoría superficiales, meramente descriptivos o divagatorios, y hasta tendenciosos— debo recomendar vivamente al lector interesado en profundizar en el tema (pese a lo antiestratégico que resulta hacer propaganda de la competencia) los extensos prólogos de Rafael Llopis a su antología de los Mitos de Cthulhu y al ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter (ambos publicados por Alianza Editorial).
La alusión no es del todo desinteresada, ya que las conclusiones de Llopis me servirán de excelente pretexto para ilustrar mi tesis sobre la ambigüedad lovecraftiana.
A lo largo de sus análisis, Llopis compara acertadamente la típica estructura narrativa lovecraftiana con los ritos iniciáticos y las experiencias psicodélicas; sostiene que la lectura de Lovecraft comporta una liberación de la necesidad reprimida de vivir experiencias fantásticas, por lo que su efecto es psicológicamente saludable, y que, gracias a su capacidad «evocadora de lo arquetípico», la obra de Lovecraft resulta básicamente progresiva. Afirma, además, que al manifestarse y liberarse a través del arte, se evita que esta reprimida tendencia hacia lo numinoso cristalice en mitos o en actitudes ideológicas irracionalistas, y que los cuentos de Lovecraft no comportan una evasión de la realidad puesto que no pretenden hacernos creer que lo que en ellos se narra es real.
Si bien en general estoy bastante de acuerdo con Llopis, opino que algunas de sus afirmaciones entrañan más de un equívoco, por lo que creo conveniente, si no refutarlas, al menos matizarlas:
La no pretensión de verosimilitud no es condición suficiente para determinar la índole no evasiva de una obra. Varias de las consideraciones de Llopis sobre la narrativa lovecraftiana podrían aplicarse, por ejemplo, a los tebeos de Superman; tampoco en éstos se pretende convencernos de que exista un superhombre volador, y constituyen asimismo una forma «artística» de gratificar el ansia de experiencias fantásticas. Sin embargo, los tebeos de Superman son básicamente evasivos, alienantes y reaccionarios, en función del esquema de valores que proponen y de su defensa implícita de la moral vigente.
Del mismo modo, en la narrativa lovecraftiana abundan los elementos reaccionarios, en la medida en que refleja y fomenta determinados prejuicios (los raciales y los clasistas, por ejemplo), en la medida en que propugna solapadamente una determinada concepción ético-estética («Nulla estética sine ética»), en función de su maniqueísmo subyacente. (Todo esto es especialmente cierto si por «narrativa lovecraftiana» entendemos no sólo la obra del propio Lovecraft, sino también la de sus seguidores.)
Es verdad que, tal como afirma Llopis, una lectura «distanciada» de Lovecraft puede resultar a la vez reveladora, liberatoria y revulsiva, y por ende beneficiosa. Pero también la visión «distanciada» de un spaghetti-western, un spot publicitario o el más tópico filme de terror puede ser revulsiva, sin que ello impida que dichos productos sean básicamente evasivos, y que de hecho, a gran escala, cumplan una función alienante.
En la medida en que la narrativa lovecraftiana revela alegóricamente la inestabilidad de las apresuradas racionalizaciones sobre las que se asienta nuestra civilización; en la medida en que nos recuerda que no hemos superado en absoluto lo irracional, sino que nos hemos limitado a darle la espalda (que por cierto es la mejor manera de quedar a su merced); en la medida en que invita al lector a asomarse a los pozos de su inconsciente... en esta medida la narrativa lovecraftiana es progresiva. Pero en la medida en que fomenta ciertos prejuicios, en la medida en que invita a la evasión por el ensueño (Lovecraft era un onirómano contumaz, y he podido comprobar personalmente que muchos de sus lectores también lo son), en la medida en que asume el maniqueísmo de una moral intransigente y regresiva... en esta medida es indudablemente reaccionaria, y su lectura acrítica, superficial, comporta una evasión de la realidad.
En mi opinión, pues, la narrativa lovecraftiana es intrínsecamente ambigua, por no decir contradictoria. Y en este sentido sigue siendo válido, hasta cierto punto, el compararla con los alucinógenos, que pueden servir tanto para «ampliar el área de la consciencia» (Ginsberg) como para embotarla.
En cualquier caso, la ambigüedad, contradictoriedad y conflictividad de la obra de Lovecraft y su escuela son las de nuestro tiempo, y en cuanto a su casi multitudinario éxito actual, desgraciadamente no puedo estar de acuerdo con Jaques Bergier cuando dice: «Si finalmente Lovecraft encuentra la acogida que tanto había esperado, es debido a que entre muchos de nosotros la imaginación se ha despertado.» Lo que se ha despertado en muchos de nosotros es más bien el miedo lovecraftiano ante un entorno cada vez más hostil, cada vez más aberrante tras su máscara de racionalismo. Lovecraft no sólo es el inspirado juglar del inconsciente colectivo, sino también, y principalmente, de la neurosis colectiva. Y de ahí, precisamente, su extraordinario interés, su rara fascinación y su indudable importancia cultural.


Tal vez convenga aclarar, para el lector no iniciado (y nunca mejor dicho lo de «iniciado», tratándose de la escuela de Lovecraft), que los Mitos de Cthulhu no sólo no constituyen el desarrollo sistemático de una mitología perfectamente configurada (como nos advierte el propio Derleth en su introducción), sino que ni siquiera forman un ciclo delimitado y elencable. Prácticamente toda la obra de Lovecraft está relacionada directa o indirectamente con los Mitos, y efectuar la lista completa de los relatos de otros autores que han continuado la tradición sería casi tan difícil como llevar a cabo la bibliografía exhaustiva de una determinada temática fantástica. Aun hoy día se escriben y publican relatos incluibles en los Mitos. Incluso en España hay aficionados que ocasionalmente publican en fanzines y revistas especializadas como Nueva Dimensión pequeñas aportaciones a la mitología lovecraftiana.
Y es que, de hecho, los Mitos constituyen una temática (o subtemática, si se prefiere) más de la narrativa fantástica. Una temática abierta y susceptible de evolución, con sus «precursores» (equívoca palabra que sólo me atrevo a usar entre comillas), sus clásicos, sus subproductos y sus innovadores. De ahí que bajo el título Mitos de Cthulhu puedan publicarse, y de hecho se publiquen, antologías diferentes.
La recopilación llevada a cabo por August Derleth (que presentamos en tres tomos independientes de los que éste es el primero) no tiene, por tanto, la menor pretensión totalizadora, ni siquiera paradigmática. Pero se trata, eso sí, de una exposición amplia y representativa de los Mitos, a cargo de la persona más indicada para esta tarea: el más directo colaborador de Lovecraft tanto en vida de éste como postumamente, y el hombre que más ha contribuido a la difusión de su obra y la de sus seguidores.
La excelente versión de Francisco Torres Oliver, auténtico especialista en la materia, contribuye de forma inestimable a transmitir al lector hispanoparlante la peculiar fascinación del lenguaje lovecraftiano, y la introducción del propio Derleth sitúa de manera escueta pero precisa el fenómeno literario de los Mitos.
Sólo queda pedir disculpas a los completistas por la inevitable publicación de algunos relatos de los que ya existían versiones en castellano. Era la única forma de ofrecer íntegra a nuestros lectores la antología más autorizada y representativa sobre uno de los fenómenos culturales más sugestivos e inquietantes de nuestro tiempo.
Carlo Frabetti
Los Mitos de Cthulhu

«Todas mis historias —escribió H. P. Lovecraft—, por inconexas que parezcan, se basan en el saber o leyenda fundamental de que este mundo estuvo habitado en un tiempo por otra raza que, al practicar la magia negra, perdió su posición establecida y fue expulsada, pero que vive en el exterior, dispuesta siempre a tomar posesión de esta Tierra nuevamente.» Cuando tal esquema se hizo evidente a los lectores de Lovecraft, particularmente en los relatos que siguieron a la publicación de La llamada de Cthulhu, en Weird Tales, febrero de 1928, los corresponsales y colegas de Lovecraft denominaron al conjunto «los Mitos de Cthulhu», aunque el propio Lovecraft nunca lo designó así.
Es innegable que existe en la concepción de Lovecraft una similitud fundamental con los mitos cristianos, especialmente con el de la expulsión de Satanás del Paraíso y el poder del mal. Pero cualquier examen de las historias de los Mitos revela también ciertos paralelos no imitativos con otros esquemas míticos y con obras de otros escritores, particularmente de Poe, Ambrose Bierce, Arthur Machen, lord Dunsany y Robert W. Chambers, que proporcionaron a Lovecraft claves muy provechosas, aunque él sólo admitió haber sacado de lord Dunsany la «idea del panteón artificial y el fondo mítico representado por Cthulhu, Yog-Sothoth, Yuggoth, etc.»; no obstante, lo único que sacó de la obra de lord Dunsany fue la idea, ya que ninguna de las principales figuras de los Mitos tiene existencia en los escritos de Dunsany, si bien aparecen ocasionalmente nombres de lugares dunsanianos en los cuentos de Lovecraft.
Tal como Lovecraft concibió las deidades o fuerzas de sus Mitos, estaban, inicialmente, los Dioses Arquetípicos, ninguno de los cuales, salvo Nodens, Señor del Gran Abismo, es designado con su nombre; estos Dioses Arquetípicos eran deidades benévolas, representaban las fuerzas del bien y vivían en o cerca de Betelgeuse, en la constelación de Orion, decidiéndose muy raramente a intervenir en la incesante lucha entre los poderes del mal y las razas de la Tierra. Estos poderes del mal eran conocidos como los Primigenios o Primordiales, aunque esta última denominación es aplicada en la ficción, especialmente a la manifestación de uno de los Primordiales en la Tierra. A diferencia de los Arquetípicos, los Primordiales son citados por sus nombres y hacen espantosas apariciones en algunos de los cuentos. Por encima de ellos está el dios ciego e idiota Azathoth, «ciego amorfo de la más baja confusión que blasfema y burbujea en el centro de toda infinitud». Yog-Sothoth, el «Todo-en-lo uno y Uno-en-el-todo», comparte el dominio de Azathoth y no está sujeto a las leyes del tiempo y el espacio. Nyarlathotep, que es probablemente el mensajero de los Primordiales, el Gran Cthulhu, que mora en R'lyeh, la ciudad que se oculta en las profundidades del mar; Hastur el Innombrable, semihermano de Cthulhu, que ocupa el aire y los espacios interestalares, y Shub-Niggurath, «el cabrón negro de los bosques con sus mil jóvenes», completan la lista de los Primordiales, tal como fue concebida originalmente. Los paralelos en la ficción macabra son evidentes, ya que Nyarlathotep corresponde al elemento terreno, Cthulhu al elemento acuático, Hastur al aéreo, y Shub-Niggurath es la concepción lovecraftiana del dios de la fertilidad.
A este grupo original de Primordiales, Lovecraft añadió posteriormente otras muchas deidades, aunque por lo general de rango inferior, como Hypnos, dios del sueño (que representa el esfuerzo por conectar un relato anterior con los Mitos, como hizo también al describir a Yog-Sothoth como «Umr At-Tawil» en la colaboración Lovecraft-Price A través de las puertas de la llave de plata); Dagon, que gobierna a los Profundos, moradores de las profundidades oceánicas y aliados de Cthulhu, «los Abominables Hombres de las Nieves de Mi-Go»; Yig, réplica de Quetzalcoatl, etc. A los Mitos vinieron a sumarse otros seres surgidos de la fecunda imaginación de los creadores corresponsales de Lovecraft: los Perros de Tíndalos y Chaugnar Faugn son creados por Frank Belknap Long; Nyogtha, por Henry Kuttner; Tsathoggua y Atlach-Nacha, por Clark Ashton Smith; Lloigor, Zhar, el pueblo Tcho-Tcho, Ithaqua y Cthuga son de mi propia invención; del mismo modo cabe citar creaciones tales como Glaaki y Daoloth, de J. Ramsey Campbell; Yibb-Tstll y Shudde-M'ell, de Brian Lumley, y los Parásitos Mentales de Colin Wilson.
Luego, necesariamente, aparecieron los adimentos de la mitología. Se desarrollaron razas prehumanas que sirvieron a los Dioses Arquetípicos; se inventaron nombres de lugares para situar «los países» de estos seres... unas veces lugares reales, como Aldebarán o las Híadas, otras lugares imaginarios como la Meseta de Leng o pueblos y ciudades de Massachusetts como Arkham (que corresponde a Salem), Kingsport (que corresponde a Marblehead), Dunwich (que es en realidad el campo y alrededores de Wibraham, Monson, y Hampden), etc. Para una mayor instrumentación de los Mitos, Lovecraft habló en sus escritos y tomó a veces citas de un libro rarísimo y terrible, el Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred, el cual contenía alusiones espantosas y estremecedoras a los Primigenios, que acechan al otro lado de la conciencia del hombre y se hacen visibles o se manifiestan de cuando en cuando en sus constantes intentos por reconquistar su poderío sobre la Tierra y sus razas. Lovecraft elaboró para este libro una «historia y cronología» tan convincente que muchos bibliotecarios y bibliómanos han llegado a solicitar ejemplares. En suma, el libro, titulado originalmente Al Azif, fue escrito hacia el año 730 en Damasco por Abdul Alhazred, «poeta loco de Sana, Yemen, que se dice floreció durante el período de los califas Omeyas». Según esto, la historia del libro sería la siguiente:

Año 950: Traducido al griego con el título de el Necronomicón, por Theodorus Philetas.
Año 1050: Es quemado por el Patriarca Michael (es decir, el texto griego... el texto árabe se había perdido a la sazón).
Año 1228: Olaus Wormius lo traduce del griego al latín.
Año 1232: Las ediciones latina y griega son suprimidas por el papa Gregorio IX.
Año 1440 (?): Edición alemana en caracteres góticos.
Entre 1500 y 1550: El texto griego es editado en Italia.
Año 1600 (?): Aparece la traducción española del texto latino.

Como suplemento a esta notable creación, Lovecraft añadió unos documentos fragmentarios de la «Gran Raza», los Manuscritos Pnakóticos; los escritos blasfemos de los esbirros de Cthulhu que forman el Texto de R'lyeh; el Libro de Dzyan; los Siete Libros Crípticos de Hsan, y los Cánticos de Dhol. Los miembros del Círculo de Lovecraft añadieron a la bibliografía otros títulos: Clark Ashton Smith, el Libro de Eibon (o Liber Ivoris); Robert E. Howard, el Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt; Robert Bloch, el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y yo, los Fragmentos de Celaeno y el Cultes des Goules, del conde d'Erlette. Brian Lumley añadió más tarde los Fragmentos de G'harne y el Cthaat Aquadingen, y J. Ramsey Campbell las Revelaciones de Glaaki.
El material de los relatos pertenecientes a los Mitos de Cthulhu, tanto de los seguidores de la tradición de Lovecraft como de Lovecraft mismo, aluden normalmente a los ingeniosos y terribles intentos de los Primordiales por recobrar su poderío sobre los pueblos de la Tierra, manifestándose en parajes extraños y apartados, y dejando vislumbrar o bien apariciones de blasfemos horrores, esas dislocaciones del tiempo y del espacio que tanto gustaban a Lovecraft, o bien alguna prueba relacionada con la existencia de los Primordiales y sus seguidores terrestres.
Las historias originarias de los Mitos de Cthulhu, escritas por Lovecraft, comprenden trece títulos concretos: La ciudad sin nombre, El ceremonial, La llamada de Cthulhu, El color que cayó del cielo, El horror de Dunwich, El que susurra en la oscuridad, Los sueños en la casa de la bruja, El visitante de las tinieblas, La sombra sobre Innsmouth, La sombra fuera del tiempo, En las montañas de la locura, El caso de Charles Dexter Ward y La entidad del umbral. Además, Lovecraft llevó a cabo muchas «revisiones» (que eran en realidad elaboraciones debidas mucho más a la pluma de Lovecraft que a la de sus clientes) de las alusiones a los Mitos; historias «revisadas» por Lovecraft, tales como La maldición de Yig y El montículo, de Zealia Brown-Reed, El horror del museo y Fuera del tiempo, de Hazel Heald, y algunas más, se sitúan propiamente en segundo plano dentro de los Mitos de Cthulhu, junto con cuentos de escritores que eran contemporáneos de Lovecraft o aparecieron después... como los cuentos reunidos aquí, desde El regreso del brujo, de Smith, al más reciente, El regreso del Lloigor, de Colin Wilson. La novela inacabada El que acecha en el umbral, que completé yo y vi publicada en 1945, forma parte también de los Mitos.
Es interesante subrayar que, mientras la mayoría de los escritores han optado por utilizar los escenarios de Lovecraft, unos cuantos —sobre todo J. Ramsey Campbell y Brian Lumley— han trasplantado sin más el esquema mítico al medio rural inglés y han añadido ambientes de su propia cosecha para incrementar el cuerpo de la obra, con lo que los libros de Lovecraft se han visto complementados por otros, como son los míos propios La máscara de Cthulhu y El rastro de Cthulhu, El habitante del lago e Inquilinos menos bien venidos, de J. Ramsey Campbell, Los Parásitos Mentales, de Colin Wilson, y El que llama en la negrura, de Brian Lumley.
Sería un error suponer que los Mitos de Cthulhu constituyen un desarrollo programado de la obra de Lovecraft. Todo indica que él no tenía intención ninguna de desarrollar los Mitos de Cthulhu, hasta que el esquema se puso de manifiesto por sí mismo en su propia obra, lo que explica ciertas incoherencias de escasa importancia entre sus relatos. Las raíces de los Mitos de Cthulhu son fácilmente reconocibles: la Narración de A. Gordon Pym, de Poe, tras cuya lectura hay que comparar al ser que gritaba Tekali!, con el ¡Tekeli-li! en los desiertos antarticos de En las montañas de la locura (aunque el especialista en Poe, J. O. Bailey, señala que Lovecraft, como Julio Verne, tergiversó el destino que Poe otorga a Gordon Pym, añadiendo en descargo que «muy pocas personas sabían lo que Poe tenía pensado para el resto de su historia, hasta que se descubrió la relación con Symzonía y se publicó»); El signo amarillo, en El rey de amarillo, de Robert W. Chambers, que nos dio un Hastur y una Hali de forma mística, los cuales cobraron posteriormente una mayor entidad al adoptarlos Lovecraft; Un habitante de Carcasa, de Ambrose Bierce, de donde Carcosa vino a incorporarse a los Mitos; y los cuentos de Arthur Machen, particularmente El Pueblo Blanco, del que provinieron las Cartas de Aklo, los Dols (que Lovecraft convirtió en Dholes), los Jeelo, los Voolas. Poco a poco, todos estos elementos quedaron asimilados en la estructura de los Mitos de Cthulhu al reunirlos paulatinamente Lovecraft. En cuanto a la cronología, el primer personaje de los Mitos de Cthulhu que hizo su aparición fue Abdul Alhazred; fue en un relato fuertemente dunsaniano, La ciudad sin nombre (1921), en el que se le atribuye el «inexplicable dístico:

Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
Y con los evos extraños aun la muerte puede morir».

El segundo cuento que amplió el esquema fue El ceremonial (1923), en el que recurrió al escenario más familiar de Nueva Inglaterra por primera vez, incorporó el Kingsport de sus cuentos dunsanianos a los Mitos, sacó de nuevo al árabe loco, y mencionó por primera vez el Necronomicón.
El siguiente cuento fue, cronológicamente, La llamada de Cthulhu (1926), en el que, por primera vez, empezó a emerger el esquema de los Mitos. Lovecraft comienza este relato con una cita significativa de Algernon Blackwood: «Es concebible que exista un superviviente de entre estos grandes poderes o seres... un superviviente de épocas inmensamente remotas en que... se manifestó la conciencia, quizá, en modos y formas que se retiraron mucho antes de que avanzase la pleamar de la humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han captado un fugaz atisbo, dándole el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y género.» La idea de Cthulhu, el primero de los Primordiales, aparece en este cuento de horror surgiendo del mar; en él vuelve a aparecer también el Necronomicón; y el dístico del árabe loco es contestado por primera vez en ese cántico ritual: «Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn», que Lovecraft traduce como: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando». La antigua «Irem, la Ciudad de los Pilares», ciudad sin nombre, reaparece brevemente en La llamada de Cthulhu. A partir de esta historia, Lovecraft comenzó a construir deliberadamente los Mitos de Cthulhu, y durante el resto de su vida, toda obra suya de envergadura desarrolla los Mitos.
La presente recopilación, por tanto, está encabezada por La llamada de Cthulhu y contiene, en un orden más o menos cronológico, otros desarrollos de los Mitos escritos por amigos y corresponsales de Lovecraft, así como por otros escritores más recientes, cuyos relatos incluidos aquí no se habían publicado anteriormente. He incorporado otro cuento de Lovecraft; se trata de El visitante de las tinieblas, escrito en réplica al pastiche de Robert Bloch, El vampiro estelar, y a cuya publicación siguió La sombra que huyó del chapitel, de Robert Bloch; estos tres cuentos relacionados aparecen aquí por primera vez juntos por orden cronológico. Los cuentos recogidos en esta antología son representativos del sinnúmero que han escrito para los Mitos Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long (sobre todo su novela El horror de las colinas, basada en un sueño de Lovecraft), Robert Bloch, Henry Kuttner, Robert E. Howard, yo y otros. Asimismo, aparecen aquí por vez primera relatos de J. Vernon Shea, J. Ramsey Campbell, Brian Lumley, James Wade y Colin Wilson.
Los Mitos de Cthulhu, podría decirse retrospectivamente —pues ciertamente los Mitos como idea inspiradora para una nueva ficción difícilmente proporcionarían a los lectores algo nuevo y suficientemente distinto en concepción y ejecución como para dar lugar a una continua y creciente demanda— representaron para H. P. Lovecraft una especie de mundo de ensueño; hay que subrayar que Lovecraft vivió inmerso en una sucesión de mundos de ensueño, a veces sólo superficialmente conectados con la realidad: el de Grecia antigua, el de Roma antigua, el de la Inglaterra del siglo xviii (toda su vida fue un decidido anglófilo) y el dominio de la fantasía y el «encanto remoto» que le condujeron al mundo de los Mitos de Cthulhu, donde dio libre pábulo a su predilección por lo fantástico, lo extraño y lo horrible, en una serie de relatos memorables de una fuerza tal que aún hoy, más de tres décadas después de su muerte, suscitan el respeto y la admiración de los lectores de todo el mundo.
August Derleth
Sauk City, Wisconsin
27 de noviembre de 1968
LA LLAMADA DE CTHULHU

H. P. Lovecraft

(Título original: The Call of Cthulhu)

Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), maestro indiscutible de la literatura macabra y figura central de los Mitos, nació y pasó la mayor parte de su vida en Providence, Rhode Island. Solitario y enfermizo desde su juventud, se orientó hacia la lectura, la astronomía y, evidentemente, la literatura fantástica, creando a su alrededor un círculo de admiradores y seguidores literarios que consitituirían algo menos que una secta, pero algo más que un mero grupo de autores y lectores con gustos comunes.
Si el ciclo de relatos escritos por Lovecraft y sus continuadores se denomina precisamente los Mitos de Cthulhu y no de otra forma, se debe en gran medida a la siguiente narración, que se puede considerar la iniciadora del ciclo, puesto que en ella se perfilan definitivamente los parámetros que presidirían el desarrollo de la narrativa lovecraftiana. Nada más adecuado, por tanto, que iniciar esta antología con La llamada de Cthulhu.
I. El horror en arcilla

Lo más piadoso del mundo, creo, es la incapacidad de la mente humana para relacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de negros mares de infinitud, y no estamos hechos para emprender largos viajes. Las ciencias, esforzándose cada una en su propia dirección, nos han causado hasta ahora poco daño; pero algún día el ensamblaje de todos los conocimientos disociados abrirá tan terribles perspectivas de la realidad y de nuestra espantosa situación en ella, que o bien enloqueceremos ante tal revelación, o bien huiremos de esta luz mortal y buscaremos la paz y la seguridad en una nueva edad de tinieblas.
Los teósofos han sospechado la tremenda magnitud del ciclo cósmico del que nuestro mundo y el género humano constituyen efímeros incidentes. Han insinuado extrañas pervivencias en términos que helarían la sangre, si no quedaran enmascaradas por un optimismo complaciente. Pero no es de ellos de quienes me llegó la fugaz visión de evos prohibidos que me hace estremecer cuando me vuelve a la memoria y enloquecer cuando sueño con ella. Esa visión, como todas las visiones de la verdad, surgió como un relámpago al encajar accidentalmente las piezas separadas, en este caso, un artículo de un periódico atrasado y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que nadie más llegue a encajar estas piezas; ciertamente, si vivo, no facilitaré jamás intencionadamente un eslabón a tan horrible cadena. Creo que el profesor también trató de guardar silencio respecto de la parte que él sabía, y que habría destruido sus notas de no sobrevenirle súbitamente la muerte.
Empecé a enterarme del asunto en el invierno de 1926-27, con la muerte de mi tío abuelo George Gammell Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Providence, Rhode Island. El profesor Angell era ampliamente conocido como una autoridad en epigrafía, y había sido consultado frecuentemente por directores de prominentes museos; así que muchos recordarán su fallecimiento a los noventa y dos años. Localmente, el interés aumentó debido a la oscura causa de su muerte. El profesor murió cuando regresaba del barco de Newport; se derrumbó súbitamente, como declaró un testigo, tras recibir un empujón de un marinero negro que surgió de una de esas casuchas oscuras y extrañas de la empinada cuesta que constituye un atajo desde el muelle a la casa del difunto en Williams Street. Los médicos no pudieron descubrir ninguna causa visible, aunque concluyeron, después de una perpleja deliberación, que la causa del desenlace debió de ser un oscuro fallo del corazón provocado por el rápido ascenso de una cuesta tan pronunciada para un hombre de tantos años. En aquel entonces no encontré ninguna razón para disentir del dictamen, pero recientemente me inclino a dudarlo... y más que a dudarlo.
Como heredero y testamentario de mi tío abuelo, pues murió viudo y sin hijos, era natural que revisase yo sus papeles con cierto detenimiento; así que con ese motivo me llevé toda la serie de archivos y cajas a mi casa de Boston. Gran cantidad del material que he logrado ordenar lo publicará más adelante la Sociedad Americana de Arqueología; pero había una caja que me pareció enigmática por demás y no me sentía decidido a enseñarla a nadie. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero personal que el profesor llevaba siempre en el bolsillo. Entonces, efectivamente, logré abrirla; pero fue para encontrarme tan sólo con un obstáculo aún más grande y hermético. Pues ¿qué podían significar el extraño bajorrelieve en arcilla y las notas y apuntes y recortes del periódico que contenía? ¿Se había vuelto mi tío crédulo de las más superficiales imposturas? Decidí buscar al excéntrico escultor que ocasionó esta supuesta turbación de la paz espiritual del anciano.
El bajorrelieve era un tosco rectángulo de unos dos centímetros de espesor, y una superficie de doce por quince centímetros, de origen moderno evidentemente. Sus dibujos, no obstante, no eran modernos ni mucho menos, tanto por su atmósfera como por lo que sugerían; pues, aunque los desvaríos del cubismo y del futurismo son muchos y extravagantes, no suelen reproducir esa misteriosa regularidad que encierra la escritura prehistórica. Y ciertamente, escritura parecía aquella serie de trazos; aunque mi memoria, pese a estar muy familiarizada con los papeles y colecciones de mi tío, no lograba identificar en ningún sentido aquel tipo de escritura en particular, ni descubrir su más remoto parentesco.
Sobre estos supuestos jeroglíficos había una figura de evidente carácter representativo, aunque su ejecución impresionista impedía hacerse una idea sobre su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o símbolo representativo de un monstruo, de una forma que sólo una imaginación enferma podría concebir. Si digo que a mi imaginación algo extravagante le sugirió imágenes de un pulpo, un dragón y una caricatura humana, no sería infiel a la naturaleza del diseño. Una cabeza pulposa, tentaculada, coronaba un cuerpo grotesco y escamoso, dotado de unas alas rudimentarias; pero era el contorno general lo que lo hacía más estremecedor. Detrás de la figura, un vago bosquejo de arquitectura ciclópea servía de fondo.
El escrito que acompañaba a esta rareza, aparte del montón de recortes de periódico, estaba redactado con la más reciente letra del profesor Angell, sin la menor pretensión literaria. El principal documento, al parecer, era el que llevaba por título «EL CULTO DE CTHULHU», escrito cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar la lectura errónea de palabra tan insólita. Dicho manucristo estaba dividido en dos secciones; la primera se titulaba: «1925. Sueño y obra ejecutada en sueños, de H. A. Wilcox; Thomas St., 7; Providence, R. L.»; y la segunda: «Informe del Inspector John R. Legrasse; Bienville St., 121; Nueva Orleáns, La., a la A. A. Mtg., 1928. Notas sobre la misma, y declaración del profesor Webb». Los demás escritos eran todos anotaciones breves; algunas, referencias a extraños sueños de distintas personas; otras, citas de libros teosóficos y revistas (en particular, La Atlántida y la Lemuria perdida, de W. Scott-Elliott), y el resto, comentarios sobre pasajes de textos mitológicos y antropológicos como La rama dorada, de Frazer y El culto de las brujas en la Europa occidental, de Margaret Murray. Los recortes de periódicos aludían ampliamente al desencadenamiento de una extremada enfermedad mental y accesos de locura o manía colectiva en la primavera de 1925.
La primera mitad del manucristo principal relataba una historia muy curiosa. Parece ser que el 1 de marzo de 1925, un joven delgado, moreno y de aspecto neurótico y excitado había ido a visitar al profesor Angell, con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces excesivamente húmedo y fresco. Su tarjeta ostentaba el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío le había reconocido como el hijo más joven de una excelente familia ligeramente conocida suya, el cual había estudiado recientemente escultura en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island y había vivido solo en la Residencia Fleur-de-Lys, próxima a dicha institución. Wilcox era un joven precoz de reconocido genio pero de gran excentricidad, y había llamado la atención desde niño por las extrañas historias y singulares sueños que acostumbraba relatar. Decía de sí mismo que era «físicamente hipersensible», pero la gente seria de la antigua ciudad comercial le tenía simplemente por «raro». No relacionándose nunca mucho con sus semejantes, se había ido alejando gradualmente de la visibilidad social, y ahora sólo era conocido de un reducido grupo de estetas de otras ciudades. El Círculo Artístico de Providence, deseoso de preservar su conservadurismo, lo había considerado un caso perdido.
En esta visita, decía el manucristo del profesor, el escultor recabó precipitadamente los conocimientos arqueológicos de su anfitrión para que identificase los jeroglíficos del bajorrelieve. Hablaba en un tono altisonante y pomposo que delataba afectación y le enajenaba toda simpatía; y mi tío le contestó con cierta sequedad, pues el evidente frescor de la tablita presuponía cualquier cosa menos que se relacionara con la arqueología. La respuesta del joven Wilcox, que impresionó a mi tío hasta el punto de recordarla después y consignarla al pie de la letra, fue de una naturaleza tan fantásticamente poética, que debió simbolizar su conversación entera, y que más tarde he observado como característicamente suya. Dijo:
—Es reciente, en efecto, pues la hice anoche mientras soñaba extrañas ciudades; y los sueños son más antiguos que la taciturna Tiro, la contemplativa Esfinge o la ajardinada Babilonia.
Y entonces comenzó a relatar esa peregrina historia que, súbitamente, brotó de su memoria dormida, acaparando febrilmente el interés de mi tío. Había habido un ligero temblor de tierra la noche antes, el más fuerte que se había notado en Nueva Inglaterra desde hacía años, y la imaginación de Wilcox se había visto hondamente afectada. Una vez en la cama, había tenido un sueño sin precedentes sobre ciudades ciclópeas de gigantescos sillares y monolitos que se erguían hasta el cielo, que rezumaban un limo verdoso e irradiaban un aura siniestra de latente horror. Los muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y desde algún lugar indeterminado de la parte inferior había brotado una voz que no era voz, sino una sensación caótica que sólo la fantasía podía transmutar en sonido, pero que él intentó traducir en una impronunciable confusión de letras: Cthulhu fhtagn.
Este galimatías fue la clave del recuerdo que excitó y turbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica y examinó casi con frenética intensidad el bajorrelieve en el que el joven se había sorprendido a sí mismo trabajando, muerto de frío y en pijama, cuando, paulatinamente, se despertó desconcertado. Mi tío atribuyó a su avanzada edad, dijo después Wilcox, su lentitud en reconocer los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas parecieron sin sentido a su visitante, en especial las que pretendían relacionarle con cultos o sociedades extrañas; y Wilcox no logró comprender las repetidas promesas de silencio que le ofreció a cambio de que admitiese su afiliación a alguna sociedad religiosa mística o pagana de ámbito mundial. Cuando el profesor Angell se convenció de que el escultor ignoraba por completo todo culto o sistema de ciencia críptica, asedió a su visitante con peticiones de que le tuviese al corriente sobre sus nuevos sueños. Su petición produjo cierto fruto, pues a partir de la primera entrevista, el manucristo registraba diarias visitas del joven, durante las cuales le contaba fragmentos espantosos de nocturnas fantasías cuyo contenido se relacionaba siempre con algún terrible escenario ciclópeo de oscura y rezumante piedra, con una voz o llamada subterránea que gritaba monótonamente en forma de enigmáticos impulsos sensitivos imposibles de describir. Los dos sonidos más frecuentemente repetidos son los que podrían transcribirse por las palabras Cthulhu y R'lyeh.
El 23 de marzo, proseguía el manucristo, Wilcox dejó de acudir; y al preguntar por él en la residencia, el profesor se enteró de que le había dado una oscura especie de fiebre y había regresado a casa de su familia en Waterman Street. Había empezado a gritar por la noche, despertando a varios otros artistas que vivían en el edificio, y desde entonces alternaba su estado entre períodos de inconsciencia y de delirio. Mi tío telefoneó inmediatamente a la familia, y a partir de entonces siguió el caso de cerca, acudiendo frecuentemente al despacho del doctor Tobey de Thayer Street, el médico que le atendía. La mente febril del joven repetía con insistencia, al parecer, cosas extrañas, y el médico se estremecía cada vez que hablaba de ellas. No sólo repetía lo que había soñado al principio, sino que aludía a un ser gigantesco que tenía «millas de estatura» y caminaba o avanzaba pesadamente. En ningún momento describió a este ser completamente, pero por las palabras frenéticas que el doctor Tobey recordaba, el profesor se convenció de que debía ser la misma criatura monstruosa que había tratado de representar en su escultura. Cada vez que el joven aludía a este ser, añadió el doctor, era invariablemente preludio de una recaída en el letargo. Su temperatura, cosa rara, no era muy superior a la normal; pero su estado parecía deberse más a una fiebre violenta que a un trastorno mental.
El 2 de abril, a eso de las tres de la tarde, cesaron súbitamente todos los síntomas de enfermedad en Wilcox. Se incorporó en la cama, asombrado de encontrarse en su casa, completamente ignorante de cuanto le había sucedido en sueños o en la realidad desde la noche del 22 de marzo. Declarado sano por el médico, regresó a su residencia a los tres días; pero ya no le sirvió de ninguna ayuda al profesor Angell. Con su recuperación desaparecieron todos sus sueños extraños, y tras una semana de anotar observaciones triviales sobre visiones completamente ordinarias, mi tío dejó de consignar sus nocturnas figuraciones.
Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las alusiones a ciertas notas dispersas me dieron mucho que pensar... tanto, que sólo el arraigado escepticismo que entonces constituía mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza con respecto al artista. Las notas a que me refiero describían los sueños de diversas personas durante el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas visiones. Mi tío, al parecer, había iniciado rápidamente una dilatada encuesta entre casi todos los amigos a quienes podía interrogar sin pecar de indiscreto, pidiéndoles que le contasen sus sueños y le facilitasen los detalles de cualquier visión excepcional que hubiesen tenido anteriormente. La información recibida era muy variada; pero, en definitiva, debió de recibir más respuestas de las que un hombre corriente habría podido manejar sin ayuda de un secretario. No conservó la correspondencia original, pero sus notas constituían una síntesis de lo más completa y significativa. Las gentes corrientes y hombres de negocios —la tradicional «sal de la tierra» de Nueva Inglaterra— dieron un resultado casi completamente negativo, aunque aparecieron casos, dispersos aquí y allá, de inquietantes aunque imprecisas impresiones nocturnas, siempre entre el 23 de marzo y el 2 de abril, período del delirio del joven Wilcox. Los hombres de ciencia no se sintieron muy afectados, si bien cuatro de los casos describían vagas visiones de extraños paisajes, y uno de ellos atribuía el miedo a algo anormal.
Fue de los artistas y poetas de quienes recibió las respuestas más interesantes, y comprendo el pánico que se habría desencadenado, de haber podido ellos mismos comparar notas. Dado que no existían las cartas originales, deduje que el compilador les había hecho preguntas específicas, o había dirigido la correspondencia con el fin de corroborar lo que personalmente había decidido ver. Esa es la razón por la que seguí convencido de que Wilcox, conocedor de los viejos documentos de mi tío, había estado embaucando al viejo científico. Estas respuestas de los artistas contaban una historia turbadora. Del 28 de febrero al 2 de abril, muchos tuvieron sueños muy extraños, que alcanzaron su máxima intensidad durante el período de delirio del escultor. Una cuarta parte narraban escenas y sonidos parecidos a los descritos por Wilcox; y algunos confesaron haber experimentado un gran miedo ante un ser abominable. Un caso, que las notas describían con énfasis, resultaba particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido con afición a la teosofía y al ocultismo, se volvió repentinamente loco el día que el joven Wilcox sufrió el ataque, y murió unos meses más tarde, gritando incesantemente que le salvaran de cierta criatura escapada del infierno. De haber dejado mi tío la referencia nominal de estos casos, en vez de reducirlos a números, habría intentado yo alguna comprobación; de este modo, en cambio, sólo pude seguir la pista de unos cuantos. Todos, sin embargo, corroboraron plenamente las notas. Me he preguntado a menudo si todos aquellos a quienes el profesor había interrogado se sentirían tan intrigados como éstos. Bien está que no hayan llegado a saber jamás la explicación.
Los recortes de prensa, como he dicho ya, referían los casos de pánico, manía y excentricidad durante dicho período. El profesor Angell debió de emplear una oficina de recortes, pues el número de extractos era enorme, y además procedían de todas las partes del mundo. Uno hablaba de un suicidio en Londres durante la noche, en que un hombre se había levantado de la cama y arrojado por la ventana, luego de lanzar un grito espantoso. Otro era una carta incoherente dirigida a un periódico sudamericano, en la que un fanático auguraba un espantoso futuro por las visiones que había tenido. Otro era un despacho procedente de California que relataba que una colonia de teósofos empezó a vestirse en masa con ropas blancas para cierto «glorioso acontecimiento» que nunca llegaba, mientras que otras noticias de la India hablaban cautelosamente de una grave agitación entre los nativos que había tenido lugar a finales de marzo. Las orgías del vudú se habían multiplicado en Haití, y las agencias africanas de noticias hablaban de murmullos presagiosos. Los oficiales americanos con destino en Filipinas habían observado la inquietud de algunas tribus en este mismo tiempo, y algunos policías neoyorquinos habían sido atropellados por orientales histéricos la noche del 22 al 23 de marzo. En el oeste de Irlanda también corrían rumores insensatos, y un pintor llamado Ardois-Bonnot colgó un blasfemo Paisaje onírico en el Salón de Primavera de París, en 1926. Por otra parte, fueron tan numerosos los disturbios registrados en los manicomios que sólo un milagro pudo impedir que el cuerpo médico advirtiese extraños paralelismos y extrajese confusas conclusiones. En suma, se trataba de una escalofriante colección de noticias; y aún hoy, no comprendo qué sequedad racionalista me impulsó a desecharlas. Pero estaba convencido de que el joven Wilcox había tenido noticia de unos casos anteriores citados por el profesor.


II. El relato del inspector Legrasse

Los casos anteriores que movieron a mi tío a dar tanta importancia al sueño y el bajorrelieve del escultor constituían el tema de la segunda parte de su largo manuscrito. Al parecer, el profesor Angell había visto anteriormente la infernal silueta de la anónima monstruosidad, había estudiado los desconocidos jeroglíficos y había oído los siniestros vocablos que podrían traducirse por la palabra Cthulhu, encontrándolo todo tan horriblemente relacionado que no es extraño que acosara al joven Wilcox con preguntas y precisiones de fechas.
Esta experiencia anterior había tenido lugar diecisiete años antes, en 1908, cuando la Sociedad Americana de Arqueología celebró su congreso anual en Saint Louis. El profesor Angell, debido a su autoridad y sus méritos, había desempeñado un destacado papel en todas las deliberaciones, viéndose abordado por varios extranjeros que aprovecharon su ofrecimiento para aclarar las preguntas y problemas que le quisieran formular.
El jefe de este grupo de extranjeros, que se convirtió pronto en centro de atención de todo el congreso, era un hombre de aspecto ordinario y edad mediana, que había venido de Nueva Orleáns en busca de cierta información que no había podido conseguir de fuentes locales. Se llamaba John Raymond Legrasse, y era inspector de policía. Con él traía el objeto motivo de su viaje: una estatuilla de piedra, de aspecto grotesco y repulsivo, aparentemente muy antigua, cuyo origen no acertaba a determinar.
Esto no significa que el inspector Legrasse tuviera el más mínimo interés por la arqueología. Al contrario, su deseo de saber se debía a consideraciones puramente profesionales. La estatuilla, ídolo, fetiche o lo que fuera, había sido confiscada unos meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, durante una incursión para disolver una supuesta sesión de vudú; y tan extraños y horribles eran los ritos relacionados con ella, que la policía no pudo por menos de comprender que acababan de dar con un oscuro culto totalmente desconocido para ellos e infinitamente más diabólico que los más tenebrosos ritos de los círculos de vudú africanos. No pudieron averiguar nada sobre su origen, aparte de las disparatadas e increíbles historias arrancadas por la fuerza a los miembros capturados; de ahí los deseos de la policía de acudir a algún arqueólogo que pudiese ayudarles a identificar el espantoso símbolo, y por él seguir la pista del culto hasta su fuente.
El inspector Legrasse no se esperaba la impresión que su ofrecimiento causó. La aparición del objeto bastó para provocar en los científicos una tensa excitación, e inmediatamente se congregaron en torno a la estatuilla para contemplar la pequeña figura cuya rareza y auténticamente abismal antigüedad hacían vislumbrar perspectivas insospechadas y arcaicas. No aparentaba pertenecer este objeto terrible a ninguna escuela escultórica conocida, aunque parecían haberse inscrito los siglos y hasta los milenios en la oscura y verdosa superficie de su piedra.
La figura, que finalmente pasó de mano en mano para ser examinada cuidadosa y detenidamente, tenía unos veinte centímetros de altura, y estaba artísticamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropomorfos, aunque con cabeza de octópodo, y cuyo rostro era una masa de palpos, un cuerpo de aspecto gomoso y cubierto de escamas, garras prodigiosas en las extremidades traseras y delanteras, y unas alas estrechas en la espalda. Este ser, que parecía dotado de una perversidad espantosa y antinatural, evidenciaba una pesada corpulencia, y descansaba sobre un bloque rectangular o pedestal, cubierto de caracteres indescifrables. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, la figura ocupaba el centro, mientras que las largas y curvadas garras de las cuatro patas plegadas llegaban al borde delantero y colgaban una cuarta de la altura del pedestal. Tenía la cabeza de cefalópodo inclinada hacia adelante, de suerte que los extremos de los tentáculos faciales rozaban el dorso de las enormes zarpas posadas sobre las rodillas levantadas. La impresión general que producía era de vida anormal y del más penetrante pavor, dado su origen obsolutamente desconocido. Su inmensa, espantosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, no parecía tener relación con ningún tipo conocido de arte perteneciente a los albores de la civilización... ni, desde luego, con ningún otro tiempo.
Totalmente diverso e ignorado, su mismo material era un misterio; aquella piedra jabonosa, verdinegra, con sus doradas o iridiscentes manchas y estrías, resultaba desconocida para la geología y la mineralogía. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que constituían una representación de expertos de medio mundo y cada uno era una autoridad en este campo, pudo aportar la más ligera idea del parentesco lingüístico. Tanto la figurilla como el material pertenecían a algo tremendamente remoto y distinto de la humanidad tal como la conocemos; a algo que sugería de manera estremecedora viejos e impíos ciclos de vida, en los que no participaban nuestro mundo y nuestras concepciones.
Y sin embargo, mientras algunos de los miembros movían la cabeza y confesaban su impotencia ante el problema del inspector, un hombre de la reunión confesó que tanto la monstruosa figura como la escritura le resultaban vagamente familiares, y a continuación contó con cierta timidez un extraño incidente que conocía. Esta persona era el fallecido William Channing Webb, profesor de antropología de una Universidad de Princeton y explorador de no poca reputación.
El profesor Webb había participado, cuarenta y ocho años antes, en una expedición a Groenlandia e Islandia, en busca de inscripciones rúnicas que no pudo descubrir; y estando en la costa occidental de Groenlandia, se habían tropezado con una extraña y degenerada tribu de esquimales cuya religión, una rara forma de culto al diablo, les había hecho estremecer por sus deliberadas ansias de sangre y su repulsión. Era una fe poco conocida por los demás esquimales, a la que aludían con un escalofrío, y decían que provenía de edades inconcebiblemente remotas, aun anteriores a los comienzos del mundo. Además de los ritos innominados y los sacrificios humanos, había ciertos rituales transmitidos hereditariamente que se dirigían a un demonio supremo y más antiguo o tornasuk; el profesor Webb había tomado cuidadosa nota de la expresión fonética de un anciano angekok o sacerdote-hechicero, y transcribió los sonidos lo mejor que pudo en caracteres latinos. Pero ahora lo más importante era el fetiche que adoraba ese culto, alrededor del cual danzaban sus adeptos cuando la aurora boreal se derramaba por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un bajorrelieve de piedra, formado por una figura horrenda y una especie de escritura críptica. Y por lo que él podía decir, guardaba un rudimentario paralelo con los rasgos esenciales de la bestial criatura que ahora constituía el centro de atención de toda la asamblea.
Estos datos, acogidos con asombro y duda por los miembros allí reunidos, parecieron excitar al inspector Legrasse, quien empezó inmediatamente a asediar al profesor con preguntas. Dado que había copiado una invocación ritual de los adoradores de los pantanos que sus hombres habían arrestado, suplicó al profesor que tratase de recordar lo mejor que pudiese las palabras de los esquimales diabolistas. A continuación siguió una exhaustiva comparación de detalles, y un silencio espantoso cuando el detective y el científico coincidieron en la virtual identidad de frases en dos rituales demoníacos separados por una distancia de tantos mundos. Lo que en definitiva habían entonado los hechiceros esquimales y los sacerdotes de los pantanos de Louisiana a sus ídolos era algo muy parecido a esto —deducidas las separaciones entre vocablos de las tradicionales pausas en la frase al cantar en voz alta:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.
Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues algunos de sus prisioneros le habían revelado la significación de esas palabras. La frase decía más o menos así:
«En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando.»
Y a continuación, respondiendo a una insistente petición general, relató lo más detalladamente que pudo su experiencia con los adoradores de los pantanos; y contó una historia a la que, ahora me doy cuenta, mi tío debió de conceder suma importancia. Tenía cierta semejanza con los sueños más absurdos y disparatados de los teósofos y mixtificadores, y revelaba un asombroso grado de imaginación cósmica, jamás sospechada en una sociedad de parias y de mestizos.
El 1 de noviembre de 1907, la policía de Nueva Orleáns había recibido una llamada de los pantanos y la región situada al sur de la laguna. Los colonos, gentes primitivas en su mayoría, pero afables descendientes de los hombres de Lafitte, se sentían presa de un insuperable terror a causa de algo desconocido que les había sorprendido en la noche. Al parecer era un rito vudú, pero de una naturaleza más terrible que los conocidos hasta entonces por ellos. Y desde que empezó el incesante batir del tam-tam en el corazón de los negros bosques donde ningún habitante se aventuraba, habían desaparecido algunas mujeres y niños. Se oían gritos enloquecedores y alaridos demenciales, cánticos estremecedores e infernales llamas que crepitaban inquietas; y, añadió el aterrado mensajero, la gente no podía resistirlo más.
Así que, atardecido ya, había salido un cuerpo de policías en dos furgonetas y un automóvil, guiados por un colono tembloroso. Cuando el camino se hizo intransitable, dejaron los vehículos y avanzaron durante varios kilómetros chapoteando en silencio a través de los terribles bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Las raíces retorcidas y el nudoso musgo español obstruían el paso, y de cuando en cuando, algún montón de piedras húmedas o los fragmentos de un muro en ruinas hacían más intensa la opresiva sensación que cada árbol deformado y cada islote fangoso contribuía a crear. Finalmente, surgió ante ellos el poblado de colonos, una miserable agrupación de cabañas; y los histéricos habitantes salieron presurosos y se apiñaron alrededor de las balanceantes linternas. El apagado batir de los tam-tam se oía ahora en la lejanía; y a intervalos prolongados se escuchaba un alarido aterrador, cuando el viento soplaba en dirección hacia ellos. Un resplandor rojizo parecía filtrarse a través de la pálida maleza, más allá de las interminables avenidas de la negrura del bosque. A pesar de la repugnancia a quedarse solos otra vez, los colonos se negaron a dar un paso más hacia el escenario del impío culto, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve hombres se sumergieron sin nadie que les guiase en las negras arcadas de horror que ninguno de ellos había hollado jamás.
La región en que ahora penetraba la policía tenía tradicionalmente una fama maligna, y en su mayor parte estaba inexplorada por el nombre blanco. Había leyendas sobre un lago secreto jamás contemplado por ojos humanos, en el que habitaba un inmenso ser informe, blancuzco, semejante a un pólipo y de ojos refulgentes; y decían los colonos en voz baja que había demonios con alas de murciélago que surgían volando de las cavernas para adorarlo a medianoche. Afirmaban que estaba allí antes que D'Iberville, antes que La Salle, antes que los indios, y antes incluso que las saludables bestias y aves de los bosques. Era una pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para mantenerles alejados. La actual orgía vudú se desarrollaba, efectivamente, en los límites de esta zona execrable, pero aun así el paraje era bastante malo, y quizá fuera eso, más que los espantosos gritos e incidentes, lo que había aterrorizado a los colonos.
Sólo la poesía o la locura podían hacer justicia a los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse al abrirse paso a través de las negras ciénagas hacia el rojo resplandor y los apagados sones del tam-tam. Hay calidades vocales que son propias de los hombres y calidades vocales características de los animales; y nada hay más terrible que oír una de ellas cuando su fuente se halla en la otra. La furia animal y la licencia orgiástica se elevaban a unas alturas demoníacas con aullidos y graznidos extáticos que se desgarraban y reverberaban a través de esos bosques tenebrosos como tempestades de pestilencia surgidas de los abismos del infierno. De cuando en cuando cesaban los gritos incoherentes y se elevaba un coro de voces entonando la horrenda fórmula ritual:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.
Finalmente, los hombres llegaron a un lugar donde los árboles eran más raros, y vieron de repente ante sí el espectáculo. Cuatro de ellos se tambalearon, uno se desmayó y dos prorrumpieron en gritos frenéticos que afortunadamente apagó la demente cacofonía. Legrasse roció con agua el rostro del hombre desmayado; luego se quedaron todos contemplando el espectáculo hipnotizados de horror.
En un claro natural del pantano había una isla cubierta de yerba de quizá un acre de extensión, vacía de árboles y relativamente seca. En ella saltaba y se contorsionaba la más indescriptible horda de humana deformidad que nadie, a no ser un Sime o un Angarola, sería capaz de plasmar. Despojados de toda indumentaria, aquella horda híbrida bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera monstruosa de forma circular; en su centro, al rasgarse de cuando en cuando la cortina de las llamas, se veía un gran monolito de granito de unos dos metros y medio de altura; en la parte superior, desproporcionadamente pequeña, descansaba la maléfica estatuilla. En diez cadalsos erigidos en espacios regulares formando círculo en torno a las llamas, colgaban, cabeza abajo, los cuerpos desfigurados de los desdichados colonos que habían desaparecido. Dentro de este círculo, los adoradores saltaban y rugían, girando en masa de izquierda a derecha en una interminable bacanal, entre el círculo de cuerpos y el círculo de fuego. Puede que fuera sólo producto de la imaginación, y puede que fuese sólo el eco lo que indujo a uno de los hombres, un español excitable, a creer que había oído respuestas antifonales del ritual desde algún punto lejano, no iluminado, más al interior del bosque de antigua leyenda y horror. Este hombre, José D. Gálvez, a quien fui a ver e interrogar más tarde, era exageradamente imaginativo. Efectivamente, llegó incluso a insinuar que había oído el batir de unas alas enormes, y que vio el brillo de unos ojos fulgurantes y un bulto blancuzco y montañoso, más allá de los lejanos árboles... pero supongo que habría oído demasiados rumores supersticiosos de los nativos.
De hecho, la horrorizada pausa de los hombres fue de corta duración. El deber era ante todo; y aunque debía de haber cerca de un centenar de celebrantes mestizos, los policías sacaron sus armas y se internaron decididamente en la repulsiva baraúnda. Durante cinco minutos, el tumulto que se produjo fue indescriptible. Hubo golpes, disparos y carreras; pero al final Legrasse pudo contar unos cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse apresuradamente y formar fila entre sus policías. Cinco de los celebrantes murieron, y otros dos, heridos de gravedad, fueron transportados en improvisadas parihuelas por sus camaradas prisioneros. La imagen del monolito, naturalmente, fue retirada cuidadosamente y confiscada por Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía, tras un viaje agotador, todos los prisioneros resultaron ser de muy baja condición, mestizos y mentalmente trastornados. La mayoría eran marineros, entre ellos negros y mulatos, casi todos originarios de las Islas Occidentales, o portugueses procedentes de las islas de Cabo Verde, que daban cierto matiz vudú a este culto heterogéneo. Pero, tras las primeras preguntas, se puso de manifiesto que dicho culto era infinitamente más antiguo que el fetichismo negro. A pesar de ser ignorantes y degradadas, estas criaturas sostenían con sorprendente coherencia la idea central de su repugnante culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes Primordiales, que eran muy anteriores a la aparición del hombre y habían llegado al joven mundo desde el cielo. Estos Primordiales se habían retirado ahora al interior de la tierra y bajo el mar, pero sus cuerpos muertos revelaron secretos al primer hombre, mediante sueños, y éste instauró un culto que jamás había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que siempre había existido y siempre existiría, ocultándose en alejados yermos y parajes retirados de todo el mundo hasta el tiempo en que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su tenebrosa morada en la poderosa ciudad sumergida de R'lyeh y sometiese a la Tierra una vez más a su poder. Algún día vendría, cuando los astros fueran favorables; y el culto secreto estaría siempre allí, dispuesto a liberarlo.
Entretanto, nada más podían decir. Se trataba de un secreto que ni aun la tortura les podría arrancar. La humanidad no era la única clase de seres con conciencia sobre la Tierra, pues había formas que surgían de las tinieblas para visitar a los pocos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Primordiales. Ningún ser humano había visto jamás a los Primordiales. El ídolo esculpido representaba al gran Cthulhu, aunque nadie podía decir si los demás eran o no semejantes a él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura, si bien se transmitían cosas oralmente. El cántico ritual no era el secreto; éste no se expresaba jamás en voz alta. El cántico significaba sólo esto: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando.»
Sólo dos de los prisioneros fueron declarados mentalmente sanos y se les ahorcó; los demás fueron trasladados a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los homicidios rituales, y afirmaron que las muertes habían sido perpetradas por los Alas-Negras, que habían venido desde su inmemorial refugio en el bosque encantado. Pero no hubo manera de sacar en claro una descripción coherente de estos misteriosos aliados. Lo que la policía pudo averiguar se debió mayormente a un mestizo casi centenario llamado Castro, el cual pretendía haber tocado extraños puertos en sus viajes y haber hablado con los inmortales dirigentes del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos de una espantosa leyenda que haría palidecer las lucubraciones de los teósofos y presentaban al hombre y el mundo como algo reciente y efímero. Hubo milenios en que la Tierra estuvo gobernada por otros Seres que habitaron en inmensas ciudades. Sus vestigios, le habían contado los chinos inmortales, se encontraban aún en forma de piedras ciclópeas en las islas del Pacífico. Habían muerto miles y miles de años antes de la aparición del hombre en la Tierra, pero había artes que podían hacerlos revivir, cuando los astros volvieran a la correcta posición en el ciclo de la eternidad. Habían venido, efectivamente, de las estrellas, y habían traído sus imágenes con Ellos.
Estos Primordiales, prosiguió Castro, no estaban hechos de carne y hueso. Tenían forma —¿no lo probaba acaso esta imagen de silueta estrellada?—, pero esta forma no era material. Cuando los astros se hallaban en la posición correcta, Ellos podían precipitarse de mundo en mundo a través del firmamento; pero cuando los astros estaban en posición adversa, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, tampoco morían definitivamente. Reposaban en las moradas de piedra de la gran ciudad de R'lyeh, protegidos por los sortilegios del poderoso Cthulhu, y aguardaban una gloriosa resurrección, el día en que los astros y la Tierra estuviesen una vez más preparados para Ellos. Pero aun entonces, alguna fuerza del exterior debía ayudarles a liberar sus cuerpos. Los encantamientos que les conservaban intactos les impedían asimismo realizar el movimiento inicial, y sólo podían reposar despiertos en la oscuridad y pensar, mientras transcurrían incontables millones de años. Todos Ellos sabían qué ocurría entretanto en el universo, pues su lenguaje era telepático. Aun ahora hablaban en sus tumbas. Cuando, después de infinitos caos, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Primordiales hablaron a los más sensibles modulando sus sueños; pues sólo así podía llegar su lenguaje a las mentes orgánicas de los mamíferos.
Luego, prosiguió Castro en voz baja, esos primeros hombres instituyeron un culto en torno a pequeños ídolos que los Primordiales les mostraron: ídolos traídos en edades lejanas desde las oscuras estrellas. Ese culto no moriría jamás, hasta que las estrellas volvieran a su correcta posición y los sacerdotes secretos sacaran al gran Cthulhu de Su tumba para revivir a sus vasallos y recobrar su dominio sobre la Tierra. Sería fácil conocer la llegada de ese momento, pues entonces la humanidad se parecería a los Primordiales: será libre y salvaje y estará más allá del bien y del mal, arrojará a un lado las leyes y la moral, y todos los hombres gritarán y matarán y se refocilarán jubilosos. Entonces los Primordiales liberados les enseñarán nuevas formas de gritar y matar y refocilarse y regocijarse, y toda la Tierra arderá en el holocausto del éxtasis y la libertad. Entretanto, el culto, ejecutado mediante ritos apropiados, debe mantener vivo el recuerdo de esas antiguas formas y evocar la profecía de su retorno.
En otros tiempos, algunos escogidos habían hablado en sueños con los Primordiales que descansaban en sus tumbas; pero luego algo había ocurrido. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas; y las aguas profundas, henchidas de un misterio primitivo, impenetrable incluso para el pensamiento, habían interrumpido la espectral comunicación. Pero no había muerto el recuerdo, y los altos sacerdotes decían que la ciudad surgiría otra vez, cuando los astros fuesen favorables. Entonces saldrían los negros espíritus de la tierra, mohosos y sombríos, y propagarían los rumores recogidos en las cavernas de los olvidados fondos de los mares. Pero de esto último no se atrevió a hablar mucho el viejo Castro. Calló repentinamente, y no hubo medio de persuasión ni de astucia que lograra sonsacarle nada más al respecto. También se negó a dar detalles sobre el tamaño de los Primordiales. En cuanto al culto, dijo que creía que su centro se encontraba en la inexplorada región central de los desiertos de Arabia, donde Irem, la Ciudad de los Pilares, sueña oculta e intacta. No tenía relación alguna con el culto de las brujas en Europa, y era prácticamente desconocido fuera del círculo de sus adeptos. Ningún libro aludía realmente a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred subyacía un sentido oculto que los iniciados podían interpretar a su criterio, especialmente el discutidísimo dístico:

Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
Y con los evos extraños aun la muerte puede morir.

Legrasse, hondamente impresionado y no poco confundido, había tratado sin éxito de averiguar la filiación histórica del culto. Parecía ser que Castro había dicho la verdad al afirmar que era totalmente secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar ninguna luz sobre dicho culto ni sobre la imagen, y ahora el detective había acudido a las personalidades más competentes del país, y se encontraba nada menos que con la historia de Groenlandia del profesor Webb.
El febril interés que despertó en la asamblea la historia de Legrasse, corroborada por la estatuilla, tuvo algún eco en la correspondencia que luego intercambiaron los congresistas; en la publicación oficial de la sociedad, en cambio, se citó meramente de pasada. La prudencia es el primer cuidado de quienes están acostumbrados a enfrentarse con el charlatanismo y la impostura. Legrasse dejó la imagen durante un tiempo al profesor Webb, pero a la muerte de éste volvió a sus manos, y sigue en su posesión, donde la he visto no hace mucho. Es algo verdaderamente terrible, y se parece de manera inequívoca a la escultura que modeló en sueños el joven Wilcox.
No me cabía la menor duda de que mi tío se excitó ante la historia del escultor; ¿qué pensamientos debieron venirle, sabiendo lo que Legrasse había averiguado de ese culto, al contarle un joven sensible que había soñado no sólo la figura y los exactos jeroglíficos de la imagen encontrada en el pantano y de la tableta de Groenlandia, sino que además había oído en sus sueños tres palabras de la fórmula que pronunciaban tanto los diabolistas esquimales como los mestizos de Louisiana? Evidentemente, era natural que el profesor Angell iniciara una investigación minuciosa; aunque yo sospechaba, personalmente, que el joven Wilcox había oído hablar del culto y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio a costa de mi tío. Los relatos de los demás sueños y los recortes coleccionados por el profesor constituían una sólida corroboración de la historia del joven; pero mi acendrado racionalismo y la extravagancia de todo este asunto me llevaron a adoptar lo que me pareció la conclusión más palmaria. Así que, después de estudiar con atención el manuscrito y cotejar las notas teosóficas y antropológicas con el informe de Legrasse, hice un viaje a Providence para ver al escultor y decirle lo que pensaba de él por haber embaucado tan descaradamente a un sabio de tan avanzada edad.
Wilcox vivía aún solo en la Residencia Fleur-de-lys de Thomas Street, horrenda imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo xvii, con su fachada de estuco en medio de amables casas coloniales y a la sombra del más fino campanario georgiano que pudiera verse en América. Le encontré trabajando en sus habitaciones, e inmediatamente descubrí, por las obras que tenía allí, que su genio era profundo y auténtico. Creo que dentro de un tiempo figurará entre los grandes decadentes, pues ha logrado plasmar en barro y en mármol esas pesadillas y fantasías que Arthur Machen evoca en su prosa y Clark Ashton Smith ha hecho visibles en verso y en pintura.
Moreno, endeble y de aspecto algo descuidado, se volvió lánguidamente al llamar yo y me preguntó qué deseaba sin levantarse de su silla. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés; pues mi tío había despertado su curiosidad al estudiar sus extraños sueños, aunque nunca había explicado la razón de su estudio. Yo no le aclaré demasiado el asunto, y traté de sonsacarle con tacto.
Me bastó poco tiempo para convencerme de su absoluta sinceridad, pues me habló de los sueños de un modo que nadie podría tergiversar. Tanto los sueños como su residuo subconsciente habían influido en su arte hondamente, y me enseñó una morbosa escultura cuyos contornos casi me hicieron estremecer por su oscura potencia sugestiva. No recordaba él si había visto el original de esta criatura, a no ser en su propio bajorrelieve que modelara en sueños, pero sus perfiles habían surgido insensiblemente bajo sus manos. Era sin duda la forma gigantesca que tanto le atormentara en su delirio. Seguidamente, aclaró que él no sabía en verdad nada del misterioso culto, aparte de lo que las incansables preguntas de mi tío le habían permitido inferir; y nuevamente me esforcé en averiguar de qué manera pudo haber recibido las horribles impresiones.
Habló de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible intensidad la húmeda ciudad ciclópea de piedras verdosas y cubiertas de limo, cuya geometría, dijo extrañamente, era totalmente errónea, y oír con aterrada expectación la incesante, semimental llamada que surgía de la tierra: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.
Estas palabras formaban parte de aquel espantoso ritual que hablaba del sueño vigil de Cthulhu muerto en la cripta de piedra de R'lyeh, y me sentí hondamente impresionado, a pesar de mis convicciones racionales. Wilcox, estoy seguro, había oído hablar del culto de alguna manera casual, y lo había debido olvidar poco después, en medio de la masa de sus igualmente inquietantes lecturas y figuraciones. Más tarde, en virtud de su acusada impresionabilidad, debió de encontrar la expresión subconsciente en sus sueños, en el bajorrelieve y en la terrible estatua que ahora tenía yo delante; de modo que su impostura había sido involuntaria. El joven era a la vez un poco afectado y descortés, la clase de carácter que nunca me ha gustado; pero ahora estaba dispuesto a admitir su genio y su honestidad. Me despedí amistosamente de él, y le deseé todos los éxitos a su prometedor talento.
El asunto del culto seguía fascinándome, y a veces me imaginaba a mí mismo alcanzando fama mundial al averiguar sus orígenes y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros sobre aquella antigua redada, vi la espantosa imagen y hasta interrogué a los mestizos prisioneros que aún vivían. El viejo Castro, desgraciadamente, había fallecido hacía unos años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque en realidad no fue más que una confirmación de lo que mi tío había escrito, excitó de nuevo mi interés; pues sentí la seguridad de que me hallaba sobre la pista de una auténtica, secreta y antigua religión cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo de renombre. Mi actitud era todavía absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y deseché con la más inexplicable perversidad mental la coincidencia de las transcripciones de sueños con los extraños recortes coleccionados por el profesor Angell.
Una cosa empecé entonces a sospechar, y ahora temo saber, y es que la muerte de mi tío no fue ni mucho menos natural. Se cayó en un estrecho callejón que ascendía del barrio marinero donde pululan los mestizos extranjeros, tras un empujón sin importancia de un marinero negro. No olvidaba yo la mezcla de sangre y las ocupaciones marineras de los miembros del culto de Louisiana, y no me hubiera sorprendido averiguar la existencia de métodos secretos y agujas envenenadas hace tiempo conocidas, y tan crueles como los misteriosos ritos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no han sido molestados; pero en Noruega ha muerto cierto marinero que había visto ciertas cosas. ¿No podría ser que hubiesen llegado a oídos siniestros las averiguaciones de mi tío, tras haber recogido la información del escultor? Creo que el profesor Angell murió porque sabía demasiado, o porque probablemente estaba a punto de sacar a la luz demasiadas cosas. Ahora falta ver si voy a correr yo esa misma suerte, pues he llegado demasiado lejos.


III. La locura del mar

Si alguna vez el cielo desea concederme un don, que sea el total olvido del descubrimiento que hice casualmente al fijarse mis ojos en determinado trozo de periódico que cubría un estante. Era un ejemplar atrasado del australiano Sydney Bulletin, del 18 de abril de 1925, y no tenía nada que llamase mi atención en mi rutina diaria. Incluso había escapado a la agencia de recortes que en esas fechas andaba recogiendo ávidamente material para mi tío.
Yo había abandonado casi por completo mis investigaciones sobre lo que el profesor Angell llamaba el «Culto de Cthulhu», y había ido a visitar a un científico amigo de Paterson, en Nueva Jersey, conservador de un museo local y mineralogista de renombre. Al examinar un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una estancia de la parte trasera del museo, me fijé en una extraña fotografía que traía una de las hojas de periódico extendidas debajo de las piedras. Era el Sydney Bulletin al que me he referido, pues mi amigo estaba suscrito a la prensa de todos los países imaginables; era una fotografía en sepia de una espantosa imagen de piedra, casi idéntica a la que Legrasse había encontrado en el pantano.
Despejé ansiosamente la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con toda atención, y me sentí decepcionado ante su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era sumamente significativo para mi poco animada investigación; lo recorté con cuidado, dispuesto a ocuparme de él inmediatamente. Decía lo siguiente:

MISTERIOSO HALLAZGO DE UN BUQUE ABANDONADO EN ALTA MAR

El Vigilant llega a puerto remolcando un yate armado de Nueva Zelanda. Un superviviente y un muerto encontrados a bordo. Historia de una desesperada batalla con muertes en alta mar. El marinero rescatado se niega a dar detalles de tan extraña experiencia. Misterioso ídolo encontrado en su posesión. Se inician las investigaciones.
El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, ha atracado esta mañana en los muelles de Darling Harbour trayendo a remolque, desmantelado y con graves averías, pero fuertemente armado, el yate de vapor Alert de Dunedin, N. Z., al que avistó el 12 de abril en 34° 21' latitud sur, 152° 17' longitud oeste, con un superviviente y un muerto a bordo.
El Vigilant había zarpado de Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril se vio obligado a desviarse considerablemente hacia el sur, debido a fuertes temporales que provocaban olas excepcionalmente grandes. El 12 de abril avistó el buque a la deriva; al principio parecía abandonado, pero luego descubrieron a bordo a un superviviente en estado de delirio y a un hombre que evidentemente llevaba muerto más de una semana.
El superviviente tenía apretado en sus manos un horrible ídolo de piedra de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuya procedencia tiene confundidas a las autoridades de la Universidad de Sidney, de la Royal Society y del Museo de College Street, y que el superviviente declaró haber encontrado en la cabina del yate, en una pequeña hornacina.
Este hombre, tras recobrar el sentido, contó una historia de lo más extraña de piratería y de muertes. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, el cual iba de segundo piloto en la goleta de dos palos Emma de Auckland, que había zarpado con destino a El Callao el 20 de febrero, con una dotación de once hombres.
La Emma, dijo, se demoró y se desvió considerablemente hacia el sur en su rumbo por un gran temporal del 1 de marzo, y el 22 de ese mismo mes se cruzó con el Alert en 49° 51' latitud sur, 128° 34' longitud oeste, tripulado por un grupo de polinesios y mestizos mal encarados y extraños. El capitán Collins se negó a obedecer la orden de virar en redondo, y la extraña tripulación abrió fuego contra la goleta sin previo aviso con un cañón enormemente pesado que formaba parte del armamento del yate.
Los hombres de la Emma opusieron resistencia, dijo el superviviente, y aunque la goleta comenzó a hundirse al ser alcanzada por los disparos por debajo de la línea de flotación, se las arreglaron para acercarse al enemigo para abordarlo, entablando lucha en la cubierta del yate, viéndose obligados a matar a todos sus tripulantes, pese a su número ligeramente superior, por su repugnante aunque torpe manera de luchar.
Tres hombres de la Emma, incluidos el capitán Collins y el primer piloto Green, murieron; los ocho restantes, bajo el mando del segundo piloto Johansen, siguieron navegando en el yate capturado, reanudando su rumbo original para ver si había alguna razón por la que les habían ordenado virar en redondo.
Al día siguiente desembarcaron en un islote, aunque éste no figuraba en sus cartas; allí murieron seis de los hombres, aunque Johansen se muestra extrañamente reservado acerca de esta parte del relato; sólo dice que se cayeron por una quebrada.
Más tarde, él y un compañero subieron a bordo del yate y trataron de gobernarlo, pero el temporal les barloventeó el 2 de abril.
Desde ese día hasta el 12 de abril en que fue rescatado, recuerda poco, y ni siquiera sabe cuándo murió William Briden, su compañero. La muerte de Briden no revela otra causa aparente que la excitación o las privaciones.
Los cables recibidos de Dunedin informan que el Alert era muy conocido allí como barco mercante, y que tenía mala fama. Su tripulación la componía un extraño grupo de mestizos cuyas frecuentes reuniones y excursiones nocturnas a los bosques habían despertado no poca curiosidad; tras la tormenta y los temblores de tierra del 1 de marzo, se echó a la mar apresuradamente.
Nuestro corresponsal en Aukland afirma que la Emma y su tripulación gozaban de una excelente reputación, y describe a Johansen como un hombre serio y digno de toda estima.
El almirantazgo iniciará una investigación sobre todo este asunto, y presionará a Johansen para que sea más explícito de lo que ha sido hasta ahora.

Esto era todo, además de la fotografía de la infernal imagen; pero ¡qué cantidad de ideas suscitó en mi mente! Aquí tenía datos preciosísimos sobre el culto de Cthulhu que probaban que contaba con extraños seguidores tanto en el mar como en tierra. ¿Qué motivo impulsaría a la híbrida tripulación a ordenar a la Emma que diese media vuelta, mientras ellos navegaban con su ídolo espantoso? ¿Cuál era la desconocida isla en la que murieron seis de los tripulantes de la Emma, y sobre la que tan reservado se mostraba el piloto Johansen? ¿Qué habría averiguado ya el almirantazgo, y qué se sabía del repulsivo culto en Dunedin? Y lo más sorprendente, ¿qué profunda y natural relación de datos era ésta, que daba una maligna y ya innegable significación a los diversos sucesos meticulosamente consignados por mi tío?
El 1 de marzo —28 de febrero, según el huso horario internacional—, tuvieron lugar el temporal y el terremoto. El Alert y su repulsiva tripulación habían zarpado precipitadamente de Dunedin como si hubiesen sido llamados imperiosamente, y en otra parte de la Tierra, los poetas y los artistas habían empezado a soñar una extraña ciudad ciclópea, mientras un joven escultor modelaba en sueños la forma terrible de Cthulhu. El 23 de marzo, la tripulación de la goleta Emma desembarcó en una isla desconocida, dejando en ella seis hombres muertos; y en esa misma fecha, los sueños de los hombres de acusada sensibilidad adquirieron una mayor intensidad y se vieron atormentados por el temor de la malévola persecución de un monstruo gigantesco, al tiempo que un arquitecto enloquecía y un escultor era presa del delirio. ¿Y qué pensar de esta tormenta del 2 de abril, fecha en que todos los sueños sobre la húmeda ciudad cesaron, y Wilcox quedó libre de la esclavitud de la extraña fiebre? ¿Qué, de aquellas alusiones del viejo Castro sobre los sumergidos, estelares Primordiales, y sobre su reino venidero, su culto fiel y su dominio de los sueños? ¿Acaso vacilaba yo en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para las fuerzas humanas? Si era así, entonces se trataba de horrores mentales tan sólo, pues de algún modo, el 2 de abril quedó paralizada la monstruosa amenaza que había empezado a asediar el espíritu de los hombres.
Aquella noche, tras un día de enviar precipitados cablegramas y de hacer preparativos, me despedí de mi anfitrión y cogí el tren para San Francisco. Menos de un mes después estaba en Dunedin, donde, no obstante, me encontré con que se sabía bien poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las viejas tabernas portuarias. La escoria es demasiado frecuente en los barrios marineros para mencionarla especialmente; pero corría el rumor de que estos mestizos por los que yo preguntaba habían realizado una incursión hacia el interior, durante la cual se había escuchado el lejano percutir de unos tambores y se había visto un resplandor rojo en las lejanas colinas.
En Aukland me enteré de que Johansen había regresado de Sidney con el pelo blanco, tras un interrogatorio poco convincente, y que poco después vendió la casa que tenía en West Street y embarcó con su esposa regresando a su vieja casa en Oslo. De su tremenda experiencia no contó a sus amigos más que lo que ya había dicho a los oficiales del Almirantazgo, y todo lo que ellos pudieron hacer fue facilitarme su dirección en Oslo.
Después de eso fui a Sidney y hablé infructuosamente con los marineros y los miembros del tribunal del Vicealmirantazgo. Vi el Alert en el Circular Quay de la bahía de Sidney, pero su casco no me dijo nada. La imagen acurrucada con su cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y jeroglíficos en el pedestal, se conservaba en el Museo de Hyde Park; y yo la examiné larga y minuciosamente, y me pareció un objeto exquisitamente labrado, con el mismo profundo misterio, la misma terrible antigüedad y la misma rareza de material que había observado en el pequeño ejemplar de Legrasse. Los geólogos, me dijo el conservador, la consideraban un enigma monstruoso, y juraban que no existía en el mundo roca parecida. Entonces recordé con un escalofrío lo que el viejo Castro le había contado a Legrasse sobre los Primordiales : «Vinieron de las estrellas, y trajeron sus imágenes con Ellos.»
Profundamente turbado ante un impacto de esta naturaleza, decidí visitar al piloto Johansen en Oslo. Embarqué para Londres, y a continuación volví a embarcar rumbo a la capital noruega; y un día de otoño pisé tierra en los cuidados muelles al cobijo del Egeberg.
La casa de Johansen, descubrí, se hallaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que conservó el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad más grande se disfrazara con el nombre de Cristianía. Hice un breve viaje en taxi, y llamé, con el corazón palpitante, a la puerta de un cuidado y antiguo edificio de enjalbegada fachada. Una mujer de rostro triste y vestida de negro respondió a mi llamada, y me informó en un inglés vacilante que Gustaf Johansen había fallecido.
No había sobrevivido mucho tiempo a su regreso, dijo su esposa, pues su experiencia en el mar en 1925 le había quebrantado. No le había confiado a ella más que lo que había dicho públicamente, pero había dejado un largo manuscrito —sobre «asuntos técnicos», decía él—, escrito en inglés, evidentemente con el propósito de salvaguardarla del peligro de una lectura casual. Cuando paseaba por un callejón próximo a la dársena de Gothenberg, le cayó encima un paquete de viejos periódicos desde la ventana de un ático y le derribó. Dos marineros indios le ayudaron inmediatamente a ponerse de pie, pero antes de que pudiese llegar la ambulancia había muerto. Los médicos no encontraron una causa adecuada que justificase su muerte, y la atribuyeron a una deficiencia del corazón y a su debilidad.
Entonces sentí en mis entrañas la mordedura de ese terror tenebroso que ya nunca me abandonará hasta que muera yo también, «accidentalmente» o como sea. Tras de convencer a la viuda de que mi relación con los «asuntos técnicos» de su marido era suficiente como para autorizarme el acceso a su manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me llevaba de regreso a Londres.
Era una historia simple, desordenada; un diario redactado de memoria en el que trataba de consignar día a día aquel viaje espantoso. No me es posible transcribirlo textualmente, a causa de su oscuridad y sus redundancias, pero haré un resumen para mostrar por qué el sonido del agua contra los costados del barco se me hizo tan insoportable hasta el punto de tener que taponarme los oídos con algodones.
Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aun cuando había visto la ciudad y el monstruo, pero yo no volveré a dormir en paz mientras recuerde los horrores que acechan constantemente detrás de la vida, en el tiempo y el espacio, y las impías blasfemias venidas de las más antiguas estrellas, que sueñan bajo el mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla, deseoso de liberarlas sobre nuestro planeta tan pronto como un temblor de tierra haga surgir nuevamente su monstruosa ciudad de piedra al sol y a la luz.
El viaje de Johansen había empezado exactamente como había declarado él al Vicealmirantazgo. La goleta Emma había zarpado de Aukland con lastre el 20 de febrero, y había sentido toda la fuerza del temporal originado por el terremoto que debió de sacar del fondo del mar los horrores que invadieron los sueños de los hombres. Recuperado el gobierno, el barco proseguía con normalidad, cuando le salió al encuentro el Alert el 22 de marzo, y comprendí el sentimiento del piloto cuando tuvo que describir el bombardeo y hundimiento de su nave. Hablaba de los atezados adoradores del demonio que tripulaban el Alert con significativo horror. Había en ellos algo abominable que hacía que su exterminio pareciese casi un deber, y Johansen manifiesta una auténtica sorpresa ante la acusación de crueldad lanzada contra su grupo durante el curso de la encuesta judicial. Luego, llenos de curiosidad, una vez el yate capturado bajo el mando de Johansen, los hombres vieron un gran pilar que surgía del mar, y en 47° 9' latitud sur, 126° 43' longitud oeste, avistaron una costa, mezcla de negro barro, légamo, y ciclópea albañilería cubierta de algas que no podía ser sino la materialización del supremo terror del mundo: la pesadillesca ciudad-cadáver de R'lyeh, construida hace innumerables evos antes del comienzo de la historia por las inmensas y horrendas entidades que descendieron de las oscuras estrellas. Allí, yacían el gran Cthulhu y sus hordas, ocultos en criptas verdosas y cubiertas de légamo, desde donde enviaban, después de un número incalculable de ciclos, los pensamientos que infundían miedo a los sueños de quienes poseían una naturaleza sensible, y llamaban imperiosamente a sus fieles para que acudiesen en peregrinaje de liberación y restauración. Johansen no llegó a sospechar todo esto, ¡pero bien sabe Dios que había visto bastante!
Creo que sólo emergió de las aguas una simple cima de montaña, la horrenda ciudadela que corona el monolito en donde está enterrado el gran Cthulhu. Cuando pienso en las dimensiones de lo que puede estar latente allí abajo, casi me dan ganas de quitarme inmediatamente la vida. Johansen y sus hombres estaban aterrados ante el poder cósmico de esta chorreante Babilonia habitada por demonios, y debieron de adivinar que no pertenecía a un planeta normal. El terror ante las increíbles proporciones de los bloques de verdosa piedra, ante la vertiginosa altura del gran monolito labrado y ante la turbadora identidad de las colosales estatuas y bajorrelieves con la extraña imagen encontrada en la hornacina del Albert, se hace patéticamente visible en cada línea de la aterrada descripción del piloto.
Sin tener idea de futurismo, Johansen llevó a cabo algo muy semejante al hablar de la ciudad; pues en lugar de describir una construcción concreta o un edificio cualquiera, hace hincapié sólo en las impresiones generales de inmensos ángulos y superficies de piedra... superficies demasiado grandes para que puedan corresponder a seres normales o propios de esta tierra, e impíos con sus horribles imágenes y jeroglíficos. Menciono su referencia a los ángulos porque sugieren algo que Wilcox me había contado de sus horribles sueños. Había dicho que la geometría del lugar soñado por él era anormal, no euclidiana, y de repugnantes esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora, un marinero profano sentía lo mismo al contemplar la terrible realidad.
Johansen y sus hombres desembarcaron en un plano sesgado y cubierto de limo de esta monstruosa acrópolis, y subieron gateando por la resbaladiza superficie de los titánicos bloques que de ningún modo podían haber sido una escalera para hombres mortales. El mismo sol del cielo parecía deformado al atravesar los polarizadores miasmas que emanaban de esta perversión empapada de mar, y trenzaba la amenaza y la incertidumbre que acechaban de soslayo en aquellos ángulos locamente esquivos de roca tallada, en los que una segunda mirada descubría una concavidad donde antes había visto una convexidad.
Un terror indeterminado se apoderó de todos los exploradores, antes de llegar a ver otra cosa que rocas y limo y algas. Por sí mismo, cada uno habría echado a correr, de no haber temido la burla de los demás; así que muy poco convencidos, buscaron —en vano, como quedó demostrado— algún recuerdo que llevarse.
El portugués Rodríguez trepó hasta el pie del monolito y gritó que había encontrado algo. Los demás le siguieron, y miraron curiosos la inmensa puerta labrada con el ahora familiar bajorrelieve del dragón-cefalópodo. Era, dice Johansen, como una gran puerta de granero; y les pareció puerta por los adornos del dintel, umbral y jambas, aunque no pudieron determinar si estaba horizontal como una trampa o inclinada como la puerta exterior de una bodega. Como Wilcox había dicho, la geometría de este lugar era totalmente errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fuesen horizontales, de aquí que la relativa posición de todo lo demás pareciese fantasmalmente variable.
Briden empujó la piedra en varios lugares sin resultado. Luego Donovan la palpó delicadamente en los bordes, presionando cada punto separadamente. Subió muy despacio por la grotesca piedra esculpida —o sea, puede decirse que subía si es que la piedra no estaba, en definitiva, horizontal—, y los hombres se preguntaban cómo una puerta, por grande que fuese, podía serlo tanto. En ese momento, el descomunal panel empezó a ceder hacia el interior, girando sobre el quicio de arriba, y vieron que la piedra estaba contrapesada.
Donovan se deslizó o subió de algún modo hacia abajo o a lo largo de la jamba y se unió a sus compañeros, y todos contemplaron el extraño retroceso de la monstruosa puerta esculpida. En esta fantasía de distorsión prismática, la piedra se movía de manera anormal, diagonalmente, de modo que parecía transgredir todas las leyes de la materia y la perspectiva.
La abertura dejó ver una oscuridad casi material. Esta negrura era efectivamente una cualidad positiva, pues oscurecía la parte de las paredes interiores que debían ser visibles, y de hecho, brotó como el humo liberado de su milenario encierro, oscureciendo visiblemente el sol al esparcirse en aleteos membranosos por el contraído y curvado cielo. El hedor que se elevó de las recién abiertas profundidades se hizo intolerable; por último, a Hawkins le pareció oír un ruido nauseabundo, cenagoso, en el interior. Prestaron todos atención, y aún escuchaban, cuando surgió la monstruosidad, baboseando y tanteando, constriñó su verde inmensidad gelatinosa en la entrada, y se irguió en el aire mefítico de esa ciudad de locura.
La letra del pobre Johansen se vuelve nerviosa al hablar de esto. De los seis hombres que no llegaron jamás al barco, cree que dos perecieron de miedo en ese instante fatal. No es posible describir a ese Ser; no hay lenguaje que pueda transcribir semejante abismo de locura inmemorial, semejante transgresión de las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmico. Era una montaña lo que caminaba bamboleante. ¡Dios! ¿Qué tiene de extraño que en la Tierra se volviese loco un gran arquitecto, y que el pobre Wilcox delirase de fiebre en aquel instante telepático? La Entidad de los ídolos, la viscosa criatura de las estrellas, había despertado para reclamar lo que era suyo. Las estrellas estaban en conjunción otra vez, y lo que un culto intemporal no había conseguido intencionalmente, un grupo de inocentes marineros lo había hecho por casualidad. Después de millones de años, el gran Cthulhu era libre otra vez, y estaba sediento de goce.
Tres hombres fueron barridos por las blandas zarpas antes de que nadie tuviese tiempo de volverse. Dios les dé eterno descanso, si es que hay descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrero y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres echaban a correr frenéticamente por el interminable paisaje de roca verdosa en dirección al barco, y Johansen jura que se sintió ábsorbido hacia arriba por un ángulo rocoso que no debía haber estado allí, un ángulo que era agudo, pero que se comportó como si fuese obtuso. Así que sólo Brinden y Johansen llegaron al bote, y bogaron desesperadamente hasta el Alert, mientras la montañosa monstruosidad se dejaba deslizar por el limo de las piedras y vacilaba en el borde del agua.
La caldera no había perdido presión, a pesar de que todos los hombres habían saltado a tierra, y tras unos momentos de afanoso correr entre engranajes y mecanismos, pusieron al Alert en movimiento. Lentamente, en medio de los horrores distorsionados de aquel escenario indescriptible, comenzó el barco a agitar sus aguas letales; entretanto, sobre las rocas de esa costa sepulcral, ajena a este mundo, el titánico Ser de las estrellas baboseaba y farfullaba como Polifemo maldiciendo el barco fugitivo de Ulises. Luego, más audaz que los cíclopes, el gran Cthulhu se deslizó vigorosamente en el agua y comenzó a perseguirlo dando enormes zarpazos de cósmica potencia que levantaban grandes olas. Briden miró hacia atrás y enloqueció, y no paró de soltar carcajadas, hasta que la muerte le sorprendió en el camarote, mientras Johansen deambulaba delirando por la cubierta.
Pero Johansen no se había rendido todavía. Sabiendo que el monstruo alcanzaría indefectiblemente al Alert antes de que la caldera tuviese toda la presión, decidió probar una posibilidad desesperada; dio toda la potencia a la máquina, subió veloz a cubierta y giró la rueda del timón todo lo que daba de sí. Se produjo un fuerte remolino en las pestilentes aguas y, mientras aumentaba la presión, el valeroso noruego enfiló la proa de su embarcación contra el gelatinoso Ser que le perseguía, y que se elevaba por encima de la turbia espuma como la popa de un galeón diabólico. Su espantosa cabeza de cefalópodo de tentáculos contorsionantes llegaba casi hasta el bauprés del porfiado yate, pero Johansen siguió implacablemente.
Hubo un estallido como si se reventase una vejiga, manó una fangosa suciedad como cuando se rasga el cuerpo de un promotio, un hedor equivalente a un millar de tumbas abiertas, y se oyó un rugido que el cronista no tuvo el valor de consignar en un manuscrito. Por un instante, el barco quedó envuelto en una nube verdosa, acre, cegadora, y luego sólo hubo una ponzoñosa efervescencia a popa, donde —¡Dios del cielo!— la dispersa plasticidad de aquella abominable criatura estelar se recomponía nebulosamente y recobraba su horrenda forma original, mientras se agrandaba la distancia, a medida que el Alert ganaba velocidad al aumentar la presión.
Eso fue todo. Después, Johansen se limitó a meditar sobre el ídolo de la cabina y a procurar un poco de alimento para sí y para el maníaco que tenía a su lado. No trató de gobernar la nave; pues después de su audaz maniobra, había perdido como una parte de su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, y un cúmulo de nubes ofuscaron aún más su conciencia. Se apoderó de él una sensación de vértigo espectral, de que giraba en un torbellino que descendía hacia líquidos abismos de infinitud, era arrastrado vertiginosamente por la cola de un cometa fugaz y sacudido histéricamente de los abismos marinos a la luna, y de la luna a los abismos marinos, azuzado por el coro de carcajadas de los antiguos dioses y de los verdosos y burlescos trasgos del Tártaro, de alas de murciélago.
De más allá del sueño le llegó el rescate: el Vigilant, el tribunal del Vicealmirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de regreso a su casa natal junto al Egeberg. Nada podía contar: todos pensarían que se había vuelto loco. Escribiría cuanto sabía antes de que le sobreviniese la muerte, pero su esposa no debía saber nada. La muerte sería una bendición que le borraría esos recuerdos.
Éste es el documento que leí, y ahora lo he guardado en la caja de hojalata junto al bajorrelieve y los papeles del profesor Angell. Guardaré también mi relato, esta prueba de mi propia cordura, en donde he unido lo que espero no se vuelva a unir jamás. He considerado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán ponzoñosos. Pero no creo que mi vida sea muy larga. Tal como desapareció mi tío, tal como ha desaparecido el pobre Johansen, así moriré yo. Sé demasiado, y el culto sigue vivo aún.
Cthulhu vive aún, también, supongo, en ese refugio de piedra que le ha protegido desde que el Sol era joven. Su ciudad maldita se ha sumergido otra vez, pues el Vigilant cruzó por su demarcación después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra rugen y se contorsionan y matan en torno a los monolitos coronados por el ídolo, en los parajes solitarios. Ha debido quedar encerrado en su trampa y hundirse en los negros abismos; si no, el mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el final? Lo que ha emergido puede sumergirse, y lo que se hundió puede volver a emerger. La abominación aguarda y sueña en las profundidades, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres fluctúa la destrucción. Llegará un tiempo..., ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Pido que, si no sobrevivo a este manuscrito, mis albaceas eviten cometer imprudencias, e impidan que caiga en manos de nadie.

EL REGRESO DEL BRUJO

Clark Ashton Smith

(Título original: The Return of the Sorcerer)

Clark Ashton Smith (1893-1961) nació en Auburn, California, y además de producir una extensa obra narrativa, fue poeta, pintor y escultor de marcada orientación fantástica.
El regreso del brujo, un pequeño clásico a menudo incluido en antologías de cuentos fantásticos y terroríficos, es uno de los más estremecedores relatos sobre magia negra jamás escritos, y aunque su conexión con los Mitos es un tanto indirecta, su inclusión en la presente antología está más que justificada, como comprobará el lector inmediatamente.
Me encontraba sin trabajo desde hacía varios meses, y mis ahorros estaban peligrosamente próximos al agotamiento. Así que me llevé una gran alegría al recibir respuesta favorable de John Carnby, invitándome a que presentara mis informes personalmente. Carnby había puesto un anuncio pidiendo un secretario, especificando que los interesados debían enviar previamente una relación de sus aptitudes por carta, y yo había escrito solicitando la plaza.
Carnby, evidentemente, era un intelectual solitario que sentía aversión a tomar contacto con una larga lista de desconocidos y había elegido el modo de eliminar de antemano, si no a todos los descartables, por lo menos a gran número de ellos. Había especificado los requisitos de manera exhaustiva y escueta, y éstos eran de naturaleza tal que excluían aun a las personas normalmente bien instruidas. Entre otras cosas se necesitaba conocer el árabe, y por fortuna yo poseía cierto dominio de esta rara lengua.
Encontré su casa, de cuya situación tenía una vaga idea, al final de una avenida de las afueras de Oakland. Era una casa grande de dos plantas, a la sombra de añosos robles, oscurecida por una frondosa y exuberante piedra, entre setos de ligustro sin podar y una maleza que lo había ido invadiendo todo durante muchos años. Estaba separada de sus vecinos, a un lado por un solar vacío y cubierto de hierba, y al otro por una maraña de parras y árboles que rodeaban las negras ruinas de una mansión quemada.
Aparte de su aspecto de prolongado abandono, había algo lúgubre y triste en el lugar; algo inherente a la silueta de la casa, a las furtivas y oscuras ventanas, a los mismos perfiles deformados de los robles y a la extrañamente invasora maleza. De algún modo, mi entusiasmo menguó un tanto al entrar en el terreno y avanzar por un camino sin limpiar, hasta la puerta principal.
Cuando me encontré en presencia de John Carnby, mi júbilo disminuyó aún más; no habría podido dar una razón concreta de este escalofrío premonitorio, de la oscura, lúgubre sensación de alarma que experimenté, y del precipitado hundimiento de mi alegría. Puede que influyera en mí, tanto como el hombre mismo, la oscura biblioteca en que me recibió: una estancia cuyas sombras mohosas jamás podrían ser disipadas por el sol o las luces de una lámpara. Efectivamente, debía de ser esto; pues John Carnby era casi exactamente la clase de persona que yo me había imaginado.
Tenía todo el aspecto de un sabio solitario que ha dedicado pacientes años a algún tema de investigación erudita. Era delgado y encorvado, con la frente abultada y una mata de pelo gris; y la palidez de la biblioteca se reflejaba en sus mejillas cavernosas y bien afeitadas. Pero junto a esto, denotaba un medroso encogimiento que indicaba algo más que la timidez normal de una persona de vida retirada, y una incesante aprensión que se delataba en cada mirada de sus ojos febriles y ojerosos, en cada movimiento de sus huesudas manos. Con toda probabilidad, su salud se había visto gravemente deteriorada por el exceso de trabajo, y no pude por menos de preguntarme cuál sería la naturaleza de los estudios que le habían convertido en una temblorosa ruina. Sin embargo, tenía algo —quizá la anchura de sus hombros inclinados, y el decidido perfil aguileño de su rostro— que daba la impresión de haber gozado en otro tiempo de gran fuerza y un vigor no enteramente agotados.
Su voz fue inesperadamente profunda y sonora.
—Creo que se quedará usted, señor Ogden —dijo, tras unas cuantas preguntas formularias, casi todas relativas a mis conocimientos lingüísticos, y en particular a mi dominio del árabe—. Sus obligaciones no serán muy pesadas; pero necesito a alguien que esté disponible en cualquier momento en que yo lo necesite. Así que deberá vivir conmigo. Puedo darle una habitación cómoda, y le garantizo que mis guisos no le envenenarán. Trabajo a menudo de noche; espero que no le resulte demasiado enojosa la irregularidad del horario.
Sin duda debería haber experimentado una inmensa alegría ante la seguridad de que el puesto de secretario iba a ser para mí. Pero en vez de eso, sentí una confusa, irracional renuencia, y una vaga advertencia de maldad al darle las gracias a John Carnby y decirle que estaba dispuesto a trasladarme a su casa cuando él deseara.
Parecía muy complacido; y por un momento desapareció el extraño recelo de su actitud.
—Véngase en seguida... esta misma tarde, si puede —dijo—. Me alegraré mucho de tenerle aquí, y cuanto antes mejor. He estado viviendo completamente solo durante algún tiempo, y debo confesar que la soledad está empezando a cansarme. Además, me he ido retrasando en mis trabajos por falta de la ayuda adecuada. Mi hermano vivía conmigo y solía ayudarme, pero ha emprendido un largo viaje.
Volví a mi alojamiento en el pueblo, pagué la cuenta con los últimos dólares que me quedaban, recogí mis cosas, y menos de una hora después estaba de nuevo en casa de mi patrón. Me asignó una habitación del segundo piso, la cual, aunque polvorienta y sin ventilación, era más que lujosa en comparación con el cuartucho que la falta de dinero me había obligado a ocupar durante algún tiempo. Luego me llevó a su estudio, que estaba también en el piso de arriba, al final del rellano. Allí, me explicó, era donde llevaría a cabo la mayor parte de mi futura tarea. Apenas pude contener una exclamación de sorpresa al contemplar el interior del aposento. Era muy semejante a lo que yo imaginaba que podría ser la madriguera de algún brujo. Había mesas esparcidas con arcaicos instrumentos de dudoso uso, cartas astrológicas, cráneos y alambiques y vasijas de cristal, incensarios como los de las iglesias católicas, y volúmenes encuadernados en piel carcomida con cierres manchados de verdín. En un rincón se alzaba el esqueleto de un gran simio; en otro, un esqueleto humano; y del techo colgaba un cocodrilo disecado.
Había estanterías repletas de libros, y tras una mirada superficial a los títulos me di cuenta de que constituían una colección particularmente amplia de obras antiguas y modernas sobre demonología y artes negras. Había algunos cuadros y grabados horripilantes en las paredes, alusivos a temas parecidos; y toda la atmósfera de la habitación exhalaba una mezcolanza de supersticiones semiolvidadas. Normalmente, habría sonreído al encontrarme ante semejantes cosas; pero de alguna manera, en esta casa solitaria, junto al neurótico Carnby, me fue difícil reprimir un verdadero estremecimiento.
Sobre una de las mesas, contrastando diametralmente con esta mezcla de medievalismo y satanismo, había una máquina de escribir, rodeada de montones de desordenadas hojas manuscritas. En un extremo de la habitación había una alcoba pequeña aislada por una cortina, con una cama en la que dormía Carnby. En el extremo opuesto, entre el esqueleto humano y el de simio, descubrí un armario cerrado, pegado a la pared.
Carnby había notado mi sorpresa, y me miró con una expresión aguda, analítica, que me fue imposible interpretar. Empezó a hablar en tono explicativo.
—He escrito una historia del demonismo y la hechicería —declaró—. Es un campo fascinante al que siempre han dado de lado. Ahora voy a preparar una monografía en la que trato de relacionar las prácticas mágicas y el culto al demonio de todas las épocas y pueblos. Su trabajo, al menos durante un tiempo, consistirá en pasar a máquina y ordenar las extensas notas preliminares que he redactado, y ayudarme a extraer otras citas y ordenar la correspondencia. Sus conocimientos del árabe me serán inestimables; para ciertos datos esenciales, dependo de un ejemplar del Necronomicón en su texto árabe original. Tengo motivos para pensar que hay ciertas omisiones y errores en la versión latina de Olaus Wormius.
Yo había oído hablar de este raro y casi fabuloso libro, pero jamás lo había visto. Se decía que en él se contenían los últimos secretos del saber maligno y prohibido; y que además, el texto original, escrito por el árabe loco Abdul Alhazred, era una rareza inconseguible. Me pregunté cómo habría llegado a parar a manos de Carnby.
—Le mostraré el libro después de cenar —prosiguió Carnby—. Seguramente podrá desentrañar uno o dos pasajes que me han tenido desorientado durante mucho tiempo.
La cena, preparada y servida por mi propio patrón, supuso un feliz cambio en los menús de restaurante barato a los que estaba habituado. Carnby parecía haber perdido casi todo su nerviosismo. Era muy locuaz y hasta empezó a dar muestras de cierta jovialidad de intelectual después de compartir una botella de suave sauterne. No obstante, sin motivo aparente, me sentía turbado por recelos y presentimientos cuyo verdadero origen no podía analizar ni averiguar.
Regresamos al estudio, y Carnby sacó de un cajón que tenía cerrado con llave el volumen del que había hablado. Era enormemente viejo; tenía unas cubiertas de ébano adornadas con arabescos de plata y estaba rotulado con un rojo brillante. Cuando abrí sus páginas amarillentas me hice atrás con un gesto involuntario, debido al olor que emanó de él: un olor semejante al de la descomposición física, como si el libro hubiese estado entre cadáveres, en algún cementerio olvidado, y le hubiese afectado la corrupción.
Los ojos de Carnby centellearon con una luz febril al coger de mis manos el viejo manuscrito y abrirlo por en medio. Señaló un pasaje con su flaco dedo.
—Dígame qué dice aquí —pidió con un susurro tenso, excitado.
Descifré el párrafo, lentamente, con cierta dificultad, y escribí una versión inglesa aproximada con el lápiz que Carnby me ofreció. Luego, a petición suya, lo leí en voz alta:
—«Es sabido verdaderamente por muy pocos, pero es un hecho comprobable, que la voluntad de un hechicero muerto tiene poder sobre su propio cuerpo y puede levantarlo de la tumba y hacerle ejecutar luego cualquier acción que no haya cumplido en vida. Y tales resurrecciones sirven invariablemente para llevar a cabo acciones malévolas y en perjuicio de los demás. Muy prontamente puede el cadáver ser animado, si todos sus miembros se han conservado intactos; y no obstante, hay casos en que la superior voluntad del brujo ha levantado los miembros separados de un cuerpo cortado en muchos trozos, haciendo que cumplieran su fin, tanto separadamente como en transitoria reunión. Pero en todos los casos, después de haberse cumplido la acción, el cuerpo vuelve a su anterior estado.»
Naturalmente, esto era una sarta de incoherencias de lo más absurda. Probablemente, fue la expresión extraña, obsesionada con que escuchaba mi patrón, más que este detestable pasaje del Necronomicón, lo que me produjo un escalofrío y me hizo estremecer violentamente cuando, hacia el final de mi lectura, oí el roce indescriptible de alguien o algo que se escabullía en el rellano de fuera. Pero al terminar el párrafo y alzar la vista hacia Carnby, me quedé aún más impresionado, ante la expresión de rigidez y estupor que había asumido su semblante: parecía que acababa de ver el espectro de un condenado. De algún modo, tuve la sensación de que estaba atento a aquel ruido singular del pasillo, más que a mi traducción de Abdul Alhazred.
—La casa está llena de ratas —explicó, al captar mi mirada inquisitiva—. Nunca he podido librarme de ellas, a pesar de todos mis esfuerzos.
El ruido, que aún seguía, era semejante al que podía producir una rata al arrastrar algún objeto por el suelo. Pareció acercarse, venir hacia la puerta de la habitación de Carnby; luego, tras una pausa, comenzó de nuevo y se alejó; la turbación de mi patrón era manifiesta. Escuchó con temerosa atención y pareció seguir el avance del ruido con un terror que iba en aumento conforme se acercaba, y disminuía visiblemente al retirarse.
—Estoy muy nervioso —dijo—. He trabajado demasiado últimamente, y éste es el resultado. Hasta un pequeño ruido me trastorna.
El ruido se había alejado ahora hacia algún rincón de la casa. Cacnby pareció recobrarse ligeramente.
—¿Le importaría volver a leerme su traducción? —pidió—. Quiero seguirla muy atentamente, palabra por palabra.
Obedecí. El escuchó con la misma expresión preocupada de antes, y esta vez no nos vino a interrumpir ningún ruido del rellano. El rostro de Carnby se puso más pálido aún, como si la última gota de sangre le hubiera abandonado, cuando leí las frases finales; y el fuego de sus ojos cavernosos se asemejó a una fosforescencia en el fondo de una cripta.
—Es un pasaje de lo más notable —comentó—. Tenía mis dudas sobre su significado, dado mi escaso conocimiento del árabe; sabía que este párrafo estaba completamente suprimido en la traducción latina de Olaus Wormius. Gracias por su buena traducción. Me lo ha aclarado totalmente.
Su tono fue seco y formulario, como si se contuviese y pugnara por reprimir un mundo de inimaginables pensamientos y emociones. De algún modo, sentía que Carnby estaba más nervioso y trastornado que antes, y también que mi lectura del Necronomicón había contribuido de alguna misteriosa manera a que aumentara su turbación. Su expresión era lívida y abstraída, concentrada, como si su mente estuviese absorta en algún asunto desagradable y prohibido.
Sin embargo, tras recobrarse, me pidió que le tradujese otro pasaje. Este resultó ser una rara fórmula mágica para exorcizar a los muertos, con un ritual que implicaba el uso de exóticos bálsamos de Arabia y el correcto recitado de lo menos un centenar de nombres de gules y demonios. Lo transcribí todo para Carnby, y él lo estudió durante largo rato con una ansiedad que me pareció muy distinta de la preocupación científica.
—Esto también falta en Olaus Wormius —observó, y tras leerlo por dos veces dobló el papel cuidadosamente y lo guardó en el mismo cajón donde tenía el Necronomicón.
Esa noche fue de las más extrañas que he pasado jamás. Mientras permanecimos sentados discutiendo hora tras hora las versiones de este impío volumen, me fui dando cuenta más y más claramente de que mi patrón estaba mortalmente asustado por algo; temía estar solo y me retenía a su lado más que nada por esa razón. Parecía estar constantemente esperando y escuchando con penosa, torturada expectación, y veía que tenía sólo una conciencia maquinal de cuanto decíamos él y yo. Entre los inquietantes objetos de la habitación, en aquella atmósfera de maldad solapada, de horror inconfesable, la parte racional de mi mente empezaba a sucumbir lentamente ante una recrudescencia de oscuros terrores ancestrales. Aunque en mis momentos normales he despreciado siempre tales cosas, estaba dispuesto ahora a creer en los más disparatados desvarios de la fantasía supersticiosa. Indudablemente, merced a una especie de contagio mental, había captado el terror oculto que Carnby padecía.
Sin embargo, el hombre no admitió los verdaderos sentimientos que evidenciaba su actitud, sino que habló repetidamente de una afección nerviosa. Más de una vez, durante nuestra conversación, trató de darme a entender que su interés por lo preternatural y lo satánico era enteramente intelectual, que al igual que yo, no creía en tales cosas. Sin embargo, me di cuenta de que sus explicaciones eran falsas; que estaba imbuido y obsesionado por una auténtica fe en todo aquello que pretendía considerar con científica objetividad, y que evidentemente había caído víctima de algún horror imaginario relacionado con sus investigaciones ocultistas. Pero mi intuición no me permitió dar con la clave de la naturaleza de este horror.
No se repitieron los ruidos que habían alarmado tanto a mi patrón. Estuvimos allí hasta después de las doce ocupados en el texto del árabe loco abierto ante nosotros. Por último, Carnby pareció darse cuenta de lo avanzado de la hora.
—Me temo que le he retenido demasiado —dijo excusándose—. Debe irse a dormir. Soy un egoísta; he olvidado que estas horas no son habituales para los demás como para mí.
Rechacé formalmente su autorreproche como exigía la cortesía, le di las buenas noches y me dirigí a mi habitación con una enorme sensación de alivio. Me pareció como si hubiese dejado detrás de mí, en la habitación de Carnby, todo el sombrío temor y la opresión a que había estado sometido.
En el largo corredor sólo ardía una luz. Estaba cerca de la puerta de Carnby; mi puerta, en el extremo, cerca del arranque de la escalera, se hallaba sumida en completa oscuridad. Al alargar la mano para coger el picaporte, oí un ruido detrás de mí; volví la cabeza y vi un bulto confuso que saltó del rellano al último escalón, desapareciendo de mi vista. Me quedé horriblemente sobresaltado; pues aunque fue una visión fugaz y vaga, me pareció un cuerpo demasiado pálido para que fuese una rata; por otra parte, su silueta no sugería la de ningún animal. No habría podido asegurar qué era, pero su aspecto me pareció indeciblemente monstruoso. Las piernas me temblaban violentamente, y más arriba oí golpes extraños, como el rodar de un objeto y el caer de escalón en escalón. El ruido se repitió a intervalos regulares, y finalmente cesó.
Aun cuando la seguridad del alma y el cuerpo hubiesen dependido de ello, no habría podido volver a la escalera; no habría podido acercarme a los escalones de arriba para averiguar la causa de los poco naturales golpes. Cualquier otro, quizá, habría ido. Yo, en cambio, tras permanecer un momento petrificado, entré en mi habitación, cerré la puerta y me metí en la cama con un torbellino de dudas irresueltas y presa de un equívoco terror. Dejé la vela encendida, y permanecí despierto durante horas, esperando de un momento a otro la repetición de ese abominable ruido. Pero la casa estaba en silencio como un depósito de cadáveres, y no oí nada. Por último, a pesar de mis previsiones en sentido contrario, me quedé dormido, y no me desperté sino después de muchas horas de sueño pesado y reparador.
Eran las diez, como indicaba mi reloj. Me pregunté si mi patrón me habría dejado que durmiese deliberadamente, o no se había levantado tampoco. Me vestí y bajé, descubriendo que me esperaba ante la mesa del desayuno. Estaba más pálido y tembloroso que el día anterior, como si hubiese dormido mal.
—Espero que las ratas no le hayan molestado demasiado —observó, tras un saludo preliminar—. Verdaderamente, hay que hacer algo con ellas.
—No me han molestado en absoluto —contesté. En cierto modo, me fue completamente imposible aludir al extraño y ambiguo ser que había visto y oído retirarse la noche anterior. Evidentemente, me había equivocado; era indudable que no había sido sino una rata, en definitiva, que arrastraba algo escaleras abajo. Traté de olvidar la cadencia espantosa del ruido y la fugaz visión de la inconcebible silueta en la oscuridad.
Mi patrón me miró con suma atención, como si quisiese penetrar en lo más recóndito de mi espíritu. El desayuno transcurrió lúgubremente. Y el día que siguió no fue menos triste. Carnby se recluyó hasta mediada la tarde y me dejó que campara por mis respetos en la bien surtida pero convencional biblioteca de abajo. No se me ocurría qué podía hacer Carnby a solas en su habitación; pero más de una vez me pareció oír las débiles y monótonas entonaciones de una voz solemne. Mil ideas alarmantes y presentimientos desagradables invadieron mi cerebro. Cada vez más, la atmósfera de esta casa me envolvía y ahogaba con su misterio infecto y ponzoñoso; en todas partes percibía la invisible asechanza de íncubos malévolos.
Casi sentí alivio cuando mi patrón me llamó a su estudio. Al entrar, noté el aire impregnado de un olor pungente y aromático, y me llegaron las volutas evanescentes de un vapor azulenco, como de gomas y esencias orientales ardiendo en incensarios de iglesia. La alfombrilla de Ispahan había sido corrida de su sitio, junto a la pared, al centro de la habitación, pero no bastaba para cubrir una señal redonda de color violáceo semejante al dibujo de un círculo mágico en el suelo. Indudablemente, Carnby había estado ejecutando alguna especie de conjuro; y me vino al pensamiento la pavorosa fórmula que había traducido.
Sin embargo, no dio ninguna explicación de lo que había estado haciendo. Su actitud había cambiado notablemente y tenía más aplomo y confianza que el día anterior. De un modo casi profesional, depositó ante mí un mazo de hojas manuscritas que quería que pasase a máquina. El tecleo de la máquina me ayudó un poco a disipar las malignas aprensiones que me asediaban, y casi pude sonreír ante la recherche y terrible información contenida en las notas de mi patrón, casi todas relativas a fórmulas para la adquisición de poderes ilícitos. Pero no obstante, por debajo de mi confianza, había una vaga, amplia inquietud.
Llegó la noche; y después de cenar regresamos otra vez al estudio. Había ahora una tensión en la actitud de Carnby, como si aguardase ansiosamente el resultado de algún experimento secreto. Seguí con mi trabajo; pero me contagió un poco su emoción, y una y otra vez me sorprendía a mí mismo en una actitud de forzada atención.
Finalmente, por encima del tecleo de la máquina, oí el extraño caminar vacilante en el rellano. Carnby lo oyó también, y su expresión de confianza se esfumó completamente, siendo sustituida por la de deplorable terror.
El ruido se fue acercando, seguido de un roce apagado de arrastrar algo; luego se oyeron más ruidos, como titubeos y carreritas, de las más diversas calidades, pero igualmente imposibles de identificar. Al parecer, el rellano estaba atestado, como si todo un ejército de ratas tirara de alguna carroña y se la llevase como botín. Y no obstante, ningún roedor ni manada de roedores podía haber producido tales ruidos ni habría podido arrastrar nada tan pesado como el objeto que venía detrás. Había algo en la naturaleza de estos ruidos, algo sin nombre ni definición, que hizo que me subiera un lento escalofrío por el espinazo.
—¡Dios mío! ¿Qué es todo este estrépito? —exclamé.
—¡Las ratas! ¡Le digo que son las ratas! —la voz de Carnby fue un alarido histérico.
Un momento más tarde, sonó una inequívoca llamada a la puerta, muy cerca del suelo. Al mismo tiempo, oí un sonoro topetazo en el armario cerrado del otro extremo de la habitación. Carnby había permanecido de pie, pero ahora se hundió sin fuerzas en una silla. Su semblante estaba ceniciento, y tenía la expresión contraída por un pavor casi demencial.
La duda y tensión pesadillescas se hicieron insufribles; corrí a la puerta y la abrí de golpe a pesar de la frenética oposición de mi patrón. Yo no tenía idea de lo que me iba a encontrar al otro lado del umbral, en el oscuro rellano.
Cuando miré y vi la cosa que estuve a punto de pisar, mi sensación fue de estupor y de auténtica náusea. Era una mano humana que había sido cortada por la muñeca; una mano huesuda, azulenca, como la de un cadáver de una semana, con tierra vegetal en los dedos y bajo las largas uñas. ¡El infame miembro se había movido! ¡Se había retirado para evitarme, y se arrastraba por el pasillo a la manera de un cangrejo! Y siguiéndola con la mirada, vi que había otras cosas más allá, una de las cuales identifiqué como un pie humano y otra como un antebrazo. No me atreví a mirar lo demás. Todo se alejaba lenta, horriblemente, en macabra procesión, y no puedo describir la forma en que se movía. La vitalidad individual de cada sección era horrible hasta más allá de lo soportable. Era una vitalidad que estaba más allá de la vida; sin embargo, el aire estaba cargado de corrupción, de carroña. Aparté los ojos, retrocedí a la habitación de Carnby y cerré tras de mí con mano temblorosa. Carnby estaba a mi lado con la llave, que hizo girar en la cerradura con dedos torpes, tan débiles como los de un anciano.
—¿Los ha visto? —preguntó con un susurro seco, quebrado.
—¡En nombre de Dios!, ¿qué significa todo eso? —grité.
Carnby volvió a su silla, tambaleándose por la flojedad. Sus facciones parecían consumidas por algún horror interior que le devoraba, y se estremecía visiblemente como por un interminable escalofrío. Me senté en una silla junto a él y entonces comenzó a contarme entre tartamudeos su increíble confesión, medio incoherente, haciendo muecas, y muchas interrupciones y pausas:
—Es más fuerte que yo... incluso muerto, incluso con el cuerpo desmembrado por el bisturí y el serrucho de cirujano que he utilizado. Yo creía que no podría regresar después de eso... después de haberle enterrado a trozos en una docena de sitios diferentes, en el sótano, bajo los arbustos, al pie de las hiedras. Pero el Necronomicón tiene razón... y Helman Carnby lo sabía. Me lo advirtió antes de matarle, me dijo que podía volver, aun en esas condiciones.
»Pero no le creí. Odiaba a Helman, y él me odiaba a mí también. El había alcanzado un poder y un conocimiento superiores, y los Oscuros le protegían más que a mí. Por eso maté a mi hermano gemelo, hermano además en el culto de Satanás y de Aquellos que existían aun antes que Satanás. Habíamos estudiado juntos durante muchos años. Habíamos celebrado misas negras juntos y éramos asistidos por los mismos demonios familiares. Pero Helman Carnby había ahondado en lo oculto, en lo prohibido, hasta unos niveles que me fue imposible seguir. Le temía, y llegó un momento en que no pude soportar más su superioridad.
»Hace más de una semana... hace diez días, cometí el crimen. Pero Helman, o alguna parte de él, ha regresado noche tras noche... ¡Dios! ¡Sus malditas manos se arrastran por el suelo! ¡Sus pies, sus brazos, los trozos de sus piernas, suben las escaleras de algún modo abominable para perseguirme!... ¡Cristo! Su torso espantoso, sanguinolento, yace a la espera. Se lo aseguro, sus manos han venido incluso de día a llamar y tantear a mi puerta... y hasta he tropezado con sus brazos en la oscuridad.
»¡Oh, Dios! Me volveré loco con todos estos terrores. Pero él quiere atormentarme, quiere torturarme hasta que mi cerebro sucumba. Por eso me persigue, despedazado de esta manera. Podría acabar conmigo cuando quisiese, con el poder demoníaco que posee. Podría reunir sus miembros separados y su cuerpo y matarme como le maté a él.
»¡Cuán cuidadosamente enterré sus trozos, con qué infinita previsión! ¡Y qué inútil ha sido! Enterré el serrucho, también, en el rincón más apartado del jardín, lo más lejos posible de sus manos perversas y ansiosas. Pero su cabeza no la enterré con los demás trozos: la guardé en ese armario del fondo de la habitación. A veces la oigo moverse dentro, como la ha oído usted hace un rato... Pero él no necesita la cabeza, su voluntad está en otra parte, y puede actuar inteligentemente a través de todos sus miembros.
»Naturalmente, cerré todas las puertas y ventanas por la noche, cuando descubrí que iba a volver... Pero fue inútil. Y he tratado de exorcizarlo con los conjuros adecuados; con todos los que conozco. Hoy he probado esa eficacísima fórmula del Necronomicón que usted ha traducido para mí. Le he contratado para que me la tradujera. Además, no podía ya soportar por más tiempo el estar solo, y pensé que sería una ayuda tener a alguien más en la casa. Esa fórmula era mi última esperanza. Creía que le detendría; se trata del conjuro más antiguo y terrible. Pero, como ha visto, no sirve...
Su voz se apagó en un murmullo entrecortado, y se quedó mirando ante sí con ojos ciegos, insoportables, en los que sorprendí la llama incipiente de la locura. No pude decir nada; la confesión que acababa de hacerme era indeciblemente atroz. La tremenda impresión moral y el horror preternatural me habían dejado casi estupefacto. Mis sentidos quedaron anulados; y hasta que no empecé a recobrarme, no sentí que me invadía irresistiblemente una oleada de aversión por el hombre que tenía junto a mí.
Me puse de pie. La casa había quedado cada vez más silenciosa, como si el ejército horripilante y macabro se hubiese retirado ahora a sus diversas sepulturas. Carnby había dejado la llave en la cerradura, así que me dirigí a la puerta y la hice girar rápidamente.
—¿Se va? No se marche —suplicó Carnby con una voz temblorosa de alarma, al verme con la mano en el picaporte.
—Sí, me marcho —dije fríamente—. Renuncio a mi puesto ahora mismo; voy a recoger mis cosas y marcharme de aquí lo antes posible.
Abrí la puerta y salí, negándome a escuchar los argumentos y súplicas y protestas que había empezado a murmurar. Por esta vez, preferí afrontar cualquier cosa que acechase en el oscuro pasillo, por horrenda y terrible que fuese, a soportar por más tiempo la compañía de John Carnby.
El rellano estaba vacío; me estremecí de repulsión ante el recuerdo de lo que había visto, y eché a correr hacia mi habitación. Creo que habría gritado, de haber notado el más leve movimiento en las sombras.
Empecé a hacer la maleta con un sentimiento de la más frenética urgencia y premura. Me parecía que no podría escapar inmediatamente de esta casa de secretos abominables, en cuya atmósfera reinaba una asfixiante amenaza. Con las prisas me equivocaba, tropezaba con las sillas y el cerebro y los dedos se me acorchaban y paralizaban de miedo.
Casi había terminado mi tarea, cuando oí un ruido de pasos lentos y regulares que subían las escaleras. Sabía que no era Carnby, pues se había encerrado con llave inmediatamente después de salir yo de su habitación, y estaba seguro de que nada habría podido hacerle salir. En cualquier caso, difícilmente habría podido bajar sin que yo le hubiese oído.
Los pasos llegaron al rellano y pasaron por delante de mi puerta con la misma mortal repetición, inexorable como el movimiento de una máquina. Efectivamente, no eran los pasos nerviosos y furtivos de John Carnby.
¿Quién podía ser, entonces? Se me heló la sangre en las venas; no me atreví a concluir el razonamiento que se suscitó en mi mente.
Los pasos se detuvieron; yo sabía que habían llegado a la puerta de la habitación de Carnby. Siguió una pausa en la que apenas me fue posible respirar; a continuación, oí un estrépito espantoso de madera destrozada, y, más fuerte aún, el penetrante alarido de un hombre en el más extremo grado de terror.
Me sentí inmovilizado, como si una invisible mano de hierro me sujetase; y no tengo idea de cuánto tiempo esperé y escuché. El grito se había apagado en un repentino silencio; y no oí nada ahora, salvo un apagado, singular, periódico ruido que mi cerebro se negó a identificar.
No fue mi propia decisión, sino otra voluntad más fuerte que la mía, la que me movió finalmente y me impulsó a ir al estudio de Carnby. Sentí la presencia de esa voluntad como una fuerza irresistible, sobrehumana: como un poder demoníaco, un maligno hipnotismo.
La puerta del estudio había sido hundida, y colgaba de una bisagra. Estaba astillada como por un impacto superior al de una fuerza mortal. Aún ardía una luz en la estancia, y el abominable ruido que oía cesó al aproximarme al umbral. Fue seguido de una quietud malévola y absoluta.
Me detuve nuevamente, incapaz de dar un paso más. Pero esta vez fue algo muy distinto del infernal e irresistible magnetismo lo que me petrificó las piernas y me detuvo ante el umbral. Miré hacia la habitación —el rectángulo de la puerta estaba iluminado por una luz invisible desde donde yo estaba—, y vi a un lado la alfombrilla oriental, y la horrenda silueta de una sombra monstruosa e inmóvil que se proyectaba fuera de ella, en el suelo. Enorme, alargada y contrahecha, la sombra parecía proyectada por los brazos y el torso de un hombre desnudo e inclinado hacia adelante, con una sierra de cirujano en la mano. Su monstruosidad consistía en que, si bien los hombros, pecho, abdomen y brazos se distinguían perfectamente, la sombra carecía de cabeza, y parecía terminar bruscamente en un cuello cercenado. Era imposible, según su postura, que la cabeza quedara oculta por el escorzo.
Me quedé expectante, incapaz de entrar ni de retirarme. La sangre se me había escapado del corazón en una especie de oleada fría, y pensé que se me había helado el cerebro. Hubo una interminable pausa de horror, y luego, en un lugar oculto de la habitación de Carnby, en el armario cerrado, sonó un estallido espantoso y violento, de madera astillada y chirriar de bisagras, seguido del topetazo lúgubre y siniestro de un objeto desconocido al golpear el suelo.
Otra vez reinó el silencio; un silencio de concentrada Maldad, por encima de su triunfo abominable. La sombra no se había movido. Su actitud era de horrenda contemplación, con la sierra todavía en su mano serena, como si examinase su obra ejecutada.
Transcurrió otro intervalo, y luego, súbitamente, presencié la espantosa e inexplicable desintegración de la sombra, que pareció fragmentarse fácil y suavemente en múltiples sombras diferentes, antes de desaparecer de la vista. No sé describir en qué forma, ni especificar en qué trozos tuvo lugar esta singular fragmentación, esta división múltiple. Al mismo tiempo, oí el apagado chocar de una herramienta metálica sobre la alfombrilla persa, y un sonido producido, no por la caída de un cuerpo, sino de muchos.
Una vez más reinó el silencio, un silencio como de algún cementerio nocturno, cuando los sepultureros y los gules han concluido ya su macabra tarea y quedan solos los muertos.
Atraído por un fatal mesmerismo, guiado como un sonámbulo por un demonio invisible, entré en la habitación. Yo sabía, con una presciencia abominable, cuál era el espectáculo que me aguardaba al otro lado del umbral: el doble montón de trozos humanos; unos, frescos y sanguinolentos, otros ya azules y putrefactos y manchados de tierra, en horrenda confusión sobre la alfombra.
Del montón sobresalían una sierra de cirujano y un bisturí enrojecidos; y cerca, entre la alfombra y el armario abierto con la puerta destrozada, yacía una cabeza humana de cara a los restos y en postura erecta, en el mismo estado de corrupción incipiente que el cuerpo al que pertenecía; pero juro que vi borrarse una malévola mueca de gozo de su semblante cuando entré. Aun bajo los signos de corrupción, mostraba un evidente parecido con el de John Carnby, y no podía pertenecer sino a un hermano gemelo de éste.
Imposible describir aquí las horribles deducciones que obnubilaban mi cerebro como una nube negra y viscosa. El horror que contemplé —y el horror aún mayor que supuse— habrían hecho palidecer a las más inmundas enormidades del infierno en sus helados abismos. Sólo una cosa pudo servir de consuelo y misericordia: aquella fuerza me obligó a contemplar la intolerable escena unos instantes nada más. Luego, de repente, sentí que algo se retiraba de la habitación; el maligno encanto se había roto, la irresistible voluntad que me había tenido cautivo se había ido. Me había dejado ahora, a la vez que abandonaba el cadáver desmembrado de Helman Carnby. Me sentí libre de marcharme; y salí apresuradamente de la horrible cámara, y eché a correr temerariamente por la casa, hasta salir a la oscuridad exterior de la noche.
UBBO-SATHLA

Clark Ashton Smith

(Título original: Ubbo-Sathla)

En esta ocasión Clark Ashton Smith entra de lleno en la mitología lovecraftiana para desarrollar uno de sus conceptos básicos: la existencia, en eras remotísimas, de civilizaciones terrestres prehumanas, y la concepción del tiempo como una dimensión que puede ser recorrida por inconcebibles fuerzas o entidades. Ubbo-Sathla, creación de C. A. Smith, sería retomado por Derleth y convertido en Padre de los Primigenios.
...Porque Ubbo-Sathla es el origen y el fin. Antes de que llegaran Zhothaqquah o Yok-Zothoth o Kthulhut de las estrellas, habitó los brumosos pantanos de la recién creada Tierra Ubbo-Sathla, masa sin cabeza ni miembros, engendrando los grises, amorfos reptiles originales, pavorosos prototipos de la vida terrena... Y toda la vida terrestre, se ha dicho, regresará finalmente, a través del gran círculo del tiempo, a Ubbo-Sathla.

El libro de Eibon

Paul Tregardis encontró el cristal lechoso entre un montón de cachivaches de todas las tierras y épocas. Había entrado en la tienda de curiosidades llevado de un impulso impremeditado, sin ningún fin concreto en su mente, aparte del de distraerse mirando y revolviendo en una mescolanza de objetos heterogéneos. Y andaba mirando al azar, cuando le llamó la atención un reflejo apagado de una de las mesas; sacó la rara piedra esférica de su atestado sitio entre un feo idolillo azteca, un huevo fósil de dinornis y un fetiche obsceno de negra madera del Niger.
El objeto era como del tamaño de una naranja pequeña y estaba ligeramente aplastado en los extremos, como un planeta en sus polos. Tregardis lo examinó con perplejidad; no le parecía un cristal ordinario, ya que era nebuloso y cambiante con un resplandor intermitente en su centro, como si se iluminase y se apagara desde el interior. Lo llevó junto a la ventana y lo examinó durante un rato sin poder determinar el secreto de esta extraña y singular alternancia. Su perplejidad no tardó en aumentar ante la incipiente sensación de que le resultaba vaga e indefinidamente familiar, como si hubiese visto dicho objeto anteriormente bajo circunstancias ahora enteramente olvidadas.
Llamó al dueño del establecimiento, un hebreo diminuto que tenía pinta de polvorienta antigualla y daba la impresión de estar inmerso en reflexiones mercantiles en alguna maraña de fantasías cabalísticas.
—¿Puede informarme sobre esto?
El marchante, con un gesto indescriptible, encogió a un tiempo los hombros y las cejas.
—Es muy antigua; creo que del paleógeno. No puedo decirle mucho porque tengo pocas referencias. La encontró un geólogo en Groenlandia, bajo una capa de hielo, en los estratos del Mioceno. ¿Quién sabe? Puede haber pertenecido a algún hechicero de la primitiva Thulé. Groenlandia era una región fértil y cálida bajo el sol en el periodo mioceno. Indudablemente, es un cristal mágico; cualquier persona puede contemplar extrañas visiones en su corazón, si lo mira fijamente mucho tiempo.
Tregardis se sintió completamente alarmado; pues la fantástica sugerencia del marchante le había traído a la memoria sus propios escarceos en cierta rama de oscuro saber; concretamente, le había recordado El libro de Eibon, el más extraño y raro de los libros ocultos y olvidados, del que se decía que había llegado hasta aquí merced a numerosas traducciones del texto prehistórico original, escrito en la perdida lengua de Hiperbórea. Tregardis, con enorme dificultad, había conseguido la versión francesa medieval —un ejemplar que había pertenecido durante generaciones a hechiceros y satanistas—, pero nunca había logrado encontrar el manuscrito griego del cual procedía su versión.
Se suponía que el remoto y fabuloso original se debía a un gran brujo hiperbóreo, de quien había tomado el nombre. Era una colección de mitos oscuros y malignos, de liturgias, rituales y sortilegios perversos y esotéricos. No sin estremecimientos, en el curso de estudios que una persona corriente habría considerado más que singulares, Tregardis había cotejado el texto francés con el espantoso Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. Había encontrado correlaciones de la más negra y aterradora significación, así como innumerables datos prohibidos que o bien el árabe desconocía, o bien fueron omitidos por él... o sus traductores.
¿Era esto lo que trataba de recordar, se preguntó Tregardis, la breve, casual referencia del Libro de Eibon a un cristal nebuloso que había pertenecido al brujo Zon Mezzamalech de Mhu Thulan? Naturalmente, era demasiado fantástico, demasiado hipotético, demasiado increíble... pero se suponía que Mhu Thulan, esa región septentrional de la antigua Hiperbórea, correspondía grosso modo a la moderna Groenlandia, y que en otro tiempo había estado unida al gran continente como una península. ¿Podía la piedra que tenía en la mano, por algún fabuloso azar, ser el cristal de Zon Mezzamalech?
Tregardis sonrió para él con ironía, ante tan absurda idea. Estas cosas no ocurrían... al menos en el Londres actual; y con toda probabilidad, El libro de Eibon no era, en definitiva, sino una pura fantasía supersticiosa. Sin embargo, había algo en el cristal que seguía preocupándole y subyugándole. Acabó por comprarlo por un precio razonablemente moderado. El marchante pidió una cantidad y el comprador la abonó sin regateos.
Con el cristal en el bolsillo, Paul Tregardis se apresuró a regresar a su alojamiento en vez de reanudar su ocioso vagabundeo. Colocó la esfera lechosa sobre su escritorio, quedó ésta descansando sobre uno de sus polos aplastados, y luego, sonriéndose aún ante su propia absurdidad, sacó el manuscrito de amarillento pergamino de El libro de Eibon de su sitio en una colección amplia de literatura recherchée. Abrió la tapa de piel carcomida con cierres de deslucido hierro, y leyó para sí, traduciendo del arcaico francés, el párrafo que se refería a Zon Mezzamalech:
«Este brujo, que era poderoso entre los hechiceros, había encontrado una piedra nebulosa, de forma esférica y algo aplastada en los extremos, en la que podía contemplar muchas visiones terrenales del pasado, incluso del principio de la Tierra, cuando Ubbo-Sathla, origen sin origen, yacía inmenso e hinchado y espumeante en medio de un légamo del que emanaban sofocantes vapores... Pero Zon Mezzamalech tomaba breves notas de cuanto veía, y la gente dice que desapareció hace poco, nadie sabe cómo, y después de él, el cristal nebuloso se perdió.»
Paul Tregardis apartó el manuscrito. Nuevamente sintió que algo le tentaba y fascinaba, como un sueño perdido o un recuerdo relegado al olvido. Impulsado por un sentimiento que no se detuvo a considerar ni analizar, se sentó ante la mesa y comenzó a mirar con atención la fría y brumosa esfera... experimentaba um expectación que, de algún modo, era una parte tan familiar, tan penetrante de su conciencia, que ni siquiera se la declaró a sí mismo.
Permaneció sentado minuto tras minuto, contemplando el intermitente encenderse y apagarse de la misteriosa luz del corazón del cristal. Gradualmente y de manera imperceptible, le invadió una especie de sensación de ensoñadora dualidad, respecto de su persona y de su entorno. Era todavía Paul Tregardis, y sin embargo era otro; estaba en su apartamento de Londres, y en la cámara de algún extraño aunque conocido lugar. Y en los dos sitios se asomaba fijamente al mismo cristal.
Tras un intervalo, sin sorpresa alguna por parte de Tregardis, el proceso de identificación se completó. Sabía que era Zon Mezzamalech, hechicero de Mhu Thulan, y estudioso de todo el saber anterior a su propia época. Conocedor de espantosos secretos ignorados por Paul Tregardis, aficionado a la antropología y a las ciencias ocultas en el Londres actual, trataba, por medio del cristal lechoso, de adquirir un saber aún más antiguo y pavoroso.
Había conseguido la piedra mediante dudosos procedimientos, de una fuente más que siniestra. Era única, y jamás había habido otra igual en país ni tiempo algunos. En sus profundidades parecían reflejarse todas las cosas que alguna vez habían existido, y revelarse al paciente visionario. Y Zon Mezzamalech soñaba con recobrar a través del cristal la sabiduría de los dioses que murieron antes de que la Tierra comenzase el ciclo de su existencia. Habían pasado a las tinieblas del vacío, dejando su saber escrito en tabletas de piedra ultraestelar; y guardaron las tabletas en el primordial légamo, junto al amorfo, estúpido demiurgo Ubbo-Sathla. Sólo por medio del cristal podía esperar descubrir y leer dichas tabletas.
Por primera vez, comprobaba las famosas virtudes de la esfera. En torno suyo, una cámara de paredes de ébano, repletas de libros mágicos y aparatos extraños, se disipaba lentamente de su conciencia. Ante sí, sobre la mesa de oscura madera hiperbórea tallada con grotescos caracteres, el cristal pareció inflarse y ahondarse, y en su cambiante profundidad contempló una rápida y fragmentada sucesión de escenas evanescentes como el burbujeo de un molino. Como si se asomase a un mundo verdadero, surgieron bajo su mirada ciudades, bosques, montañas, mares y campos, iluminándose y apagándose como por el paso de los días y las noches, en algún vertiginoso suceder de tiempo.
Zon Mezzamalech había olvidado a Paul Tregardis: había perdido el recuerdo de su propia identidad y su entorno de Mhu Thulan. Instante tras instante, la fluida visión del cristal se fue volviendo más definida y distinta y la propia esfera se ahondó hasta provocarle vértigo, como si mirase desde una altura insegura hacia un abismo insondable. Sabía que el tiempo estaba retrocediendo velozmente en el cristal, que desarrollaba el proceso de todos los días pasados; pero le invadió una extraña alarma, y tuvo miedo de seguir mirando. Como el que ha estado a punto de caer a un precipicio, se agarró con un violento sobresalto, y se apartó de la mítica esfera.
Una vez más, el enorme torbellino del mundo al que se había asomado fue un cristal pequeño y brumoso sobre la mesa labrada de Mhu Thulan. Luego, gradualmente, le pareció que la gran habitación de tallados entrepaños en marfil de mamut se encogía, convirtiéndose en una estancia distinta y más oscura; y Zon Mezzamalech, perdiendo su sabiduría preternatural y su poder de brujo, volvió a ser, merced a una sobrecogedora regresión, Paul Tregardis.
Y sin embargo, no fue capaz, al parecer, de regresar enteramente. Tregardis, aturdido y maravillado, se encontró ante la mesa donde había puesto la achatada esfera. Sintió la confusión del que ha soñado y aún no se ha despertado totalmente. Le resultaba vagamente ajena la habitación, como si encontrara algo extraño en sus dimensiones y su mobiliario; y su recuerdo de haber comprado el cristal en la tienda de curiosidades estaba singular y paradójicamente mezclado con una sensación de que lo había conseguido de muy diferente manera.
Tenía la sensación de que le había sucedido algo muy insólito, cuando contempló el cristal; pero al parecer no podía recordar el qué. Le había dejado en esa especie de torpor psíquico que sigue a una orgía de hashish. Se aseguraba a sí mismo que era Paul Tregardis, que vivía en determinada calle de Londres, que era el año 1933; pero estas verdades triviales habían perdido en cierto modo su significado y validez; y todo cuanto se refería a él era brumoso e inconsciente. Las mismas paredes parecían fluctuar como el humo; las gentes de las calles eran fantasmas de fantasmas; y él mismo era una sombra perdida, un eco errabundo de algo largo tiempo olvidado.
Decidió no repetir el experimento de mirar el cristal. Los efectos eran demasiado desagradables y equívocos. Pero al día siguiente, movido por un impulso irrazonado al que obedeció casi mecánicamente, sin oposición, se encontró sentado ante la brumosa esfera. Nuevamente se convirtió en el hechicero Zon Mezzamalech de Mhu Thulan, nuevamente soñó que recobraba el saber de los dioses premundanos; nuevamente se apartó del profundo cristal con el terror del que teme caer; y una vez más —pero dudosa y oscuramente, como un espectro que se desvanece—, fue Paul Tregardis.
Tres veces repitió Tregardis la experiencia en los días subsiguientes, y cada una de ellas su propia persona y el mundo de su alrededor se volvió más sutil y confuso que la anterior. Sus sensaciones eran las del soñador que está a punto de despertar; y el mismo Londres era tan irreal como las tierras que se deslizan del ámbito de los sueños, retirándose en forma de bruma y vaporosa luz. Detrás de todo eso, sentía el espejismo y el agolpamiento de imágenes inmensas, extrañas, aunque medio familiares. Era como si la fantasmagoría del tiempo y el espacio se disolviese a su alrededor para revelar una verdadera realidad... u otro sueño del espacio y el tiempo.
Llegó por fin el día en que se sentó ante el cristal... y no regresó como Paul Tregardis. Fue la vez que Zon Mezzamalech, menospreciando fríamente las portentosas y malévolas advertencias, decidió superar su extraño temor a caer corporalmente en el mundo ilusorio que contemplaba, temor que hasta ahora le había impedido seguir el fluir retrospectivo del tiempo de manera excesivamente sostenida. Debía, se aseguró a sí mismo, dominar su miedo, si quería llegar alguna vez a ver y leer las perdidas tabletas de los dioses. No había visto más que unos cuantos fragmentos de años de Mhu Thulan, inmediatamente anteriores al presente: los años de su propia vida; y había inestimables ciclos entre estos años y el Principio.
Parecía vivir incontables vidas, morir miríadas de muertes olvidando cada vez la vida que había tenido antes. Luchó como guerrero en batallas semilegendarias; fue niño jugando en las ruinas de la antigua ciudad de Mhu Thulan; fue el rey que había gobernado cuando la ciudad estaba en sus albores, el profeta que había predicho su nacimiento y su destrucción; como mujer, lloró por los muertos olvidados de la necrópolis largo tiempo derruida; como antiguo hechicero, murmuró los toscos conjuros de la primitiva hechicería; como sacerdote de algún dios prehumano, esgrimió el cuchillo sacrificial en templos subterráneos de pilares de basalto. Vida tras vida, era tras era, desanduvo los largos y oscuros ciclos a través de los cuales Hiperbórea se había elevado del estado salvaje al de una avanzada civilización.
Se convirtió en bárbaro de una tribu troglodita, huyendo del hielo lento y montañoso de una antigua glaciación, hacia tierras iluminadas por el resplandor rojizo de los perpetuos volcanes. Luego, tras incontables años, ya no fue sino bestia humanoide que vagaba por bosques de gigantescos helechos, o construyendo toscos nidos en las ramas de las poderosas palmeras.
A través de milenios de sensaciones inmemoriales, de cruda lujuria y de hambre, de locura y terror primitivos, alguien —o algo— retrocedía permanentemente en el tiempo. La muerte se volvió nacimiento, y el nacimiento muerte. En una lenta visión de cambio hacia atrás, la tierra pareció derretirse, desprenderse de la costra de colinas y montañas que formaban sus más recientes estratos. El Sol seguía haciéndose más grande y caliente por encima de los humeantes pantanos rebosantes de vida rudimentaria y bordeados de una vegetación grosera. Y el ser que había sido Paul Tregardis, y que había sido Zon Mezzamalech, pasó a formar parte de toda la monstruosa involución. Voló con las ganchudas alas de pterodáctilo, nadó en mares tibios con el inmenso y combado cuerpo de un ictiosaurio, y bramó groseramente con la acorazada garganta de un behemoth a la enorme Luna que ardía a través de las brumas liásicas.
Finalmente, después de miles y miles de años de inmemorial brutalidad, se convirtió en uno de los hombres-serpiente que erigieron sus ciudades de negro gneis y entablaron sus venenosas guerras en el primer continente del mundo. Caminó reptando por las calles antehumanas, por extraños y sinuosos subterráneos; contempló las primitivas estrellas desde altísimas torres babelianas; se inclinó, susurrando sibilantes letanías, ante grandes ídolos-serpiente. Recorrió hacia atrás los años y milenios de la era de los ofidios, y fue un ser que se arrastraba en el limo, que no había aprendido aún a pensar, a soñar y a construir. Y llegó el tiempo en que ya no hubo continente, sino sólo un inmenso y caótico cenagal, un mar de légamo sin límites ni horizonte que hervía con ciegas contorsiones de vapores amorfos.
Allí, en el principio gris de la Tierra, la masa informe que era Ubbo-Sathla descansaba en medio del légamo y los vapores. Acéfalas, sin órganos ni miembros, se desprendían de la costra de sus costados cenagosos, en una lenta, incesante ondulación, las formas amébicas que eran los arquetipos de la vida terrena. Habría sido horrible, de haber habido alguien capaz de captar el horror; y nauseabundo, de haber habido alguien capaz de sentir repugnancia. En torno a él —tendido o inclinado en el cieno—, estaban las poderosas tabletas traídas de las estrellas, las cuales contenían la inconcebible sabiduría de los dioses premundanos.
Y hacia allí, movido por una búsqueda ya olvidada, se arrastró el ser que había sido —o que sería alguna vez— Paul Tregardis y Zon Mezzamalech. Convirtiéndose en una informe lagartija original, se arrastró pesada e indolentemente por encima de las tabletas caídas de los dioses, y luchó y forcejeó ciegamente con la otra progenie de Ubbo-Sathla.
En ninguna parte se hace alusión a Zon Mezzamalech ni a su desaparición, aparte del breve pasaje de El libro de Eibon. Por lo que se refiere a Paul Tregardis, que también desapareció, varios periódicos de Londres se limitaron a insertar una breve nota. Nadie parece saber nada de él: ha desaparecido como si nunca hubiese existido; y el cristal probablemente, ha desaparecido también. Al menos, nadie lo ha encontrado.
LA PIEDRA NEGRA

Robert E. Howard

(Título original: The Black Stone)

Robert E. Howard (1906-1936) nació y vivió en Texas, y empezó a escribir a muy temprana edad. Cultivó prácticamente todos los géneros de la narrativa de aventuras, aunque destacó especialmente en la llamada «fantasía heroica», creando personajes tan famosos como Conan y King Kull. Trastornado por la muerte de su madre, se suicidó a los treinta años.
En La piedra negra, la inclinación de Howard hacia la narrativa histórica y los ambientes bárbaros se une a la mítica lovecraftiana dando lugar a un relato estremecedor y sugestivo.
Dicen que los seres inmundos de los Viejos Tiempos acechan
en oscuros rincones olvidados de la Tierra,
y que aún se abren las Puertas que liberan, ciertas noches,
a unas formas prisioneras del Infierno.
Justin Geoffrey

La primera vez que leí algo sobre esta cuestión fue en el extraño libro de Von Junzt, aquel extravagante alemán que vivió tan singularmente y murió en circunstancias misteriosas y terribles. Quiso la suerte que cayese en mis manos su obra Cultos sin nombre, llamada también el Libro Negro, en su edición original publicada en Dusseldorf en 1839, poco antes de que al autor le sorprendiese su terrible destino. Los bibliógrafos suelen conocer los Cultos sin nombre a través de la edición barata y mal traducida que publicó Bridewell en Londres, en el año 1845, o de la edición cuidadosamente expurgada que sacó a la luz la Golden Goblin Press de Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que yo me tropecé era uno de los ejemplares alemanes de la edición completa, encuadernado con pesadas cubiertas de piel y cierres de hierro herrumbroso. Dudo que haya más de media docena de estos ejemplares en todo el mundo hoy en día; primero, porque no se imprimieron muchos, y además, porque cuando corrió la voz de cómo había encontrado la muerte su autor, muchos de los que poseían el libro lo quemaron asustados.
Von Junzt (1795-1840) pasó toda su vida buceando en temas prohibidos. Viajó por todo el mundo, consiguió ingresar en innumerables sociedades secretas y llegó a leer un sinfín de libros y manuscritos esotéricos. En los densos capítulos del Libro Negro, que oscilan entre una sobrecogedora claridad de exposición y la oscuridad más ambigua, hay detalles y alusiones que helarían la sangre del hombre más equilibrado. Leer lo que Von Junzt se atrevió a poner en letra de molde, suscita conjeturas inquietantes sobre lo que no se atrevió a decir. ¿De qué tenebrosas cuestiones, por ejemplo, trataban aquellas páginas, escritas con apretada letra, del manuscrito en que trabajaba infatigablemente pocos meses antes de morir, y que se encontró destrozado y esparcido por el suelo de su habitación cerrada con llave, donde Von Junzt fue hallado muerto con señales de garras en el cuello? Eso nunca se sabrá, porque el amigo más allegado del autor, el francés Alexis Landeau, después de una noche de recomponer los fragmentos y leer el contenido, lo quemó y se cortó el cuello con una navaja de afeitar.
Pero el contenido del volumen publicado es ya suficientemente estremecedor, aun admitiendo la opinión general de que tan sólo representa una serie de desvaríos de un enajenado. Entre multitud de cosas extrañas encontré una alusión a la Piedra Negra, ese monolito siniestro que se cobija en las montañas de Hungría y en torno al cual giran tantas leyendas tenebrosas. Von Junzt no le dedicó mucho espacio. La mayor parte de su horrendo trabajo se refiere a los cultos y objetos de adoración satánica que, según él, existen todavía; y esa Piedra Negra representaría algún orden o algún ser perdido, olvidado hace ya cientos de años. No obstante, al mencionarla, se refiere a ella como a una de las claves. Esa expresión se repite muchas veces en su obra, en diversos pasajes, y constituye uno de los elementos oscuros de su trabajo. Insinúa brevemente haber visto escenas singulares en torno a un monolito, en la noche del 24 de junio. Cita la teoría de Otto Dostmann, según la cual este monolito sería un vestigio de la invasión de los hunos, erigido para conmemorar una victoria de Atila sobre los godos. Von Junzt rechaza esta hipótesis sin exponer ningún argumento para rebatirla; únicamente advierte que atribuir el origen de la Piedra Negra a los hunos es tan ilógico como suponer que Stonehenge fue erigido por Guillermo el Conquistador.
La enorme antigüedad que esto daba a entender excitó extraordinariamente mi interés y, tras haber salvado algunas dificultades, conseguí localizar un ejemplar, roído por las ratas, de Los restos arqueológicos de los Imperios Perdidos (Berlín, 1809; Ed. Der Drachenhaus), de Dostmann. Me decepcionó el comprobar que la referencia que hacía Dostmann sobre la Piedra Negra era más breve que la de Von Junzt, despachándola en pocas líneas como monumento relativamente moderno comparado con las ruinas grecorromanas de Asia Menor, que eran su tema favorito. Admitía, eso sí, su incapacidad para descifrar los deteriorados caracteres grabados en el monolito, pero declaraba que eran inequívocamente mongólicos. Sin embargo, entre los pocos datos de interés que suministraba Dostmann, figuraba su referencia al pueblo vecino a la Piedra Negra: Stregoicavar, nombre nefasto que significa algo así como Pueblo Embrujado. No logré más información, a pesar de la minuciosa revisión de guías y artículos de viajes que llevé a cabo. Stregoicavar, que no venía en ninguno de los mapas que cayó en mis manos, está situado en una región agreste, poco frecuentada, lejos de la ruta de cualquier viajero casual. En cambio, encontré motivo de meditación en las Tradiciones y costumbres populares de los magiares, de Dornly. En el capítulo que se refiere a «Mitos sobre los sueños» cita la Piedra Negra y cuenta extrañas supersticiones a este respecto. Una de ellas es la creencia de que, si alguien duerme en la proximidad del monolito, se verá perseguido para siempre por monstruosas pesadillas; y cita relatos de aldeanos que hablaban de gentes demasiado curiosas que se aventuraban a visitar la Piedra Negra en la noche del 24 de junio, y que morían en loco desvarío a causa de algo que habían visto allí.
Eso fue todo lo que saqué en claro de Dornly, pero mi interés había aumentado muchísimo al presentir que en torno a esa piedra había algo claramente siniestro. La idea de una antigüedad tenebrosa, las repetidas alusiones a acontecimientos monstruosos en la noche del 24 de junio, despertaron algún instinto dormido de mi ser, de la misma forma que se siente, más que se oye, la corriente de algún oscuro río subterráneo en la noche.
Y de pronto me di cuenta de que existía una relación entre esta Piedra y cierto poema fantástico y terrible escrito por el poeta loco Justin Geoffrey: El pueblo del monolito. Las indagaciones que realicé me confirmaron que, en efecto, Geoffrey había escrito este poema durante un viaje a Hungría; por consiguiente, no cabía duda de que el monolito a que se refería en sus versos extraños era la misma Piedra Negra. Leyendo nuevamente sus estrofas sentí una vez más las extrañas y confusas agitaciones de los mandatos del subconsciente que había observado la primera vez que tuve conocimiento de la Piedra.
Había estado pensando qué sitio elegir para pasar unas cortas vacaciones, hasta que me decidí. Fui a Stregoicavar. Un tren anticuado me llevó a Temesvar hasta una distancia todavía respetable de mi punto de destino; luego, en tres días de viaje en un coche traqueteante, llegué al pueblecito, situado en un fértil valle encajonado entre montañas cubiertas de abetos. El viaje transcurrió sin incidencias. Durante el primer día, pasamos por el viejo campo de batalla de Schomvaal, donde un bravo caballero polaco-húngaro, el conde Boris Vladinoff, había presentado una valerosa e inútil resistencia frente a las victoriosas huestes de Solimán el Magnífico, cuando, en 1526, el Gran Turco se lanzó a la invasión de la Europa oriental.
El cochero me señaló un gran túmulo de piedras desmoronadas en una colina próxima, bajo el cual descansaban, según dijo, los huesos del valeroso conde. Recordé entonces un pasaje de las Guerras turcas, de Larson: «Después de la escaramuza (en la que el conde había rechazado la vanguardia de los turcos con un reducido ejército), el conde permaneció al pie de la muralla del viejo castillo de la colina para disponer el orden de sus fuerzas. Un ayudante le trajo una cajita lacada que había encontrado en el cuerpo del famoso escriba e historiógrafo Selim Bahadur, caído en la refriega. El conde extrajo de ella un rollo de pergamino y comenzó a leer. No bien terminó las primeras líneas, palideció intensamente y, sin pronunciar una palabra, metió el documento en la caja y la ocultó bajo su capa. En ese preciso momento abría fuego un cañón turco, y los proyectiles dieron contra el viejo castillo ante el espanto de los húngaros, que vieron derrumbarse las murallas sobre el esforzado conde. Sin caudillo, el valeroso ejército se desbarató, y en los años de guerra asoladora que siguieron, no llegaron a recuperarse los restos mortales del noble caballero. Hoy, los naturales del país muestran un inmenso montón de ruinas cerca de Schomvaal, bajo las cuales, según dicen, todavía descansa lo que los siglos hayan respetado del conde Boris Vladinoff.»
Stregoicavar me dio la sensación de un pueblecito dormido que desmentía su nombre siniestro, un remanso de paz respetado por el progreso. Los singulares edificios, y los trajes y costumbres aún más extraños de sus gentes, pertenecían a otra época. Eran amables, algo curiosos, sin ser preguntones, a pesar de que los visitantes extranjeros eran sumamente escasos.
—Hace diez años, llegó otro americano. Estuvo pocos días en el pueblo —dijo el dueño de la taberna donde me había hospedado—. Era un muchacho bastante raro —murmuró para sí—; un poeta, me parece.
Comprendí que debía referirse a Justin Geoffrey.
—Sí, era poeta —contesté—; y escribió un poema sobre un paraje próximo a este mismo pueblo.
—¿De veras? —mi patrón se sintió interesado—. Entonces, si todos los grandes poetas son raros en su manera de hablar y de comportarse, él debe haber alcanzado gran fama, porque las cosas que hacía y sus conversaciones eran lo más extraño que he visto en ningún hombre.
—Eso les ocurre a casi todos los artistas —observé—. La mayor parte de su mérito se le ha reconocido después de muerto.
—¿Ha muerto, entonces?
—Murió gritando en un manicomio hace cinco años.
—Lástima, lástima —suspiró con simpatía—. Pobre muchacho... Miró demasiado la Piedra Negra.
Me dio un vuelco el corazón. No obstante, disimulé mi enorme interés y dije como por casualidad:
—He oído algo sobre esa Piedra Negra. Creo que está por aquí cerca, ¿no?
—Más cerca de lo que la gente cristiana desea —contestó—. ¡Mire!
Me condujo a una ventana enrejada y me señaló las laderas, pobladas de abetos, de las acogedoras montañas azules.
—Allá, al otro lado de la gran cara desnuda de ese risco tan saliente que ve usted, ahí se levanta esa piedra maldita. ¡Ojalá se convirtiese en polvo, y el polvo se lo llevara el Danubio hasta lo más profundo del océano! Una vez, los hombres quisieron destruirla, pero todo el que levantaba el pico o el martillo contra ella moría de una manera espantosa. Ahora la rehuyen.
—¿Qué maldición hay sobre ella? —pregunté interesado.
—El demonio, el demonio que la está rondando siempre —contestó con un estremecimiento—. En mi niñez conocí a un hombre que subió de allá abajo y se reía de nuestras tradiciones... Tuvo la temeridad de visitar la Piedra en la noche del 24 de junio, y al amanecer entró de nuevo en el pueblo como borracho, enajenado, sin habla. Algo le había destrozado el cerebro y le había sellado los labios, pues hasta el momento de su muerte, que ocurrió poco después, tan sólo abrió la boca para proferir blasfemias o babear una jerigonza incomprensible.
»Mi sobrino, de pequeñito, se perdió en las montañas y durmió en los bosques inmediatos a la Piedra, y ahora, en su madurez, se ve atormentado por sueños enloquecedores, de tal manera que a veces te hace pasar una noche espantosa con sus alaridos, y luego despierta empapado de sudor frío.
»Pero cambiemos de tema, Herr. Es mejor no insistir en estas cosas.
Yo hice un comentario sobre la manifiesta antigüedad de la taberna, y me dijo orgulloso:
—Los cimientos tienen más de cuatrocientos años. El edificio primitivo fue la única casa del pueblo que no destruyó el incendio, cuando los demonios de Solimán cruzaron las montañas. Aquí, en la casa que había sobre estos mismos cimientos, se dice que tenía el escriba Selim Bahadur su cuartel general durante la guerra que asoló toda esta comarca.
Luego supe que los habitantes de Stregoicavar no son descendientes de los que vivieron allí antes de la invasión turca de 1526. Los victoriosos musulmanes no dejaron con vida a ningún ser humano —ni en el pueblo ni en sus contornos— cuando atravesaron el territorio. Los hombres, las mujeres y los niños fueron exterminados en un rojo holocausto, dejando una vasta extensión del país silenciosa y desierta. Los actuales habitantes de Stregoicavar descienden de los duros colonizadores que llegaron de las tierras bajas y reconstruyeron el pueblo en ruinas, una vez que los turcos fueron expulsados.
Mi patrón no habló con ningún resentimiento de la matanza de los primitivos habitantes. Me enteré de que sus antecesores de las tierras bajas miraban a los montañeses incluso con más odio y aversión que a los propios turcos. Habló con vaguedad respecto a las causas de esta enemistad, pero dijo que los anteriores vecinos de Stregoicavar tenían la costumbre de hacer furtivas excursiones a las tierras bajas, robando muchachas y niños. Además, contó que no eran exactamente de la misma sangre que su pueblo; el vigoroso y original tronco eslavo-magiar se había mezclado, cruzándose con la degradada raza aborigen hasta fundirse en la descendencia y dar lugar a una infame amalgama. Él no tenía la más ligera idea de quiénes fueron esos aborígenes; únicamente sostenía que eran «paganos», y que habitaban en las montañas desde tiempo inmemorial, antes de la llegada de los pueblos conquistadores.
Di poca importancia a esta historia. En ella no veía más que una leyenda semejante a las que dieron origen la fusión de las tribus celtas y los aborígenes mediterráneos de las montañas de Escocia, y las razas mestizas resultantes que, como los pictos, tanta importancia tienen en las leyendas escocesas. El tiempo produce un curioso efecto de perspectiva en el folklore. Los relatos de los pictos se entremezclaron con ciertas leyendas sobre una raza mongólica anterior, hasta el punto de que, con el tiempo, se llegó a atribuir a los pictos los repulsivos caracteres del achaparrado hombre primitivo, cuya individualidad fue absorbida por las leyendas pictas, perdiéndose en ellas. Del mismo modo, pensaba yo, podría seguirse la pista de los supuestos rasgos inhumanos de los primeros pobladores de Stregoicavar hasta sus orígenes en los más viejos y gastados mitos de los pueblos invasores, los mongoles y los hunos.
A la mañana siguiente de mi llegada pedí instrucciones a mi patrón —que por cierto me las dio de muy mala gana—, y me puse en camino, en busca de la Piedra Negra. Después de una caminata de varias horas cuesta arriba, por entre los abetos de las laderas, llegué a la cara abrupta de la escarpa que sobresalía poderosamente del costado de la montaña. De allí ascendía un estrecho sendero que la coronaba. Subí por él, y desde arriba contemplé el tranquilo valle de Stregoicavar, que parecía dormitar protegido a uno y otro lado por las grandes montañas azules. Entre la escarpa donde estaba yo y el pueblo no se veían cabañas ni signo alguno de vida humana. Había bastantes granjas diseminadas por el valle, pero todas estaban situadas al otro lado de Stregoicavar. El pueblo mismo parecía huir de los ásperos riscos que ocultaban la Piedra Negra.
La cima de las escarpas formaba una especie de meseta cubierta de denso bosque. Caminé por la espesura y en seguida llegué a un claro muy grande, y en el centro de ese claro se alzaba un descarnado monolito de piedra negra.
Era de sección octogonal, y tendría unos cuatro o cinco metros de altura y medio metro aproximadamente de diámetro. Se veía bien que había sido perfectamente pulimentado en su tiempo, pero ahora la superficie de la piedra mostraba numerosas mellas, como si se hubiesen llevado a cabo salvajes esfuerzos por demolerla. Pero los picos apenas habían conseguido desconcharla y mutilar los caracteres que la ornaban en espiral hasta arriba, en torno al fuste. Hasta una altura de dos metros y medio o poco más, las inscripciones estaban casi totalmente destruidas, de tal manera que resultaba muy difícil averiguar sus características. Más arriba se veían mucho mejor conservadas, y yo me las arreglé para trepar por la columna y examinarlas de cerca. Todas estaban deterioradas en mayor o menor grado, pero era evidente que no pertenecían a ninguna lengua que yo pudiera recordar en ese momento sobre la faz de la Tierra. Lo que más llegaba a parecérseles, de todo cuanto había visto en mi vida, eran unos toscos garabatos trazados sobre cierta roca gigantesca, extrañamente simétrica, de un valle perdido del Yucatán. Recuerdo que, al señalarle aquellos trazos, a mi compañero, que era arqueólogo, él sostuvo que eran efecto natural de la erosión, o el inútil garabateo de un indio. Yo le expuse mi teoría de que la roca era realmente la base de una columna desaparecida, pero él se limitó a reír, y me dijo que reparase en las dimensiones que suponía; de haberse levantado allí una columna de acuerdo con las normas ordinarias de las proporciones arquitectónicas, habría tenido lo menos trescientos metros de altura. Pero no me dejó convencido.
No quiero decir que los caracteres grabados sobre la Piedra Negra fuesen semejantes a los de la descomunal roca del Yucatán, sino que me los sugerían. En cuanto a la materia del monolito, también me desconcertó. La piedra que habían empleado para tallarla era de un color negro y tenía un brillo mate; y su superficie, allí donde no había sido raspada o desconchada, producía un curioso efecto de semitransparencia.
Pasé en aquel lugar la mayor parte de la mañana y regresé perplejo. La Piedra no me sugería ninguna relación con ningún otro monumento del mundo. Era como si el monolito hubiese sido erigido por manos extrañas en una edad remota y ajena a la humanidad.
Regresé al pueblo. De ninguna manera había disminuido mi interés. Ahora que había visto aquella piedra tan singular, sentía mucho más apremiante el deseo de investigar el asunto con mayor amplitud e intentar descubrir por qué extrañas manos y con qué extraño propósito fue levantada la Piedra Negra, en lejanos tiempos.
Busqué al sobrino del tabernero y le pregunté sobre sus sueños, pero estuvo muy confuso, aun cuando hizo lo posible por complacerme. No le importaba hablar de ellos, pero era incapaz de describirlos con la más mínima claridad. Aunque tenía siempre los mismos sueños, ya a pesar de que se le presentaban espantosamente vividos, no le dejaban huellas claras en la conciencia. Los recordaba como un caos de pesadilla en las que inmensos remolinos de fuego arrojaban tremendas llamaradas y retumbaba incesantemente un tambor. Sólo recordaba con claridad que una noche había visto en sueños la Piedra Negra, no en la falda de la montaña, sino rematando la cima de un castillo negro y gigantesco.
En cuanto al resto de los vecinos, observé que no les gustaba hablar de la Piedra, excepto al maestro, hombre de una instrucción sorprendente, que había pasado mucho más tiempo fuera que cualquier otro de sus convecinos.
Se interesó muchísimo en lo que le conté sobre las observaciones de Von Junzt relativas a la Piedra Negra, y manifestó vivamente que estaba de acuerdo con el autor alemán en cuanto a la edad que atribuía al monolito. Estaba convencido de que alguna vez existió en las proximidades una sociedad satánica, y que posiblemente todos los antiguos vecinos habían sido miembros de ese culto a la fertilidad que amenazó con socavar la civilización europea y dio origen a tantas historias de brujería. Citó el mismo nombre del pueblo para probar su punto de vista. Originalmente no se llamaba Stregoicavar, dijo; de acuerdo con las leyendas, los que fundaron el pueblo lo llamaron Xuthltan, que era el primitivo nombre del lugar sobre el que asentaron sus casas, hace ya muchos siglos.
Este hecho me produjo otra vez un indescriptible sentimiento de desazón. El nombre bárbaro no me sugería relación alguna con las razas escitas, eslavas o mongolas a las que deberían haber pertenecido los habitantes de estas montañas.
Los magiares y los eslavos de las tierras bajas creían sin duda que los primitivos habitantes del pueblo eran miembros de un culto maléfico como se demostraba, a juicio del maestro, por el nombre que dieron al pueblo y que se mantuvo aun después de ser aniquilados los antiguos pobladores por los turcos y haberlo reconstruido una raza más pura.
No creía él que fueran los iniciados en ese culto quienes erigieron el monolito, aunque opinaba que lo emplearon como centro de sus actividades; y, basándose en vagas leyendas que se venían transmitiendo desde antes de la invasión turca, expuso una teoría según la cual los degenerados pobladores antiguos lo habían usado como una especie de altar sobre el cual ofrecieron sacrificios humanos, empleando como víctimas a las muchachas y a los niños robados a los propios antepasados de los actuales pobladores, que a la sazón vivían en las tierras bajas.
Desestimaba el mito de los horripilantes sucesos de la noche del 24 de junio, así como la leyenda de una deidad extraña que el pueblo hechicero invocaba por medio de rituales cantos salvajes, de flagelaciones y de sadismo, como se decía.
No había visitado la Piedra en la noche del 24 de junio, según confesó, pero no le daría miedo hacerlo; lo que había existido o lo que allí sucedió en otro tiempo, fuera lo que fuese, se había sumido en la niebla del tiempo y del olvido. La Piedra Negra había perdido su significado salvo el de ser el nexo de unión con un pasado muerto y polvoriento.
Hacía cosa de una semana que estaba yo en Stregoicavar cuando, una noche, al volver de una visita al maestro, me quedé impresionado de pronto al recordar que... ¡estábamos a 24 de junio! Era, pues, la noche en que, según las leyendas, sucedían cosas misteriosas en relación con la Piedra Negra. En vez de meterme en la taberna, crucé el pueblo a buen paso. Stregoicavar estaba en silencio; los vecinos solían retirarse temprano. No vi a nadie en mi camino. Me interné por entre los abetos que ocultaban las faldas de las montañas en una susurrante oscuridad. Una gran luna plateada parecía suspendida encima del valle, inundando los peñascos y pendientes con una luz inquietante y perfilando negras sombras en el suelo. No soplaba aire entre los abetos, y, no obstante, se oía elevarse un murmullo fantasmal y misterioso. Mi fantasía evocaba quimeras. Seguramente en una noche como ésta, hacía siglos, volaban por el valle las brujas desnudas, a horcajadas sobre sus escobas, perseguidas por sus burlescos demonios familiares.
Encaminé mis pasos hacia las escarpas. Me sentía algo inquieto al notar que la engañosa luz de la luna les prestaba un aspecto artificioso que no había notado antes: bajo aquella luz fantástica, habían perdido su apariencia de escarpas naturales para convertirse en ruinas de gigantescas murallas que sobresalían de la ladera.
Esforzándome por apartar de mí esta ilusión extraña, subí hasta la meseta y dudé un momento antes de sumergirme en la tremenda oscuridad de los bosques. Una especie de tensión mortal se cernía sobre las sombras, como si un monstruo invisible contuviera su aliento para no ahuyentar a su presa.
Deseché este sentimiento —perfectamente natural, considerando el carácter imponente del lugar y su infame reputación— y me abrí paso a través del bosque, experimentando la desagradable sensación de que me seguían. Tuve que detenerme una vez, seguro de que algo vacilante y pegajoso me había rozado la cara en la oscuridad.
Salí al claro y vi el alto monolito alzando su silueta desnuda sobre la hierba. En la linde del bosque, en dirección a la escarpa, había una piedra que formaba como una especie de asiento natural. Me senté en ella, pensando que probablemente fue allí donde el poeta loco Justin Geoffrey había escrito su fantástico El pueblo del monolito. El tabernero pensaba que era la Piedra lo que había ocasionado la locura de Geoffrey, pero la semilla de la locura estaba sembrada en el cerebro del poeta mucho antes de haber visitado Stregoicavar.
Eché una mirada al reloj. Eran casi las doce. Me recosté en espera de cualquier manifestación espectral que pudiese aparecer. Comenzaba a levantarse una brisa suave entre las ramas de los abetos y su música me recordaba la de unas gaitas invisibles y lánguidas susurrando una melodía pavorosa y maligna. La monotonía del sonido y mi mirada invariablemente fija en el monolito me produjeron una especie de autohipnosis; me estaba quedando amodorrado. Luché contra esta sensación, pero el sueño pudo conmigo. El monolito parecía ladearse, danzar extrañamente, retorcerse. Entonces me dormí.
Abrí los ojos y traté de levantarme, pero no me fue posible; parecía como si una mano helada me agarrara sin que yo pudiera hacer nada. Un frío terror se apoderó de mí. El claro del bosque ya no estaba desierto. Se veía atestado de una silenciosa multitud de gentes extrañas. Mis ojos dilatados repararon en los raros y bárbaros detalles de sus atuendos. Mi entendimiento me decía que eran remotísimos, olvidados incluso en esta tierra atrasada. «Seguramente —pensé—, son gentes del pueblo que han venido aquí para celebrar algún cónclave grotesco.» Pero otra mirada me hizo comprender que aquellas gentes no eran de Stregoicavar. Eran más bajos de estatura, más rechonchos, tenían la frente más deprimida, la cara más ancha y abotargada. Algunos poseían rasgos eslavos y magiares, pero dichos rasgos se veían degradados por la mezcla con alguna raza extranjera más baja que no me era posible clasificar. Muchos de ellos vestían con pieles de bestias feroces, y todo su aspecto, tanto el de los hombres como el de las mujeres, era de una brutal sensualidad. Aquellas gentes me horrorizaban y me repugnaban, aunque no me prestasen atención alguna. Habían formado un inmenso semicírculo delante del monolito. Empezaron una especie de cántico extendiendo los brazos al unísono y balanceando sus cuerpos rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos estaban fijos en la cúspide de la Piedra, a la que parecían estar invocando. Pero lo más extraño de todo era el tono apagado de sus voces; a menos de cincuenta metros de donde yo estaba, centenares de hombres y mujeres levantaban sus voces en una melodía salvaje y, sin embargo, aquellas voces me llegaban como un murmullo débil, confuso, como si viniera de muy lejos, a través del espacio... o del tiempo.
Delante del monolito había como un brasero, del que se elevaban vaharadas de un humo amarillo, repugnante, nauseabundo, que se enroscaba en torno al monumento formando una extraña espiral, como una serpiente inmensa y borrosa.
A un lado de este brasero yacían dos figuras: una muchacha completamente desnuda, atada de pies y manos, y un niño que tendría tan sólo unos meses. Al otro lado, se acuclillaba una vieja hechicera con un extraño tambor en su regazo. Tocaba con las manos abiertas, con golpes pausados y leves; pero yo no la oía.
El ritmo de los cuerpos balanceantes empezó a adquirir mayor rapidez. Entonces saltó una mujer desnuda al espacio que quedaba libre entre la multitud y el monolito; llameaban sus ojos, su larga cabellera flotaba alborotada mientras danzaba vertiginosamente sobre la punta de sus pies, dando vueltas por todo el espacio libre, hasta que cayó prosternada ante la Piedra y allí quedó inmóvil. Inmediatamente, la siguió una figura fantástica, un hombre vestido tan solo con una piel de macho cabrío colgando de la cintura, y cuyas facciones estaban ocultas por una máscara fabricada con una enorme cabeza de lobo, de tal manera que daba la impresión de un ser monstruoso, pesadillesco, mezcla horrible de elementos humanos y bestiales. Sostenía en la mano un haz de varas de abeto, atado por los extremos más gruesos. La luz de la luna brillaba en una pesada cadena de oro que llevaba enlazada en el cuello. Prendida a esta cadena, llevaba otra de cuyo extremo debería haber colgado algún objeto que, sin embargo, faltaba.
La multitud agitaba los brazos con violencia y redoblaba sus gritos, mientras esa grotesca criatura galopaba por el espacio abierto dando saltos y cabriolas. Se acercó a la mujer que yacía al pie del monolito y comenzó a azotarla con las varas; entonces ella se levantó de un salto y se entregó a la danza más salvaje e increíble que había visto en mi vida. Su atormentador bailó con ella manteniendo el mismo ritmo, colocándose a su altura en cada giro y cada salto, al tiempo que descargaba despiadados golpes sobre su cuerpo desnudo. Y a cada golpe que le daba, gritaba una palabra extraña; y así una y otra vez, y toda la gente le coreaba. Podía verles mover los labios. Ahora el débil murmullo de sus voces se fundió y se hizo un solo grito, distante y lejano, repetido continuamente en un éxtasis frenético. Pero no logré entender lo que gritaban.
Los danzantes giraban en vertiginosas vueltas, mientras los espectadores, de pie todavía en sus sitios, seguían el ritmo de la danza con el balanceo de sus cuerpos y los brazos entrelazados. La locura aumentaba en los ojos de la mujer que cumplía aquel rito violento, y se reflejaba en la mirada de los demás. Se hizo más salvaje y extravagante el frenético girar de aquella danza enloquecedora... Se convirtió en un cuadro bestial y obsceno, en tanto que la vieja hechicera aullaba y batía el tambor como una enajenada, y las varas componían una canción demoníaca.
La sangre corría por los miembros de la danzante, pero ella parecía no sentir la flagelación sino como un acicate para continuar el salvajismo de sus movimientos desenfrenados. Al saltar en medio del humo amarillento que empezaba a extender sus tenues tentáculos para abrazar a las dos figuras danzantes, se hundió en aquella niebla hedionda y desapareció de la vista. Volvió a surgir otra vez, seguida inmediatamente de aquel individuo bestial que la flagelaba, y prorrumpió en un indescriptible furor de movimientos enloquecedores hasta que, en el colmo del delirio, cayó de pronto sobre la yerba, temblando y jadeando, completamente vencida por el frenético esfuerzo. Siguió la flagelación con inalterable violencia, y ella comenzó a arrastrarse boca abajo hacia el monolito. El sacerdote —por llamarle así— continuó azotando su cuerpo indefenso con todas sus fuerzas, mientras ella se retorcía dejando un pegajoso rastro de sangre sobre la tierra pisoteada. Llegó por fin al monolito, y boqueando, sin resuello, le echó sus brazos en torno y cubrió la fría piedra de besos feroces, como en una adoración delirante y profana.
El grotesco sacerdote saltaba en el aire; había arrojado las varas salpicadas de sangre. Los adoradores comenzaron a aullar y a echar espuma por la boca, y de pronto se volvieron unos contra otros y se atacaron con uñas y dientes, desgarrándose las vestiduras y la carne en una ciega pasión de bestialidad. El sacerdote se acercó al pequeñuelo que lloraba desconsolado, lo levantó con su largo brazo y, gritando una vez más ese Nombre, lo hizo girar en el aire y lo estrelló contra el monolito, en cuya superficie quedó una mancha espantosa. Muerto de terror, vi cómo abría en canal el cuerpecillo con sus dedos brutales y arrojaba sobre la columna la sangre que recogía en el hueco de sus manos. Luego tiró el cuerpo rojo y desgarrado al brasero, extinguiendo las llamas y el humo en una lluvia de chispas, en tanto que detrás los brutos enloquecidos aullaban una y otra vez ese Nombre. Después, de repente, todo el mundo cayó prosternado sin dejar de retorcerse, al tiempo que el sacerdote extendía sus manos con gesto amplio y triunfal. Abrí la boca y quise gritar horrorizado, pero únicamente pude articular un ruido seco. ¡Un animal enorme, monstruoso, como un sapo, se hallaba agazapado encima del monolito!
Contemplé la hinchada y repulsiva silueta recortada contra la luz de la luna, y en el sitio en que una criatura normal hubiera tenido el rostro, vi sus tremendos ojos parpadeantes, en los que se reflejaba toda la lujuria, toda la insondable concupiscencia, la obscena crueldad y la perversidad monstruosa que han atemorizado a los hijos de los hombres desde que sus antepasados se ocultaban, ciegos y sin pelo, en las copas de los árboles. En aquellos ojos espantosos se reflejaban todas las cosas sacrílegas y todos los malignos secretos que duermen en las ciudades sumergidas, que se ocultan de la luz en las tinieblas de las cavernas primordiales. Y así, aquella cosa repulsiva que el sacrílego ritual de crueldad, de sadismo y de sangre había despertado del silencio de los cerros, parpadeaba y miraba de soslayo a sus brutales adoradores, que se arrastraban ante él en una repugnante humillación.
Ahora, el sacerdote disfrazado de bestia alzó a la débil muchacha maniatada y la mantuvo levantada con sus manos brutales ante el monolito. Y cuando aquella monstruosidad lujuriosa y babeante comenzó a succionar en su pecho, algo estalló en mi cerebro y me desvanecí.
Abrí los ojos sobre una claridad lechosa. Todos los acontecimientos de la noche me vinieron de golpe a la memoria y me levanté de un salto. Entonces miré a mi alrededor con asombro. El monolito se alzaba, descarnado y mudo, sobre la hierba ondulante, verde, intacta, bajo la brisa matinal. Atravesé el claro con paso rápido. Aquí habían saltado y brincado tantas veces que la hierba debería haber desaparecido; y aquí la mujer del ritual se arrastró en su doloroso camino hacia la Piedra, derramando su sangre sobre la tierra. Sin embargo, ni una sola gota de sangre se veía en el césped intacto. Miré, temblando de horror, la cara del monolito contra la que el brutal sacerdote estampó a la criatura robada..., pero no había ninguna mancha, nada.
¡Un sueño! Había sido una espantosa pesadilla... o qué sé yo... Me encogí de hombros. ¡Qué intensa claridad para ser un sueño! Regresé tranquilamente al pueblo y entré en la posada sin ser visto. Una vez allí, me senté a meditar sobre los acontecimientos de la noche. Cada vez me sentía más inclinado a descartar la teoría de un sueño. Era evidente que lo que había visto era una ilusión inconsistente. Pero estaba convencido de que aquello era la sombra, el reflejo de un acto espantoso perpetrado realmente en tiempos lejanos. Pero ¿cómo podía saberse? ¿Qué pruebas podrían confirmar que había sido una visión de una asamblea de espectros, más que una mera pesadilla forjada por mi propio cerebro?
Como una respuesta a este mar de dudas, me vino un nombre a la cabeza: ¡Selim Bahadur! Según la leyenda, este hombre que había sido tanto soldado como cronista, mandó el cuerpo de ejército de Solimán que había devastado Stregoicavar. Parecía lógico; y si era así, había marchado directamente de este lugar arrasado al sangriento campo de Schomvaal y a su destino final. No pude contener una exclamación de sorpresa: aquel manuscrito que encontraron en el cuerpo del turco y que hizo temblar al conde Boris... ¿no podría contener alguna indicación de lo que los conquistadores turcos habían encontrado en Stregoicavar? ¿Qué otra cosa pudo hacer temblar los nervios de hierro del poderoso guerrero? Y, puesto que los restos mortales del conde no fueron rescatados jamás, ¿qué duda cabía de que el estuche de laca y su misterioso contenido permanecían aún bajo las ruinas que cubrían a Boris Vladinoff? Me puse a recoger mis cosas con agitada precipitación.
Tres días más tarde me encontraba en una aldea a pocos kilómetros del viejo campo de batalla. Cuando salió la luna, ya estaba yo trabajando febrilmente en el gran túmulo de piedras demoronadas que coronaba la colina. Fue un trabajo agotador... Pensándolo ahora, no comprendo cómo pude llevar a cabo esa tarea; y no obstante, trabajé sin descanso desde la salida de la luna hasta que empezó a clarear el día. Justamente estaba yo apartando las últimas piedras, cuando el sol asomó por el horizonte. Allí estaba todo lo que había quedado del conde Boris Vladinoff —unos pocos fragmentos de huesos—, y entre ellos, totalmente aplastado, el estuche cuya superficie de laca había preservado el contenido a través de los siglos.
Lo recogí con ansiedad y, después de apilar unas piedras sobre aquellos huesos, me marché precipitadamente. No deseaba que me descubriese ningún viajero suspicaz en aquella acción aparentemente profanadora.
De nuevo en mi cuarto de la taberna, abrí el estuche y encontré el pergamino relativamente intacto. Y había algo más: un objeto pequeño y aplastado, envuelto en un trozo de seda. Estaba ansioso por descifrar los secretos de aquellas hojas amarillentas, pero no podía más de cansancio. Apenas había dormido desde que saliera de Stregoicavar, y los terribles esfuerzos de la noche anterior acabaron de vencerme. A pesar de mi excitación, no tuve más remedio que echarme un poco, pero ya no me desperté hasta que empezaba a anochecer.
Cené rápidamente y después, a la luz de una vela, me senté a leer los limpios caracteres turcos que cubrían el pergamino. Representaba un trabajo penoso para mí, porque mis nociones de turco no son ni mucho menos profundas, y el estilo arcaico del texto me desorientaba. Pero luchando afanosamente, conseguí descifrar una palabra aquí, otra allá, encontrar sentido en alguna frase, y una vaga impresión de horror me oprimió el corazón. Me apliqué con todas mis fuerzas a la tarea de traducir, y cuando el relato se hizo claro y asequible, la sangre se me heló en las venas, se me pusieron los pelos de punta, y hasta la lengua se me endureció. Todas las cosas externas participaron de la espantosa locura de aquel manuscrito infernal; incluso los ruidos de los insectos nocturnos y de los animales del bosque adquirieron forma de murmullos horribles y pisadas furtivas de seres espantosos, y los quejidos del viento en la noche se tornaron en la risa obscena y perversa de las fuerzas del mal que dominan el espíritu de los hombres.
Al fin, cuando la claridad gris se filtraba ya entre las rejas de la ventana, dejé a un lado el manuscrito. La cosa envuelta en el trapo de seda estaba allí. Alargué la mano y la desenvolví. Me quedé petrificado, porque comprendí que, aun poniendo en duda la veracidad de lo que decía el manuscrito, aquello era la prueba de que todo había sido real.
Volví a meter esos dos objetos repulsivos en el estuche, y no descansé ni probé bocado hasta que no lo arrojé, lastrándolo con una piedra, a lo más profundo de la corriente del Danubio, el cual —quiera Dios que así sea— se lo llevaría al Infierno, de donde debió salir lo que llevaba dentro.
No fue un sueño lo que tuve la noche del 24 de junio en los montes de Stregoicavar. De haber presenciado el horrible ceremonial, Justin Geoffrey, que sólo estuvo allí a la luz del sol y después siguió su camino, habría enloquecido mucho antes. Por lo que a mí respecta, no sé cómo no llegué a perder el juicio.
No... no fue un sueño... Yo había presenciado el rito inmundo de unos adoradores desaparecidos hace siglos, surgidos del Infierno para celebrar sus ceremonias como lo hicieran en otro tiempo; yo vi a unos espectros postrarse ante otro espectro. Porque hace tiempo que el Infierno reclamó a ese dios horrendo. Hace muchos, muchísimos años, habitó entre las montañas como reliquia viva de una edad ya extinguida; pero sus garras asquerosas ya no atrapan a los espíritus de los seres humanos de este mundo, y su reino es un reino muerto, poblado tan sólo por los fantasmas de aquellos que le sirvieron en vida.
Por qué alquimia perversa, por qué impío sortilegio se abren las Puertas del Infierno en esa noche pavorosa, no lo sé, pero mis propios ojos lo han visto. Yo sé que no vieron a ningún ser viviente aquella noche, pues en el manuscrito que redactó la cuidadosa mano de Selim Bahadur se explica detalladamente lo que él y sus compañeros de armas descubrieron en el valle de Stregoicavar. Y leí, descritas con todo detalle, las abominables obscenidades que la tortura arrancaba de los labios de los aullantes adoradores; y también leí lo que contaba sobre cierta caverna perdida, tenebrosa, en lo alto de las montañas, donde los turcos, horrorizados, habían encerrado a un ser monstruoso, hinchado, viscoso como un sapo, dándole muerte con el fuego y el acero antiguo, bendecido siglos antes por Mahoma, y mediante conjuros que ya eran viejos cuando Arabia era joven. Y aun así, la mano firme del anciano Selim temblaba al evocar el cataclismo, las sacudidas de tierra, los aullidos agónicos de aquella monstruosidad, que no murió sola, pues hizo perecer consigo —en forma que Selim no quiso o no pudo describir— a diez de los hombres encargados de darle muerte.
Y aquel ídolo achaparrado, fundido en oro y envuelto en seda, era la imagen de ese mismo ser, que Selim había arrancado de la cadena que rodeaba el cuello del cadáver del gran sacerdote-lobo.
¡Bien está que los turcos barrieran ese valle impuro con el fuego y con la espada! Visiones como las que han contemplado estas montañas desoladas deben pertenecer a las tinieblas y a los abismos de edades prohibidas. No, no hay que temer que esa especie de sapo me haga temblar de horror por la noche. Está encadenado en el Infierno, junto con su horda nauseabunda, y sólo es liberado con ellos una hora, en la noche más espantosa que he visto jamás. En cuanto a sus adoradores, ninguno queda ya en este mundo.
Pero, al pensar que tales cosas dominaron una vez el espíritu de los hombres, me siento invadido por un sudor frío. Tengo miedo de leer las páginas abominables de Von Junzt, porque ahora comprendo lo que significa esa expresión que tanto repite: ¡Las llaves!... ¡Ah! Las llaves de las Puertas Exteriores, enlaces con un pasado aborrecible y, quién sabe, con aborrecibles esferas del presente. Y comprendo por qué las escarpas parecían murallas almenadas bajo la luz de la luna, y por qué el sobrino del tabernero, acosado por las pesadillas, vio en sueños la Piedra Negra surgiendo como remate de un castillo negro y gigantesco. Si los hombres excavaran entre esas montañas, puede que hallaran cosas increíbles bajo las laderas que las enmascaran. En cuanto a la caverna donde los turcos encerraron a aquella... bestia, no era propiamente una caverna. Me estremecí al imaginar el insondable abismo de tiempo que se abre entre el presente y aquella época en que la Tierra se estremeció, levantando como una ola aquellas montañas azules que cubrieron cosas inconcebibles. ¡Ojalá ningún hombre cave al pie de ese remate horrible que se llama Piedra Negra!
¡Una llave! ¡Ah, la Piedra es una Llave, símbolo de un horror olvidado! Ese horror se ha diluido en el limbo del que surgió como una pesadilla durante el nebuloso amanecer de la Tierra. Pero ¿qué hay de las otras posibilidades diabólicas que insinúa Von Junzt...? ¿De quién era esa mano monstruosa que estranguló su vida? Desde que leí el manuscrito de Selim Bahadur, ya no he albergado ninguna duda sobre la Piedra Negra. No ha sido siempre el hombre señor de la Tierra... Pero ¿lo es ahora?
Y obsesivamente, me vuelve un solo pensamiento: si un ser monstruoso como el Señor del Monolito había logrado sobrevivir de algún modo a su propia era incalculablemente lejana, ¿qué formas sin nombre podrían acechar aún en los lugares tenebrosos del mundo?
LOS PERROS DE TINDALOS

Frank Belknap Long

(Título original: The Hounds of Tindalos)

Frank Belknap Long (n. 1903) pertenece al antiguo Kalem Klub, el primer Círculo de Lovecraft, y su amplia producción incluye dos libros de poemas, además de numerosos relatos de terror y ciencia ficción.
Los Perros de Tíndalos tiene el interés de ahondar en un concepto que en la narrativa lovecraftiana aparece a menudo, pero sólo como mera e inquietante alusión: el de una «geometría blasfema» de planos imposibles y «ángulos obscenos» que desafían a la lógica humana y permiten los desplazamientos transespaciales y transtemporales de las siniestras entidades evocadas en los Mitos.
1

—Me alegro de que haya venido —dijo Chalmers.
Estaba sentado junto a la ventana y tenía el semblante muy pálido. Dos altas velas que goteaban cerca de su codo arrojaban una luz enfermiza y ambarina sobre su larga nariz y su barbilla ligeramente deprimida. No había nada moderno en el apartamento de Chalmers. Tenía alma de asceta medieval, y prefería los manuscritos ilustrados a los automóviles, y las gárgolas de piedra de torva mirada a los aparatos de radio y las máquinas de calcular.
Al cruzar la habitación hasta el sofá, que había despejado para mí, miré hacia su mesa y me sorprendió descubrir que había estado estudiando las fórmulas matemáticas de un célebre físico contemporáneo, y que había llenado cantidades de hojas de delgado y amarillento papel con curiosos dibujos geométricos.
—Extraña vecindad la de Einstein y John Dee —dije, al tiempo que mis ojos iban de los diagramas matemáticos a los sesenta o setenta libros raros que componían su curiosa y pequeña biblioteca. Plotino y Emmanuel Moscopulus, santo Tomás de Aquino y Frenicle de Bessy se codeaban en la oscura estantería de ébano, y las sillas, la mesa y el escritorio estaban repletos de folletos sobre hechicería y brujería medievales y magia negra, así como sobre todas las cosas fascinantes y audaces que el mundo moderno ha arrumbado.
Chalmers sonrió con simpatía, y me tendió un cigarrillo ruso en una bandeja curiosamente tallada.
—Estamos descubriendo ahora precisamente —dijo— que los viejos alquimistas y hechiceros tenían razón en unas dos terceras partes, y que su moderno biólogo materialista está equivocado en nueve décimas.
—Usted siempre se ha burlado de la ciencia moderna —dije con cierta impaciencia.
—Sólo del dogmatismo científico —replicó—. Siempre he sido un rebelde, un defensor de las causas perdidas; por eso he decidido rechazar las conclusiones de los biólogos contemporáneos.
—¿Y Einstein? —pregunté.
—¡Es un sacerdote de las matemáticas trascendentales! —murmuró reverentemente—. Es un místico profundo, un explorador de la gran sospecha.
—Entonces no menosprecia enteramente la ciencia.
—Por supuesto que no —afirmó—. Simplemente desconfío del positivismo científico de estos últimos cincuenta años, del positivismo de Haeckel y de Darwin y de Bertrand Russell. Creo que la biología ha fracasado lamentablemente al intentar explicar el misterio del origen y destino del hombre.
—Déles tiempo —repliqué.
Los ojos de Chalmers relampaguearon.
—Amigo mío —murmuró—, su juego de palabras es sublime. Darles tiempo. Eso es precisamente lo que haría. Pero su moderno biólogo se ríe del tiempo. Tiene la clave, pero se niega a utilizarla. ¿Qué sabemos del tiempo, en realidad? Einstein cree que es relativo, que puede interpretarse en términos de espacio, de un espacio curvo. Pero ¿debemos detenernos aquí? Cuando las matemáticas nos abandonan, ¿no podemos seguir con... la intuición?
—Está usted pisando un terreno peligroso —observé—. Esa es una trampa que el verdadero investigador evita. Por eso ha avanzado tan despacio la ciencia moderna. No acepta nada que no pueda demostrarse. Pero usted...
—Yo tomaría hashish, opio, toda clase de drogas. Yo quisiera emular a los sabios orientales. Y entonces, quizá, captaría...
—¿El qué?
—La cuarta dimensión.
—Eso es un disparate teosófico.
—Quizá. Pero creo que las drogas dilatan la conciencia humana. William James coincide conmigo. Y he descubierto una nueva.
—¿Una nueva droga?
—La utilizaban hace siglos los alquimistas chinos; pero es prácticamente desconocida en Occidente. Sus propiedades ocultas son asombrosas. Con ayuda de mis conocimientos matemáticos, creo que puedo retroceder en el tiempo.
—No comprendo.
—El tiempo es meramente nuestra percepción imperfecta de una nueva dimensión del espacio. Tiempo y movimiento son dos ilusiones. Todo lo que ha existido desde el principio del mundo existe todavía. Los acontecimientos que ocurrieron hace siglos en este planeta siguen existiendo en otra dimensión del espacio. Los acontecimientos que sucederán dentro de siglos existen ya. Nosotros no podemos percibir su existencia porque no podemos entrar en la dimensión del espacio que los contiene. Los seres humanos, tal como los conocemos, son meramente fracciones, fracciones infinitamente pequeñas de un todo enorme. Cada ser humano se halla vinculado a toda la vida que le ha precedido en este planeta. Todos sus antepasados son partes de él. Sólo el tiempo le separa de sus predecesores, y el tiempo es una ilusión y no existe.
—Creo que comprendo —murmuré.
—Bastará para mi propósito con que se forme una vaga idea de lo que deseo llevar a cabo. Quiero arrancarme de los ojos el velo de la ilusión que el tiempo ha arrojado sobre ellos, y ver el principio y el fin.
—¿Y cree usted que esta nueva droga le ayudará?
—Estoy seguro de que sí. Y quiero que me ayude usted. Me propongo tomar la droga inmediatamente. No puedo esperar. Debo ver —sus ojos fulguraron extrañamente—. Voy a retroceder, a retroceder en el tiempo.
Se levantó y dio unos pasos hasta la chimenea. Cuando se volvió hacia mí otra vez sostenía en la palma de la mano una cajita cuadrada.
—Aquí tengo cinco gránulos de la droga Liao. Fue utilizada por el filósofo chino Lao-Tsé, y bajo su influjo llegó a ver el Tao. El Tao es la fuerza misteriosa del mundo; lo envuelve y lo penetra todo; contiene al universo visible, a todo cuanto llamamos realidad. El que capte los misterios del Tao ve claramente todo cuanto existió y cuanto existirá.
—¡Tonterías! —repliqué.
—El Tao se asemeja a un gran animal, tumbado, inmóvil, que contiene en su inmenso cuerpo todos los mundos de nuestro universo, los pasados, los presentes y los futuros. Nosotros vemos las porciones del inmenso monstruo a través de un resquicio que llamamos tiempo. Con la ayuda de esta droga, ensancharé este resquicio. Contemplaré la gran figura de la vida, la gran bestia yacente en su totalidad.
—¿Y qué es lo que desea que haga yo?
—Presenciarlo, amigo mío. Presenciarlo y tomar nota. Y si retrocedo demasiado de prisa, devolverme a la realidad. Puede hacerlo sacudiéndome violentamente. Si le parece que sufro algún dolor físico agudo, debe hacerme volver inmediatamente.
—Chalmers —dije—, desearía que no hiciese ese experimento. Va a correr riesgos horribles. No creo que exista ninguna cuarta dimensión, y además no creo en absoluto en el Tao. No apruebo su deseo de someterse a drogas desconocidas.
—Conozco las propiedades de esta droga —replicó él—. Sé con toda precisión de qué modo actúa sobre el animal humano y conozco sus peligros. El riesgo no reside en la droga misma. Mi único temor es el de perderme en el tiempo. Mire, ayudaré a la droga. Antes de tragarme esta píldora concentraré mi atención en los símbolos geométricos y algebraicos que he trazado sobre este papel —alzó la carta matemática que tenía sobre sus rodillas—. Prepararé mi mente para un viaje por el tiempo. Me acercaré a la cuarta dimensión con la mente consciente, antes de tomar la droga que me permitirá ejercer poderes ocultos de percepción. Antes de penetrar en el mundo del sueño de los místicos orientales recabaré toda la ayuda matemática que la moderna ciencia puede ofrecer. Estos conocimientos matemáticos, este acercamiento consciente a una aprehensión real de la cuarta dimensión del tiempo, complementa la acción de la droga. La droga abrirá nuevas y prodigiosas perspectivas; la preparación matemática me permitirá aprehenderlas intelectualmente. He captado a menudo la cuarta dimensión en sueños, emocionalmente, instintivamente, pero nunca he podido recordar, en la vida vigil, los ocultos esplendores que se me revelaron de manera fugaz.
»Pero con su ayuda, creo que podré recordarlos. Usted tomará nota de todo lo que diga mientras esté bajo el influjo de la droga. Por muy extraño o incoherente que sea lo que diga, no deberá omitir nada. Cuando despierte, podré facilitar la clave de todo cuanto parezca misterioso o increíble. No estoy seguro de lograrlo, pero si lo consigo —sus ojos centellearon extrañamente—, ¡el tiempo dejará de existir para mí!
Se sentó repentinamente.
—Haré la prueba ahora mismo. Por favor, póngase allí, junto a la ventana, y preste atención. ¿Tiene una pluma estilográfica?
Asentí lúgubremente y saqué mi pluma Waterman verde del bolsillo superior de mi chaqueta.
—¿Y cuaderno de notas, Frank?
Saqué a regañadientes una agenda.
—Insisto en que desapruebo este experimento —murmuré—. Va a correr un riesgo espantoso.
—¡No se ponga usted como una vieja medrosa! —me reprendió—. Nada de cuanto diga me hará detenerme ahora. Le ruego que guarde silencio mientras estudio estos diagramas.
Alzó los diagramas y los examinó atentamente. Miré cómo el reloj de la repisa de la chimenea marcaba los segundos; una rara sensación de miedo me oprimía el corazón hasta sofocarme.
De súbito, se paró el reloj, y exactamente en ese instante Chalmers se tragó la droga.
Me levanté inmediatamente y fui hacia él, pero sus ojos me suplicaron que no interfiriese.
—El reloj se ha detenido —murmuró—. Las fuerzas que lo controlan aprueban mi experimento. El Tiempo se ha parado, y yo he tomado la droga. Pido a Dios que no extravíe mi camino.
Cerró los ojos y se reclinó en el sofá. La sangre había desaparecido en su rostro y respiraba con fatiga. Evidentemente, la droga estaba obrando con extraordinaria rapidez.
—Empieza a oscurecer —murmuró—. Escriba eso. Empieza a oscurecer, y los objetos familiares de la habitación están desapareciendo. Puedo distinguirlos vagamente a través de las pestañas, pero están desvaneciéndose rápidamente.
Sacudí la pluma para hacer salir la tinta, y escribí taquigráficamente, mientras él seguía hablando.
—Voy a abandonar la habitación. Las paredes se están diluyendo y ya no puedo ver ninguno de los objetos familiares. Su rostro, sin embargo, aún sigue siendo visible para mí. Espero que siga escribiendo. Creo que voy a dar un gran salto... un salto a través del espacio. O quizá a través del tiempo. No sé. Todo es oscuro, indistinto.
Permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza apoyada sobre su pecho. Luego, de pronto, se enderezó y sus párpados se agitaron y abrieron.
—¡Dios del cielo! —exclamó—. ¡Veo!
Hacía esfuerzos en su butaca como para incorporarse, mirando fijamente hacia la pared opuesta. Pero yo sabía que miraba más allá del muro, y que los objetos de la habitación no existían para él.
—¡Chalmers! —grité—. Chalmers, ¿le despierto?
—¡No! —gritó—. ¡Lo veo todo! Todos los billones de vidas que me precedieron en este planeta están ante mí en este momento. Veo hombres de todas las épocas, de todas las razas, de todos los colores. Luchan, se matan, construyen, bailan, cantan. Se sientan alrededor de toscas fogatas en desiertos solitarios y grises, y surcan el aire en monoplanos. Cruzan los mares en canoas y en enormes vapores, pintan bisontes y mamuts en las paredes de oscuras cavernas y cubren enormes telas con extraños dibujos futuristas. Contemplo las migraciones desde Atlanta. Y desde Lemuria. Veo las razas anteriores: una horda extraña de enanos negros sojuzga el Asia, y los neandertales de cabeza hundida y rodillas encorvadas se extienden obscenamente por Europa. Veo a los aqueos invadiendo las islas griegas, y los rudos comienzos de la cultura helénica. Estoy en Atenas y Pericles es joven. Estoy en tierras de Italia. Asisto al rapto de las sabinas; marcho con las legiones imperiales. Tiemblo con pasmo y horror al avanzar los enormes estandartes, y el suelo se estremece bajo las pisadas de los victoriosos hastati. Mil esclavos desnudos se arrastran ante mí cuando paso en una litera de oro y marfil tirada por bueyes de Tebas negros como la noche, y las jóvenes, arrojándome flores, me gritan al pasar: Ave Caesar; y yo hago un gesto de asentimiento y sonrío. Ahora soy esclavo en una galera mora. Veo cómo erigen una gran catedral. Se levanta piedra a piedra, y a lo largo de meses y años sigo ahí, y veo cómo van encajando cada piedra en su sitio. Me queman en una cruz con la cabeza hacia abajo en los perfumados jardines de Nerón, y contemplo con burla y regocijo a los afanosos torturadores, en las cámaras de la Inquisición.
»Recorro los más sagrados santuarios; entro en los templos de Venus. Me arrodillo en adoración ante la Magna Mater, y arrojo monedas a las rodillas desnudas de las sagradas cortesanas sentadas con velado rostro en los bosquecillos de Babilonia. Entro en un teatro isabelino y me mezclo con el populacho maloliente y aplaudo El mercader de Venecia. Paseo con Dante por las estrechas calles de Florencia. Veo a la joven Beatriz, y el borde de su vestido roza mis sandalias mientras la miro con arrobamiento. Soy sacerdote de Isis, y mi magia maravilla a las naciones. Simón el Mago se arrodilla ante mí, implorando mi ayuda, y el faraón tiembla cuando yo me acerco. En la India, hablo con los Maestros y huyo gritando de su presencia, pues sus revelaciones son como sal en la herida que sangra.
»Lo percibo todo simultáneamente. Lo contemplo todo desde todos los ángulos, soy una parte de esos prolíficos miles de millones de seres que bullen a mi alrededor. Existo en todos los hombres y todos los hombres existen en mí. Percibo la totalidad de la humana historia en un simple instante, la pasada y la presente.
»Con un simple esfuerzo, puedo ver más y más atrás. Ahora retrocedo a través de extraños ángulos y curvas. Los ángulos y las curvas se multiplican en torno mío. Percibo grandes segmentos de tiempo a través de las curvas. Hay un tiempo curvo y un tiempo angular. Los seres que existen en el tiempo angular no pueden entrar en el tiempo curvo. Es muy extraño.
»Retrocedo más y más. El hombre ha desaparecido de la Tierra. Los reptiles gigantescos se acurrucan bajo las enormes palmeras y nadan en las aguas repugnantemente negras de los lagos. Ahora han desaparecido los reptiles. No quedan animales en la tierra; pero bajo las aguas, claramente visibles para mí, se mueven lentamente oscuras formas por entre una vegetación corrompida.
»Las formas se vuelven cada vez más simples. Ahora son meras células. A mi alrededor hay ángulos... ángulos extraños sin paralelo en la Tierra. Estoy desesperadamente asustado.
»Hay un abismo de ser que el hombre no ha sospechado jamás.
Le miré fijamente. Chalmers se había puesto de pie y gesticulaba con los brazos.
—Ahora cruzo ángulos extraterrestres; me acerco... ¡Oh, el miedo abrasador!
—¡Chalmers! —exclamé—. ¿Quiere que le interrumpa?
Se llevó vivamente la mano derecha al rostro, como para cubrir una visión inenarrable.
—¡Aún no! —exclamó—; seguiré. Veré... lo que... hay... más allá...
Un sudor frío bañó su frente, y sus hombros se estremecieron espasmódicamente.
—Más allá de la vida —su rostro se puso ceniciento de terror—, hay seres que no puedo distinguir. Se mueven con lentitud a través de los ángulos. No tienen cuerpo, y se desplazan lentamente por ángulos atroces.
Fue entonces cuando me di cuenta del olor que reinaba en la habitación. Era un olor acre, indescriptible, tan nauseabundo que apenas se podía soportar. Me dirigí rápidamente a la ventana y la abrí de par en par. Cuando me volví hacia Chalmers, y le miré a los ojos, casi me desmayé.
—¡Creo que me han olfateado! —exclamó—. Se están volviendo hacia mí.
Temblaba horriblemente. Por un momento, arañó en el aire con las manos. Luego sus piernas perdieron fuerzas y se desplomó de bruces, gimiendo y profiriendo ruidos inarticulados.
Le contemplé en silencio mientras se arrastraba por el suelo. Ya no era un hombre. Enseñaba los dientes y le caía la saliva por las comisuras de la boca.
—¡Chalmers —exclamé—, déjelo! ¡Déjelo!, ¿me oye?
Como en respuesta a mi súplica comenzó a proferir una serie de sonidos roncos y convulsivos que más parecían ladridos de perro que otra cosa, y a retorcerse espantosamente en círculo alrededor de la habitación. Me incliné y le agarré por los hombros. Le sacudí violentamente, desesperadamente. Él volvió la cabeza y me mordió la muñeca. Me puse enfermo de horror, pero no me atreví a soltarlo por temor a que se destruyese a sí mismo en un paroxismo de rabia.
—Chalmers —murmuré—, deténgase. No hay nada en la habitación que pueda hacerle ningún daño. ¿Me entiende?
Seguí sacudiéndole y amonestándole, y, gradualmente, la locura se fue borrando de su rostro. Temblando convulsivamente, se desplomó grotescamente acurrucado sobre la alfombra china.
Lo llevé al sofá y lo acomodé en él. Su semblante estaba contraído de dolor; comprendí que luchaba torpemente por escapar de los abominables recuerdos.
—Whisky —susurró—. Encontrará una botella en la vitrina junto a la ventana... en el estante de arriba a la izquierda.
Cuando le tendí la botella, sus dedos se apretaron alrededor de ella hasta que sus nudillos se pusieron azules.
—Casi acaban conmigo —boqueó. Tomó grandes sorbos de la estimulante bebida, y poco a poco le volvió el color a la cara.
—Esa droga es muy perniciosa —murmuré.
—No ha sido la droga —gimió él.
Sus ojos no habían perdido el fulgor demente, pero todavía tenía aspecto de alma perdida.
—Me habían olfateado en el tiempo —gimió—. He ido demasiado lejos.
—¿Cómo eran? —pregunté, por seguirle la comente.
Se inclinó hacia adelante y me agarró del brazo. Temblaba horriblemente.
—¡No hay palabras en nuestra lengua que puedan describirlos! —hablaba en un ronco susurro—. Simbolizan vagamente el mito de la Caída, en una forma obscena que a veces se encuentra grabada en antiguas tabletas. Los griegos tenían un nombre para ellos, que ocultaba su impureza esencial. El árbol, la serpiente y la manzana son símbolos vagos de un misterio espantoso.
Su voz se había elevado hasta el grito.
—Frank, Frank, en el principio se cometió una terrible e inenarrable acción. Antes del tiempo, aconteció esa acción, y a partir de ella...
Se había levantado y paseaba histéricamente por la habitación.
—Las acciones de los muertos se desplazan a través de ángulos en las oscuras oquedades del tiempo. ¡Están hambrientos y sedientos!
—Chalmers... —Supliqué que se sosegara—. Vivimos en la tercera década del siglo xx.
—¡Están flacos y sedientos! —gritó—. ¡Son los Perros de Tíndalos!
—Chalmers, ¿quiere que llame a un médico?
—Un médico no puede ayudarme ahora. Son horrores del alma, y sin embargo —se miró las manos y gimió—, son reales, Frank. Los he visto durante un horrible momento. Durante un instante, he estado en el otro lado. He estado en las grises y pálidas orillas del otro lado del tiempo y del espacio. En una horrible luz que no era luz, en un silencio que gritaba, y los he visto.
»En sus cuerpos flacos y hambrientos se concentraba toda la maldad del universo. Pero ¿tenían cuerpo? Los he visto sólo un momento; no estoy seguro. Pero los he oído resollar. Durante un instante indescriptible los he sentido respirar sobre mi rostro. Se han vuelto hacia mí, y he huido gritando. En un instante, he huido gritando a través del tiempo. Me he alejado millones y millones de años.
»Pero me han olfateado. Los hombres despiertan en ellos un hambre cósmica. Hemos escapado momentáneamente de la impureza que los circundaba. Tienen sed de aquello que hay de limpio en nosotros, de aquello que dimana de las acciones sin mancha. Hay una parte de nosotros que no participa de la acción, y que ellos odian. Pero no imagine que son literalmente, prosaicamente malvados. Están más allá del bien y del mal, según los conocemos nosotros. Son ellos quienes se apartaron al principio de la pureza. Por medio de la acción, se convirtieron en cuerpo de muerte, receptáculos de toda la impureza. Pero no son malos en nuestro sentido, porque en las esferas, a través de las cuales se mueven, no existe el pensamiento, ni la moral, ni lo justo, ni lo injusto, según lo entendemos nosotros. Únicamente existe lo puro y lo impuro. Lo impuro se expresa mediante el ángulo; lo puro mediante las curvas. El hombre, su parte pura, procede de una curva. No se ría. Me refiero literalmente.
Me levanté y busqué mi sombrero.
—Le compadezco de veras, Chalmers —dije, y me dirigí a la puerta—. Pero no tengo intención de seguir escuchando semejante galimatías. Le mandaré mi médico para que le vea. Es persona madura y amable, y no se ofenderá si le manda usted al diablo. Pero espero que escuche su consejo. Una semana de descanso en un buen sanatorio le sentará inmensamente bien.
Le oí reírse mientras bajaba yo las escaleras, pero su risa era tan absolutamente carente de alegría que me hizo llorar.

2

Cuando Chalmers telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso fue colgar el receptor en el acto. Su petición era tan inusitada y su voz tan tremendamente histérica que temí que el seguir relacionándome con él pusiese en peligro mi propia salud mental. Pero no podía dudar de su aflicción, y cuando se desmoronó completamente y le oí sollozar por el teléfono, decidí acceder a lo que me pedía.
—Muy bien —dije—. Iré inmediatamente y llevaré el yeso.
De camino a casa de Chalmers, me detuve en un almacén y compré veinte libras de yeso de París. Cuando entré en la habitación de mi amigo, se hallaba éste acurrucado junto a la ventana, vigilando la pared opuesta con unos ojos enfebrecidos de pavor. Al verme se levantó y agarró el saco del yeso con una avidez que me asombró y horrorizó. Había desalojado todo el mobiliario y la habitación presentaba un aspecto desolado.
—¡Cabe dentro de lo posible que podamos burlarlos! —exclamó—. Pero debemos actuar rápidamente. Tráigala aquí de prisa, Frank; hay una escalera de mano en el recibidor. Tráigala en seguida. Y traiga un cubo con agua.
—¿Para qué? —murmuré.
Se volvió vivamente, y vi su rostro agitado.
—¡Para amasar el yeso! —exclamó—. Para amasar el yeso que salvará nuestros cuerpos y nuestras almas de una contaminación nefanda. Para amasar el yeso que salvará al mundo de... ¡Frank, hay que impedir que entren!
—¿Quiénes? —pregunté.
—¡Los Perros de Tíndalos! —gruñó—. Sólo pueden llegar hasta nosotros a través de ángulos. Voy a enyesar todos los rincones, todas las aberturas. Debemos hacer que esta habitación se parezca al interior de una esfera.
Yo sabía que habría sido inútil discutir con él. Traje la escalera de mano, Chalmers amasó el yeso, y trabajamos febrilmente durante tres horas. Recubrimos las cuatro esquinas de la pared y las intersecciones del suelo con la pared y de la pared con el techo, y redondeamos los ángulos del hueco de la ventana.
—Permaneceré en esta habitación hasta que vuelvan en el tiempo —afirmó cuando nuestra tarea quedó concluida—. Cuando descubran que el olor les lleva a través de curvas, darán media vuelta. Regresarán hambrientos, gruñendo insatisfechos, a la impureza que existió en el principio antes del tiempo, más allá del espacio.
Asentí cortésmente y encendí un cigarrillo.
—Ha hecho bien en ayudar —dijo.
—¿Irá a que le vea un médico, Chalmers? —le rogué.
—Tal vez... mañana —murmuró—. Ahora tengo que vigilar y esperar.
—¿Esperar a qué? —pregunté apremiante.
Chalmers sonrió pálidamente.
—Sé que cree que estoy chiflado —dijo—. Tiene usted una mente perspicaz pero prosaica, y no puede concebir un ser que no dependa para existir de la fuerza y de la materia. Pero ¿se le ha ocurrido alguna vez, amigo mío, que la fuerza y la materia son meramente barreras para la percepción impuestas por el tiempo y el espacio? Cuando uno sabe, como yo, que el tiempo y el espacio son idénticos y que son falaces porque no son sino manifestaciones imperfectas de una realidad superior, uno ya no busca en el mundo visible una explicación del misterio y del terror del ser.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta.
—Perdóneme —exclamó—. No quiero ofenderle. Usted tiene una inteligencia superlativa, pero yo... yo la tengo sobrehumana. Es natural que yo comprenda sus limitaciones.
—Telefonéeme si me necesita —dije, y bajé los escalones de dos en dos—. Le enviaré un médico en seguida —murmuré para mis adentros—. Es un caso perdido, y sabe Dios lo que sucederá si no le atiende alguien inmediatamente.

3

Lo que sigue es un resumen de dos noticias que aparecieron en la Partridgeville Gazette del 3 de julio de 1928.

Un terremoto sacude el distrito financiero

A las dos en punto de esta madrugada, un temblor de tierra de inusitada intensidad ha roto varios cristales de ventanas en Central Square y ha averiado completamente el sistema eléctrico y los raíles del tranvía. La sacudida se ha sentido en los distritos periféricos, y el campanario de la Primera Iglesia Anabaptista de Angell Hill (construida por Christopher Wren en 1717) se ha derrumbado completamente. Los bomberos están tratando actualmente de apagar un incendio que amenaza destruir la fábrica de adhesivos de Partridgeville. Se ha prometido la más urgente y completa investigación para determinar la responsabilidad de tan desastroso suceso.

Escritor ocultista asesinado por un visitante desconocido

Crimen horrible en Central Square

El misterio rodea la muerte de Halpin Chalmers

A las 9 horas del día de hoy ha sido hallado el cuerpo de Halpin Chalmers, autor y periodista, en una habitación vacía sobre la joyería de Smithwick & Isaacs, en el número 25 de Central Square. Las indagaciones del forense han revelado que la habitación había sido alquilada amueblada por el señor Chalmers el 1 de mayo, y que éste había eliminado los muebles hacía un par de semanas. Chalmers era autor de varios libros sobre temas de ocultismo y miembro de la Sociedad de Bibliófilos. Anteriormente había residido en Brooklyn, Nueva York.
A las 7, el señor L. E. Hancock, que ocupa el apartamento opuesto a la habitación de Chalmers del edificio Smithwick & Isaacs, notó un olor extraño al abrir la puerta para entrar a su gato y recoger la edición matinal de la Partridgeville Gazette. Describe el olor como extremadamente acre y nauseabundo, y afirma que era tan fuerte en la proximidad de la habitación de Chalmers, que se vio obligado a taparse la nariz al pasar por delante.
Estaba a punto de volver a su propio apartamento, cuando se le ocurrió que Chalmers podía haber olvidado accidentalmente cerrar el gas de su pequeña cocina. Se sintió alarmado ante tal pensamiento, así que decidió averiguarlo; y al no obtener respuesta de Chalmers a sus repetidas llamadas a la puerta, lo notificó al conserje. Este abrió con una llave maestra, y los dos hombres irrumpieron rápidamente en la habitación de Chalmers. La estancia se hallaba totalmente desprovista de mobiliario, y Hancock afirma que tan pronto como vio el suelo se le heló el corazón; el conserje, sin decir palabra, se dirigió a la ventana abierta y desde allí inspeccionó el edificio de enfrente lo menos durante cinco minutos.
Chalmers yacía tendido de espaldas en el centro de la habitación. Estaba completamente desnudo, y tenía el pecho y los brazos cubiertos de un extraño pus o licor azulenco. La cabeza descansaba grotescamente sobre el pecho, cercenada del cuerpo, y tenía la cara contraída y horriblemente mutilada. No se veían rastros de sangre en ninguna parte.
La habitación presentaba un aspecto de lo más singular. Las intersecciones de las paredes, techo y suelo habían sido rellenadas con yeso de París, si bien algunos trozos se habían resquebrajado y desprendido, y alguien había reunido los cascotes en el suelo alrededor del hombre asesinado, de suerte que formaban un triángulo.
Junto al cadáver se han encontrado varias hojas de papel amarillento y chamuscado. Dichas hojas contenían fantásticos dibujos geométricos y símbolos y varias frases garabateadas apresuradamente. Estas frases resultan casi ilegibles, y tan absurdas que no han proporcionado ninguna clave sobre la identidad del que ha perpetrado el crimen: «Espero y vigilo —escribió Chalmers—. Estoy sentado junto a la ventana y vigilo las paredes y el techo. No creo que puedan cogerme, pero debo tener cuidado con los Doels. Tal vez ellos puedan contribuir a que irrumpan aquí. Los sátiros colaborarán, y pueden avanzar a través de los círculos escarlata. Los griegos sabían un medio de prevenir eso. Es una lástima que hayamos olvidado tantas cosas.»
En otra hoja de papel, la más chamuscada de los siete u ocho fragmentos encontrados por el sargento detective Douglas (del destacamento de Partridgeville), tenía garabateado lo siguiente:
«¡Gran Dios, el yeso se está cayendo! Una terrible sacudida ha desprendido el yeso y se está cayendo. ¡Tal vez haya sido un temblor de tierra! No podía haber prevenido esto. Se está haciendo oscuro en la habitación. Tengo que telefonear a Frank. Pero ¿llegará a tiempo? Lo intentaré. Recitaré la fórmula de Einstein. Recitaré... ¡Dios, están irrumpiendo! ¡Están entrando! De los rincones de la pared brota humo. Sus lenguas... ¡Aaahhh!...»
En opinión del sargento detective Douglas, Chalmers ha sido también envenenado por algún químico desconocido. Ha enviado muestras del extraño limo azul encontrado sobre el cuerpo de Chalmers a los Laboratorios Químicos de Partridgeville, y espera que el informe arroje alguna luz sobre uno de los más misteriosos crímenes de los recientes años. Es cierto que Chalmers tuvo un invitado la noche antes del terremoto, pues su vecino oyó claramente un murmullo bajo de conversación en la habitación de aquél, al cruzar por delante de la puerta cuando se dirigía a la escalera. Se sospecha seriamente de este desconocido visitante, y la policía se esfuerza activamente en descubrir su identidad.

4

Informe de James Morton, químico y bacteriólogo

Estimado señor Douglas:
El fluido que usted me envió para su análisis es el más raro que he examinado jamás. Parece protoplasma viviente, pero carece de las sustancias conocidas como enzimas. Los enzimas catalizan las reacciones químicas que tienen lugar en las células vivas, y cuando la célula muere, la desintegran por hidrolización. Sin enzimas, el protoplasma poseería una vitalidad resistente, esto es, la inmortalidad. Los enzimas son componentes negativos, por así decir, del organismo unicelular, que es la base de toda vida. Los biólogos niegan categóricamente que la materia viviente pueda existir sin enzimas. Y sin embargo, la sustancia que usted me ha enviado está viva y carece de estos cuerpos «indispensables». Buen Dios, señor, ¿se da cuenta de las asombrosas perspectivas que esto abre?

5

Extracto de El Vigilante Secreto, del fallecido Halpin Chalmers

¿Qué diríamos si, paralelamente a la vida que conocemos, existiese otra vida que no muere, que carece de los elementos que destruyen nuestra vida? Quizá en otra dimensión existe una fuerza distinta de aquella que genera nuestra vida. Quizá esta fuerza emite energía, o algo similar a la energía, que pasa de la dimensión desconocida donde está y crea una nueva forma de vida celular en nuestra dimensión. Nadie sabe que dicha nueva vida celular existe en nuestra dimensión. Ah, pero yo he visto sus manifestaciones. He hablado con ellos. En mi habitación, de noche, he hablado con los Doels. Y en sueños, he visto a su hacedor. He estado en el dudoso borde del otro lado del tiempo y la materia y lo he visto. Se mueve a través de extrañas curvas y atroces ángulos. Algún día viajaré en el tiempo, y me enfrentaré con ello cara a cara.
LOS DEVORADORES DEL ESPACIO

Frank Belknap Long

(Título original: The Space Eaters)

Como señala el propio Derleth en su prólogo, existe un indudable paralelismo entre la mitología lovecraftiana y la cristiana, sobre todo en lo referente a la expulsión de los Primordiales (equivalente a la caída de los ángeles rebeldes) y a la secular lucha entre el Bien y el Mal. En el siguiente relato de F. B. Long, la conexión entre ambas mitologías se explicita abiertamente. Por otra parte, la narración es un claro homenaje a Lovecraft, hasta el punto de que roza la alusión directa.
1

El horror llegó a Partridgeville en forma de niebla impenetrable.
Toda aquella tarde, los espesos vapores del mar se habían arremolinado y remansado alrededor de la granja, y la humedad flotaba en la habitación en la que estábamos sentados. La niebla ascendía en espirales desde debajo de la puerta, y sus largos y húmedos dedos rozaban mi pelo hasta hacerlo gotear. Las ventanas de cuadrados cristales estaban cubiertas de una película espesa y perlada de humedad; el aire era pesado y denso e increíblemente frío.
Miré con tristeza a mi amigo. Se había vuelto de espaldas a la ventana, y escribía furiosamente. Era un hombre alto, delgado, algo cargado de espaldas y de hombros muy anchos. De perfil, su cara era impresionante. Tenía una frente extremadamente ancha, la nariz larga y la barbilla algo pronunciada; un rostro sólido, sensitivo, que sugería una naturaleza sobremanera imaginativa, reprimida por una inteligencia escéptica y auténticamente extraordinaria.
Mi amigo escribía relatos cortos. Lo hacía por placer, desafiando el gusto contemporáneo, y sus cuentos eran insólitos. Habrían encantado a Poe, y también a Hawthorne, a Ambrose Bierce o a Villiers de l'Isle Adam. Eran bosquejos de hombres anormales, de bestias anormales, de plantas anormales. Escribía sobre remotas regiones de imaginación y de horror, y los colores, ruidos y olores que se atrevía a evocar jamás se habían visto, oído ni olido bajo la cara familiar de la luna. Proyectaba sus creaciones sobre fondos estremecedores. Caminaban furtivas por entre los altos y solitarios bosques, subían a las agrestes montañas, bajaban vacilantes por las escalinatas de antiguas casas y andaban entre los bloques de los negros muelles corroídos.
Uno de sus cuentos, La casa del gusano, había inducido a un joven estudiante de la Universidad Midwestern a buscar refugio en un enorme edificio de ladrillo, donde a todos pareció natural que se sentase en el suelo y gritase a voz en cuello: «Mi bienamada es más pura que todas las lilas entre las lilas del jardín de las lilas.» Otro, Los corruptores, fue la causa de que recibiera ciento diez cartas indignadas de los lectores locales, cuando apareció en la Partridgeville Gazette.
Estaba yo mirándole todavía, cuando dejó de escribir súbitamente y sacudió la cabeza.
—No puedo —dijo—. Tendría que inventar un lenguaje nuevo. Y no obstante, puedo comprenderlo emocionalmente, intuitivamente, si quieres. Si al menos pudiese expresarlo en una frase, algo así como «el extraño reptar de su espíritu descarnado».
—¿Es algún nuevo horror? —pregunté.
Movió la cabeza negativamente.
—No es nuevo para mí. Lo conozco y lo siento desde hace años: es un horror absolutamente inconcebible para tu prosaico cerebro.
—Muchas gracias —dije.
—Todos los cerebros humanos son prosaicos —explicó—. No quería ofenderte. Son los sombríos terrores que acechan detrás y por encima de ellos, lo que es misterioso y espantoso. ¿Qué pueden saber nuestros pequeños cerebros de las vampiresas entidades que acaso acechan en dimensiones que están por encima de la nuestra, o más allá del universo de las estrellas? —Ahora me miraba con fijeza.
—¡Pero no puedes creer sinceramente en semejantes tonterías! —exclamé.
—¡Por supuesto que no! —sacudió la cabeza y rió—. Demasiado sabes que soy profundamente escéptico para creer en nada. He descrito meramente las reacciones de un poeta ante el universo. Si uno desea escribir historias espectrales y de verdad logra plasmar una sensación de horror, deberá creer en todo... y en cualquier cosa. Por cualquier cosa entiendo el horror que trasciende cualquier cosa, que es más terrible e imposible que nada. Debe creer que hay seres en el espacio exterior que pueden descender y cebarse en nosotros con una maldad capaz de destruirnos completamente: tanto corporal como espiritualmente.
»Pero ¿cómo podría describir esta monstruosidad del espacio exterior si no conoce su forma, tamaño y color?
»Es prácticamente imposible hacerlo. Eso es lo que yo he intentado... y he fracasado. Quizá algún día..., pero entonces, dudo que pueda conseguirlo. Aunque el artista puede insinuarlo, sugerirlo...
—¿Sugerir qué? —pregunté, un poco desconcertado.
—Sugerir un horror que es completamente extraterreno, que se deja sentir en términos que no tienen parangón alguno en la Tierra.
Yo aún estaba perplejo. El sonrió cansadamente, y explicó su teoría.
—Hay algo prosaico —dijo— aun en los mejores relatos clásicos de misterio y terror. La vieja señora Radcliffe, con sus subterráneos secretos y sus espectros ensangrentados; Maturin, con sus alegóricos héroes perversos del estilo de Fausto y sus llamas surgiendo de la boca del infierno; Edgar Poe, con sus cadáveres manchados de grumos de sangre y sus gatos negros, sus corazones delatores y sus Valdemares en descomposición; Hawthorne, con su divertida preocupación por los problemas y horrores derivados del mero pecado humano (como si los pecados humanos tuviesen algún significado para la maligna inteligencia de más allá de las estrellas). Luego, los maestros modernos: Algernon Balckwood, que nos invita al festín de los altos dioses y nos muestra a una vieja de labio leporino sentada ante un tablero mágico manoseando unas cartas manchadas, o un absurdo nimbo de ectoplasma emanando de algún estúpido clarividente; Bram Stoker con sus vampiros y hombres lobos, meros mitos convencionales residuos del folklore medieval; Wells, con sus vehículos, hombres peces del fondo del mar, damas de la luna; y el centenar de idiotas que escriben constantemente historias de fantasmas para revistas... ¿en qué han contribuido a la literatura de lo espantoso?
»¿No somos de carne y hueso? Es natural que nos rebelemos y horroricemos cuando se nos muestra la carne y los huesos en estado de corrupción y descomposición, con los gusanos pululando por debajo y por encima. Es natural que una historia que trata de un cadáver nos haga estremecer, nos llene de miedo y horror y repugnancia. Cualquier imbécil puede suscitar esas emociones en nosotros... Poe hizo bien poco con su lady Usher y su licuescente Valdemar. Recurrió a las simples, naturales y comprensibles emociones, y era inevitable que sus lectores respondiesen.
»¿No somos descendientes de los bárbaros? ¿No habitamos durante un tiempo en altos y siniestros bosques, a merced de las bestias que desgarran y destrozan? Es inevitable que temblemos y nos rebajemos cuando tropezamos en literatura con sombras tenebrosas de nuestro propio pasado. Harpías y vampiros y hombres lobos... ¿qué son sino ampliaciones, distorsiones de los grandes pájaros y murciélagos y perros feroces que hostigaban y torturaban a nuestros antepasados? Es muy fácil suscitar el miedo manejando tales medios. Es muy fácil asustar a los hombres con las llamas de la boca del infierno, porque son ardientes y consumen y queman la carne, y ¿quién no comprende y tiene miedo del fuego? Golpes que matan, fuegos que abrasan, sombras que horrorizan porque sus sustancias acechan perversamente en los negros corredores de nuestros recuerdos heredados... Estoy cansado de los escritores que nos aterrorizan con semejantes elementos patéticamente fáciles y triviales.
Una auténtica indignación fulguraba en sus ojos.
—¿Y si existiese un horror más grande? —prosiguió—. ¿Y si seres perversos de alguna otra parte del universo decidiesen invadir éste? ¿Y si no pudiésemos verlos? ¿Y si no pudiésemos percibir su presencia? ¿Y si fuesen de un color desconocido en la Tierra, o más bien, de un aspecto que careciese de color?
»¿Y si tuviesen una forma desconocida en la Tierra? ¿Y si fuesen tetradimensionales, o tuviesen cinco o seis dimensiones? ¿Y si tuviesen cien? ¿O no tuviesen dimensiones, y existiesen no obstante? ¿Qué haríamos?
»¿No existirían para nosotros? Existirían, si nos causaran dolor. ¿Y si no fuese el dolor del calor ni del frío ni de nada que conozcamos, sino un dolor nuevo? ¿Y si afectasen a algo más que a nuestros nervios y llegasen a nuestro cerebro de una manera nueva y terrible? ¿Y si se hiciesen sentir de un modo nuevo y extraño e indecible? ¿Qué haríamos? Tendríamos las manos atadas. No puedes defenderte de lo que está dotado de mil dimensiones. ¡Imagina que, devorando, pudiesen esos seres abrirse camino hacia nosotros a través del espacio!
Ahora hablaba con una intensidad de emoción que contradecía el escepticismo que se había atribuido un momento antes.
—Sobre eso he intentado escribir. Quería hacer que mis lectores sintiesen y viesen a ese ser de otro universo, de más allá del espacio. Podría insinuarlo o sugerirlo fácilmente —cualquier idiota puede hacerlo—, pero quisiera describirlo realmente. ¡Describir un color que no es color, una forma que es amorfa!
»Un matemático podría, quizá, sugerirlo un poco más. Habría extrañas curvas y ángulos que un inspirado matemático en pleno frenesí de cálculo podría bosquejar vagamente. Es absurdo decir que los matemáticos no han descubierto la cuarta dimensión. La han vislumbrado frecuentemente, se han acercado a menudo a ella, la han intuido infinidad de veces; pero son incapaces de demostrarla. Conozco a un matemático que jura que vio una vez la sexta dimensión en una ascensión a los sublimes cielos de los cálculos diferenciales.
»Desgraciadamente, no soy matemático. Soy tan sólo un pobre artista loco y creador, y el ser del espacio exterior se me escapa completamente.
Alguien aporreó sonoramente la puerta. Crucé la habitación y retiré el cerrojo.
—¿Qué desea? —pregunté—. ¿Qué ocurre?
—Siento molestarle, Frank —dijo una voz familiar—, pero tengo que hablar con alguien.
Reconocí la cara flaca y blanca de mi más inmediato vecino, y me hice a un lado en seguida.
—Pase —dije—. Pase, no faltaba más. Howard y yo hemos estado hablando de fantasmas, y los seres que hemos invocado no son del todo agradables. Tal vez pueda usted conjurarlos.
Llamé fantasmas a los horrores de Howard porque no quería impresionar a mi vecino vulgar. Henry Wells era muy alto y corpulento, y al entrar en la habitación pareció introducir consigo una parte de la noche.
Se derrumbó en un sofá y nos miró con ojos asustados. Howard abandonó la historia que había estado leyendo, se quitó y limpió las gafas, y arrugó el ceño. Era relativamente tolerante con mis bucólicos visitantes. Aguardó quizá un minuto, y luego empezamos los tres a hablar casi al mismo tiempo.
—¡Qué noche más horrible!
—Espantosa, ¿verdad?
—¡Aciaga!
Henry Wells arrugó el ceño.
—Esta noche —dijo—, me ha... me ha ocurrido un curioso incidente. Iba con «Hortense» por Mulligan Wood...
—¿Con «Hortense»? —interrumpió Howard.
—Su yegua —expliqué impaciente—. Regresaba de Brewster, ¿no es así, Harry?
—De Brewster, sí —dijo—. Marchaba entre los árboles, atento con cien ojos a las luces deslumbrantes de los coches que surgían de la oscuridad y venían derechos hacia mí, y escuchaba las sirenas de la bahía roncar y gemir, cuando me cayó en la cabeza una cosa mojada. «Va a llover —pensé—, espero que no se me mojen las provisiones.»
»Me volví para asegurarme de que iban bien cubiertas la mantequilla y la harina, y algo blando como una esponja se elevó del fondo del carro y me golpeó en la cara. Di una manotada y lo cogí entre los dedos.
»Me dio la sensación de que tenía en las manos una especie de gelatina. La apreté, y la cosa mojada se me escurrió muñeca abajo. El caso es que no estaba tan oscuro como para no verlo. Es extraña la claridad que encierra la niebla... parece hacer la noche más diáíana. Había una especie de luminosidad en el ambiente. No sé, puede que no fuera la niebla, en definitiva. Los árboles parecían apartarse. Podía verlos recortados y claros. Como iba diciendo, miré aquello y ¿qué creerán ustedes que parecía? Pues parecía un trozo de hígado crudo. O sesos de vaca. Ahora que me paro a pensarlo, creo que se parecía más a unos sesos de vaca. Tenía pliegues, y los hígados no tienen muchos pliegues. El hígado es por lo general terso como un cristal.
»Pasé un momento espantoso. "Debe de haber alguien en lo alto de estos árboles —pensé—. Debe de ser algún trampero, o algún chiflado, y ha estado comiendo hígado. Mi carro le ha asustado y lo ha dejado caer... bueno, un trozo nada más." No cabe duda. No había ningún hígado en el carro al salir de Brewster.
»Miré hacia arriba. Usted sabe lo altos que son los árboles en Mulligan Wood. No pueden verse las copas de algunos de ellos desde el camino en un día luminoso. Y ya sabe lo retorcidos y extraños que resultan algunos. Es curioso, pero siempre me han parecido hombres viejos... viejos y enormemente altos, por supuesto; altos y encorvados y perversos. Siempre los he imaginado como deseando causar algún daño. Hay algo malsano en esos árboles que crecen tan juntos y tan retorcidos.
»Alcé los ojos.
»Al principio no vi más que los corpulentos árboles, blancos y relucientes debido a la niebla, y por encima de ellos, una bruma espesa y blancuzca que ocultaba las estrellas. Y entonces, algo largo y blanco descendió velozmente por el tronco de uno de ellos.
»Bajó tan de prisa que no pude verlo claramente. De todos modos era tan delgado que no pude distinguirlo muy bien. Pero parecía un brazo. Era como un brazo largo, blanco y muy delgado. ¿Quién ha visto jamás un brazo tan largo como un árbol? No sé qué me induce a compararlo con un brazo, porque no era más que una línea delgada... como un alambre o una cuerda. Además, no estoy siquiera seguro de haberlo visto. Puede que lo imaginara. Ni siquiera estoy seguro de que tuviese el grosor de una cuerda. Pero tenía mano. ¿O no? Cuando pienso en eso se me ofusca la cabeza. Bueno, se movió tan de prisa que no me dio tiempo a verlo con claridad.
»Pero me dio la impresión de que buscaba algo que había caído. Por un instante, la mano pareció extenderse por encima de la carretera, y luego se apartó del árbol y se dirigió hacia el carro. Era como una mano enorme y blancuzca que avanzaba sobre sus dedos con un brazo terriblemente largo unido a ella que se elevaba hasta la niebla, o quizá hasta las estrellas.
«Solté un grito y fustigué a "Hortense" con las riendas, pero el animal no necesitaba que lo apremiasen. Se puso fuera de alcance antes de que yo tuviese tiempo de arrojar el hígado o los sesos de vaca o lo que fuese al camino. Salió disparada a tal velocidad que casi vuelca el carro, pero yo no tiré de las riendas. Prefería caerme en una zanja y romperme una costilla a que una mano larga y blancuzca me cogiese por el cuello y me cortase la respiración.
»Casi habíamos salido del bosque y empezaba a respirar nuevamente, cuando se me heló el cerebro. No puedo describir lo que sucedió de ningún otro modo. Sentí que el cerebro se me quedaba frío como el hielo dentro de la cabeza. Les aseguro que estaba asustado.
»No crean que no podía pensar claramente. Tenía conciencia de todo lo que sucedía a mi alrededor, pero mi cerebro estaba tan frío que grité de dolor. ¿Han sostenido alguna vez un trozo de hielo en la palma de la mano durante dos o tres minutos? Quema, ¿verdad? El hielo quema más que el fuego. Bien, sentí el cerebro como si hubiese estado en hielo durante horas y horas. Tenía un horno dentro de la cabeza, pero era un horno de frío. Rugía de frío violento.
»Tal vez debiera dar gracias de que no durara el dolor. Me desapareció a los diez minutos, y cuando llegué a casa no se me ocurrió que hubiera sufrido daño alguno por esta experiencia. No pensé efectivamente en eso, hasta que me miré en el espejo. Entonces descubrí este agujero en la cabeza.
Henry Wells se inclinó hacia adelante y se apartó el pelo de la sien derecha.
—Aquí está la herida —dijo—. ¿Qué piensa de ello? —Se golpeó con los dedos debajo de un pequeño orificio redondo en dicho lugar—. Es como una herida de bala —comentó—, pero no me ha salido sangre y se puede ver que es bastante profundo. Parece como si me llegara al centro de la cabeza. No debería estar vivo.
Howard se había levantado y miraba fijamente a mi vecino con ojos furiosos y acusadores.
—¿Por qué nos ha mentido? —gritó—. ¿Por qué nos ha contado esta absurda historia? ¡Una mano larga! Usted está bebido. Borracho... y sin embargo, ha logrado lo que a mí me habría costado sudar sangre. Si yo lograse hacer que mis lectores pudiesen sentir ese horror, sentir por un momento ese miedo que nos ha descrito usted de los bosques, me situaría entre los inmortales... sería más grande que Poe, más grande que Hawthorne. Y usted... un burdo embustero borracho...
Me puse de pie con una furiosa protesta.
—No es un embustero —dije—. Le han disparado un tiro... alguien le ha disparado un tiro en la cabeza. Mira esta herida. ¡Dios mío, no tienes ningún derecho a insultarle!
La ira de Howard se desvaneció y el fuego desapareció de sus ojos.
—Perdóneme —dijo—. No puedes figurarte de qué manera necesitaba yo atrapar ese horror fundamental, traspasarlo al papel; y él lo ha dicho con toda facilidad. Si me hubiese advertido que iba a describir una cosa así habría tomado notas. Pero naturalmente, él no sabe que es un artista. Se trata de un tour de force casual lo que ha hecho; no podría hacerlo otra vez, estoy seguro. Siento haberme acalorado... discúlpeme. ¿Quiere que vaya a buscarle un médico? Esa herida es grave.
Mi vecino negó con la cabeza.
—No quiero médicos —dijo—. Ya he visto a uno. No tengo ninguna bala en la cabeza... el agujero no ha sido causado por una bala. Cuando el médico no pudo explicarlo, me reí de él. Odio a los médicos; y me tiene sin cuidado la gente estúpida que cree que tengo por costumbre mentir. Me tiene sin cuidado la gente que no me cree cuando digo que he visto deslizarse por un árbol una cosa larga, blancuzca, con tanta claridad como si fuese de día.
Pero Howard examinaba la herida pese a la indignación de mi vecino.
—Ha sido hecha por algo redondo y afilado —dijo—. Es extraño, pero la carne no ha sido destrozada. Un cuchillo o una bala habría desgarrado la carne, habría dejado un borde destrozado.
Asentí, y me incliné para examinar la herida, cuando Wells gritó, y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Ahhhh! —farfulló—. Ha vuelto... el terrible, terrible frío.
Howard le miró fijamente.
—¡No espere de mí que crea semejante tontería! —exclamó disgustado.
Pero Wells siguió sujetándose la cabeza y danzando por la habitación en un delirio de agonía.
—¡No puedo soportarlo! —gritaba—. Se me está congelando el cerebro. No es un frío normal. ¡Oh, Dios! Es algo como no ha sentido nadie jamás. Muerde, abrasa, despedaza. Es como el ácido.
Le puse una mano sobre el hombro y traté de apaciguarle, pero él me apartó y se dirigió hacia la puerta.
—Tengo que salir de aquí —exclamó—. Ese ser necesita espacio. Mi cabeza no puede contenerlo. Necesita la noche... la inmensidad de la noche. Quiere revolcarse en la noche.
Abrió la puerta y desapareció en la niebla. Howard se secó la frente con la manga de la chaqueta y se derrumbó en la silla.
—Loco —murmuró—. Es un caso trágico de psicosis maníaco-depresiva. ¿Quién lo habría sospechado? La historia que nos ha contado no era en absoluto una invención consciente. Era simplemente un producto pesadillesco concebido por el cerebro de un lunático.
—Sí —dije—. Pero ¿cómo explicas el agujero de su cabeza?
—¡Ah, eso! —Howard se encogió—. Probablemente lo tiene de siempre... a lo mejor es de nacimiento.
—Tonterías —dije—. Ese hombre no tenía antes ningún agujero en la cabeza. Personalmente, creo que le han pegado un tiro. Deberíamos hacer algo. Necesita atención médica. Será mejor que telefonee al doctor Smith.
—Es inútil intervenir —dijo Howard—. Ese agujero no ha sido causado por una bala. Te aconsejo que lo olvides hasta mañana. Su locura puede ser temporal; puede que se le pase, y entonces nos reprocharía el habernos entremetido. Si mañana se encuentra todavía emocionalmente trastornado, si vuelve otra vez e intenta armar jaleo, puedes dar parte a las autoridades correspondientes. ¿Se ha comportado de modo extraño con anterioridad?
—No —dije—. Siempre ha estado completamente sano. Creo que seguiré tu consejo y esperaré. Pero quisiera poder explicarme el agujero de la cabeza.
—La historia que ha contado me interesa más —dijo Howard—. Voy a escribirla antes de que se me olvide. Por supuesto, no seré capaz de hacer que el horror resulte tan real como él, pero quizá pueda reflejar un poco la impresión de extrañeza y fascinación.
Desenroscó el capuchón de su estilográfica y empezó a rellenar una cuartilla con extrañas frases.
Sentí un escalofrío y cerré la puerta.
Durante varios minutos, no se oyó otro ruido en la habitación que el del garabateo de su pluma al correr por el papel. Durante varios minutos hubo silencio... y luego, empezaron los alaridos. ¿O eran gemidos?
Los oímos a través de la puerta cerrada, por encima del ulular de las sirenas y el oleaje de la playa de Mulligan. Los oímos por encima de un millón de ruidos de la noche que nos habían horrorizado y deprimido, mientras estuvimos sentados charlando en la casa solitaria y envuelta por la niebla. Y los oímos tan claramente que por un momento creímos que provenían de muy cerca de la casa. Hasta que no los escuchamos una y otra vez —prolongados, taladrantes gemidos—, no descubrimos una calidad de lejanía. Poco a poco, nos fuimos dando cuenta de que provenían de muy lejos, muy lejos; quizá del bosque de Mulligan.
—Es un alma en pena —murmuró Howard—. Una pobre alma condenada, en las garras del horror del que te he hablado... el horror que yo he conocido y sentido durante años.
Se puso en pie inquieto. Sus ojos centelleaban y respiraba agitadamente.
Le cogí por los hombros y lo sacudí.
—No deberías proyectarte en tus historias de esa manera —exclamé—. Probablemente es algún desdichado que se encuentra en apuros. No sé qué habrá pasado. Puede que haya naufragado algún barco. Voy a ponerme un chubasquero y averiguar qué ocurre. Me parece que nos necesitan.
—Puede que nos necesiten —repitió Howard lentamente—. Puede que nos necesiten de verdad. No se quedarán satisfechos con una simple víctima. Pienso en el gran viaje a través del espacio, ¡la sed y el hambre que deben de haber pasado! ¡Es absurdo imaginar que se contentarán con una simple víctima!
Luego, de pronto, le sobrevino un cambio. Se apagó la luz de sus ojos y su voz perdió su vibración. Se estremeció.
—Perdóname —dijo—. Tengo miedo de que pienses que estoy tan loco como el patán que ha estado aquí hace unos minutos. Pero no puedo por menos de identificarme con mis personajes cuando escribo. He descrito algo tremendamente perverso, y esos alaridos... bueno, son exactamente como los que daría un hombre si... si...
—Comprendo —le interrumpí—, pero no tengo tiempo para hablar de eso ahora. Hay un pobre hombre allá —señalé vagamente hacia la puerta—, sin duda en apuros. Está tratando de liberarse de algo... no sé de qué. Tenemos que ayudarle.
—Por supuesto, por supuesto —accedió él, y me siguió a la cocina.
Sin decir palabra, bajé, cogí un chubasquero y se lo tendí. Le di también un gran sombrero de hule.
—Póntelos lo más pronto que puedas —dije—. Ese hombre debe de necesitar ayuda desesperadamente.
Había cogido yo mi propio chubasquero de la percha y forcejeaba para meter los brazos en sus pegajosas mangas. Un momento después, nos abríamos paso a través de la niebla.
La niebla parecía un ser vivo. Sus largos dedos nos alcanzaban y abofeteaban incesantemente en la cara. Se enroscaba alrededor de nuestros cuerpos y se elevaba en enormes espirales grisáceas desde lo alto de nuestras cabezas. Retrocedía ante nosotros, y de pronto se precipitaba sobre nosotros y nos envolvía.
A lo lejos, confusamente, vimos las luces de unas cuantas granjas solitarias. Detrás de nosotros, palpitaba el mar y las sirenas emitían un ulular continuo y lúgubre. El cuello del chubasquero de Howard estaba levantado por encima de las orejas, y la humedad goteaba de su larga nariz. Había una torva decisión en sus ojos, y tenía la mandíbula apretada.
Caminamos durante largo rato en silencio, sin decir palabra, hasta que nos aproximamos al bosque de Mulligan.
—Si es preciso —dijo—, entraremos en el bosque.
—No hay razón para que no entremos —dije—. No es un bosque muy grande.
—¿Podría salir uno rápidamente?
—Podría salir en seguida, sí. ¡Dios mío!, ¿has oído eso?
Los gritos habían aumentado horriblemente.
—Ése está sufriendo —dijo Howard—. Está sufriendo terriblemente. ¿Crees... crees que puede ser tu amigo el chiflado?
Había formulado una pregunta que me había estado haciendo yo mismo desde hacía un rato.
—Es posible —dije—. Pero tenemos que intervenir, si está loco. Me habría gustado traer a algunos vecinos con nosotros.
—¿Y por qué, en nombre del cielo, no lo has hecho? —exclamó Howard—. Puede que haga falta una docena de hombres para sujetarlo.
No apartaba la vista de los altos árboles que se elevaban ante nosotros, y no creo que dedicara a Henry Wells un solo pensamiento.
—Ese es el bosque de Mulligan —dije. Tragué saliva—. No es muy grande —añadí estúpidamente.
—¡Oh, Dios mío! —De la niebla nos llegó el sonido de una voz en la última extremidad del dolor—. Me están devorando el cerebro. ¡Oh, Dios mío!
Yo estaba en ese momento mortalmente asustado, a punto de volverme tan loco como el hombre del bosque. Agarré el brazo de Howard.
—Vámonos —grité—. Vámonos inmediatamente. Sería una insensatez entrar. Aquí no vamos a encontrar sino la locura y el sufrimiento y quizá la muerte.
—Puede ser —dijo Howard—, pero vamos a entrar.
Su rostro estaba ceniciento bajo el gran sombrero goteante, y sus ojos eran dos delgadas rendijas azules.
—Muy bien —dije de mala gana—. Pues entremos.
Nos internamos lentamente por entre los árboles. Estos se elevaban inmensos por encima de nosotros, y la espesa niebla los deformaba y fundía de tal modo que parecían avanzar con nosotros. La niebla colgaba en jirones de sus ramas retorcidas. ¿He dicho jirones? Eran más bien serpientes de niebla, serpientes contorsionantes de venenosa lengua y ojos hipnóticos. A través de las alborotadas nubes de niebla, vimos los escamosos, nudosos troncos de los árboles, y cada uno de ellos se asemejaba al cuerpo torcido de un anciano perverso. Sólo la pequeña mancha oblonga de luz de mi linterna nos protegía contra su malevolencia.
Avanzábamos a través de los grandes bancos de niebla, y a cada paso los gritos se hacían más audibles. No tardamos en distinguir fragmentos de frases, gritos histéricos que se fundían en gemidos prolongados: «Más, más, más frío... me van devorando el cerebro, ¡más frío! ¡Ahhh!»
Howard me apretó el brazo.
—Lo encontraremos —dijo—. No podemos volver atrás ahora.
Lo encontramos tendido de costado. Se apretaba la cabeza con las manos y tenía el cuerpo doblado en dos con las rodillas tan encogidas que casi le tocaban el pecho. Estaba callado. Nos inclinamos y lo sacudimos, pero no emitió sonido alguno.
—¿Está muerto? —pregunté con voz ahogada. Sentía desesperados deseos de dar media vuelta y echar a correr. Los árboles estaban muy cerca de nosotros.
—No sé —dijo Howard—. No sé. Espero que sí.
Le vi arrodillarse y deslizar una mano bajo la camisa del pobre desdichado. Durante un momento, su rostro fue una máscara. Luego se levantó vivamente y movió negativamente la cabeza.
—Está vivo —dijo—. Debemos ponerle ropas secas lo antes posible.
Le ayudé. Entre los dos levantamos la doblada figura del suelo y la transportamos entre los árboles. Tropezamos dos veces y estuvimos a punto de caer, y las enredaderas nos desgarraban las ropas. Las enredaderas eran pequeñas manos malévolas que agarraban y desgarraban según la maligna instigación de los grandes árboles. Sin una estrella que nos guiase, sin otra luz que la pequeña linterna de bolsillo, cada vez más débil, nos abrimos paso hasta salir del bosque de Mulligan.
El zumbido no comenzó hasta que salimos del bosque. Al principio apenas lo oíamos; era muy bajo, como el ronroneo de aparatos gigantescos muy dentro de la tierra. Pero lentamente, mientras caminábamos con nuestra carga, se fue elevando hasta que ya resultó imposible ignorarlo.
—¿Qué es eso? —murmuró Howard, y a través de los espectrales jirones de la niebla vi que su rostro tenía un tinte verdoso.
—No sé —murmuré—. Es algo horrible. Jamás había oído nada semejante. ¿No puedes caminar más de prisa?
Hasta ese momento habíamos estado luchando contra horrores familiares, pero el zumbido y ronroneo que aumentaba detrás de nosotros no se parecía a nada de lo que pudiera oírse en la Tierra. Preso de incontenible horror, grité:
—¡Más de prisa, Howard, más de prisa! ¡ En nombre de Dios, salgamos de aquí!
Mientras hablaba, el cuerpo que transportábamos se retorció, y de sus labios contraídos brotó un torrente de palabras incoherentes:
—Yo iba entre los árboles, mirando hacia arriba. No podía ver las copas. Miraba hacia arriba, y luego de pronto miré hacia abajo y esa cosa aterrizó sobre mis hombros. Era todo patas... unas patas largas y serpeantes. Se lanzaron en seguida sobre mi cabeza. Yo quería alejarme de los árboles, pero no podía. Estaba solo en el bosque con eso a mi espalda, en mi cabeza, y cuanto traté de correr, los árboles me alcanzaron y me hicieron caer. Me ha hecho el agujero para poder penetrar. Quiere mi cerebro. Me ha hecho el agujero y se me ha metido dentro y no hace más que sorber y sorber y sorber. Es frío como el hielo y hace un ruido como de un enorme moscardón. Pero no es un moscardón. Y no es una mano. Me equivoqué cuando dije que era una mano. No se le puede ver. Yo no lo hubiera visto ni sentido de no haberme hecho un agujero, de no haber entrado dentro de mí. Cuando casi lo ves, cuando casi lo sientes, significa que se está preparando para penetrar.
—¿Puede caminar, Wells? ¿Puede caminar?
Howard había soltado las piernas de Wells, y pude oír el áspero jadeo de su respiración mientras forcejeaba por librarse de su chubasquero.
—Creo que sí —sollozó Wells—. Pero no importa. Ahora me tiene en su poder. Déjenme y sálvense ustedes.
—¡Tenemos que correr! —grité yo.
—Es nuestra única posibilidad —exclamó Howard—. Wells, síganos. Síganos, ¿entiende? Le consumirán el cerebro si le atrapan. Hay que correr, muchacho, ¡síganos!
Se alejó a través de la niebla. Wells se tambaleó y le siguió como un hombre en trance. Yo sentí un horror más terrible que la muerte. El ruido era espantosamente alto, lo sentía en mis oídos, y sin embargo, en ese momento no me fue posible moverme. El muro de niebla se hizo más espeso.
—¡Frank se perderá! —dijo la voz de Wells, que se elevó en un grito desesperado.
—¡Volvamos! —fue Howard el que gritó ahora—. Será la muerte, o algo peor, pero no podemos abandonarlo.
—Seguid —dije en voz alta—. No me cogerán. ¡Salvaos vosotros!
En mi ansiedad por evitar que se sacrificaran, eché a correr alocadamente. Un instante después me había reunido con Howard y le agarraba del brazo.
—¿Qué es eso? —exclamó—. ¿De qué tenemos que tener miedo?
El zumbido nos envolvía ahora, pero no era más fuerte.
—¡ Sigue corriendo o estaremos perdidos! —me instó él frenéticamente—. Han derribado todas las barreras. Ese zumbido es un aviso. Nosotros somos sensitivos... hemos sido advertidos, pero si aumenta estaremos perdidos. Ellos son fuertes cerca del bosque de Mulligan; es aquí donde se han hecho sentir. Están tanteando ahora... abriéndose camino. Más tarde, cuando hayan aprendido, se extenderán. Si pudiésemos llegar a la granja...
—¡Llegaremos! —grité, mientras me abría paso a manotazos entre la niebla.
—¡El cielo nos ayude si no podemos! —gimió Howard.
Iba sin su chubasquero, y su camisa empapada se pegaba trágicamente a su cuerpo flaco. Avanzaba en la negrura a largas y furiosas zancadas. Muy delante de nosotros oímos los alaridos de Henry Wells. Las sirenas gemían incesantemente, e incesantemente, la niebla se enroscaba en torno a nosotros y nos envolvía.
Y el zumbido continuaba. Parecía increíble que pudiésemos encontrar el camino de la granja en la negrura. Pero lo logramos, y entramos precipitadamente en ella dando gritos de alegría.
—¡ Cierra la puerta! —exclamó Howard.
Cerré la puerta.
—Aquí estamos a salvo, creo —dijo—. Aún no han alcanzado la granja.
—¿Qué le habrá ocurrido a Wells? —pregunté sin aliento, y entonces vi las huellas mojadas que conducían a la cocina.
Howard las vio también. Sus ojos brillaron momentáneamente de alivio.
—Me alegra ver que está a salvo —murmuró—. Temía por él.
Luego su rostro se ensombreció. La cocina estaba a oscuras, y ningún ruido salía de allí.
Sin decir palabra, Howard cruzó la habitación y se internó en la oscuridad del otro lado. Yo me dejé caer en una silla, me enjugué el agua de los ojos y me eché hacia atrás el pelo que me había caído en mojados mechones sobre la cara. Permanecí sentado un momento, respirando agitadamente, y cuando la puerta crujió, sentí un escalofrío. Pero en seguida recordé lo que había dicho Howard: «Aquí estamos a salvo, creo. Aún no han alcanzado la granja.»
En cierto modo, yo confiaba en Howard. Él se daba cuenta de que nos amenazaba un nuevo y desconocido horror, y de alguna oscura manera había captado sus limitaciones.
Confieso, sin embargo, que cuando oí los gritos de la cocina mi fe en mi amigo se tambaleó ligeramente. Oí gruñidos como no creo que hayan brotado jamás de una garganta humana, y la voz de Howard se elevó en una violenta reconvención.
—¡Apártese! ¿Está usted completamente loco? ¡Nosotros le hemos salvado! ¡No, por favor... deje mi pierna! ¡Ahhh!
Al ver a Howard entrar tambaleante en la habitación, corrí hacia él y le cogí en brazos. Estaba cubierto de sangre de pies a cabeza y su rostro era de color ceniza.
—Se ha vuelto loco, furioso —gimió—. Va a cuatro patas como un perro. Se me ha lanzado encima y casi me mata. He logrado zafarme de él, pero me ha dado un terrible mordisco. Le he pegado en la cara... le he dejado inconsciente. Puede que lo haya matado. Es un animal... tenía que defenderme.
Deposité a Howard en el sofá y me arrodillé a su lado, pero él rechazó mi ayuda.
—¡No te preocupes por mí! —me instó—. Coge una cuerda, rápido, y átalo. Si vuelve en sí tendremos que luchar para defender nuestras vidas.
Lo que siguió fue una pesadilla. Recuerdo vagamente que entré en la cocina con una cuerda y até al pobre Wells a una silla; luego lavé y vendé las heridas de Howard, y encendí un fuego en la chimenea. Recuerdo también que telefoneé pidiendo un médico. Pero los incidentes se confunden en mi memoria, y no tengo una noción clara de nada, hasta la llegada de un hombre alto y grave, de ojos afables y simpáticos, cuya presencia resultaba tan sedante como un narcótico.
Examinó a Howard, asintió con la cabeza, y explicó que las heridas no eran graves. Después examinó a Wells, pero no asintió. Luego dijo lentamente :
—Sus pupilas no responden a la luz. Será necesario operarle inmediatamente. Con franqueza, no creo que podamos salvarle.
—Esa herida de la cabeza, doctor —dije—, ¿ha sido hecha por una bala?
El médico arrugó el ceño.
—Me tiene perplejo —dijo—. Naturalmente, ha sido hecha por una bala, pero debería estar parcialmente cerrada. Penetra directamente en el cerebro. Usted dice que no sabe cómo ocurrió. Le creo, pero pienso que debería notificarlo inmediatamente a las autoridades. Seguramente se pondrán a buscar al homicida; a menos... —hizo una pausa—, a menos que sea él mismo quien se haya infligido la herida. Lo que usted me cuenta es muy raro. Parece increíble que haya sido capaz de caminar durante horas. La herida se ha curado, evidentemente. No hay sangre coagulada en absoluto.
Paseó arriba y abajo.
—Debemos operarle aquí, en seguida. Existe una ligera posibilidad. Por fortuna, he traído algunos instrumentos. Vamos a despejar esta mesa y... ¿Cree usted que podría sostenerme una lámpara?
Asentí.
—Lo intentaré —dije.
—¡Bien!
El médico se ocupó de los preparativos mientras yo deliberaba en mi interior sobre si telefonear a la policía o no.
—Estoy convencido —dije finalmente—, de que la herida se la ha hecho él mismo. Wells se comportaba de un modo muy extraño. Si usted no tiene inconveniente, doctor...
—¿Sí?
—Guardaremos silencio sobre este asunto hasta después de la operación. Si Wells vive, no habrá necesidad de involucrar al pobre hombre en una investigación policial.
El doctor asintió.
—Muy bien —dijo—. Le operaremos primero y decidiremos después.
Howard se rió en silencio desde el lecho.
—La policía —dijo en tono de burla—. ¿De qué serviría que corriese detrás de esos seres del bosque de Mulligan?
Había un acento irónico y siniestro en su risa que me turbó. Los horrores que habíamos conocido en la niebla parecían absurdos e imposibles ante la fría y científica presencia del doctor Smith, y no quise acordarme de ellos.
El doctor se apartó de sus instrumentos y me susurró al oído:
—Su amigo tiene un poco de fiebre, y parece que delira. Tráigame un vaso de agua y le prepararé un sedante.
Corrí a buscar el vaso, y un momento después Howard dormía profundamente.
—Tome —dijo el doctor al darme la lámpara—. Debe sostenerla firmemente, y enfocarla según le diga yo.
La blanca e inconsciente forma de Henry Wells yacía sobre la mesa que el doctor y yo habíamos despejado, y temblé de pies a cabeza al pensar en el panorama que tenía delante.
Tendría que estar presente y contemplar el cerebro vivo de mi pobre amigo cuando el doctor lo dejara implacablemente al descubierto.
Con dedos rápidos y experimentados, el doctor administró el anestésico. Yo me sentía oprimido por una espantosa sensación de que estábamos cometiendo un crimen, de que Henry Wells habría rechazado violentamente la operación, de que habría preferido morir. Es espantoso mutilar el cerebro de un hombre. Y no obstante, sabía que la decisión del doctor estaba por encima de todo reproche, y que la ética de su profesión le exigía operar.
—Ya estamos preparados —dijo el doctor Smith—. Baje la lámpara. ¡Ahora tenga cuidado!
Vi moverse el bisturí entre sus dedos hábiles y competentes. Estuve mirando un momento, y luego volví la cabeza. Lo que capté en una fugaz mirada me puso enfermo y me mareó. Puede que fuese la imaginación, pero en el instante de fijar los ojos en la pared tuve la impresión de que el doctor estaba a punto de desvanecerse. No pronunció sonido alguno, pero estaba casi seguro de que había hecho un horrible descubrimiento.
—Baje la lámpara —dijo. Su voz fue ronca y pareció provenir de lo más profundo de su garganta.
Bajé la lámpara unos centímetros sin volver la cabeza. Esperé un reproche suyo, una maldición quizá, pero permaneció tan callado como el hombre que yacía en la mesa. Sabía, sin embargo, que sus dedos seguían trabajando, pues los oía moverse. Podía escuchar sus manos ágiles y veloces en torno a la cabeza de Henry Wells.
De pronto, tuve conciencia de que mi mano temblaba. Tenía ganas de dejar caer la lámpara; sentía que no podía sostenerla más.
—¿Está terminando ya? —murmuré con desesperación.
—¡Sostenga esa lámpara con firmeza! —me ordenó el doctor—. Si mueve la lámpara otra vez... no... no podré terminar de coser. ¡Me importa un bledo que me ahorquen! ¡No soy curador de demonios!
Yo no sabía qué hacer. Apenas podía sostener la lámpara, y la amenaza del doctor me horrorizó.
—Haga todo lo que esté de su parte —insté histéricamente—. Déle una posibilidad de volver a la vida. Era un hombre afable y bueno... ¡antes!
Durante un momento hubo silencio, y yo temí que no me hubiese escuchado. Esperé durante un rato que arrojara el escalpelo y la esponja para echar yo a correr y salir a la niebla. Cuando oí otra vez el movimiento de dedos, supe que había decidido dar al condenado una posibilidad.
Pasada la medianoche, me dijo el doctor que ya podía dejar la lámpara. Me volví con una exclamación de alivio, y me encontré con un rostro que nunca olvidaré. En tres cuartos de hora, el doctor había envejecido diez años. Tenía oscuras ojeras bajo los ojos, y su boca estaba contraída convulsivamente.
—No sobrevivirá —dijo—. Tardará menos de una hora en expirar. No he tocado su cerebro. No podía hacer nada. Al ver... su estado... lo he cosido inmediatamente.
—¿Qué ha visto? —medio susurré.
Una expresión de indecible terror asomó a los ojos del doctor.
—He visto..., he visto... —su voz se quebró, y todo su cuerpo se estremeció—. He visto... ¡Oh!, la gran vergüenza, el mal que carece de forma y de figura...
De pronto, se enderezó y miró desorbitadamente en torno suyo.
—¡Vendrán aquí y lo reclamarán! —exclamó—. Han dejado su marca en él, y vendrán por él. No deben quedarse ustedes aquí. ¡Esta casa está condenada a la destrucción!
Le miré desamparadamente mientras cogía su sombrero y su maletín y se dirigía hacia la puerta. Con dedos blancos, temblorosos, quitó el cerrojo y por un instante su delgada figura se recortó en el rectángulo de ondulante vapor.
—¡Recuerde lo que le he advertido! —gritó; luego se lo tragó la niebla.
Howard se había incorporado y se frotaba los ojos.
—¡Ha sido una mala jugada! —murmuró—. ¡Drogarme deliberadamente! De haber sabido yo que ese vaso de agua...
—¿Cómo te sientes? —le pregunté, sacudiéndole violentamente por los hombros—. ¿Crees que podrás caminar?
—¡Me drogas, y luego me pides que camine! Frank, eres un artista muy poco razonable. ¿Qué pasa ahora?
Señalé la muda figura de la mesa.
—El bosque de Mulligan es más seguro que esto —dije—. ¡Este hombre les pertenece ahora!
Howard se puso en pie de un salto y me sacudió por el brazo.
—¿Qué quieres decir? —exclamó—. ¿Cómo lo sabes?
—El doctor ha visto su cerebro —expliqué—. Y ha visto también algo que no ha querido... que no ha podido describir. Pero ha dicho que vendrían por él, y yo le creo.
—¡Debemos marcharnos de aquí inmediatamente! —exclamó Howard—. Tu médico tiene razón. Corremos un peligro mortal. Hasta el bosque de Mulligan..., pero no necesitamos regresar al bosque. ¡Tenemos tu lancha!
—¡Tenemos la lancha! —repetí, con la esperanza despertando débilmente en mi mente.
—La niebla será nuestra más mortal amenaza —dijo Howard con el ceño fruncido—. Pero hasta la muerte en el mar es preferible a este horror.
El muelle no estaba lejos, y en menos de un minuto se encontró Howard sentado a popa de la lancha, y yo manipulando furiosamente en el motor. Las sirenas gemían todavía, pero no se veían luces en ningún punto del puerto. No podíamos ver a un metro de nuestras narices. Los blancos fantasmas de la niebla se hacían vagamente visibles en la oscuridad, pero más allá de ellos se extendía la noche interminable, oscura y cargada de terror.
Howard estaba hablando.
—Siento como si reinase la muerte ahí fuera —dijo.
—Hay algo más que la muerte ahí —dije, poniendo el motor en marcha—. Creo que podremos evitar las rocas. Hay muy poco viento y conozco el puerto.
—Y, naturalmente, contaremos con las sirenas que nos guiarán —murmuró Howard—. Creo que será mejor que salgamos a mar abierto.
Yo era del mismo parecer.
—La lancha no resistiría un temporal —dije—, pero no tengo el menor deseo de permanecer en el puerto. Si llegamos a mar abierto, probablemente nos recogerá algún barco. Sería un disparate quedarnos donde nos puedan alcanzar.
—¿Cómo sabemos hasta dónde pueden llegar? —gimió Howard—. ¿Qué representan las distancias de la Tierra para seres que han viajado a través del espacio? Invadirán la Tierra. Nos destruirán a todos completamente.
—Discutiremos eso más tarde —grité, mientras rugía el motor lleno de vida—. Nos alejaremos lo más posible. ¡Tal vez no se hayan enterado todavía! Mientras tengan limitaciones, podemos escapar.
Avanzábamos lentamente por el canal, y el chapoteo del agua contra los costados de la lancha resultaba extrañamente tranquilizador. A sugerencia mía, Howard había tomado la rueda del timón y la movía lentamente.
—Mantente a la vía —grité—. No hay peligro hasta que lleguemos a los estrechos.
Durante varios minutos seguí ocupado en el motor, mientras Howard gobernaba el timón en silencio. Luego, de pronto, se volvió hacia mí con un gesto de júbilo.
—Creo que la niebla se está levantando —dijo.
Miré hacia la oscuridad que tenía ante mí. Efectivamente, parecía menos opresiva, y las blancas espirales de bruma que se habían estado elevando en ella sin cesar se disolvían ahora en flecos inconsistentes.
—Mantente a la vía —grité—. Estamos de suerte. Si levanta la niebla podremos ver los estrechos. Estáte atento a ver si descubrimos el faro de Mulligan.
No es posible describir la alegría que nos invadió cuando vimos el faro. Amarillo y brillante, barría el agua e iluminaba vivamente las siluetas de las grandes rocas que se alzaban a ambos lados de los estrechos.
—Déjame la rueda —grité, y me acerqué rápidamente—. Este paso es peliagudo, pero ahora lo cruzaremos con facilidad.
En medio de nuestra excitación y alegría, casi habíamos olvidado el horror que habíamos dejado atrás. Me hice cargo del timón y sonreí con confianza mientras nos desplazábamos por las negras aguas. Las rocas se aproximaron rápidamente, hasta que sus enormes sombras se elevaron por encima de nosotros.
—¡Lo conseguiremos! —grité.
Pero no obtuve respuesta de Howard. Le oí toser y respirar con dificultad.
—¿Qué pasa? —pregunté de pronto, y al volverme, vi que estaba encogido de miedo sobre el motor. Se hallaba de espaldas a mí, pero supe instintivamente en qué dirección miraba.
La oscura orilla que habíamos abandonado brillaba como un crepúsculo inflamado. El bosque de Mulligan ardía. Unas llamas enormes se elevaban desde las crestas más altas de los árboles, y una espesa cortina de humo negro se desplegaba lentamente hacia el este, oscureciendo las pocas luces que quedaban en el puerto.
Pero no fueron las llamas lo que me hizo gritar de miedo y horror. Fue la forma que se alzaba por encima de los árboles, la inmensa, amorfa silueta que se desplazaba lentamente por el firmamento.
Bien sabe Dios que traté de creer que no había visto nada. Que traté de creer que la forma era una mera sombra que proyectaban las llamas, y recuerdo que agarré el brazo de Howard para darle confianza.
—El bosque quedará destruido completamente —grité—, y esos seres horribles que han venido morirán en él.
Pero cuando Howard se volvió y movió negativamente la cabeza, comprendí que la oscura, informe monstruosidad que se elevaba por encima de los árboles era algo más que una sombra.
—¡Si lo vemos claramente, estamos perdidos! —advirtió con la voz temblorosa por el terror—. ¡Reza por que sigamos viéndolo sin forma!
«Es más viejo que el mundo —pensé—, más viejo que toda religión. Antes del alba de la civilización, los hombres se arrodillaron ante él para adorarle. Está presente en todas las mitologías. Es el símbolo primordial. Quizá, en el oscuro pasado, hace miles y miles de años, acostumbraba a... rechazar a los invasores. Combatiré a esa sombra con un alto y terrible misterio».
De pronto, me sentí extrañamente sereno. Sabía que apenas tenía un minuto que perder, que algo más que nuestras vidas estaba en peligro, pero dejé de temblar. Me agaché tranquilamente bajo el motor y saqué un montón de algodón sucio de grasa.
—Howard —dije—, enciende una cerilla. Es nuestra única esperanza. Enciende una cerilla inmediatamente.
Durante lo que me pareció una eternidad, Howard se me quedó mirando sin comprender. Luego, quebró el silencio de la noche con su risa.
—¡Una cerilla! —gritó—. ¡Una cerilla para calentar nuestros pequeños cerebros! Sí; necesitamos una cerilla.
—¡Confía en mí! —supliqué—. Hazlo así... es nuestra única esperanza. Enciende una cerilla rápidamente.
—¡No comprendo! —Howard estaba serio ahora, pero le temblaba la voz.
—Se me ha ocurrido algo que puede salvarnos —dije—. Por favor, enciéndeme este algodón grasiento.
Asintió lentamente. Yo no le había dicho nada, pero sabía que había adivinado lo que me proponía hacer. Su intuición era a veces impresionante. Con dedos desmañados, sacó un fósforo y lo encendió.
—Ten valor —dijo—. Demuéstrales que no tienes miedo. Haz el signo con valentía.
Cuando se prendió el algodón, la forma que se extendía sobre los árboles cobró espantosa claridad.
Alcé el algodón en llamas y lo crucé en línea recta por delante de mi cuerpo desde mi hombro izquierdo al derecho. Luego me lo puse en la frente y lo bajé hasta mis rodillas.
Seguidamente cogió Howard el tizón y repitió el signo. Hizo dos cruces, una sobre su cuerpo y otra sobre la oscuridad, sosteniendo la antorcha en el extremo del brazo.
Cerré un instante los ojos, pero aún pude ver la forma por encima de los árboles. Después, se fue haciendo poco a poco más borrosa, más vasta y caótica... y cuando volví a abrirlos, había desaparecido. No se veía nada más que el bosque en llamas y las sombras que arrojaban los corpulentos árboles.
El horror había pasado, pero no me moví. Permanecí como una imagen de piedra contemplando el agua negra. Luego, algo pareció estallar en mi cabeza. Mi cerebro comenzó a girar, y me di un golpe contra la borda.
Habría caído, pero Howard me cogió por los hombros.
—¡Estamos salvados! —gritó—. ¡Hemos vencido!
—Me alegro —dije. Pero estaba demasiado exhausto para alegrarme realmente. Mis piernas cedieron y mi cabeza cayó hacia adelante. Todas las visiones y ruidos de la Tierra se sumieron en una piadosa negrura.

2

Howard estaba escribiendo cuando entré en la habitación.
—¿Cómo va la historia? —pregunté.
Por un momento, ignoró mi pregunta. Luego, lentamente, se volvió y me miró de frente. Tenía los ojos hundidos, y su palidez era alarmante.
—No va bien —dijo finalmente—. No me acaba de gustar. Hay facetas que todavía se me escapan. No he logrado plasmar todo el horror de ese ser del bosque de Mulligan.
Me senté y encendí un cigarrillo.
—Quiero que me expliques ese horror —dije—. Hace semanas que estoy esperando que hables. Sé que hay algunas cosas que me ocultas. ¿Qué fue aquella cosa húmeda y esponjosa que le cayó en la cabeza a Wells en el bosque? ¿Por qué oímos un zumbido cuando huíamos en la niebla? ¿Qué significaba la forma que vimos por encima de los árboles? ¿Y por qué, en nombre del cielo, no se extendió el horror a través de la noche como temíamos? ¿Qué lo detuvo? Howard, ¿qué crees que le sucedió realmente al cerebro de Wells? ¿Ardió su cuerpo con la casa, o lo... lo reclamaron? Y el otro cuerpo que encontraron en el bosque de Mulligan... aquel horror flaco y ennegrecido de cabeza acribillada... ¿cómo lo explicas?
(Dos días después del fuego habían encontrado un esqueleto en el bosque de Mulligan. Todavía había unos cuantos trozos de carne socarrada adherida a los huesos, y le faltaba la parte superior del cráneo.)
Transcurrió un largo rato antes de que Howard tomara la palabra. Estaba sentado con la cabeza inclinada y manoseaba su cuaderno de notas, y su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Por último, alzó los ojos. Le brillaban con una luz salvaje, y sus labios eran color ceniza.
—Sí —dijo—. Hablemos de ese horror. La semana pasada no quise abordar el tema. Parecía demasiado espantoso para expresarlo con palabras. Pero no descansaré en paz hasta que lo haya tejido en un relato, hasta que haya hecho que mis lectores sientan y vean aquel horrible inexpresable ser. Y no puedo escribir sobre este asunto mientras no disipe por completo la sombra de una duda que me asalta. Puede que me ayude el hablar de todo ello.
»Me has preguntado qué era la cosa húmeda que le cayó a Wells en la cabeza. Bien, pues creo que era un cerebro humano... la sustancia de un cerebro humano, extraída a través de un agujero, o de varios, practicados en una cabeza humana. Creo que el cerebro fue extraído gradual e imperceptiblemente y reconstruido de nuevo por el monstruo. Creo que ese ser utilizaba cerebros humanos con algún fin personal... quizá para aprender de ellos. O quizá jugaba meramente con ellos. ¿El cuerpo ennegrecido y acribillado del bosque de Mulligan? Era el cuerpo de la primera víctima, algún pobre diablo que se extravió entre los árboles. Sospecho más bien que los árboles contribuyeron. Creo que el horror los dotó de una extraña vida. En cualquier caso, el pobre hombre perdió su cerebro. El horror se apoderó del cerebro, y jugó con él, y se le cayó accidentalmente. Cayó sobre la cabeza de Wells. Wells dijo que el brazo largo, delgado, blanquísimo, que vio, tanteaba buscando algo que se le había caído. Naturalmente, Wells no vio en realidad el brazo, objetivamente hablando, sino que el horror que carece de forma y color había penetrado ya en su cerebro y se revestía de pensamiento humano.
»En cuanto al zumbido que oímos y la forma que creímos ver por encima del bosque en llamas... eran el horror que trataba de hacerse sentir, que intentaba derribar las barreras, penetrar en nuestros cerebros y revestirse de nuestros pensamientos. Casi lo logró. De haber visto el brazo blanco, habríamos estado perdidos.
Howard se acercó a la ventana. Retiró las cortinas y contempló un momento el puerto populoso y los altos y blancos edificios que se alzaban contra la luz de la luna. Contempló el horizonte del Manhattan inferior. Exactamente debajo de él, los acantilados de las alturas de Brooklyn se veían surgir oscuramente.
—¿Por qué no se salieron con la suya? —exclamó—. Podían habernos destruido por completo. Podían habernos barrido de la Tierra... toda nuestra riqueza y nuestro poderío habrían sucumbido ante ellos.
Me estremecí.
—Sí... ¿por qué no se extendió el horror? —pregunté.
Howard se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá descubrieron que los cerebros humanos eran demasiado triviales y absurdos como para ocuparse de ellos. Quizá dejamos de interesarles. Puede que se cansaran de nosotros. Pero es posible también que los destruyera el signo. O los hiciera regresar a través del espacio. Para mí que habían venido hace ya millones de años, y el signo les ahuyentó. Cuando vieron que no habíamos olvidado el empleo del signo, seguramente huyeron aterrados. Desde luego, no han dado señales de su presencia en estas tres últimas semanas. Creo que se han ido.
—¿Y Henry Wells? —pregunté.
—Bueno, su cuerpo no ha sido encontrado. Supongo que se lo llevaron.
—¿Y tú te propones honradamente incluir esta... esta obscenidad en una historia? ¡Oh, Dios mío! Todo es tan increíble, tan inaudito, que no puedo pensar que sea verdad. ¿No lo habremos soñado? ¿Hemos estado verdaderamente alguna vez en Partridgeville? ¿Estuvimos en una casa vieja y hablamos de cosas horribles mientras la niebla se enroscaba a nuestro alrededor? ¿Es cierto que nos internamos por aquel bosque impío? ¿Estaban efectivamente vivos los árboles, y andaba Henry Wells a cuatro patas como un lobo?
Howard se sentó tranquilamente y se subió una manga. Extendió su brazo delgado ante mí.
—¿Puedes rebatir la realidad de esta cicatriz? —dijo—. Es la huella del animal que me atacó, del hombre-bestia que era Henry Wells. ¿Un sueño? Me cortaría el brazo inmediatamente por el codo si me convencieses de que ha sido un sueño.
Me acerqué a la ventana y me quedé contemplando Manhattan durante largo rato. «Ahí —pensé—, hay una realidad consistente. Es absurdo imaginar que algo puede destruirla. Es absurdo imaginar que el horror era realmente tan terrible como nos parecía en Partridgeville. Debo persuadir a Howard para que no escriba eso. Debemos tratar de olvidarlo.»
Me volví hacia donde estaba sentado y le puse una mano en el hombro.
—¿Por qué no renuncias a incluir eso en tu relato? —le pedí suavemente.
—¡Nunca! —se puso de pie, y sus ojos llamearon—. ¿Cómo piensas que puedo dejarlo cuando casi lo he conseguido? Escribiré una historia que penetrará hasta lo más profundo de un horror que carece de forma y de sustancia, pero que es más terrible que una ciudad asolada por una plaga cuando el tañido de la campana proclama el fin de toda esperanza. Superaré a Poe. Superaré a todos los maestros.
—Supérales, y condénate si quieres —dije airadamente—. Por ese camino se va a la locura, pero es inútil discutir contigo. Tu egoísmo es demasiado descomunal.
Di media vuelta y salí de la habitación. Se me ocurrió, mientras bajaba, que había hecho el ridículo con mis miedos; pero, con todo, miré receloso por encima del hombro, como si temiese que cayera rodando una piedra enorme y me aplastase contra el suelo. «Howard debería olvidar el horror —pensé—. Debería apartarlo de su mente. Se volverá loco si se empeña en escribir sobre eso.»
Pasaron tres días antes de que volviera a ver a Howard.
—Pase —dijo con voz extrañamente ronca cuando llamé a su puerta.
Le encontré en bata y zapatillas, y tan pronto como le vi comprendí que estaba tremendamente eufórico.
—¡Lo he conseguido, Frank! —exclamó—. ¡He reproducido la forma que es informe, la gran vergüenza que jamás ha visto hombre alguno, la rastrera y descarnada obscenidad que sorbe nuestros cerebros!
Antes de que yo pudiese abrir la boca, me puso en las manos el voluminoso mazo de hojas.
—Léelo, Frank —me ordenó—. ¡Siéntate ahora mismo y léelo!
Me dirigí a la ventana y me senté en el diván. Estuve allí abstraído de todo cuanto no fuera las hojas mecanografiadas que tenía delante. Confieso que me consumía la curiosidad. Jamás había puesto en duda el poder de Howard. Sabía obrar milagros con las palabras; de sus páginas emanaban siempre hálitos desconocidos, y a su invocación retornaban a la Tierra criaturas del más allá. Pero ¿podría sugerir siquiera el horror que los dos habíamos conocido?, ¿podría esbozar la repugnante, rastrera monstruosidad que había reclamado para sí el cerebro de Henry Wells?
Leí la historia de punta a cabo. La leí lentamente, agarrado a los cojines que tenía junto a mí en un frenesí de repugnancia. Tan pronto como la terminé, Howard me la arrebató. Evidentemente, temía que yo pudiera romperla.
—¿Qué te parece? —gritó rebosante de gozo.
—¡Es terriblemente inmunda! —exclamé yo—. Viola intimidades de la mente que jamás deberían ponerse al descubierto.
—Pero ¿concederás que he logrado plasmar el horror de manera convincente?
Asentí, y recogí el sombrero.
—Te ha salido tan convincente que no puedo quedarme a charlar contigo. Saldré a pasear hasta que amanezca. Hasta que esté tan cansado que no tenga fuerzas para preocuparme, ni pensar, ni recordar.
—¡Es un relato muy bueno! —me gritó, pero yo bajé las escaleras y salí de la casa sin contestar.

3

Eran pasadas las doce de la noche cuando sonó el teléfono. Dejé el libro que estaba leyendo y cogí el receptor.
—¿Sí, diga? —pregunté.
—¡Frank, soy Howard! —la voz era extrañamente alta—. ¡Ven lo más de prisa que puedas! ¡Han regresado! Y, Frank, el signo carece de poder. He probado a hacerlo, pero el zumbido se hace cada vez más fuerte, y hay una forma confusa... —la voz de Howard se apagó desdichadamente.
Grité con sinceridad al receptor:
—¡Valor, muchacho! No dejes que sospechen que tienes miedo. Haz el signo una y otra vez. Iré en seguida.
La voz de Howard llegó de nuevo, más ronca esta vez.
—La forma se va haciendo más y más definida. ¡Y no puedo hacer nada! Frank, no tengo poder para hacer el signo. He perdido todo derecho a la protección del signo. Me he convertido en un sacerdote del Diablo. Esa historia... no debí haberla escrito jamás.
—Demuéstrales que no tienes miedo —grité.
—¡Lo intentaré! ¡Lo intentaré! ¡Ah, Dios mío! ¡La forma está...!
No esperé a escuchar más. Cogí frenéticamente mi sombrero y mi chaqueta, y eché a correr escaleras abajo y salí a la calle. Cuando llegaba al bordillo de la acera sentí vértigo. Me agarré a una farola para no caerme e hice con la mano una vaga seña a un taxi que pasaba. Afortunadamente, el taxista me vio. Detuvo el coche y yo bajé tambaleándome a la calzada y me metí en él.
—¡Rápido! —grité—. ¡Lléveme al diez de Brooklyn Heights!
—Sí, señor. Fría noche, ¿no es verdad?
—¡Fría! —grité—. Fría será, efectivamente, cuando consigan penetrar. Fría cuando empiecen a...
El conductor me miré con asombro.
—Está bien, señor —dijo—. Llegaremos en seguida a su casa, señor. ¿Ha dicho Brooklyn Heights, señor?
—Brooklyn Heights —gruñí, y me hundí en el asiento.
Mientras el coche corría, traté de no pensar en el horror que me aguardaba. Me agarraba desesperadamente a un clavo ardiendo. «Es posible —pensé— que Howard haya perdido temporalmente el juicio. ¿Cómo podría haberle encontrado el horror entre tantos millones de personas? No puede ser que haya ido a buscarle expresamente a él, entre tantas multitudes. Es demasiado insignificante. Jamás irían eligiendo a los seres humanos de un modo deliberado. Jamás irían tras los seres humanos..., pero han ido a buscar a Henry Wells. ¿Y qué ha dicho Howard? "Me he convertido en sacerdote del Diablo". ¿Por qué no en sacerdote de ellos? ¿Y si Howard se ha convertido en su sacerdote en la Tierra? ¿Y si su historia le ha valido que le eligiesen como sacerdote?»
Este pensamiento resultaba una pesadilla para mí, así que lo deseché furiosamente. «Tendrá valor para resistir —pensé—. Les demostraré que no tiene miedo.»
—Hemos llegado, señor. ¿Le ayudo a entrar en la casa, señor?
El coche se había detenido, y yo gemí al darme cuenta de que estaba a punto de entrar en lo que podría resultar mi propia tumba. Bajé a la acera y le di al taxista todo el dinero suelto que llevaba encima. Él me miró asombrado.
—Me ha dado demasiado —dijo—. Tenga, señor...
Pero le despedí con un gesto y subí la escalinata de la entrada a toda prisa. Cuando metí la llave en la puerta, pude oírle que decía:
—¡Es el borracho más extravagante que he visto jamás! Me da cuatro dólares por llevarle a diez manzanas de distancia, y no quiere ni las gracias.
La entrada estaba a oscuras. Me detuve al pie de la escalera y grité:
—¡Estoy aquí, Howard! ¿Puedes bajar?
No hubo respuesta. Aguardé quizá unos diez minutos, pero no se oía ruido alguno en la habitación de arriba.
—¡Voy a subir! —grité con desesperación, y empecé a subir las escaleras. Temblaba de pies a cabeza. «Le han cogido —pensé—. He llegado demasiado tarde. Quizá sea mejor que no... ¡Gran Dios!, ¿qué ha sido eso?»
Estaba indeciblemente aterrado. Los ruidos de la habitación de arriba eran inequívocos, alguien suplicaba y gritaba en la agonía. ¿Era la voz de Howard? Capté confusamente algunas palabras: «¡Reptando, uf! ¡Reptando, uf! ¡Oh, ten piedad! Frío y cla-aro. ¡Reptando, uf! ¡Dios del cielo!»
Llegué al rellano, y cuando las súplicas se elevaron en roncos alaridos caí de rodillas, e hice sobre mi cuerpo y sobre la pared que tenía a mi lado la señal. Hice el signo original que nos había salvado en el bosque de Mulligan, pero esta vez la hice imperfectamente, no con fuego, sino con dedos que temblaban y se agarraban a mi ropa, sin valor ni esperanza, confusamente, con la convicción de que nada podría salvarme.
Y entonces me levanté rápidamente y acabé de subir las escaleras. Todo lo que pedía era que se apoderase de mí rápidamente, que mis sufrimientos fuesen breves bajo las estrellas.
La puerta de la habitación de Howard estaba entornada. Con un tremendo esfuerzo, alargué la mano y cogí el pomo. Lentamente, hice girar la puerta hacia dentro.
Durante un instante no vi nada, sino la forma inmóvil de Howard en el suelo. Estaba de espaldas. Tenía las rodillas levantadas y se había llevado una mano a la cara con la palma hacia afuera, como para tapar una visión atroz.
Al entrar en la habitación, reduje mi campo visual intencionadamente bajando los ojos. Sólo vi el suelo y la parte inferior de la estancia. No quise levantar la vista. La había bajado como medida de protección, por temor a lo que pudiese haber en la habitación.
No quería levantar la vista, pero allí dentro había poderes, que actuaron en ese momento, a los que no me fue posible resistir. Sabía que si miraba de frente, el horror podría destruirme, pero no tenía elección.
Lenta, dolorosamente, alcé los ojos y miré de frente la habitación. Habría sido preferible, creo, haberme arrojado inmediatamente y haberme entregado a la monstruosidad que se alzaba en el centro. La visión de esa terrible forma oscuramente velada se interpondrá entre mí y los placeres del mundo mientras viva.
Desde el techo al suelo flotaba e irradiaba una luz cegadora. Y atravesadas por las extremidades que giraban a un lado y a otro, estaban las páginas de la historia de Howard.
En el centro de la habitación, entre el techo y el suelo, giraban las páginas, y la luz iba quemando las hojas y los dardos espirales y descendentes penetraban en el cerebro de mi pobre amigo. La luz fluía en una continua corriente hacia el interior de su cabeza, y arriba, el Señor de la luz se movía con el lento balanceo de toda su magnitud. Solté un grito y me tapé los ojos con las manos, pero el Señor siguió moviéndose... adelante y atrás, adelante y atrás. Y siguió irradiando su luz hacia el cerebro de mi amigo.
Y entonces brotó de la boca del Señor el más espantoso sonido... Yo había olvidado el signo que había hecho tres veces abajo en la oscuridad. Había olvidado el inmenso y terrible misterio ante el cual son impotentes todos los invasores. Pero cuando lo vi formarse en la habitación, adquirir de manera inmaculada una configuración, con una terrible integridad por encima de la luz, supe que estaba salvado.
Sollocé y caí de rodillas. La luz disminuyó, y el Señor se contrajo ante mis ojos.
Y entonces, desde los muros, desde el techo, desde el suelo, brotaron llamas: una llama blanca y pura que consumía, que devoraba y destruía para siempre.
Pero mi amigo había muerto.

EL MORADOR DE LA OSCURIDAD

August Derleth

(Título original: The Dweller in Darkness)

August Derleth (1909-1971) fue el más directo colaborador de Lovecraft, tanto en vida de éste como después de su muerte, completando trabajos inacabados del creador de los Mitos y difundiendo su obra y la de sus continuadores, sobre todo a través de su famosa editorial, la Arkham House. Dos años antes de morir, Derleth editó la presente antología de los Mitos, la más autorizada y representativa.
En El Morador de la Oscuridad asistimos de nuevo al colosal enfrentamiento de las fuerzas del Bien y del Mal, aunque ahora, más dentro de la «ortodoxia» lovecraftiana, sin referencias religiosas directas. Las entidades que luchan entre sí son fuerzas cósmicas —eso sí, colosales— que sólo por analogía pueden ser denominadas «dioses», aunque ante ellas la indefensión física y psíquica del hombre no es muy inferior a su presunta insignificancia frente a las míticas fuerzas sobrenaturales evocadas por todas las religiones.
Los amantes del horror frecuentan parajes extraños y apartados. Para ellos existen las catacumbas de los Ptolomeos y los esculpidos mausoleos de regiones de pesadilla. Escalan a la luz de la luna las torres de los ruinosos castillos del Rhin, y bajan vacilantes los negros peldaños cubiertos de telarañas que descienden bajo los dispersos sillares de olvidadas ciudades asiáticas. El bosque encantado y la desolada montaña son sus altares, y se demoran junto a los siniestros monolitos de las islas deshabitadas. Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, para quien un nuevo estremecimiento de horror inexpresable es el fin principal y la justificación de la existencia, estima más que nada las antiguas y solitarias casas de campo de las regiones boscosas; pues en ellas se combinan los elementos de poder, soledad, ignorancia y primitivismo para constituir la perfección de lo espantoso.
H. P. Lovecraft

I

Hasta hace poco, si un viajero del norte de Wisconsin central tomaba la bifurcación izquierda en el punto donde coinciden la carretera de Brule River y el pico de Chequamegon en dirección a Pashepaho, se encontraba en una región tan primitiva que le parecía enormemente lejos de todo contacto humano. Si siguiera por la poca transitada carretera, cruzaría ante unas cuantas chozas destruidas, donde probablemente alguna vez vivieron personas que se marcharon ante el continuo avance del bosque; no es una región desolada, sino zona de espesa vegetación, y sobre toda su extensión subsiste el aura intangible de lo siniestro, una especie de opresión ominosa del espíritu pronto a manifestarse aun en el viajero más casual, pues la carretera que ha tomado se vuelve cada vez más impracticable, hasta que se pierde finalmente poco después de pasar un albergue deshabitado edificado al borde de un lago de aguas tranquilas y azules, en torno al cual crecen eternamente árboles centenarios, y donde los únicos ruidos que se oyen son los gritos de los buhos, de los chotacabras y de los tétricos somorgujos en la noche, o la voz del viento entre los árboles, y..., ¿pero es siempre la voz del viento lo que se oye entre los árboles? ¿Quién puede decir si la rama que cruje al romperse es indicio del paso de un animal... o de algo distinto, de alguna criatura que escapa a la comprensión humana?
Entre las gentes que vivían en los aledaños del bosque, el albergue abandonado del lago Rick tenía una extraña fama mucho antes de que yo lo conociese, fama que rebasaba esas historias aue suelen circular sobre parajes primitivos similares. Corrían curiosos rumores de que en lo más profundo y negro del bosque habitaba un ser —de ningún modo se trataba de las consabidas consejas de fantasmas—, un ser que era mitad animal y mitad hombre, según contaban los obstinados y descreídos indios que de cuando en cuando abandonaban la comarca y se marchaban hacia el Sur. El bosque tenía mala fama, eso era evidente; y ya antes del cambio de siglo contaba con una historia que disuadía aun al más intrépido aventurero.
Aparece recogida por primera vez en unas anotaciones que hizo un misionero cuando cruzaba la región para acudir en ayuda de una tribu de indios, la cual, según habían informado al puesto militar de Chequamegon Bay, se estaba muriendo de hambre en el Norte. Fray Piregard desapareció, pero los indios trajeron más tarde sus pertenencias: una sandalia, un rosario y un breviario en el que había escrito ciertas observaciones raras, conservadas cuidadosamente: «Tengo la convicción de que me sigue alguna criatura. Al principio me ha parecido que era un oso, pero ahora me inclino a creer que es algo infinitamente más monstruoso que cualquier animal de la Tierra. Está oscureciendo, y creo que estoy cayendo en un ligero delirio, pues sigo oyendo una extraña música y otros raros sonidos que no pueden derivar, seguramente, de ninguna fuente natural. Tengo también una inquietante ilusión como de grandes pasos que hacen estremecer realmente la tierra, y varias veces me he tropezado con huellas de pies muy grandes y de formas diversas...»
La segunda anotación es muchísimo más siniestra. Cuando Big Bob Hiller, uno de los madereros más rapaces de todo el Medio Oeste, empezó a anexionar a sus posesiones territorios de la comarca del lago Rick, a mediados del pasado siglo, no pudo por menos de sentirse impresionado ante los pinos de la zona próxima al lago; y aunque no le pertenecían, siguió la costumbre de los grandes madereros y mandó a sus hombres que entraran a talar desde una zona contigua que poseía, con el deliberado pretexto de que no sabía por dónde pasaban sus límites. Trece de los hombres no regresaron ese primer día de trabajo en el borde del área de bosque que rodeaba el lago Rick; dos de los cuerpos no se llegaron a recuperar; cuatro fueron encontrados —inconcebiblemente— en el lago, a varias millas de donde habían estado talando árboles; los demás fueron descubiertos en diversos lugares del bosque. Hiller creyó que había estallado una guerra entre los madereros; envió a otra parte a sus hombres para despistar a su desconocido adversario, y luego ordenó de pronto que volviesen a trabajar en la región prohibida. Después de perder a cinco hombres más, Hiller renunció, y ninguna mano volvió a tocar desde entonces el bosque, salvo unos cuantos individuos que fueron allí a tomar posesión de tierras y se adentraron en la zona.
Al poco tiempo salieron estos individuos uno por uno, y hablaron poco aunque dieron a entender bastante. Sin embargo, la naturaleza de sus veladas alusiones fue tal que pronto se vieron obligados a abandonar todo tipo de explicación; eran increíbles las historias que contaban, sobre cosas demasiado horribles para describirlas y de una maldad ancestral anterior a cuanto pudiera concebir el más docto arqueólogo. Sólo uno de ellos desapareció, y jamás llegaron a encontrar rastro de él. Los otros regresaron todos del bosque, y en el curso del tiempo se perdieron entre las demás gentes de Estados Unidos... todos, menos un mestizo al que llamaban el Viejo Peter, el cual estaba obsesionado con la idea de que había yacimientos minerales en la vecindad del bosque, e iba a acampar de cuando en cuando en su lindero, cuidando de no aventurarse a entrar.
Era inevitable que las leyendas del lago Rick atrajesen finalmente la atención del profesor Upton Gardner, de la Universidad del Estado; había completado colecciones de cuentos de Paul Bunyan, Whiskey Jack y Hodag, y se hallaba ocupado en compilar leyendas locales, cuando se tropezó por primera vez con los curiosos y semiolvidados relatos procedentes de la región del lago Rick. Averigüé más tarde que su primera reacción fue la de un interés casual; abundan las leyendas en todos los parajes apartados, y no había nada que indicase que éstas tuviesen más importancia que las demás. Lo cierto es que no había similitud alguna, en el más estricto sentido de la palabra, con las historias de tipo más familiar; pues mientras las leyendas corrientes se referían a apariciones fantasmales de animales y hombres, tesoros perdidos, creencias tribales y cosas por el estilo, las del lago Rick chocaban por su insistencia en criaturas totalmente outré... o criatura, ya que nadie contó jamás haber visto más de una, y vagamente, en la oscuridad del bosque, mitad animal y mitad hombre, dando a entender siempre que su descripción era inadecuada, en el sentido de que no hacía justicia al concepto del narrador de qué era lo que se escondía en la vecindad del lago. Sin embargo, el profesor Gardner les habría concedido escasa importancia al escucharlas, con toda probabilidad, de no haber sido porque se enteró de dos noticias —al parecer sin relación entre sí— muy singulares, y por el descubrimiento de un tercer hecho.
Las dos noticias aparecieron en los periódicos de Wisconsin con una semana de por medio. La primera era una reseña breve, medio humorística, titulada: ¿Una serpiente de mar en el lago de Wisconsin?, y contaba: «El piloto Joseph X. Castleton manifiesta haber visto, durante un vuelo de prueba realizado ayer por el norte de Wisconsin, un gran animal no identificado que se bañaba durante la noche en un lago del bosque próximo a Chequamegon. Castleton fue sorprendido por una turbonada de agua y truenos, y tuvo que volar bajo; en un esfuerzo por identificar su situación, miró hacia abajo en el momento en que fulguró un relámpago, y vio lo que le pareció un animal muy grande que surgía de las aguas del lago que él sobrevolaba, y desaparecía en el bosque. El piloto no añade ningún detalle a su relato, pero afirma que la criatura que vio no era el monstruo de Loch Ness.» La segunda noticia era un cuento absolutamente fantástico sobre el descubrimiento del cuerpo de fray Piregard, bien conservado, en el tronco hueco de un árbol junto al río Brule. Aunque al principio creyeron que se trataba de un miembro extraviado de la expedición Marquette-Joliet, fray Piregard fue identificado rápidamente. A esta noticia se añadía una fría declaración del presidente de la State Historical Society, tachando el descubrimiento de puro infundio.
El descubrimiento que el profesor Gardner hizo fue simplemente que un antiguo amigo suyo era en realidad el propietario del albergue abandonado y de la mayor parte de la orilla del lago Rick.
La conexión entre los acontecimientos fue de este modo claramente inevitable. El profesor Gardner relacionó inmediatamente las dos noticias de los periódicos con las leyendas del lago Rick; esto podía no haber bastado para moverle a abandonar sus investigaciones sobre las leyendas que abundaban en Wisconsin e iniciar una indagación concreta de naturaleza enteramente distinta; pero entonces sucedió algo aún más asombroso que le impulsó a acudir urgentemente al propietario del albergue abandonado y pedirle que le dejase ocuparlo en interés de la ciencia. En principio, lo que le movió a tomar esta determinación fue nada menos que un ruego del conservador del Museo del Estado para que visitase su despacho una noche y viese un nuevo ejemplar que había llegado. Acudió acompañado de Laird Dorgan; y fue Laird quien acudió a mí.
Pero eso fue cuando desapareció el profesor Gardner.
Porque desapareció; durante tres meses estuvo enviando informes esporádicos desde el lago Rick, y luego se dejaron de recibir noticias suyas, y no volvió a saberse nada más del profesor Upton Gardner.
Laird vino a la habitación que yo ocupaba en el University Club una noche de octubre a una hora avanzada; traía nublados sus ojos azules y francos, los labios tirantes, el ceño arrugado, y todas las trazas de hallarse en un estado de relativa excitación que nada tenía que ver con el alcohol. Supongo que estaba trabajando mucho; acababan de terminar las pruebas del primer período del curso en la Universidad de Wisconsin; y Laird se tomaba habitualmente las pruebas muy en serio... antes como estudiante, y ahora como educador, había sido siempre doblemente concienzudo.
Pero no era eso. El profesor Gardner faltaba a clase desde hacía un mes, y esto era lo que atormentaba su mente. Dijo todo eso en un largo discurso, y añadió:
—Jack, voy a ir allá a ver qué puedo hacer.
—Hombre, si el jefe de policía y su ayudante no han descubierto nada, ¿qué puedes hacer tú? —pregunté.
—En primer lugar, sé más que ellos.
—Si es así, ¿por qué no fuiste a dar parte?
—Porque no es la clase de cosa a la que ellos prestan atención.
—¿Alguna leyenda?
—No.
Me miró calculadoramente, como preguntándose si podría confiar en mí. De pronto tuve el convencimiento de que sabía algo que consideraba de la más grave importancia; y al mismo tiempo sentí la más extraña sensación de premonición y advertencia que jamás había experimentado. En ese instante la habitación entera pareció tensa, el aire electrizado.
—Si voy... ¿crees que podrías acompañarme?
—Supongo que podría arreglarlo.
—Bien. —Dio una vuelta o dos por la habitación, y sus ojos pensativos, cada vez que me miraban, denotaban incertidumbre e indecisión.
—Vamos, Laird... siéntate y tranquilízate. Este comportamiento de león enjaulado no es bueno para tus nervios.
Siguió mi consejo; se sentó, se cubrió la cara con las manos y se estremeció. Por un momento me sentí alarmado; pero abandonó esta actitud a los pocos segundos, se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo.
—¿Conoces esas leyendas sobre el lago Rick, Jack?
Le aseguré que las conocía, así como la historia del lugar, desde el principio... es decir, todo lo que se había escrito sobre el asunto.
—¿Y esas noticias de los periódicos de que te he hablado?
Las noticias también. Las recordaba, dado que Laird había discutido conmigo el efecto que habían producido en su jefe.
—La segunda, la que se refiere a fray Piregard... —empezó, vaciló, y se calló. Pero luego, tras aspirar profundamente, prosiguió—: Como sabes, Gardner y yo fuimos al despacho del conservador una noche de la primavera pasada.
—Sí, yo estaba en el Este por entonces.
—Por supuesto. Bien, fuimos allí. El conservador quería enseñarnos algo. ¿Qué crees que era?
—No tengo ni idea. ¿Qué era?
—¡El cuerpo del árbol!
—¡No!
—El corazón nos dio un salto. Allí estaba, con el tronco hueco y todo, tal como había sido encontrado. Lo habían transportado al museo para exhibirlo. Pero no fue exhibido jamás, naturalmente... por una poderosa razón. Cuando Gardner lo vio, creyó que se trataba de una figura de cera. Pero no.
—¿Quieres decir que era real?
Laird asintió.
—Sé que parece increíble.
—No es posible.
—Pues sí, supongo que es imposible. Pero así era. Por eso no fue exhibido... así que lo enterraron.
—No me había enterado.
Se inclinó hacia adelante y dijo gravemente:
—Cuando lo trajeron tenía todo el aspecto de estar completamente conservado, como embalsamado por algún proceso natural. No era así. Estaba congelado. Comenzó a deshelarse aquella noche. Y había ciertos detalles que indicaban que fray Piregard no había muerto hacía trascientos años como decía su historia. El cuerpo empezó a descomponerse de mil maneras..., pero no se convirtió en polvo ni mucho menos. Gardner estimó que no hacía más de cinco años que habría muerto. Así que, ¿dónde había estado entretanto?
Era completamente sincero. Yo, al principio, no le había creído. Pero la inquietante seriedad de Laird impedía veleidad alguna por mi parte. De haber considerado su historia como una broma, como me sentía impulsado a creer, se habría cerrado como una concha y habría abandonado mi habitación para rumiar este asunto en secreto, con sabe Dios qué daño para sí. Durante un rato no dije absolutamente nada.
—Tú no lo crees.
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo noto.
—No. Es difícil de creer. Digamos que creo en tu sinceridad.
—Al menos eres franco —dijo lúgubremente—. ¿Crees en mí lo bastante como para acompañarme al albergue y averiguar qué puede haber ocurrido allí?
—Sí, por supuesto.
—Pero creo que sería mejor que primero leyeses estos extractos de las cartas de Gardner —los puso sobre mi mesa como un reto. Las había transcrito a una simple hoja de papel, y mientras la depositaba, siguió explicando muy de prisa que eran las cartas que Gardner le había escrito desde el albergue. Cuando terminó, cogí la hoja y leí:

No puedo negar que hay en el albergue, en el lago, y aun en el bosque, un aura de maldad, de peligro, de amenaza..., es algo más que eso, Laird; me gustaría explicártelo, pero mi fuerte es la arqueología y no la ficción. Porque habría que recurrir a la ficción, creo, para hacer justicia a esto que siento... Sí, hay veces en que tengo la clara sensación de que alguien o algo me vigila desde el bosque o desde el lago; en esto no estoy tan seguro como me gustaría, y aunque no me llega a inquietar, sin embargo es suficiente para hacerme vacilar. El otro día me las arreglé para ponerme en contacto con el Viejo Peter, el mestizo. Estaba un poco bebido, pero cuando le mencioné el albergue y el bosque, se encerró en sí mismo como una concha. Pero le dio nombre a lo que sentía: lo llamó el Wendigo... ya conoces esa leyenda que pertenece a la región franco-canadiense.

Esta era la primera carta, escrita como a la semana de llegar Gardner al albergue abandonado del lago Rick. La segunda era muy breve, y fue enviada por correo especial:

¿Podrías cablegrafiar a la Miskatonic University de Arkham, Massachusetts, para averiguar si hay disponible una fotocopia de un libro conocido como el Necronomicón, de un escritor árabe llamado al parecer Abdul Alhazred? Pregunta también por los Manuscritos Pnakóticos y el Libro de Eibon, y averigua si es posible comprar en alguna librería local un ejemplar de The outsider and others, de H. P. Lovecraft, publicado en Arkham House el año pasado. Creo que estos libros, individual y colectivamente, pueden ayudar a determinar qué es exactamente lo que habita en este lugar. Porque hay algo; no puede haber error en esto; estoy convencido, y cuando te digo que creo que ese algo ha vivido aquí no durante años, sino durante siglos —quizá desde antes de la aparición del hombre— comprenderás que puedo encontrarme en el umbral de grandes descubrimientos.

Aunque esta carta era alarmante, la tercera lo era aún más. Entre la segunda y la tercera transcurrió un intervalo de un par de semanas, y era evidente que había sucedido algo que amenazaba la serenidad del profesor Gardner, ya que esta tercera carta evidenciaba, pese a tratarse de un párrafo, una extremada turbación.

Todo es perverso aquí... No sé si se trata del Cabrón Negro con sus Mil Jóvenes o el Sin Rostro o algo distinto que camina sobre el viento. ¡Por amor de Dios, estos malditos fragmentos...! Hay algo en el lago, también, ¡y los ruidos de la noche! ¡Qué quietud, y luego, de pronto, esas horribles flautas, esos aullidos lastimeros! No se oye entonces ni un pájaro, ni un animal; ¡sólo esos ruidos espantosos! ¡Y las voces...! ¿O no es más que un sueño? ¿Es sólo mi propia voz, lo que oigo en la oscuridad...?

Me di cuenta de que yo mismo temblaba cada vez más, a medida que leía estos resúmenes. Las implicaciones y sugerencias que podían leerse entre las líneas que el profesor Gardner había escrito hacían pensar en una maldad terrible e inmemorial, y comprendí que ante Laird Dorgan y ante mí se abría una aventura tan increíble, tan extraña y tan imponderablemente peligrosa, que hacía muy probable que no regresáramos para contarla. No obstante, aun entonces abrigaba una secreta duda en mi mente de que dijéramos nada sobre lo que encontraríamos en el lago Rick.
—¿Qué dices? —preguntó Laird con impaciencia.
—Que iré.
—¡Bien! Está todo preparado. He conseguido una grabadora y pilas suficientes para que funcione. Me he puesto de acuerdo con el jefe de policía del condado de Pashepaho para volver a colocar las notas de Gardner allí mismo y dejarlo todo tal como estaba.
—¿Una grabadora? —le interrumpí—. ¿Para qué?
—Para esos sonidos de los que habla... así podremos identificarlos de una vez por todas. Si se pueden oír, la grabadora los recogerá; si son meramente imaginarios, no —guardó silencio; sus ojos estaban muy graves—. Escucha, Jack; puede que no salgamos de este asunto con vida.
—Lo sé.
No dije nada porque sabía que Laird sentía también lo mismo que yo; pero iríamos como dos Davides enanos a enfrentarnos con un enemigo más grande que ningún Goliat, con un adversarlo invisible y desconocido, que no tenía nombre y estaba envuelto por la leyenda y el miedo, un morador no sólo de las oscuridades del bosque, sino de esa otra oscuridad aún mayor que la mente del hombre ha tratado de explorar desde sus albores.

II

El sheriff Cowan estaba ya en el albergue cuando nosotros llegamos. Era un individuo alto, reservado, de raza claramente yanqui; aunque representaba a la cuarta generación de su familia en el área, hablaba con un acento gangoso que persistía evidentemente de generación en generación. El mestizo que le acompañaba era un tipo de piel oscura y aspecto desaliñado que de cuando en cuando enseñaba los dientes o sonreía como por algún chiste secreto.
—He traído los paquetes que hace tiempo le enviaron al profesor —dijo el sheriff—. Uno de ellos era de algún sitio de Massachusetts, y el otro de cerca de Madison. Me pareció que no valía la pena devolverlos. Así que cogí y los guardé junto con las llaves. No sé lo que ustedes encontrarán por ahí. Mis ayudantes y yo traspasamos la linde del bosque, pero no vimos nada.
—Pero cuéntelo todo —terció el mestizo con una mueca.
—No hay nada más que contar.
—¿Y lo de la piedra labrada?
El sheriff se encogió de hombros molesto.
—Maldita sea, Peter, eso no tiene nada que ver con la desaparición del profesor.
—Pero sacó un dibujo, ¿no?
Presionado de este modo, el sheriff confesó que dos de sus ayudantes habían encontrado una gran laja o roca en el centro del bosque; que estaba cubierta de musgo y hierba, pero sobre su superficie había labrado un dibujo extraño, y se veía claramente que era tan viejo como el bosque... obra probablemente de una de las primitivas tribus indias que, según se sabía, habitaron la región del norte de Wisconsin antes que los sioux Dakota y los winnebago...
El Viejo Peter gruñó con desprecio:
—No es un dibujo indio.
El sheriff rechazó con un gesto el comentario y prosiguió. El dibujo representaba una especie de criatura, pero nadie podía decir qué era; evidentemente, no se trataba de un hombre, aunque, por otra parte, no era peludo como un animal. Es más, el desconocido artista se había olvidado de ponerle rostro.
—Y al lado tenía dos seres —comentó el mestizo.
—No le hagan caso —dijo entonces el sheriff.
—¿Qué clase de seres? —preguntó Laird.
—Pues seres —contestó el mestizo con una mueca—. ¡Je, je! No se puede decir de otra forma... no eran personas, tampoco eran animales, así que eran seres.
Cowan estaba enojado. De pronto se puso violento; ordenó al mestizo que se callase, y siguió diciendo que si le necesitábamos estaría en su oficina de Pashepaho. No explicó cómo podíamos ponernos en contacto con él, puesto que no había teléfono en el albergue, pero evidentemente no hacía mucho caso de las leyendas que abundaban en la región en la que nos habíamos internado con tanta decisión. El mestizo nos miraba con una casi impasible indiferencia que tan sólo rompía periódicamente una mueca de astucia, y sus negros ojos examinaban nuestro equipaje con aguda evaluación e interés. Laird se encontraba con su mirada de cuando en cuando, cada vez que el Viejo Peter desviaba indolentemente los ojos. El sheriff seguía hablando; las notas y dibujos que el hombre desaparecido había hecho estaban en la mesa que había utilizado en la habitación grande, que ocupaba casi entera la planta baja del albergue, exactamente donde él los había encontrado; eran propiedad del Estado de Wisconsin y debíamos devolverlos a la oficina del sheriff cuando hubiésemos terminado con ellos. En el umbral, se volvió rápidamente para despedirse y nos dijo que esperaba que no permaneciésemos mucho tiempo allí, porque «aunque no acepto ninguna de esas ideas extravagantes... el lugar no resultó muy saludable para algunos de los que vinieron aquí».
—El mestizo sabe o sospecha algo —me dijo Laird en cuanto se marcharon—. Tenemos que ponernos en contacto con él cuando no esté el sheriff.
—¿No escribió Gardner que era bastante reservado cuando se trataba de preguntarle datos concretos?
—Sí, pero indicó la solución: aguardiente.
Nos pusimos a trabajar para instalarnos; guardamos nuestras provisiones, montamos la grabadora y preparamos las cosas para pasar al menos un par de semanas; teníamos provisiones suficientes para ese tiempo, y si debíamos prolongar nuestra estancia siempre podíamos ir a Pashepaho a comprar más comida. Además, Laird había traído dos docenas de pilas para la grabadora, de modo que teníamos para tiempo indefinido, sobre todo teniendo en cuenta que no pensábamos conectarlas más que cuando nos fuésemos a dormir... y esto no sería con mucha frecuencia, pues habíamos acordado que uno de nosotros vigilaría mientras el otro descansara, plan en el que no confiábamos lo bastante como para considerarlo infalible, de ahí el aparato. Hasta que acomodamos nuestra impedimenta, no nos ocupamos de las cosas que había traído el sheriff; entretanto, tuvimos amplia oportunidad de captar la muy definida aura del lugar.
Porque no era imaginación aquello de que reinaba una aura extraña en el albergue y alrededores. No era sólo la quietud presagiosa, casi siniestra, no sólo los altos pinos que se cernían sobre el albergue, no sólo las oscuras aguas, sino algo más: un callado, casi amenazador aire de espera, una especie de lejana seguridad ominosa... como podía uno imaginar lo que sentiría un halcón planeando serenamente por encima de su presa sabiendo que no iba a escapar de sus garras. Tampoco era ésta una impresión fugaz, pues se hizo evidente casi en seguida y aumentó de manera constante durante la hora o así que estuvimos ocupados; es más, se percibía con tanta claridad que Laird lo comentó como si se tratase de algo largo tiempo aceptado, ¡seguro que yo también lo sentía! Sin embargo, no había nada primitivo a lo que pudiese atribuirse. Hay miles de lagos como el Rick al norte de Wisconsin y de Minnesota, y aunque muchos de ellos no están en zonas forestales, los que sí lo están no difieren grandemente en su aspecto del de Rick; así que no había nada en el paraje que contribuyese en absoluto a esa soterrada sensación de horror que parecía invadirnos desde el exterior. Efectivamente, la puesta del sol era más bien lo contrario; bajo el sol del atardecer, el viejo albergue, el lago, el alto bosque de los alrededores, tenían un aire agradable de soledad... un aspecto que contrastaba con la intangible aura de maldad, tanto más penetrante y terrible. La fragancia de los pinos, junto con el frescor del agua, contribuía también a acentuar la sutil sensación de amenaza.
Por último, nos ocupamos del material abandonado en el escritorio del profesor Gardner. Los paquetes postales contenían, como esperábamos, un ejemplar del The outsider and others, de H. P. Lovecraft, expedido por los editores, y las fotocopias del manucristo y las páginas impresas del Texto de R'lyeh y del De vermis mysteriis de Ludwig Prinn, al parecer enviados para completar los datos suministrados anteriormente al profesor por el bibliotecario de la Miskatonic University, pues encontramos además entre el material que nos trajo el sheriff, ciertas páginas del Necronomicón en su traducción de Olaus Wormius, así como de los Manuscritos Pnakóticos. Pero no fueron estas páginas, en su mayoría ininteligibles para nosotros, las que nos llamaron la atención, sino las notas fragmentarias del propio profesor Gardner.
Era absolutamente evidente que no había tenido tiempo de hacer otra cosa que escribir las cuestiones y pensamientos tal como se le ocurrían; y aunque explicitaban poca cosa, sin embargo había en todo ello terribles sugerencias que adquirían dimensiones gigantescas al hacerse evidente aquello que no dejó consignado:
«¿Es la laja a) sólo una antigua ruina?, b) ¿una señal semejante a una lápida?, c) ¿o un punto focal para Él? En el último caso, ¿del exterior? ¿O de abajo? (NB: Nada indica que ese ser haya sido molestado.) "Cthulhu o Kthulhut". ¿En el lago Rick? ¿Pasadizo subterráneo al Superior y al mar vía San Lorenzo? (NB: Salvo la historia del aviador, nada indica que el Ser tenga conexión con el agua. Probablemente no es uno de los acuáticos.)
»Hastur. Pero sus manifestaciones tampoco parecen haber sido de seres aéreos.
»Yog-Sothoth. Ciertamente de la tierra... pero no es el Morador de la Oscuridad. (NB: El Ser, sea lo que fuere, debe de pertenecer a las deidades de la tierra, aun cuando viaja en el tiempo y el espacio. Puede que haya más, y que sólo el terrestre se deje ver ocasionalmente. ¿Ithaqua, quizá?)
»El Morador de la Oscuridad. ¿Será éste el Ciego, el Sin Rostro? Desde luego, podría decirse que habita en la oscuridad. ¿Nyarlathotep? ¿O Shub-Niggurath?
»¿Y del fuego qué? Debe haber una deidad también. Pero no hay referencias (NB: Posiblemente, si los Seres Terrestres y Acuáticos se oponen a los Aires, entonces deben oponerse igualmente a los del Fuego. Sin embargo, hay pruebas aquí y allá que indican que hay más lucha constante entre los Seres del Aire y el Agua que entre los de la Tierra y el Aire.) Abdul Alhazred es condenadamente oscuro en algunos pasajes. No existe una clave que facilite la identidad de Cthugha en esa terrible nota de pie de página.
»Partier afirma que sigo una pista equivocada. No me convence. Quienquiera que sea el que toca esa música por la noche es maestro en lo que atañe a cadencias y ritmos infernales. Y, sí, en cacofonías (Cf. Bierce y Chambers).»
Eso era todo.
—¡Qué galimatías más increíble! —exclamé.
Y no obstante... y no obstante, comprendía que no era un galimatías. Aquí había cosas extrañas, cosas que requerían una explicación extraterrena; y aquí, en las notas manuscritas de Gardner, estaba la prueba que indicaba que no sólo había llegado a la misma conclusión, sino que la rebasaba. Sonara a lo que sonase. Gardner lo había escrito con toda seriedad, y evidentemente para uso personal, tan sólo, ya que lo único claro eran los rasgos más vagos y genéricos. Por otra parte, las notas produjeron un efecto tremendo en Laird; se había quedado impresionantemente pálido, y ahora las miraba como si no diese crédito a lo que había visto.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Jack... él estaba en contacto con Partier.
—No consta —contesté, pero aun mientras hablaba, recordé el secreto que siguió a la separación del viejo profesor Partier de la Universidad de Wisconsin. La prensa había divulgado la noticia de que el anciano había sido un poco demasiado liberal en sus clases de antropología... es decir, que era de ¡«tendencia comunista»!, cosa que todos los que conocían a Partier sabían que estaba muy lejos de la realidad. Pero él había dicho cosas extrañas en sus clases, había hablado de cuestiones horribles y prohibidas, y las autoridades académicas consideraron como más prudente alejarle en silencio. Por desgracia, Partier armó un alboroto, cosa muy propia de su carácter, y resultó imposible tapar el asunto satisfactoriamente.
—Ahora vive en Wausau —dijo Laird.
—¿Crees que podría traducir todo esto? —pregunté, y me di cuenta de que acababa de expresar los pensamientos de Laird.
—Está a tres horas de viaje en coche. Copiaremos estas notas, y si no ocurre nada... si no descubrimos nada, iremos a verle.
¡Si no sucedía nada...!
Si el albergue nos había parecido tenso con su atmósfera ominosa, por la noche nos pareció sobrecargado de amenaza. Por otra parte, los incidentes comenzaron a sucederse súbita e insidiosamente a partir de la media tarde, cuando Laird y yo estábamos sentados ante esas extrañas fotocopias enviadas por la Miskatonic University au lieu de los libros y manuscritos propiamente dichos, demasiado valiosos como para autorizar que saliesen de su refugio. La primera manifestación fue tan simple que, durante un rato, ninguno de los dos notó nada raro. Fue sencillamente el rumor de los árboles como cuando se levanta viento, un creciente gemido entre los pinos. La noche era cálida, y todas las ventanas del albergue estaban abiertas. Laird hizo un comentario acerca del viento, y siguió hablando sobre su perplejidad respecto a los fragmentos que teníamos delante. Hasta que no transcurrió media hora, y el rumor del aire se elevó y adquirió las proporciones de un viento más bien fuerte, no reparó Laird en ello y alzó los ojos, yendo su mirada de una a otra ventana con inquietud. Fue entonces cuando me di cuenta yo también.
¡A pesar del ruido, no se notaba en la habitación ninguna corriente, ni ninguna de las ligeras cortinas de las ventanas hizo otra cosa que temblar levemente!
Con un movimiento simultáneo, nos dirigimos a la amplia terraza del albergue.
No hacía viento: ni el más leve soplo llegaba a rozar nuestras manos y nuestras caras. Sólo se oía el rumor en el bosque. Y los dos miramos hacia donde los pinos se recortaban contra el firmamento salpicado de estrellas, esperando ver inclinarse sus copas ante la creciente ráfaga; pero no se percibía movimiento alguno; los pinos estaban quietos, inmóviles; mientras, el rumor como de viento seguía en torno nuestro. Permanecimos en la terraza durante media hora, tratando en vano de determinar la procedencia del ruido... y entonces, del mismo modo repentino que había comenzado, ¡paró!
Eran casi las doce de la noche, y Laird se dispuso a meterse en la cama; había dormido poco la noche anterior, y acordamos que yo haría la primera guardia hasta las cuatro de la madrugada. Ninguno de los dos comentó el ruido de los pinos, pero lo que dijimos indicaba un deseo de creer que había una explicación natural para dicho fenómeno, si podíamos establecer un punto de referencia para comprenderlo. Era inevitable, supongo, que ante todos estos hechos singulares que llamaban nuestra atención, hubiese en nosotros un serio anhelo de encontrarles explicación natural. Ciertamente, el más viejo y más grande temor del que es presa el hombre es el temor a lo desconocido; todo lo que es susceptible de racionalización y explicación deja de ser temido; pero, hora tras hora, se iba haciendo más patente que nos enfrentábamos con algo que desafiaba toda racionalización y todo credo, y que dependía de un sistema de creencias anterior incluso al hombre primitivo; efectivamente, según las diversas alusiones de las páginas fotocopiadas de la Miskatonic University, era anterior incluso a la Tierra misma. Por otro lado, estaba aquella tensión, aquella ominosa sensación de amenaza de algo que estaba infinitamente más allá del alcance de una inteligencia tan limitada como la del hombre.
Así que me dispuse a iniciar mi vigilia con cierto nerviosismo. Cuando Laird se hubo retirado a su habitación —que estaba junto al remate de la escalera y cuya puerta daba a un corredor con balaustrada que se asomaba a la sala donde yo me encontraba leyendo, un poco al azar, un libro de Lovecraft—, me entró una especie de sensación de tensa expectativa. No es que temiese que fuera a ocurrir algo, sino más bien tenía miedo de no encontrar explicación a lo que ocurriese. Sin embargo, a medida que transcurrían los minutos, me fui enfrascando en The outsider and others, con sus infernales alusiones a una maldad inmemorial, a entidades coexistentes con todos los tiempos y coextensivas a todos los espacios, y empecé a captar, aunque vagamente, una relación entre los escritos de este creador de fantasías y las extrañas anotaciones que el profesor Gardner había dejado. Lo más inquietante era el saber que el profesor Gardner había escrito sus notas independientemente del libro que ahora estaba leyendo yo, puesto que había llegado después de su desaparición. Además, aunque había ciertas claves para lo que Gardner había escrito en el primer material que había recibido de la Miskatonic University, aumentaba ahora el número de pruebas que indicaban que el profesor había tenido acceso a alguna otra fuente de información.
¿Cuál era esa fuente? ¿Llegó a saber algo por medio del Viejo Peter? Era muy poco probable. ¿Acudió tal vez a Partier? No parecía imposible, aunque no se lo había comunicado a Laird. Sin embargo, no debía darse por supuesto que hubiese establecido contacto con alguna otra fuente de información sin haber hecho ninguna alusión a dicha fuente en sus notas.
Estando enfrascado en estas absorbentes especulaciones, me di cuenta de la música. Tal vez hacía rato que estaba sonando, antes de que me percatase, pero no lo creo. Era una extraña melodía lo que tocaban, que empezaba arrulladora y armoniosa, y luego, sutilmente, se volvía cacofónica y demoníaca, el ritmo se hacía más vivo, aunque me llegaba siempre como desde una gran distancia. La escuché con creciente asombro; al principio no me di cuenta de la sensación de malignidad que se abatía sobre mí, hasta que salí y comprobé que la música provenía de las profundidades del oscuro bosque. Entonces tuve conciencia de su carácter preternatural: era una melodía ultraterrena, absolutamente singular y extraña, y los instrumentos parecían flautas; en todo caso, alguna variante de la flauta.
Hasta ese momento, no hubo realmente nada alarmante. O sea, no hubo otra cosa que el temor inspirado por esos dos hechos. En resumen, había posibilidad de que existiese una explicación natural tanto para el rumor del viento como para la música.
Pero ahora, de pronto, ocurrió algo tan horrible, tan aterrador, que inmediatamente me sentí presa del más terrible miedo experimentado por el hombre, de un horror primitivo que surgía de lo desconocido, del exterior... porque si había abrigado dudas sobre los seres a que aludían las notas de Gardner y el material que las acompañaba, ahora supe instintivamente que eran infundadas, pues el sonido que sucedió a las melodías de aquella música ultraterrena fue de naturaleza tal que desafiaba toda descripción, y aún la desafía ahora. Fue simplemente un alular espantoso, imposible de ser producido por un animal conocido del hombre. Se elevó en horrible crescendo y decreció hasta apagarse en un silencio aún más terrible que el paralizante lamento. Empezó con una llamada compuesta de dos notas, repetida dos veces, de manera espantosa: «¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih!», que luego se convirtió en un grito lastimero, triunfal, que brotó como un aullido del bosque y se propagó en la noche como la voz tremenda del propio abismo: «Eh-ya-ya-ya-yahaaahaaahaaahaaa-ah-ah-ah-ngh'aa-ngh'aa-ya-ya-ya...»
Permanecí un minuto absolutamente helado en la terraza. No habría podido proferir un sonido aun si mi vida hubiese dependido de ello. La voz había cesado, pero los árboles parecieron repetir todavía las sílabas espantosas. Oí saltar a Laird de la cama, le oí correr escaleras abajo gritando mi nombre, pero no fui capaz de contestar. Salió a la terraza y me agarró del brazo.
—¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso?
—¿Lo has oído?
—De sobra.
Seguimos aguardando por si sonaba otra vez, pero no se repitió. Tampoco se repitió la música. Regresamos a la sala de estar y esperamos allí, incapaces de acostarnos ninguno de los dos.
¡Pero no hubo ningún incidente más durante el resto de la noche!

III

Los sucesos de esa primera noche decidieron más que ninguna otra cosa el curso del siguiente día. Pues, al comprender lo mal informados que estábamos para hacernos cabal idea de lo que estaba ocurriendo, Laird preparó la grabadora para la segunda noche, y salimos para Wausau con el fin de visitar al profesor Partier y regresar al día siguiente. Como medida de previsión, Laird se llevó consigo la copia de las notas que Gardner había dejado, pese a lo escuálidas que eran.
Al principio, el profesor Partier se mostró contrariado al vernos; finalmente, nos hizo pasar a su despacho, en el corazón de Wisconsin, y despejó de libros y papeles dos sillas para que nos sentásemos. Aunque tenía aspecto de anciano, con una larga barba blanca y un fleco de pelo cano asomando por debajo del gorro negro que cubría su cráneo, era tan ágil como un joven; era delgado, y tenía los dedos huesudos y la cara chupada, con unos ojos hundidos y negros, y su semblante mostraba una expresión de profundo cinismo, desdén, casi de desprecio, y no hizo el menor esfuerzo para que nos sintiéramos a gusto, aparte de darnos un sitio donde sentarnos. Reconoció a Laird como el secretario del profesor Gardner, dijo bruscamente que era un hombre ocupado y que preparaba lo que indudablemente sería su último libro, y que nos agradecería que le expusiésemos el objeto de nuestra visita lo más escuetamente posible.
—¿Qué es lo que sabe usted sobre Cthulhu? —preguntó Laird bruscamente.
La reacción del profesor fue asombrosa. La actitud del anciano, que antes había sido de superioridad y lejano desdén, se volvió instantáneamente cautelosa y alerta; con exagerado cuidado, dejó el lápiz que tenía en las manos, sin apartar sus ojos ni una sola vez del rostro de Laird, y se inclinó hacia adelante un poco sobre la mesa.
—Por eso —dijo— acuden ustedes a mí. —Se echó a reír entonces, con una risa que era como el cacareo de un carcamal—. Acuden a mí para preguntarme qué sé sobre Cthulhu. ¿Por qué?
Laird explicó brevemente que estábamos decididos a averiguar qué le había sucedido al profesor Gardner. Contó lo que consideró imprescindible mientras el anciano cerraba los ojos, tomaba el lápiz una vez más y, golpeando suavemente con él, escuchaba con cuidadosa atención, animando de cuando en cuando a Laird para que siguiese. Cuando éste hubo terminado, el profesor Partier abrió los ojos lentamente y nos miró a los dos con una expresión que no estaba muy lejos de la compasión y el dolor.
—Así que me citó a mí, ¿eh? Pero yo no he tenido contacto con él más que por teléfono —frunció los labios—. Y se refirió más a una antigua controversia que a sus descubrimientos en el lago Rick. Ahora quisiera darles un pequeño consejo.
—A eso es a lo que hemos venido.
—Abandonen ese lugar, y olvídense de todo eso.
Laird movió negativamente la cabeza con decisión.
Partier le miró calculadoramente; sus ojos oscuros desafiaron su determinación; pero Laird no vaciló. Se había embarcado en esta aventura, y estaba dispuesto a llegar hasta el final.
—No son esas fuerzas con las que el hombre corriente está acostumbrado a enfrentarse —dijo entonces el anciano—. Sinceramente, no estamos preparados para ello.
Entonces empezó, sin más preámbulos, a hablar de cuestiones tan alejadas de lo mundano que casi rayaban en lo inimaginable. En efecto, transcurrió un rato antes de que comenzara yo a comprender de qué hablaba, pues sus conceptos eran tan amplios y sobrecogedores que resultaban difíciles de captar para una persona acostumbrada a una vida prosaica como yo. Quizá fuera porque Partier empezó insinuando veladamente que no era Cthulhu, ni sus esbirros, quienes moraban en el lago Rick, sino otro ser muy distinto; la existencia de la losa y lo que tenía labrado encima indicaban claramente la naturaleza del ser que moraba allí de tiempo en tiempo. El profesor Gardner parecía haber dado con la verdadera pista, aunque Partier no lo creía. ¿Quién era el Ciego, el Sin Rostro, sino Nyarlathotep? Desde luego, no era Shub-Niggurath, el Cabrón Negro con sus Mil Jóvenes.
Aquí Laird le interrumpió para rogarle que fuese más explícito, y entonces, comprendiendo finalmente que nosotros no sabíamos nada, el profesor siguió explicando mitología en esos términos irritables y velados... mitología de una vida prehumana, no sólo de la Tierra, sino de las estrellas de todo el universo.
—No sabemos nada —repetía de cuando en cuando—. No sabemos nada en absoluto. Pero hay signos, lugares... el lago Rick es uno de ellos.
Habló de seres cuyos nombres eran espantosos, de los Dioses Primigenios que viven en Betelgeuse, en una remota región en el tiempo y el espacio, los cuales habían arrojado a los espacios a los Primordiales, guiados por Azathoth y Yog-Sothoth, y entre quienes se contaba la fuerza primordial del anfibio Cthulhu, de los quirópteros seguidores de Hastur el Innombrable, de Lloigor, Zhar e Ithaqua, el que cabalga en los vientos y los espacios sidéreos, de los seres elementales de la Tierra, de Nyarlathotep y Shub-Niggurath —seres malvados que siempre trataban una vez más de derrotar a los Dioses Arquetípicos, que les habían expulsado o encarcelado—, y de cómo Cthulhu dormía desde hacía muchísimo tiempo en el reino oceánico de R'lyeh, y de cómo Hastur fue encarcelado en una estrella negra próxima a Aldebarán, en las Híades. Mucho antes de que los seres humanos caminaran sobre la tierra, tuvo lugar el conflicto entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y de tiempo en tiempo los Primordiales han resurgido y aspirado a imponerse, unas veces para ser detenidos por intervención directa de los Dioses Primigenios, pero más frecuentemente por intermedio de seres humanos o no humanos que se prestaban a provocar la disensión entre los seres elementales, pues según indicaban las notas de Gardner, los malvados Dioses Primordiales eran fuerzas elementales. Pero cada vez había habido una resurrección, cuya señal quedaba hondamente impresa en la memoria del hombre... y en cada una de ellas habían pretendido eliminar la prueba, así como a los apacibles supervivientes.
—¿Qué ocurrió en Innsmouth, Massachusetts, por ejemplo? —preguntó tensamente—. ¿Qué ocurrió en Dunwich? ¿En las tierras vírgenes de Vermont? ¿O en la vieja casa de Tuttle, en el pico de Aylesbury? ¿Qué hay del misterioso culto de Cthulhu, y del absolutamente extraño viaje de exploración a las montañas de la Locura? ¿Qué seres habitaron la oculta y misteriosa meseta de Leng? ¿Y la ciudad de Kadath en la Inmensidad Fría? ¡Lovecraft lo sabía! Gardner y muchos otros han tratado de descubrir todos esos secretos, han tratado de establecer una conexión entre los increíbles acontecimientos ocurridos aquí y allá, por toda la faz del planeta..., pero los Primordiales no quieren que simples hombres lleguen a saber demasiado. ¡Así que quedan ustedes advertidos!
Cogió las notas de Gardner sin darnos ocasión a ninguno de los dos de decir nada, y las estudió, colocándose unos lentes con montura de oro que le dieron un aspecto aún más viejo, y siguió hablando más bien consigo mismo que con nosotros, y dijo que se afirmaba que los Primordiales habían alcanzado en ciertos aspectos un grado de desarrollo científico más grande que el que hasta ahora se consideraba posible; pero que, por supuesto, no se sabía nada. La forma con que recalcaba estas palabras indicaba bien a las claras que sólo un necio o un idiota podría permanecer incrédulo, tuviese pruebas o no. Pero a renglón seguido admitió que había una prueba: la placa repugnante que tenía grabada la representación de una monstruosidad infernal caminando sobre los vientos por encima de la tierra, encontrada en las manos de Josiah Alwyn cuando descubrieron su cuerpo en una pequeña isla del Pacífico, meses después de su increíble desaparición de su casa de Wisconsin; los dibujos trazados por el profesor Gardner eran otra... y sobre todo, aquella extraña losa labrada del bosque vecino al lago Rick.
—Cthugha —murmuró entonces, pensativo—. No he leído la nota de pie de página a la que hace referencia. Y en Lovecraft no hay nada —negó con la cabeza—. ¿No podrían sonsacarle algo al mestizo?
—Ya hemos pensado en eso —admitió Laird.
—Bien, entonces les aconsejo que lo intenten. Parece evidente que él sabe algo... puede que no sean más que exageraciones debidas a su mentalidad primitiva; pero por otro lado... ¿quién sabe?
El profesor Partier no pudo o no quiso decirnos más. Por otra parte, Laird desistió de seguir preguntándole, ya que era evidente que había una relación tremendamente inquietante entre lo que había revelado, por increíble que fuese, y lo que el profesor Gardner había escrito.
Nuestra visita, no obstante, a pesar de lo poco fructífera que fue —o quizá precisamente por ello—, produjo un singular efecto en nosotros. La misma vaguedad de las notas y comentarios del profesor, junto con la prueba fragmentaria e inconexa que nos había llegado independientemente de parte de Partier, nos devolvió la serenidad y afianzó a Laird en su determinación de llegar al fondo del misterio que rodeaba a la desaparición de Gardner, misterio que ahora se había ampliado para abarcar el misterio aún mayor del lago Rick y del bosque que lo rodeaba.
Al día siguiente volvimos a Pashepaho, y quiso la suerte que nos cruzáramos con el Viejo Peter en la carretera que salía del pueblo. Laird aminoró la marcha, retrocedió y sacó la cabeza para encararse con la mirada escrutadora del viejo.
—¿Le llevo?
—De acuerdo.
Subió el Viejo Peter y se sentó en el borde del asiento hasta que Laird, sin protocolos de ningún género, sacó una botella y se la ofreció; entonces sus ojos se iluminaron; la cogió ansiosamente y echó un buen trago, mientras Laird se puso a charlar sobre la vida en los bosques del norte, animando al mestizo a que hablase de los yacimientos minerales que según él podían descubrirse en las proximidades del lago Rick. De este modo recorrimos buena parte del trayecto, sin que el mestizo soltase la botella, hasta que, finalmente, estuvo casi vacía. No se le notaba embriagado en el estricto sentido de la palabra, pero hablaba sin prejuicios, y no protestó cuando cogimos la carretera hacia el lago sin detenernos para que se bajase; aunque, cuando vio el albergue y supo dónde estaba, dijo estropajosamente que se había alejado de su camino, y que tenía que regresar antes de que se hiciese de noche.
Se habría marchado inmediatamente, pero Laird le convenció para que entrase, con la promesa de que le prepararía un buen vaso.
Entramos. Le preparó la bebida más fuerte que pudo, y Peter sucumbió.
Cuando empezó a sentir los efectos del alcohol, Laird abordó el tema y dijo que Peter sabía algo sobre el misterio de la región del lago Rick, e inmediatamente el mestizo enmudeció, farfullando que no diría nada, que no había visto nada, que todo era una mentira, mientras sus ojos iban de uno de nosotros al otro. Pero Laird insistió. Había visto la losa de piedra tallada, ¿verdad? Sí... dijo de mala gana. ¿Quería llevarnos a ella? Peter negó con la cabeza violentamente. Ahora no. Era casi el atardecer; podía hacerse de noche antes de regresar.
Pero Laird era duro como el diamante. Y convencido por la insistencia de Laird de que podíamos estar de regreso en el albergue y hasta en Pashepaho, si Peter quería, antes de la caída de la noche, consintió en llevarnos a la losa. Entonces, a pesar de su estado, se internó rápidamente en el bosque, tomó un sendero que apenas merecía el nombre de rastro por lo débil que era, y galopó por él invariablemente durante casi una milla, antes de detenerse. Entonces, situándose detrás de un árbol, como si temiese que le vieran, señaló temblorosamente un pequeño calvero rodeado de árboles corpulentos, lo bastante amplio como para dejar visible el firmamento por arriba.
—Ahí... ésa es.
La losa se veía sólo parcialmente, pues el musgo la había cubierto en gran parte. Laird, sin embargo, se interesaba por ella sólo de manera secundaria en este momento; era evidente que el mestizo estaba mortalmente aterrado y sólo tenía deseos de huir.
—¿Te gustaría pasar la noche aquí, Peter? —preguntó Laird.
El mestizo le dirigió una mirada aterrada.
—¿A mí? ¡Dios, no!
De pronto, la voz de Laird se endureció:
—Pues a menos que nos digas qué viste aquí, eso es lo que vas a hacer.
El mestizo no estaba tan embriagado como para no prever lo que podía pasar: la posibilidad de que Laird y yo le cogiésemos y le atásemos a un árbol del borde de este calvero. Sencillamente, pensó en echar a correr, pero sabía que en su estado no podría dejarnos atrás.
—No me hagan hablar —dijo—. Son cosas que no deben contarse. No se las he contado jamás a nadie... ni siquiera al profesor.
—Queremos saberlas, Peter —dijo Laird amenazador.
El mestizo empezó a temblar; se volvió y miró la losa como si creyese que podía surgir de allí en cualquier momento un ser hostil y abalanzarse sobre él con intenciones homicidas.
—No puedo, no puedo —murmuró; y luego, clavando sus ojos sanguinolentos en los de Laird una vez más, dijo en voz baja—: No sé lo que era. ¡Dios!, pero era espantoso. Era un Ser... no tenía rostro; estuvo aullando hasta que creí que se me iban a reventar los tímpanos; y luego, aquellas criaturas que tenía a su alrededor... ¡Dios! —se estremeció y se apartó del árbol reuniéndose con nosotros—. Ahí, ahí lo vi una noche. Salió, al parecer, del aire, y hubo cánticos y lamentos, y las criaturas tocaban una música infernal. Creo que me volví loco durante un rato, antes de marcharme —su voz se quebró, su memoria excitada evocó las imágenes de las cosas que había visto; se volvió, gritando destempladamente—: ¡Vamonos de aquí!
Y echó a correr por donde habíamos venido, saltando entre los árboles.
Laird y yo corrimos tras él y le cogimos en seguida; Laird le aseguró que le sacaríamos del bosque en coche, y que estaría lejos de allí antes de que se nos echara encima la noche. Laird estaba tan convencido como yo de que no eran figuraciones lo que el mestizo había contado, que, efectivamente, nos había referido todo lo que sabía; y permaneció callado durante todo el trayecto desde el camino donde dejamos al Viejo Peter, después de obligarle a que tomara cinco dólares para que olvidase con el alcohol, que tanto le gustaba, lo que había visto.
—¿Qué te parece? —me preguntó Laird cuando llegamos al albergue.
Moví negativamente la cabeza.
—El lamento de anteanoche —dijo Laird—. Las cosas que oyó el profesor Gardner... y ahora esto. Todo encaja condenadamente, horriblemente —se volvió hacia mí con intensa y perentoria urgencia—. Jak, ¿te atreverías a visitar esa losa esta noche?
—Por supuesto.
—Pues iremos.
Hasta que no entramos en el albergue, no se nos ocurrió pensar en la grabadora; entonces Laird rebobinó y la preparó para reproducir lo que hubiese quedado grabado hasta nuestro regreso. Esto al menos, comentó él, no dependía en absoluto de la imaginación de nadie; esto era producto de la máquina pura y simple, y cualquier persona inteligente sabía muy bien que las máquinas eran muchísimo más fiables que los hombres, dado que no tenían ni nervios ni imaginación, ni sabían nada del miedo o la esperanza. A lo sumo, contábamos con oír una repetición de los sonidos de la noche anterior; ni en nuestros más disparatados sueños habríamos podido prever lo que oímos en realidad, pues la grabación se elevó de lo prosaico a lo increíble, de lo increíble a lo horrible, y por último, a un cataclismo de revelación que borró por completo en nosotros toda fe en la existencia normal.
Empezaba con un ocasional concierto de somorgujos y buhos, seguido de un periodo de silencio. Luego se oyó una vez más el rumor prolongado y familiar como de viento entre los árboles, y a continuación vino la extraña cadencia cacofónica de las flautas. Después, había grabada una serie de gritos que transcribo aquí exactamente tal como los oímos en aquella inolvidable noche:
¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡ EEE-ya-ya-ya-Yahaahaahaaahaaa-ah-ah-ah-ngh'aaa-ngh'-aaa-ya-ya-aaa! (con voz que no era ni humana ni bestial, aunque tenía ambas calidades).
(Un tiempo de música creciente, que se volvía más salvaje y demoníaca por momentos.)
Poderoso Mensajero... Nyarlathotep, del mundo de los Siete Soles a este lugar terrestre, el bosque de N'gai, adonde puede venir El Que No Debe Ser Nombrado... Habrá abundancia de aquellos que vienen del Cabrón Negro de los Bosques, el Cabrón de las Mil Jóvenes... (esto con una voz que era curiosamente humana).
(Una sucesión de sonidos singulares, como si se tratase de la alternancia que resulta al escuchar y responder; un zumbido y susurros como de cables telegráficos.)
¡Ia! ¡Ia! ¡Shub-Niggurath! ¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡EEE-yaa-yaa-haa-haaa-haaaa! (con la voz de antes, ni humana ni bestial, sino ambas cosas a la vez).
Ithaqua te servirá, Padre del millón de los favorecidos, y Zhar será llamado de Arturo por mandato de 'Umr At-Tawil, Guardián de la Entrada... Te unirás en alabanza de Azathoth, del Gran Cthulhu, de Tsathoggua... (con voz humana otra vez).
Sal en forma suya, o en cualquier otra que quieras elegir como hombre, y destruye aquello que pueda conducirles a nosotros... (con voz medio bestial, medio humana una vez más).
(Un intervalo de furiosa melodía acompañada nuevamente de un ruido como de batir de grandes alas.)
¡Ygnaiih! Y'bthnk... h'ehye-n'grkdl'lh... ¡Ia! ¡Ia! ¡Ia! (como un coro).
Estos sonidos estaban espaciados de tal modo que parecía como si los seres que los producían anduviesen por dentro o los alrededores del albergue, y el último cántico se perdió como si esas mismas criaturas se alejaran. Efectivamente, siguió un intervalo de silencio tan largo que Laird se levantó para desconectar el aparato, cuando surgió una voz de nuevo. Pero la voz que brotó ahora de la grabadora fue de tal naturaleza que, por sí misma, nos produjo de una vez todo el horror contenido en lo que había precedido; pues fuera lo que fuese lo que pudiese inferirse de los bramidos y cánticos semibestiales, la horriblemente sugestiva conversación en acusado inglés que ahora brotó de la grabadora resultaba indeciblemente aterradora:
—¡Dorgan! ¡Laird Dorgan! ¿Puedes oírme?
Fue un áspero, urgente susurro que llamaba a mi compañero que ahora estaba con el rostro blanco y la mirada fija en el aparato, sobre el cual tenía aún la mano en suspenso. Nuestras miradas se cruzaron. No era una súplica, no era nada de lo que había ocurrido antes; era la identidad de aquella voz... ¡porque era la voz del profesor Gardner! Pero no tuvimos tiempo de reflexionar sobre el hecho, porque la grabadora siguió necánicamente.
—¡Escúchame! Deja este lugar. Olvídalo. Pero antes de irte, invoca a Cthugha. Durante siglos ha sido éste el sitio donde seres perversos del cosmos más exterior tocaron la Tierra. Lo sé. Soy de ellos. Se han apoderado de mí, como hicieron con Piregard y muchos otros, todos los cuales se internaron imprudentemente en su bosque, y no fueron destruidos inmediatamente. Este es Su bosque: el bosque de N'gai, la morada terrestre del Ciego, del Sin Rostro, del Aullador de la Noche, del Morador de la Oscuridad, Nyarlathotep, quien sólo teme a Cthugha. He estado con él en los espacios estelares. He estado en la oculta meseta de Leng, en Kadath de la Inmensidad Fría, más allá de las Puertas de la Llave de Plata, incluso en Kythamil, cerca de Arturo y Mnar, en N'Kai y el lago de Hali, en K'n-yan y la fabulosa Carcosa, en Yaddith y en Y'ha-nthlei, próxima a Innsmouth, en Yoth y en Yuggoth, y he contemplado de lejos Zothique desde el ojo de Algod. Cuando Fomalhaut corone los árboles, invoca a Cthugha con estas palabras, repitiéndolas tres veces: «¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa nafl thagn! ¡Ia! ¡Cthugha!» Cuando él acuda, corre, no vayas a ser destruido tú también. Porque es conveniente que este lugar maldito sea arrasado de modo que Nyarlathotep no venga más de los espacios interestelares. ¿Me oyes, Dorgan? ¿Me oyes? ¡Dorgan! ¡Laird Dorgan!
Hubo un súbito ruido de viva protesta, seguido de otro como de alboroto y forcejeo, como si se hubiesen llevado a Gardner a la fuerza; luego, ¡siguió el silencio más completo y total!
Laird dejó correr la cinta durante unos minutos, pero no había nada más. Finalmente desconectó el aparato y dijo muy tenso:
—Creo que será mejor que transcribamos eso lo mejor posible. Toma nota de todas las frases, y después copiaremos esa fórmula de Gardner.
—¿Era...?
—Reconocería su voz en cualquier parte —dijo brevemente.
—¿Está vivo, entonces?
Me miró; sus ojos se entrecerraron.
—Eso no lo sabemos.
—¡Pero ésa es su voz!
Movió negativamente la cabeza, pues empezaban los sonidos otra vez, y nos dedicamos los dos a copiar, tarea que resultó más fácil de lo que parecía al principio porque las pausas entre las frases eran lo bastante grandes como para permitirnos copiar sin apresuramientos. El lenguaje de los cánticos y las palabras dirigidas a Cthugha pronunciadas por la voz de Gardner presentaron enorme dificultad, pero merced a las múltiples repeticiones conseguimos transcribir el equivalente aproximado de los sonidos. Cuando finalmente hubimos terminado, Laird desconectó la grabadora y me miró con ojos extraños y turbados, llenos de inquietud e incertidumbre. No dije nada; lo que acabábamos de escuchar, unido a todo lo que había ocurrido anteriormente, no nos dejaba alternativa. Cabía dudar de las leyendas, creencias y demás; pero la inequívoca grabación de la cinta era concluyente, aun cuando no hiciera otra cosa que corroborar consejas oídas a medias, pues, efectivamente, no había aún nada concreto; era como si todo estuviese tan absolutamente fuera de la capacidad de comprensión del hombre que sólo en la velada sugerencia de partes aisladas podía entenderse algo, como si la totalidad fuese inexpresablemente agotadora para que la soportase la mente humana.
—Fomalhaut sale casi en el crepúsculo; un poco antes, creo —reflexionó Laird; evidentemente, igual que yo, había aceptado que acabábamos de oír incuestionablemente el misterio que ocultaba su significado—. La veríamos por encima de los árboles (probablemente quedará a veinte o treinta grados del horizonte, porque no pasa lo bastante cerca del cénit en estas latitudes para que salga por encima de los pinos) aproximadamente una hora después de la caída de la noche. Digamos a las nueve treinta o así.
—¿No estarás pensando en intentarlo esta noche? —pregunté—. Al fin y al cabo, ¿qué significa? ¿Quién o qué es Cthugha?
—No sé más que tú, y no voy a intentarlo esta noche. Has olvidado la losa. ¿Estás aún dispuesto a ir allí... después de esto?
Asentí. No me atreví a hablar, pero no me consumía el deseo de desafiar la oscuridad que se extendía como una criatura viviente por el bosque que rodeaba el lago Rick.
Laird miró su reloj y luego a mí, y sus ojos ardían ahora con una especie de febril determinación, como si se esforzase en tomar este paso final de enfrentarse a ese ser desconocido cuyas manifestaciones se habían posesionado del bosque. Si esperaba que yo vacilase, le decepcioné; por muy acosado por el miedo que me sintiese, no deseaba manifestarlo. Me levanté y salí del albergue en su compañía.

IV

Hay aspectos de la vida oculta, tanto del exterior como de las profundidades de la mente, que es preferible mantener en secreto y lejos del conocimiento del hombre común; pues en los lugares más oscuros de la Tierra acechan terribles deseos, horribles revenants de un estrato del subconsciente, por fortuna fuera del ámbito del hombre medio... En efecto, hay aspectos de la creación tan grotescamente estremecedores que su misma visión haría perder la razón al que los contemplara. Afortunadamente, no es posible evocar más que como una sugerencia lo que vimos en la losa del bosque del lago Rick aquella noche de octubre, porque fue todo tan increíble, rebasó a tal punto todas las leyes conocidas de la ciencia, que no existen en el lenguaje humano palabras adecuadas para describirlo.
Llegamos al círculo de árboles que rodeaba la losa mientras las últimas claridades se demoraban aún en el cielo de poniente, y con ayuda de la linterna que Laird traía consigo examinamos la superficie de la losa y lo que había tallado en ella: un ser inmenso y amorfo, trazado por un artista que, evidentemente, carecía de suficiente imaginación para diseñar el rostro de la criatura, ya que lo había dejado sin él, perfilando sólo una curiosa cabeza cónica que incluso en piedra parecía dotada de una enervante fluidez; además, la criatura estaba representada con apéndices tentaculares y manos... o excrecencias semejantes a manos; pero no tenía dos, sino varias, de suerte que en su conformación parecía a la vez humana y no humana. Junto a ella había talladas dos figuras agazapadas parecidas a calamares, y de una parte de ellas —probablemente de sus cabezas, aunque su silueta no estaba claramente definida— surgían lo que seguramente podía ser alguna clase de instrumentos musicales, dado que estos extraños y repugnantes seres parecían tocarlos.
Nuestra inspección fue necesariamente precipitada, puesto que no queríamos arriesgarnos a que nos viera aquí quien pudiese venir, y quizá, dadas las circunstancias, influyera en nosotros también la imaginación. Pero no creo. Es difícil sostener eso coherentemente, sentado aquí ante mi mesa, alejado en el espacio y el tiempo de cuanto allí sucedió; pero lo sostengo. A pesar del precipitado reconocimiento y del miedo irracional a lo desconocido que nos obsesionaba, seguimos abiertos a todos los aspectos que habíamos decidido esclarecer. En todo caso, he errado en este relato al colocar la ciencia por encima de la imaginación. A la clara luz de la razón, las figuras labradas en aquella losa de piedra eran no sólo obscenas, sino bestiales y espantosas más allá de toda medida, particularmente a la luz de lo que Partier había insinuado y lo que las notas de Gardner y el material de la Miskanotic University habían dejado entrever vagamente; y aun cuando hubiéramos tenido tiempo, dudo que nuestras miradas se hubieran demorado demasiado rato en ellas.
Nos retiramos a un lugar relativamente cercano al camino que debíamos tomar para regresar al albergue, y no muy alejado tampoco del calvero donde se encontraba la losa; queríamos ver bien, ocultos en un lugar de fácil acceso al sendero por el que regresaríamos. Nos apostamos allí y esperamos en la fría quietud de una noche de octubre, mientras una oscuridad estigia nos envolvía y sólo una o dos estrellas parpadeaban muy arriba, milagrosamente visibles entre las altísimas copas de los árboles.
Según el reloj de Laird, aguardamos exactamente una hora y diez minutos antes de que comenzara el rumor como de viento, e inmediatamente hubo una manifestación que tenía todas las trazas de sobrenatural, pues no bien hubo empezado el ruido de las ráfagas, la losa que acabábamos de abandonar empezó a adquirir un resplandor, al principio tan imperceptible que parecía una ilusión, luego una fosforescencia cada vez mayor, hasta que despidió tal luminiscencia que era como si un haz de luz se elevase hacia el cielo. Esta fue la segunda circunstancia curiosa: la luz seguía los contornos de la losa, y se proyectaba hacia el cielo; no era difusa ni se dispersaba por el claro del bosque, sino que se proyectaba hacia el cielo con la potencia de un foco. Simultáneamente, el mismo aire pareció cargarse de maldad; en torno nuestro se extendió un aura tan densa de pavor que no tardó en hacerse imposible ignorar esta sensación. Era evidente que, por algún medio desconocido para nosotros, el ruido como de ráfagas de viento que ahora llenaba el aire no sólo se asociaba con el ancho haz de luz que se proyectaba hacia arriba, sino que era causado por él; es más, mientras mirábamos, el intenso color de la luz variaba constantemente, cambiando de un blanco cegador a un verde radiante, y de éste a una especie de verde espliego; de vez en cuando la luz se hacía tan intensa que era preciso apartar la vista, aunque la mayor parte del tiempo pudimos contemplarla sin que nos hiciera daño a los ojos.
De la misma forma repentina que había empezado, cesó el rumor de viento, se hizo difusa e indistinta la luz, y casi inmediatamente un espectral sonido de flautas traspasó nuestros oídos. No provenían de nuestro alrededor, sino de arriba, y de común acuerdo nos pusimos a mirar hacia el cielo hasta donde permitía la luz que ya se desvanecía.
No puedo explicar qué ocurrió exactamente ante nuestros ojos. ¿Fue realmente algo que se precipitó, que se derramó más bien, hacia abajo? Porque eran masas informes; ¿o eran producto de nuestra imaginación, que volvió a mostrarse singularmente cuando más tarde tuvimos ocasión de contrastar notas Laird y yo? La ilusión de grandes seres negros deslizándose velozmente por aquel sendero de luz fue tan intensa que nos volvimos para mirar la losa.
Lo que vimos allí nos hizo huir locamente, incapaces de gritar, de aquel lugar infernal.
Pues donde un momento antes no había nada, vimos ahora una masa protoplasmática gigantesca, de un ser colosal que se elevaba hacia las estrellas, y cuya corporeidad física real se hallaba en constante flujo; y flanqueándolo a cada lado, había dos criaturas menores, igualmente amorfas, sosteniendo una especie de flauta con sus apéndices y ejecutando esa música demoníaca que sonaba y resonaba por todo el ámbito del bosque. Pero la entidad de la losa, el Morador de la Oscuridad, era tremendamente horroroso; ¡pues de su masa de carne amorfa surgían caprichosamente, ante nuestros ojos, tentáculos, garras, manos, y se retraían otra vez; y la misma masa disminuía y se dilataba sin esfuerzo, y donde estaba su cabeza y debiera haber estado su semblante, no se veía sino un vacío tanto más horrible cuanto que, mientras mirábamos, brotó de él un profundo aullido, con esa voz semibestial, semihumana que nos era familiar por la grabación efectuada dos noches antes!
Huimos, digo, tan trastornados, que sólo merced a un supremo esfuerzo de voluntad pudimos correr en la dirección adecuada. Y tras de nosotros se elevó una voz, la voz blasfema de Nyarlathotep, el Ciego, el Sin Rostro, el Poderoso Mensajero, cuando aún vibraban en los canales de nuestra memoria las medrosas palabras del mestizo, del Viejo Peter: Era un ser... no tenía rostro; estuvo aullando hasta que creí que se me iban a reventar los tímpanos; y luego, aquellas criaturas que tenía a su alrededor... ¡Dios!, resonaban mientras la voz de aquella monstruosidad de los espacios exteriores gritaba y profería una algarabía y sonaba la música infernal que ejecutaban los espantosos músicos acompañantes, elevándose en un aullido desde el bosque y dejando para siempre su huella en la memoria.
—¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡EEE-yayayayayaaa-haaa-haaahaaahaaa-ngh'aaa-ngh'aaa-ya-ya-yaaa!
Luego se hizo el silencio.
Y no obstante, por increíble que parezca, aún nos aguardaba el horror final.
Porque cuando estábamos a medio camino del albergue, nos dimos cuenta de que nos seguían; detrás de nosotros sonaba un espantoso, horriblemente sugerente chapoteo, como si la amorfa entidad hubiese abandonado la losa que debieron erigir en tiempos remotos sus adoradores y se hubiese lanzado en pos de nosotros. Obsesionados por un pavor abismal, corrimos como no lo habíamos hecho jamás; y casi habíamos llegado al albergue, cuando nos dimos cuenta de que el chapoteo, el temblor y estremecimiento de la tierra —como bajo las pisadas de algún ser gigantesco— habían cesado, y en su lugar se oía sólo el tranquilo y sosegado ruido de pasos.
¡Pero los pasos no eran nuestros! Y en el aura de irrealidad, en la espantosa atmósfera de enajenación en que nos movíamos y respirábamos, lo que sugerían aquellos pasos resultaba casi enloquecedor.
Llegamos al albergue, encendimos una lámpara y nos dejamos caer en unas sillas a esperar lo que quiera que fuese que avanzaba tan inexorablemente, sin apresuramientos, subía los peldaños de la terraza, ponía la mano en el pomo de la puerta y abría de par en par...
¡Era el profesor Gardner quien estaba allí!
Entonces Laird se puso en pie de un salto, gritando:
—¡Profesor Gardner!
El profesor sonrió reservadamente y alzó una mano para protegerse los ojos.
—Si no les importa, desearía que bajasen la luz. He estado en la oscuridad tanto tiempo...
Laird obedeció sin hacer preguntas, y entonces el profesor entró en la habitación, avanzando con el sosiego y aplomo del hombre que está seguro de sí, como si no hubiese desaparecido de la faz de la Tierra hacía más de tres meses, como si no nos hubiese lanzado una frenética llamada de auxilio durante la pasada noche, como si...
Miré a Laird; aún tenía la mano en la lámpara, pero sus dedos no giraban ya el pabilo, sino simplemente lo tenían cogido, mientras él lo contemplaba con ojos ausentes. Miré al profesor Gardner; se sentó, con la cabeza apartada de la luz, los ojos cerrados, y una leve sonrisa fluctuando en sus labios; en ese momento tenía exactamente el aspecto que a menudo le había visto en el University Club de Madison, y daba la sensación de que cuanto había ocurrido no era más que un mal sueño.
¡Pero no era un sueño!
—¿Salieron ustedes anoche? —preguntó el profesor.
—Sí. Pero, naturalmente, dejamos conectada la grabadora.
—¡Ah! ¿Oyeron algo, entonces?
—¿Le gustaría escuchar la grabación, señor?
—Sí, desde luego.
Laird se levantó, puso en marcha el aparato, y permanecimos sentados en silencio, sin decir palabra, hasta que terminó. Entonces el profesor volvió la cabeza lentamente.
—¿Qué van a hacer con eso?
—No lo sé, señor —contestó Laird—. Las frases son demasiado vagas... salvo para usted. Parece que tienen algún significado.
De repente, de modo inesperado, la habitación pareció inundarse de una atmósfera de amenaza; fue una impresión momentánea, pero Laird lo notó lo mismo que yo, pues se sobresaltó visiblemente. Estaba quitando la cinta del aparato, cuando el profesor habló otra vez:
—¿No se les ha ocurrido que pueden ser víctimas de un engaño?
—No.
—¿Y si les digo que he averiguado que es posible producir todos esos sonidos que hay registrados en esa cinta?
Laird le miró durante un minuto, antes de replicar en voz baja que, naturalmente, el profesor Gardner había estado investigando los fenómenos del bosque del lago Rick durante mucho más tiempo que nosotros, y que si él lo decía...
El profesor soltó una agria risotada.
—¡Son fenómenos enteramente naturales, muchacho! Hay un depósito mineral debajo de esa tosca losa del bosque; emite una luz y también los miasmas que producen alucinaciones. Así de sencillo. En cuanto a las diversas apariciones, se deben a la completa estupidez, a la imperfección humana, sólo a eso, y a una simple coincidencia. Yo vine aquí con grandes esperanzas de ver corroboradas algunas de las estupideces a las que el propio Partier prestó oídos, pero... —sonrió desdeñosamente, movió la cabeza negativamente, y extendió la mano—. Déjeme la cinta, Laird.
Sin hacer preguntas, Laird le entregó la cinta. El anciano la cogió y se la iba a acercar a los ojos, cuando se dio un golpe en el codo y, con un agudo grito de dolor, la dejó caer. Se rompió en mil pedazos en el suelo del albergue.
—¡Oh! —exclamó el profesor—. Lo siento —volvió los ojos hacia Laird—. Pero no se preocupe, puedo reproducírselo todo cuando quiera, según lo que he aprendido sobre este lugar, merced a las explicaciones de Partier... —se encogió de hombros.
—No importa —dijo Laird tranquilamente.
—¿Quiere decir que todo lo que contenía esa cinta no eran más que cosas de su imaginación, profesor? —interrumpí yo—. ¿Incluso ese cántico de invocación a Cthugha?
El anciano se volvió hacia mí; su sonrisa era sardónica.
—¿Cthugha? ¿Qué supone que es, sino producto de la imaginación de alguien? En cuanto a la conclusión... mi querido muchacho, utilice la cabeza. Supongamos que Cthugha tiene su morada en Fomalhaut, que se halla a veintisiete años luz de aquí, y que, por por otro lado, si se repite tres veces este cántico, cuando Fomalhaut se ha elevado en el cielo, Cthugha se aparecerá para, de alguna manera, volver inhabitable este lugar a todo hombre o entidad venida del exterior. Pero ¿cómo supone que podría llevarlo a cabo?
—Pues mediante algo así como una transferencia de pensamiento —respondió Laird obstinadamente—; no es disparatado suponer que si dirigiésemos nuestros pensamientos hacia Fomalhaut, alguien podría recibirlos allí... caso de que hubiese vida. El pensamiento es instantáneo. Y, a su vez, podrían estar los de allá tan desarrollados que fuesen capaces de desmaterializarse y volverse a materializar a la velocidad del pensamiento.
—Mi querido muchacho, ¿habla usted en serio? —la voz del anciano delataba su desdén.
—Usted me ha preguntado.
—Bien, como respuesta hipotética a un problema teórico, puede pasar.
—Francamente —dije, haciendo caso omiso del extraño gesto negativo que Laird me hizo con la cabeza—, no creo que lo que hemos visto esta noche en el bosque sea una alucinación... producida por los miasmas brotados de la tierra o de dondequiera que sea.
El efecto de esta declaración fue extraordinario. Ostensiblemente, el profesor hizo todos los esfuerzos por dominarse; sus reacciones fueron exactamente las del sabio acosado por un cretino en una de sus clases. Tras unos momentos, recobró el dominio de sí y dijo solamente:
—Así que han estado allí. Supongo que es demasiado tarde para hacerles cambiar de idea...
—Yo siempre estoy abierto a cualquier posibilidad, señor, y me inclino ante el método científico —dijo Laird.
El profesor Gardner se llevó la mano a los ojos y dijo:
—Estoy cansado. La otra noche que estuve aquí observé que ha tomado mi habitación, Laird; así que me quedaré con la que esté junto a la de usted, en el lado opuesto a la de Jack.
Subimos, como si nada hubiese sucedido entre la última vez que estuvimos y ésta.

V

El resto de la historia —y la culminación de esa noche apocalíptica— se puede resumir en pocas palabras.
No habría dormido más de una hora —era la una de la madrugada—, cuando me despertó Laird. Estaba junto a mi cama completamente vestido, y con voz tensa me ordenó que me levantara y me vistiese, que recogiese lo que considerara esencial entre las cosas que había traído y estuviese preparado. No me permitió siquiera encender una luz, aunque él llevaba una pequeña linterna que utilizaba de cuando en cuando. A todas mis preguntas contestó con el ruego de que esperase.
Cuando hube terminado, se encaminó hacia la puerta y susurró:
—Vamos.
Entró directamente en la habitación a la que se había retirado el profesor Gardner. Con la luz de la linterna, comprobó que la cama no había sido tocada; más aún, gracias a la fina capa de polvo que cubría el suelo, pudo ver que el profesor Gardner había entrado en la habitación, había ido hasta la silla que estaba junto a la ventana y había salido otra vez.
—Como ves, no ha tocado la cama —susurró Laird.
—Pero ¿por qué?
Laird me agarró del brazo y me lo apretó.
—¿Recuerdas la monstruosidad a la que se refirió Partier, y que nosotros vimos en el bosque, el ser protoplasmático y amorfo? ¿Y lo que decía la grabación?
—Pero Gardner nos ha dicho... —protesté.
Sin añadir una palabra más, dio media vuelta. Bajé tras él, hasta que se detuvo junto a la mesa en la que habíamos estado trabajando; encendió la linterna y la alumbró. Me quedé tan sorprendido que proferí una exclamación, y Laird siseó inmediatamente para acallarme. Había desaparecido todo, salvo el ejemplar de The outsider and others y tres números de Weird Tales, una revista de narraciones del mismo género que el libro escritas por el excéntrico genio de Providence, Lovecraft. Todas las notas de Gardner, todos nuestros escritos, las fotocopias de la Miskatonic University, todo había desaparecido.
—Se lo ha llevado él —dijo Laird—. No ha podido ser nadie más.
—¿Adónde se ha ido?
—Ha regresado al lugar de donde había venido —se volvió hacia mí, y sus ojos centellearon bajo el resplandor de la linterna—. ¿Comprendes lo que eso significa, Jack?
Negué con la cabeza.
—Ellos saben que hemos estado allí, ellos saben lo que hemos visto, y que nos hemos enterado de demasiadas cosas.
—Pero ¿cómo?
—Porque se lo dijiste tú.
—¿Yo? ¡Pero, por Dios!, ¿te has vuelto loco? ¿Cómo puedo haberles dicho nada?
—Se lo dijiste aquí, en este albergue, esta noche; tú mismo lo has confesado, y no quiero ni pensar en lo que puede pasar ahora. Tenemos que marcharnos.
Por un momento, todos los acontecimientos de los últimos días pasados parecieron fundirse en una masa ininteligible; la urgencia de Laird era inequívoca, y no obstante, lo que sugería era tan absolutamente increíble que el sólo considerarlo, siquiera fugazmente, me provocaba la más extrema confusión de pensamientos.
Laird habló ahora rápidamente:
—¿No te ha parecido extraña la manera de regresar del profesor? ¿Cómo salió del bosque después de esa monstruosidad que vimos allí... no antes? Y piensa en las preguntas que ha hecho, en la naturaleza de esas preguntas. ¿Y cómo se las arregló para estropear la cinta, nuestra única prueba científica de algo? Y ahora, ¿la desaparición de todas las notas, de todo cuanto pudiera aportar una corroboración a lo que él llamaba «una tontería de Partier»?
—Pero si debemos creer lo que él nos ha contado...
Me interrumpió antes de que yo pudiese terminar.
—Uno de los dos tiene razón. O la voz de la grabación llamándome, o el hombre que estuvo aquí anoche.
—¿El hombre...?
Pero fuera lo que fuese lo que yo iba a decir, Laird me hizo callar con brusquedad.
—¡Escucha!
Del exterior, de lo más hondo de la oscuridad —cielo y tierra para el Morador de la Oscuridad—, brotaron, por segunda vez en la noche, las bellas, espectrales, aunque cacofónicas melodías de una música de flauta, aumentando y decreciendo, acompañadas de una especie de ulular modulado y como de un batir de grandes alas.
—Sí, lo oigo —susurré.
—Escucha con atención.
Incluso mientras hablaba, comprendí. Había algo más: los ruidos del bosque no sólo se elevaban y disminuían... ¡se estaban acercando!
—¿Me crees ahora? —preguntó Laird—. ¡Vienen por nosotros! —se volvió hacia mí—. ¡La fórmula!
—¿Qué fórmula? —tartamudeé estúpidamente.
—La de Cthugha... ¿la recuerdas?
—La escribí en un papel. La tengo aquí.
Por un instante, tuve miedo de que también nos hubiesen quitado esto, pero no era así; me lo había guardado en el bolsillo. Con manos temblorosas, Laird me arrebató el papel.
—¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa naf'l thagn! ¡Ia! ¡Cthugha! —dijo, corriendo a la terraza, y yo tras él.
De los bosques surgió la voz bestial del Morador de la Oscuridad:
—¡Ee-ya-ya-haa-haahaaa! ¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih!
—¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa naf'l thagn! ¡Ia! ¡Cthugha! —repitió Laird por segunda vez.
Siguieron aún los gritos horribles del bosque, con la misma intensidad, elevándose ahora a un extremo grado de terror, con la voz bestial de la entidad de la losa añadida a la música loca y salvaje de las flautas y al ruido de las alas.
Y entonces, un vez más, Laird repitió las palabras originales del conjuro.
En el instante en que el último sonido gutural salió de sus labios, comenzó una serie de acontecimientos jamás presenciados por ojos humanos. Pues, súbitamente, la oscuridad se disipó, dando paso a un pavoroso resplandor ámbar; al mismo tiempo, cesó la música de flautas, y en su lugar brotaron gritos de rabia y terror. Entonces aparecieron miles de puntos luminosos de tamaño diminuto, no sólo por encima y sobre los árboles, sino incluso por el suelo, en el albergue y sobre el coche que teníamos delante de la puerta. Durante un momento nos quedamos clavados donde estábamos, y poco después nos dimos cuenta de que las miríadas de puntitos de luz eran ¡entidades vivas de llama! Pues donde tocaban, el fuego prendía; y Laird, al verlo, entró precipitadamente en el albergue y sacó todas las cosas que pudo, antes de que el incendio hiciese imposible la huida del lago Rick.
Salió corriendo —teníamos el equipaje abajo—, y dijo que era ya demasiado tarde para recoger la grabadora y demás, y echamos a correr juntos hacia el coche, protegiéndonos los ojos de la luz cegadora que nos rodeaba. Sin embargo, aunque íbamos con los ojos protegidos, no pudimos por menos de ver las grandes formas amorfas que abandonaban aquel paraje maldito y se elevaban hacia el firmamento, y el ser igualmente enorme que flotaba como una nube de fuego vivo por encima de los árboles. Todo eso vimos, antes de que la lucha por escapar del bosque en llamas nos obligase a olvidar misericordiosamente los pormenores de ese vuelo horrible y enloquecedor.
Aunque las cosas que ocurrieron en la oscuridad del bosque del lago Rick fueron terribles, hubo algo más tremendo aún, algo tan blasfemo y a la vez tan definitivo que aún ahora me estremezco y tiemblo sin poder evitarlo. Porque en aquella breve carrera hacia nuestro coche, vi algo que explicaba la duda de Laird; vi lo que le había inclinado a hacer caso de la voz de la grabación, y no de aquello que se presentó ante nosotros como el profesor Gardner. La clave la habíamos tenido allí delante, pero yo no la había visto; ni siquiera Laird había creído en ella plenamente. Aunque nos la habían dado, nosotros no la habíamos reconocido. «Pero los Primordiales no quieren que simples hombres lleguen a saber demasiado», había dicho Partier. Y esa voz terrible de la grabación había dicho aún más claramente: «Aparecen en su forma o en cualquier otra que eligen a modo de hombres, y destruyen aquello que pueda guiarles hasta nosotros»... ¡Destruir aquello que pueda guiarles hasta nosotros! Nuestra grabación, las notas, las fotocopias enviadas por la Miskatonic University, sí, ¡y también a Laird y a mí! Y había venido la monstruosidad, porque era Nyarlathotep, el Mensajero de la Noche, el Morador de la Oscuridad, quien había venido y había regresado luego al bosque para mandarnos a sus esbirros. Era él quien había llegado de los espacios interestelares, así como Cthugha, el ser-fuego, vino también de Fomalhaut al pronunciarse la invocación que le despertó de su eterno sueño en esa estrella de ámbar, invocación que Gardner, muerto-viviente cautivo del terrible Nyarlathotep, había descubierto en sus viajes fantásticos por el espacio y el tiempo; ¡y fue él quien regresó al lugar de donde había venido, con su cielo-tierra ahora inalcanzable para él, por haber sido destruido por los enviados de Cthugha!
Lo sé, y Laird también lo sabe. Aunque nunca hablamos de eso.
Aun si abrigásemos alguna duda, a pesar de lo ocurrido, no podríamos olvidar el descubrimiento aterrador y definitivo, lo que vimos al protegernos los ojos de las llamas que nos rodeaban y dejar de mirar hacia el cielo; las huellas de pies que salían del albergue en dirección a aquella losa infernal de las profundidades del bosque, las huellas que empezaban en el suelo blando de la terraza en forma de pies humanos y que se transformaban a cada paso en una impresión espantosamente sugeridora, hecha por una criatura de forma y peso increíbles, con tan grotescas variaciones de silueta y tamaño, que habrían resultado incomprensibles para cualquiera que no hubiese visto a la monstruosidad de la losa... y junto a estas huellas, desgarradas y rotas como por una fuerza expansiva, las ropas que un día pertenecieron al profesor Gardner, abandonadas trozo a trozo a lo largo del rastro que se internaba en el bosque, en el camino emprendido por la infernal monstruosidad que había salido de la noche, el Morador de la Oscuridad, ¡para visitarnos bajo la forma y el aspecto del profesor Gardner!