PARA PODER LLEGAR A ENTENDER MUCHAS DE LAS COSAS QUE AHY AQUI, HAY QUE MIRARLAS CON LOS OJOS DEL "CORAZON".

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lunes, mayo 30, 2011

Terence H. White El Libro De Merlín






Terence H. White

El Libro De Merlín

Título original: The Book of Merlyn



COMENTARIO DEL EDITOR
El manuscrito original de El libro de Merlín
se encuentra en la «Colección T. H. White»
del Centro de Investigaciones en Humanidades,
Universidad de Texas en Austin.
El libro de Merlín, escrito por T. H. White durante la segunda guerra mundial, tendría que haber sido el volumen final de una obra en cinco partes, titulada The Once and Future King (las cuatro primeras partes han sido publica­das, en un solo volumen, con el título de Camelot, en esta misma colección), pero quedó excluido cuando la obra se publicó en 1958.
White no llegó a ver las pruebas de imprenta de El libro de Merlín cuando lo presentó en 1941 para ser publi­cado; y dado que tenía la costumbre de hacer correcciones y modificaciones en las pruebas ya impresas, debemos supo­ner que el manuscrito que ha llegado hasta nosotros no se encuentra en su forma definitiva. No obstante, parecía tan acabado que sólo se necesitaron arreglos mínimos.
Como guía para nuestra edición, utilizamos la edición de The Once and Future King publicada por Putnam en 1958. Se ha unificado el empleo de la puntuación en los diálogos y se han corregido los errores ortográficos, pero se han mantenido los modismos británicos arcaicos. Los títu­los de libros y los nombres de géneros y especies se han puesto en cursiva. Se ha regularizado el empleo de mayús­culas en palabras como Tejón, Hombre y Democracia. En unos pocos casos, en los que resultaba evidente que el me­canógrafo había omitido una palabra, se ha insertado dicha palabra.
Dos episodios del Libro de Merlín, en los que el mago transforma a Arturo, primero en una hormiga y más tarde en un ganso, han aparecido ya, algo fuera de contexto, en La espada en la piedra, primera parte de la tetralogía. Whi­te los había escrito para El libro de Merlín, cuando todavía pensaba publicar la obra en cinco partes, y por esta razón los hemos dejado como estaban.
Las expresiones en latín o griego que no aparecían tra­ducidas en el manuscrito original han sido traducidas por Peter Green.
LA HISTORIA DEL LIBRO
El sueño duró lo mismo que el anterior, aproximada­mente media hora. Durante los tres últimos minutos del sueño, algunos peces, dragones y cosas parecidas empeza­ron a correr de un lado para otro. Uno de los dragones se tragó una piedra, pero en seguida la escupió.
En el último momento, apenas un parpadeo, un espacio de tiempo mucho más insignificante que el último milíme­tro marcado en una regla de dos metros, apareció un hom­bre. Partió a golpes la única piedra que quedaba de toda aquella montaña, y con ella hizo una punta de flecha y mató a su hermano.
La espada en la piedra
Capítulo 18, versión original
«Mi padre me construyó un castillo de madera lo bas­tante grande como para poder meterse dentro, e instaló bajo las almenas pistolas de verdad para disparar una salva en mi honor el día de mi cumpleaños. Pero me hizo sentar delante del castillo para recibir el saludo la primera noche —aquella tenebrosa noche de la India— y yo me eché a llorar, creyendo que me iban a disparar.»
Durante toda su vida, T. H. White sufrió los efectos del miedo: miedo por causas externas (una madre psicópata y amenazadora, los profesores del colegio de Cheltenham, «haciendo chasquear sus bastones», la pobreza, la tubercu­losis, la opinión pública) y miedo por causas internas (mie­do a tener miedo, a ser un fracasado, a quedar atrapado). Tenía miedo a la muerte y a la oscuridad. Tenía miedo a sus propias inclinaciones, que la gente podría considerar vicios: la afición a la bebida, a los muchachos, un sadismo latente... Curiosamente, no parecía sentir temor de Dios, pero sí que le daba miedo la especie humana. Su vida fue una constante batalla contra estos temores, que libró con valor, frivolidad, ingenio sarcástico y trabajo duro. Nunca dejó de tener un proyecto, nunca se cansó de aprender, y tenía un alto concepto de su propia capacidad.
Este alto concepto era compartido por sus profesores de la Universidad de Cambridge. Cuando la tuberculosis in­terrumpió sus estudios en el segundo curso, los miembros del claustro recolectaron una suma de dinero suficiente para enviarle a Italia a pasar un año de convalecencia. En Italia se sintió como un pez en el agua: aprendió el idioma, hizo amistades entre las clases humildes, disfrutó de la vida de pensionista y escribió su primera novela, The Winter Abroad. El profesor que inició el fondo de convalecencia recordaba así su retorno: «... regresó en perfecta forma, dispuesto a destrozar a los examinadores de segundo cur­so; y, dicho y hecho, en 1929 arrasó con las matrículas de honor.»
En 1932, por recomendación de Cambridge, se le nom­bró director del Departamento de Historia del colegio Stowe.
Esta posición de autoridad, bajo las órdenes de un direc­tor inteligente, le permitió actuar con gran libertad. Sus alumnos todavía le recuerdan, unos por lo estimulante de sus clases, otros por sus feroces críticas, otros por las ex­cursiones extraoficiales en busca de culebras de agua. Aprendió a volar para controlar su miedo a caerse de las alturas, y aprendió a tener mejor concepto de la especie humana frecuentando la compañía de trabajadores del campo en la taberna local. Al cabo de un par de años se cansó de Stowe y decidió (sin que existiera ningún indicio de ello) que su director quería librarse de él. Acuciado por el miedo a caer en la pobreza, escribió dos libros pura­mente comerciales y recopiló otro. Durante unas vacacio­nes de Pascua, mientras pescaba en soledad en un río de las Highlands, descubrió lo que verdaderamente quería: escri­bir con libertad, hacer un libro propio como quien pesca un salmón.
En el verano de 1936 renunció a su puesto y alquiló un pabellón de caza en Stowe Ridings, en terrenos pertene­cientes a Stowe. La recopilación antes mencionada, com­puesta por fragmentos de sus diarios de caza, tiro y vuelo, y titulada England Have My Bones, se vendió tan bien que el editor se comprometió a pagarle 200 libras al año por un libro anual.
El pabellón de caza se encontraba en medio de un bos­que y era una sólida estructura victoriana sin ningún lujo. Allí, a la luz de una lámpara, White sacó de un estante el ejemplar de la Morte d'Arthur que había utilizado para el trabajo sobre Malory que presentó en los exámenes finales de primero de Lengua Inglesa. En aquella ocasión, sólo le había preocupado la impresión que causaría en los exami­nadores. Ahora lo leyó con una mentalidad más abierta.
Una de las ventajas de haber sacado matrícula de honor en Lengua Inglesa es que uno sabe leer. White leyó la Mor­te d'Arthur como si se tratara de un informe. La nota en la que resumió sus conclusiones puede considerarse como el primer paso hacia lo que acabaría siendo The Once and Future King:
«Toda la historia de Arturo es una auténtica tragedia griega, comparable a la de Orestes.
»Uther empezó cometiendo maldades contra la familia del duque de Cornualles, y fue un descendiente de dicha familia quien acabó vengando aquellas maldades en la per­sona de Arturo. Los pecados de los padres, etc., etc. Arturo tuvo que pagar por la transgresión inicial de su padre, pero, para que su castigo fuera más justo, los hados decidie­ron que también él cometiera una transgresión (contra los de Cornualles), con el fin de identificarlo más estrechamen­te con la tragedia.
»Lo que sucedió fue lo siguiente:
»EL duque de Cornualles se casa con Igraine y tiene con ella tres hijas: Morgana Le Fay, Elaine y Morgause.
»Uther Pendragon se enamora de Igraine y mata a su marido en el campo de batalla para poder conseguirla. El fruto de sus amores es Arturo, de manera que Arturo es medio hermano de las tres muchachas, aunque se cría lejos de ellas.
»Cuando Uther muere y Arturo le sucede en circuns­tancias misteriosas, Arturo, como es natural, hereda tam­bién la rencilla familiar. Las muchachas convencen a sus maridos de que organicen una rebelión de once reyes.
»A Arturo le han dicho que Uther era su padre, pero Uther era un anciano muy vigoroso y a Merlín se le ha olvidado tontamente explicarle a Arturo quién fue su madre.
»Tras una gran batalla en la que los once reyes son derrotados, Morgause, esposa del rey Lot, acude a ver a Arturo en calidad de emisaria. En aquel momento, los dos ignoran el parentesco que les une. Se enamoran, se van a la cama juntos, y el resultado es Mordred. Así pues, Mordred es el fruto de un incesto (su padre era medio hermano de su madre), y es él quien acaba por provocar la tragedia de Arturo. El pecado es el incesto, el castigo es Ginebra, y el instrumento del castigo es Mordred. Es Mordred quien in­siste en airear las relaciones entre Lanzarote y Ginebra, que Arturo estaba dispuesto a pasar por alto mientras no se hiciera ninguna mención de ellas.
En trentiesme année de mon age
Quand toutes mes hontes j'ai bues.»
White tenía treinta años cuando alquiló el pabellón de caza. Había roto con su pasado, se sentía a gusto consigo mismo, era libre. Le acompañaban en su soledad una serie de halcones, un cárabo rescatado, una perra setter en la que vertió toda su frustrada capacidad de amar. Y ahora, había encontrado en la Morte d'Arthur un tema en el que descar­gar su frustrada capacidad de culto al héroe, su heterogénea acumulación de conocimientos eruditos, su amor a la vida, su admiración por Malory. Al enfrascarse en aquel nuevo tema, era como si escribiera por primera vez. En lugar de la árida destreza de sus obras de consumo, La espada en la piedra posee el entusiasmo y la temeridad de la obra de un principiante. Está llena de poesía, farsa, inventiva, icono­clasia y, por encima de todo, de reverencia hacia la juven­tud en su retrato del joven Arturo. La obra se aceptó para publicar en ambos lados del Atlántico, y en Estados Unidos fue distribuida por el Club del Libro del Mes. Pero aquel año era 1938, el año de Munich, y los cañones del castillo estaban cargados para algo más que una salva de salutación. White casi se ahogó de miedo cuando el gobierno distribu­yó máscaras antigás entre la población; se tranquilizó un poco cuando Chamberlain pactó la paz en los términos dic­tados por Hitler, pero el miedo nunca se disipó del todo.
La manera de pensar de White era típica del período de posguerra. La guerra era una locura que conducía a la ruina, suprimía las leyes, mataba a los poetas, exaltaba a los so­berbios, enriquecía a los codiciosos y oprimía a los débiles y los humildes; de ella no podía salir nada bueno, era algo irremisiblemente anticuado, nadie la deseaba (por desgra­cia, tampoco había nadie que sintiera mucho aprecio por la Liga de Naciones). En caso de que estallara otra guerra, contra toda razón y sentido común, él se declararía objetor de conciencia. Durante la primera avalancha de alistamien­tos, White escribió a David Garnett: «He escrito a Siegfried Sassoon y al director de Stowe (mi humilde lista de gente influyente), preguntándoles si pueden conseguirme algún empleo sensato en esta miserable guerra, si es que estalla. Mi ultimátum es el siguiente: me propongo alis­tarme como soldado raso un mes después de la ruptura de hostilidades, a menos que uno de ustedes me consiga un empleo eficiente antes.»
Chamberlain capituló, la crisis quedó fuera de control y White comenzó a escribir The Witch in the Wood (segun­do volumen de The Once and Future King), aunque acabó enfrascándose en Grief for the Grey Geese, una novela que nunca llegó a terminar, y que concibió en un estado de tremenda agitación física. Se encontraba solo, en el intimi­dante territorio del Wash, situado al nivel del mar, y estaba empeñado en satisfacer un antiguo deseo, que constituía una compleja mezcla de destreza deportiva y sadismo: ma­tar un ganso salvaje en pleno vuelo. El tema de la novela es significativo. Los gansos no tienen más enemigos que los cazadores. Entre estos cazadores hay un renegado que toma partido por los gansos, haciendo que desvíen su vuelo para alejarlos de las posiciones de los cazadores. White se iden­tifica sin lugar a dudas con este renegado, mientras en la vida real seguía empeñado en cazar un ganso.
En enero de 1939 escribió a Garnett, que le había invi­tado a pescar salmones con él en Irlanda: «Me sentiría feliz si pudiera escapar de este desventurado país antes de que estalle todo. Después de dos años de preocuparme por el asunto, me he convencido de que lo mejor sería salir huyendo, y creo que tengo cierto derecho a ello. O hago eso o me pego un tiro nada más iniciarse las hostilidades. No me gusta la guerra, no deseo la guerra, y yo no la empecé. Creo que podría soportar vivir como un cobarde, pero no sopor­taría vivir como un héroe.»
Un mes más tarde, White estaba en Irlanda, alojado en una granja del condado de Meath, llamada Doolistown, con la intención de permanecer allí el tiempo suficiente para terminar The Witch in the Wood (que se publicó poco después) y para pescar un salmón. Aquél fue su hogar du­rante los siguientes seis años y medio. Se pasó seis años sin hablar con un inglés ni, prácticamente, con ninguna per­sona culta. La Irlanda rural se lo tragó como si fuera un pantano.
Había escapado de su desventurado país, pero no podía evitar tenerlo cerca.
Diario, 26 de abril de 1939
En Inglaterra se habla mucho del alimento, y todo el mundo vive pendiente de los discursos de Hitler. Repasan­do este diario, he vuelto a ver las ridículas decisiones que intenté tomar bajo la presión de la Bestia: hacerme objetor de conciencia, ir al frente, buscar algún empleo constructi­vo para tiempo de guerra, que combine el trabajo creativo con el servicio a la nación... simples y tristes saltos de la presa acorralada, que corre aterrada de un rincón a otro.
Mientras tanto, procuraba proteger su equilibrio mental dando saltos en nuevas direcciones. Puesto que se alojaba en casa de una familia católica, que le trataba como un miembro más de la familia, consideró la posibilidad de ha­cerse católico. Y como su padre había nacido en Irlanda, empezó a concebir fantasías acerca de su ascendencia irlandesa. Leyó libros sobre la historia de Irlanda, alternando con imparcialidad universitaria autores de opiniones con­trarias; intentó aprender gaélico, para lo cual asistía una vez a la semana a clases con el maestro de escuela local y practicaba una hora cada mañana; buscó otro alojamiento y alquiló una casa llamada Sheskin Lodge, en el condado de Mayo, para ir de caza; realizó algunas investigaciones acer­ca de la legendaria Piedra de Dios (Godstone) en la isla de Inniskea. Posiblemente, lo más significativo —dado que fue involuntario— fue que quedara cautivado por la sombría belleza y el desolado encanto de Erris, la parte del condado de Mayo que queda comprendida entre los montes Nephin Beg y el mar.
En Sheskin Lodge, en un jardín de fucsias y rododen­dros rodeado por una vasta extensión pantanosa, oyó las últimas voces inglesas, que le decían adiós. Se había decla­rado la guerra, y los Garnett daban por terminada su visita y regresaban a Inglaterra.
Concluida su breve estancia en Sheskin, regresó a Doolistown y escuchó las noticias.
20 de octubre de 1939
Todavía no parece que haya muerto mucha gente... No ha habido matanzas espantosas con gases y bacterias.
Pero la verdad se ha esfumado.
Nos están asfixiando con propaganda, en lugar de con gas, haciendo que nuestras mentes mueran poco a poco.
23 de octubre
La guerra, tal como nos enteramos de ella por la radio, es más terrible que todo lo que yo había podido imaginar acerca de la simple muerte. En mi opinión, la muerte debe­ría ser un misterio noble y terrible, sean cuales sean las creencias de la persona y las circunstancias de su muerte. En cualquier caso, se trata de algo natural. Pero lo que nos llega por la radio no es natural. El timbre de las voces que entonan cánticos a Hitler y a la muerte es un timbre nasal, lleno de burla y desprecio. Así deben cantar los demonios en el infierno.
Por entonces, White estaba preparando The Ill-Made Knight (el manuscrito de The Witch in the Wood, que había enviado seis meses atrás a su editor, le había sido devuelto con la recomendación de que lo reescribiera) y elaborando un análisis del personaje de sir Lanzarote en la obra de Malory, que presentaba algunos rasgos de carácter con los que él se identificaba: «Debe ser un sádico, o no se tomaría tantas molestias para ser noble... Le gusta estar solo.»
En el análisis de Ginebra, con la que no tiene nada en común, se dedica a especular y hace lo que puede por supe­rar su aversión a las mujeres. «Ginebra posee algunas ca­racterísticas positivas: elige el mejor amante que podría haber escogido y tiene el suficiente valor para permitirle ser su amante.» «Ginebra no parece haber sido uno de los personajes favoritos de Malory, piense lo que piense Tennyson acerca de ella.»
Para White era una novedad aquello de abordar un li­bro de manera tan deliberada o escribirlo de forma tan compacta. No existe ninguna condescendencia en el estilo de The Ill-Made Knight, donde la tragedia se ceba en Artu­ro y Lanzarote se ve obligado a convertirse en instrumento de la misma, a causa de su amor por Ginebra.
White escribió este libro en Erris, en el hotel del pueblecito de Belmullet, durante los ratos libres que le dejaban sus investigaciones sobre la Godstone, las mañanas de in­vierno dedicadas a observar el paso de los gansos salvajes, las celebraciones locales y las borracheras, después de las cuales se encerraba en su habitación del hotel por miedo al IRA.
El 1 de octubre, habiendo terminado The Ill-Made Knight, abandonó Erris y regresó a Doolistown para escri­bir The Candle in the Wind. Esta última parte del ciclo de Arturo, en la que el rey condenado por el destino se tamba­lea de derrota en derrota, existía ya como esqueleto de una obra teatral. White era incapaz de escribir despacio. A me­diados del otoño, la obra se había convertido en una narra­ción, y el autor buscaba título para la tetralogía completa: El antiguo agravio... Arthur Pendragon...
14 de noviembre de 1940
Aún se puede salvar a Pendragon, y elevarlo a las altu­ras del triunfo, alterando la última parte del libro IV y vol­viendo a llevar a Arturo con sus animales. Según esta ver­sión de la leyenda, al final se habría retirado bajo tierra, a la madriguera del tejón, donde el propio tejón, el erizo, la culebra, el lucio (disecado) y todos los demás le están aguardando para discutir la situación con él. Allí, en pre­sencia de Merlín, discutirán la cuestión de la guerra desde el punto de vista naturalista, como yo he venido haciendo últimamente en este diario. Durante el largo retiro subte­rráneo de Arturo, tendrán que estudiar a fondo la relación del hombre con los demás animales, con la esperanza de obtener así una nueva visión del problema. Este era, en realidad, el objetivo inicial de Merlín cuando decidió pre­sentarle a los animales. Ahora bien, ¿qué pueden enseñar­nos los animales acerca de la abolición de la guerra?

Aún se puede salvar a Pendragon. Pero en realidad, se trataba de otra salvación.
White había llegado a Belmullet suponiendo que en Ir­landa se encontraría como en casa. Pero no era más que un inglés exiliado. Fue bien recibido, como una novedad que proporciona temas de conversación, pero nunca fue acepta­do. Otro Antiguo Agravio lo impedía: la brecha que sepa­raba al pueblo nativo del pueblo odiado. Se le llegó a consi­derar un espía (el rumor de una inminente invasión inglesa había tenido sin dormir a la mayoría de la población de Belmullet); se vigilaban sus movimientos; fue denunciado a la policía y se le prohibió abandonar la isla; se había alista­do en las fuerzas locales de seguridad, pero se le pidió que no participara en los desfiles. Su desilusión debió verse acentuada por los paralelismos con el argumento de The Candle in the Wind, donde la buena voluntad de Arturo no le sirve de nada ante sus enemigos hereditarios. Ahora te­nía por delante otro invierno, un invierno de soledad inte­lectual, sin nadie a quien consultar excepto a sí mismo, sin nadie con quien intercambiar opiniones, excepto consigo mismo. Tenía un techo sobre su cabeza, una habitación en la que aislarse, comida asegurada, el paisaje vallado con se­tos del condado de Meath para pasear a su perro, pocos motivos de queja y nada en qué ocuparse. La guerra le ha­bía aprisionado en una celda acolchada.
En esta situación, se agarró a la única tabla de salvación que encontró.
El 6 de diciembre escribió a L. J. Potts, antiguo tutor suyo en Cambridge, que ejercía de manera permanente la función de Confesor por Correspondencia: «El próximo vo­lumen se titulará Una vela al viento (en estos tiempos hay que añadir "si Dios quiere")... Terminará la noche antes de la última batalla, con Arturo completamente hundido. Y después pienso añadir un quinto volumen, en el que Arturo se reúne con Merlín bajo tierra (en realidad, en la madri­guera del tejón del volumen I) y vuelve a transformarse en animales, principalmente hormigas y gansos. No pongas esa cara. La inspiración ha llegado caída del cielo. Me expli­co: de pronto he descubierto que (1) el tema central de la Morte d'Arthur es encontrar un antídoto contra la guerra; y (2) que la mejor manera de analizar la política del hom­bre es estudiarle como hacía Aristóteles, como animal polí­tico. No pretendo explicarlo ahora todo, porque estropearía la novedad del futuro libro, pero ya tengo mucho pensado, a la manera de Sam Butler, acerca del hombre como animal entre otros animales, su cerebro, etc. Creo estar en condi­ciones de poder comentar todos esos absurdos "ismos" (el comunismo, el fascismo, el conservadurismo, etc.) median­te una vuelta atrás al mundo real, donde el hombre es tan sólo uno más entre innumerables animales. De esta mane­ra, al transmitir mi moraleja (aunque no pienso formularla expresamente), tendré la maravillosa oportunidad de hacer girar la rueda una vuelta completa, y terminar con un co­mentario animal como el del principio. Esto convertirá el conjunto de la epopeya en una fruta perfecta, "redonda, lustrosa y madura"».
Aquel mismo día escribió a Garnett, preguntándole en qué libro había leído que Malory había asaltado un conven­to, y añadiendo: «Tal como lo veo, el quinto volumen va a tratar de la anatomía del cerebro. Ya sé que suena raro, tratándose de Arturo, pero es así. ¿Conoces por casualidad algún libro elemental pero de confianza, acerca de la ana­tomía del cerebro de los mamíferos, los peces, los insectos, etcétera? Me gustaría saber qué clase de cerebelo tiene una hormiga, y también un ganso salvaje. Tú eres de la clase de personas que suele saber de estas cosas.»
Aunque White escribe en futuro en su carta a Potts, es muy poco probable que aguardara desde el 14 de noviem­bre hasta el 6 de diciembre antes de ponerse a escribir El libro de Merlín. El libro V, que comienza donde terminaba el IV, presenta un estilo inmediato que no cuadra con esta supuesta dilación. Volvemos a encontrar a Arturo solo, en su tienda de Salisbury, aguardando la batalla definitiva, viendo cómo se han derrumbado todas sus esperanzas y llorando con el llanto reposado de los viejos. Cuando entra Merlín para reanudar su antigua relación de maestro y dis­cípulo y comprueba lo abatido que está Arturo, empieza a temer que sea demasiado tarde. Su afirmación de que la leyenda perpetuará a Arturo y su Mesa Redonda mucho después de que la historia haya terminado con ellos, cae en oídos sordos. El mago invoca su antigua relación con su discípulo, pero el alumno es ya más viejo que el maestro y le replica con un frustrante Le roy s'advisera. En ningún pasaje de los cuatro libros anteriores aparece Arturo tan majestuoso como aquí, cuando le vemos derrotado. En Farewell Victoria, su novela de los primeros años treinta, White había acuñado la frase «los inmortales generales de la derrota». En el primer capítulo del Libro de Merlín, la desarrolla.
Pero el argumento del libro V lleva a Arturo bajo tie­rra, donde los animales del libro I están aguardando para hablar con él, y donde Merlín piensa someterle a un trata­miento completo a base del contenido de los diarios de White, para que aprenda de los animales todo lo que éstos puedan enseñarle sobre la abolición de la guerra.
Dado que los animales no emprenden guerras contra su propia especie, éste podría ser un buen tema de discusión.
Pero la discusión queda tergiversada desde el primer momento por la insistencia de Merlín en la inferioridad humana. Liber scriptus proferetur... Merlín ha abierto los diarios de White, y encuentra en ellos pocas razones para que el hombre merezca estar situado junto a las otras 2.850 especies de mamíferos que existen en el mundo. Todas ellas saben comportarse, sin practicar la guerra ni la usur­pación. El hombre no es así. Pero Merlín quita fuerza a su denuncia, al añadir el insulto de que el hombre es un adve­nedizo.
Ante tal declaración, ninguno de los presentes es tan impío como para sugerir que el hombre podría llegar a mejorar con el tiempo.
En un momento posterior de la discusión, Arturo, re­presentante de la especie advenediza, intenta alegar que el hombre ha tenido unas cuantas ideas buenas, como las ciu­dades y los campos de cultivo. Los demás le ponen en su sitio habiéndole de los grandes logros de los corales, los castores, los pájaros que transportan semillas, y acaban de machacarlo con el ejemplo de la lombriz de tierra, tan es­timada por Darwin. En ningún momento se plantea la dis­tinción entre la mera acción y la acción planificada, y la conversación deriva hacia la nomenclatura: Homo ferox (lo de sapiens queda descartado de entrada), Homo stultus, Homo impolíticus. Lo último es lo más condenatorio: el hombre debe permanecer salvaje y obtuso hasta que apren­da, como las demás especies de mamíferos, a vivir en paz.
Es fácil encontrar fallos en la retórica de White. El li­bro de Merlín se escribió siguiendo un impulso impetuoso. Contiene muchas partes agudas, perturbadoras, sobrecogedoras, brillantes y emocionantes, junto a una considerable cantidad de información. Pero Merlín, que es el principal interlocutor, queda convertido en un portavoz del desen­canto, y ese desencanto es el de White. Su miedo a la espe­cie humana, que parecía superado, reaparece intensificado por la ira, ira contra la humanidad, que hace la guerra y la glorifica.
El desencanto no hace mella, sin embargo, en el perso­naje de Arturo. Cada vez que se ve sometido a un torrente de instrucción se revela como una buena persona: no se deja llevar por la cólera, está dispuesto a aprender y no es ningún tonto. Es perfectamente recuperable y además dis­fruta con tan interesante conversación. Cuando Merlín le dice que para ampliar su educación tiene que convertirse en hormiga, lo acepta de buen grado. Convertido en hormiga por arte de magia, penetra en el hormiguero que Merlín mantiene con fines científicos. Lo que allí ve es el concepto que White tiene de un estado totalitario. Obligado por su forma física a comportarse como una hormiga obrera, le resultan tan indignantes la abyecta beligerancia y la insustancialidad de sus compañeras que se enfrenta a un ejército de hormigas en plena marcha y tiene que ser rescatado por Merlín.
Para la última lección, White le transporta a lo que, para entonces, debía parecerle una época de felicidad irrecu­perable: el invierno de 1938, cuando estuvo cazando gansos.
El hecho de que hubieran transcurrido poco más de dos años entre Grief for the Grey Geese y El libro de Merlín da idea de la cantidad de experiencias que White acumuló en su vida y de la intensidad con que las vivió. Cuando estuvo de pesca en Irlanda se llevó el libro de los gansos, y el capítulo 12 del Libro de Merlín comienza con una descrip­ción de la extensión llana, oscura y sin dimensiones del Wash de Lincolnshire y del viento horizontal que sopla so­bre él. Pero ahora es Arturo, convertido en ganso, quien afronta el viento y siente el fango bajo sus pies palmeados, aunque todavía no es del todo un ganso, ya que aún no ha volado. Cuando la bandada se reúne y emprende el vuelo matutino, Arturo sale volando con ella.
El viejo remiendo afea el traje nuevo. Aquel invierno, dos años atrás, White se encontraba en plenitud de faculta­des, preparado para cualquier contingencia, con los senti­dos en estado de alerta y su imaginación llameando como una hoguera al viento. «Físicamente, me encuentro tan bien —le escribió a Sydney Cockerell— que para llenarme me basta con la brisa marina y los icebergs, el amanecer, el atardecer y la noche; tan hambriento, sereno, afortunado y lúcido que mi mente se ha echado a dormir.»
En Doolistown, su mente padecía insomnio y se sentía molesta y ansiosa. Ello le permitió alargar la vitalidad del viejo remiendo durante las páginas en que Arturo observa a los gansos. Pero al llegar el capítulo 13, la intención de convencer desplaza a la intención creativa de exponer, y con un único momento de reposo —cuando el erizo acom­paña a Arturo a una colina del oeste, donde el rey se sienta a contemplar su reino dormido a la luz de la luna y se reconcilia con los aspectos malos en consideración a los buenos—, el libro resuena como una fábrica a causa de la avalancha de análisis, pruebas, refutaciones, exhortaciones, demostraciones, explicaciones, ejemplos históricos, parábo­las extraídas de la naturaleza... hasta el erizo habla dema­siado.
Aun así, el tema era bueno, oportuno y sincero, y White presta atención a los personajes y expone los argumentos con manifestaciones personales y modismos coloquiales. El original a máquina demuestra que White se dio cuenta de la necesidad de esta caracterización, ya que muchas de las matizaciones están añadidas a mano. Cuando logra salirse del sermón —que no por laudable deja de resultar pesa­do— para adentrarse de nuevo en el reino de la narrativa, El libro de Merlín vuelve a mostrarnos a White en pleni­tud de facultades. Es como si el libro lo hubieran escrito entre dos personas: el narrador de historias y el listo con el cuaderno de notas, que hace callar a gritos al primero.
Es posible que se dejara arrastrar a este árido desierto de palabras y opiniones porque le faltaba su antiguo guía. En el último capítulo, Malory reaparece. Bajo su tutela, White nos cuenta cómo, después de la muerte de Arturo en el campo de batalla, Ginebra y Lanzarote, la altiva abadesa y el humilde ermitaño, acaban apaciblemente sus vidas. Es­tas pocas páginas son de las mejores que White escribió en su vida. Las gracias, la hostilidad y la animosidad han que­dado descartadas; no hay sitio para ellas en el mundo per­fecto de la leyenda, donde White y Malory nos dicen adiós al final del largo viaje que comenzó a la luz de una lámpara en el pabellón de caza de Stowe Ridings.
Este es el verdadero final de The Once and Future King, y allí debería haber figurado. Pero el destino no lo quiso así. «De pronto he descubierto que... el tema central de la Morte d'Arthur es encontrar un antídoto contra la guerra.» Para añadir solidez a su descubrimiento y que no pareciera tan repentino, White incorporó nuevo material a los tres volúmenes ya publicados. En noviembre de 1941 los envió junto con Una vela al viento y El libro de Merlín a su editor de Londres, para que los publicara como una obra única. El señor Collins quedó desconcertado y respon­dió que había que pensarlo. Un libro tan grande necesitaría enormes cantidades de papel, y la guerra acaparaba la ma­yor parte de los suministros de papel: impresos por tripli­cado, ordenanzas, informes, instrucciones a la población ci­vil, lectura ligera para los soldados, etc. White insistió en que los cinco libros deberían aparecer en un solo volumen. Tras largas negociaciones, en el curso de las cuales quedó desatendida la petición de White de ver las pruebas de im­prenta de El libro de Merlín —lo cual fue una verdadera lástima, ya que White estaba acostumbrado a introducir numerosas correcciones en las pruebas—, la epopeya en cinco partes quedó sin publicar.
The Once and Future King no se publicó hasta 1958 y aun entonces apareció como una tetralogía. El libro de Merlín, aquel intento de encontrar un antídoto contra la guerra, había caído entre las víctimas de la guerra.
Sylvia Townsend Warner

PRESENTACIÓN
Nos encontramos al rey Arturo de Inglaterra sentado en su tienda de campaña en vísperas de una batalla. Maña­na se enfrentará a su hijo bastardo Mordred, y al ejército formado por sus fustigadores, de aspecto similar al de los nazis.
Para Arturo su reinado ha sido dolorosamente largo, y ahora se siente aplastado por la edad, la tristeza y la derro­ta. Tras una feliz juventud en el castillo de sir Héctor, en el Bosque Salvaje, donde Merlín el mago le explicó las ideolo­gías políticas del reino zoológico transformándole tempo­ralmente en varios animales, Arturo se vio elevado al trono por el destino. Desde allí su sentido de la justicia le impul­só a crear el «mundo civilizado» y la famosa Tabla Redon­da, a fin de fomentar la búsqueda del Santo Grial y evitar así que los hombres se mataran unos a otros.
Pero un destino más sombrío hizo que engendrara sin saberlo un hijo ilegítimo en el vientre de su hermanastra, y que forzara a su esposa Ginebra y a su mejor caballero Lanzarote a enamorarse, provocando de esta forma rivali­dades, engaños y celos entre los caballeros.
Estas luchas forzaron la caída del viejo rey. Pronto que­daron olvidados sus logros en favor del Poder, del Derecho y de la paz. También quedó olvidada la angustia que él mismo había sentido al notar que fracasaba pese a todos sus esfuerzos. La Búsqueda no había llevado a ninguna par­te, y los caballeros de la Tabla Redonda se dispersaron.
Ahora Ginebra estaba sitiada por Mordred y sus azotadores en la Torre de Londres, y Lanzarote estaba exiliado en Francia: ambos eran víctimas de la obsesión de Mordred por conquistar el trono de Arturo.
Por eso Arturo está ahora solo, cumpliendo con sus de­beres reales. Repasa distraídamente el papeleo de la jorna­da, triste por todo lo que ha perdido. Algo se mueve en la entrada de su tienda, y dirige hacia allí su mirada.
INCIPIT LIBER QUINTUS

EL LIBRO DE MERLÍN

Pensó un momento y dijo:
«El parque zoológico ha sido muy útil
para muchos de mis pacientes.
Le recetaré al señor Pontifex
un curso de grandes mamíferos.
Pero hay que evitar que crea
que se trata de una medicina...»
1
No era el obispo de Rochester.
El rey, que no sentía interés por la identidad del recién llegado, dejó de mirar hacia la puerta. Se avergonzaba de las lágrimas que corrían lentamente por sus fláccidas meji­llas, pero estaba demasiado derrotado para contenerlas. Se apartó testarudamente de la luz, incapaz de hacer otra cosa. Había llegado a esa etapa en la que uno se siente demasia­do viejo para que valga la pena ocultar la propia desgracia.
Merlín se sentó a su lado y tomó la gastada mano del rey. Aquello hizo fluir las lágrimas aún más rápidamente. El mago dio unos golpecitos en la mano que sostenía. Ha­bía apoyado su pulgar sobre las hinchadas venas azules, en espera de que regresara la vida.
¿Merlín? —preguntó el rey.
No parecía sorprendido.
¿Eres un sueño? —preguntó—. Ayer noche soñé que venía a verme Gawain acompañado de un grupo de bellas damas. Me dijo que habían sido autorizadas a acompañarle porque él las había rescatado cuando se hallaba con vida, y habían venido a advertirnos que mañana nos matarán a todos. Después tuve otro sueño en el que yo estaba sentado en un trono fijado en la parte superior de una rueda, y la rueda giró y entonces caí en un pozo lleno de serpientes.
La rueda ha dado una vuelta completa: ya estoy aquí.
¿Eres un mal sueño? —preguntó—. Si lo eres, no me atormentes.
Merlín seguía sosteniendo la mano. Apretó las venas tratando de hundirlas en la carne. Acarició la escamosa piel y vertió vida en ella con misteriosa concentración, animán­dola a recuperarse. Con las yemas de sus dedos pugnó por flexibilizar aquel cuerpo, por hacer correr la sangre y de­volver frescura y suavidad a las hinchadas articulaciones, pero no dijo nada.
Eres un buen sueño —dijo el rey—. Espero que seas un sueño largo.
No soy un sueño, en absoluto. Soy ese hombre que ahora mismo recordabas.
¡Oh, Merlín, qué triste ha sido todo desde que te fuis­te! Todo lo que me ayudaste a hacer estaba mal. Todas tus enseñanzas eran engañosas. Nada de todo aquello merecía ser hecho. Los dos seremos olvidados, como seres que no hubieran jamás existido.
¿Olvidados? —preguntó el mago.
Luego sonrió a la luz de la vela y miró el interior de la tienda, como si quisiera asegurarse de la presencia de las pieles, las centelleantes cotas de malla, los tapices y las vi­telas.
Hubo una vez un rey —dijo— acerca del cual escri­bieron Nennio y Geoffrey de Monmouth. Se dice que tuvie­ron que ver con él el archidiácono de Oxford y hasta ese encantador imbécil que se llamaba Gerald el Gales. ¡Qué cantidad de mentiras llegaron a decir de él Brut, Layamont y los demás! Algunos dijeron que era un bretón, y otros que llevaba la cota de malla solamente porque así convenía a las ideas de los poetas normandos. Algunos farragosos germanos le disfrazaron a su modo para hacerle rivalizar con sus tediosos Sigfridos. Otros, como tu amigo Thomas de Hutton Coniers, grabaron su efigie, y hubo aún otros, sobre todo un romántico isabelino llamado Hughes, que re­conocieron el extraordinario problema amoroso que vivió. Hubo también un poeta ciego que trató de explicar al hombre los designios divinos y, comparando a Arturo con Adán, trató de averiguar cuál de los dos era más importan­te. Hubo también maestros de la música como Purcell, y posteriormente esos titanes que fueron los románticos, y todos ellos soñaban con este rey. Algunos le vistieron con armaduras resplandecientes y le mostraron con sus amigos en ruinas cercadas por zarzales, mientras que otros pinta­ron una imagen borrosa en la que se les veía caer en un dulce desmayo, víctimas de un beso en los labios. Y tam­bién el marido de Victoria habló de él. Con ese rey se mez­claron hasta las personas más impensadas, por ejemplo Aubrey Beardsley, que ilustró su historia. No mucho después lo hizo el pobre White, que pensó que representába­mos los ideales caballerescos. Este hombre dijo que toda nuestra importancia radicaba en nuestra decencia, en nues­tra resistencia contra todo lo que de cruento hay en el hombre. ¡Qué anacrónico era el pobre! Empezó después de Guillermo el Conquistador, y terminó con la guerra de las Dos Rosas... Hubo además otros que convirtieron Morte d'Arthur en ondas místicas como las de la telefonía sin hi­los, y otros —de un hemisferio que todavía no se ha descu­bierto— aseguraron en unos cuadros en movimiento que Arturo y Merlín eran sus progenitores. ¡Somos la Materia misma de la que está hecha Inglaterra! Desde luego, si mil quinientos años y otros mil más son medida del olvido, puedes decir que hemos sido olvidados.
¿Quién es ese pobre hombre?
Uno —contestó distraídamente el mago—. Presta atención, por favor, mientras te cuento una historia de Kipling.
Y el anciano caballero se puso a entonar apasionada­mente un famoso párrafo de La colina de Pook:
"He visto a sir Huon salir con sus tropas del castillo de Tintagel hacia Hy-Brasil, en plena galerna del suroeste, y todo el castillo estaba rodeado de espuma y los caballos enloquecidos de miedo. Parten aprovechando un momento de calma, gritando como gaviotas, pero tienen que retroce­der más de cinco kilómetros tierra adentro antes de poder vencer al viento y avanzar otra vez... Era magia, una magia tan negra como la de Merlín, y todo el mar era fuego verde y espuma blanca y se oían los cantos de las sirenas. Y los Caballos de la Colina saltaban de ola en ola ayudados por la luz de los relámpagos. ¡Así era antes!"
»Aquí tienes una descripción para que te hagas una idea —añadió al terminar el párrafo—. Esto es prosa. No es de extrañar que al final Dan gritara: "¡Espléndido!" Y todo hablaba de nosotros o de nuestros amigos.
Pero, maestro, no entiendo.
El mago se levantó y miró perplejo a su anciano alum­no. Trenzó los cabellos de su barba haciendo con ellos va­rias colas de rata, se puso los extremos en la boca, retorció los bigotes e hizo crujir las articulaciones de sus dedos. Es­taba asustado de lo que le había hecho al rey, pues le daba la sensación de estar tratando de reanimar mediante la res­piración artificial a un ahogado que ya se había acercado demasiado a la muerte. Pero no le daba vergüenza. El cien­tífico tiene que insistir sin remordimientos en su camino, en pos de lo único realmente importante: la Verdad.
Después preguntó en voz baja, como si llamara a una persona dormida procurando no asustarla:
Verruga*.
No hubo respuesta.
Rey.
La amarga contestación que recibió fue:
Le roy s'advisera**.
Era peor de lo que se temía. Se sentó, tomó entre las suyas aquella mano lánguida y se puso a mimarla.
Probemos otra vez —pidió—. Todavía no estamos acabados.
¿De qué sirve probar?
La gente suele hacerlo.
Pues son unos ingenuos.
El viejo le replicó con franqueza.
Unos ingenuos, y además unos malvados. Por eso es interesante tratar de hacerles mejores.
Su víctima abrió los ojos pero para cerrarlos en seguida con gesto cansado.
Rey, eso que pensabas antes de mi llegada es cierto. Quiero decir eso del Homo ferox. Pero también los halco­nes son ferae naturae: ahí radica su interés.
Los ojos siguieron cerrados.
Eso que estabas pensando, lo de que los hombres son máquinas, no era cierto. O si lo es, no tiene importancia. Porque si todos nosotros somos máquinas, no hay nada que temer.
Entiendo.
Era curioso, pero entendía. Además, sus ojos se abrie­ron y permanecieron abiertos.
¿Te acuerdas de aquel ángel de la Biblia que estaba dispuesto a librar del desastre a ciudades enteras con tal que pudiera encontrar a un solo hombre justo? ¿Era uno solo? Lo mismo ocurre ahora con el Homo ferox, Arturo, incluso ahora.
Los ojos empezaron a mirar detenidamente.
Tomaste mis consejos demasiado al pie de la letra, rey. Dejar de creer en el pecado original no equivale a creer en la virtud original. Lo único que eso significa es que de­bes dejar de pensar que toda la gente es absolutamente malvada. La gente es malvada, pero no lo es absolutamen­te. Si fuera así, yo también diría que no vale la pena probar.
Este es un buen sueño —dijo Arturo con una de sus dulces sonrisas—. Espero que sea largo.
Su maestro se quitó las gafas, las limpió, volvió a apo­yarlas sobre su nariz y examinó cuidadosamente al viejo. Detrás de los lentes se podía vislumbrar un indicio de satis­facción.
Si no lo hubieras vivido —dijo—, no lo hubieras co­nocido. Sólo se llega a conocer lo que se vive. ¿Cómo estás?
Bastante bien. Y tú, ¿cómo estás?
Muy bien.
Se estrecharon las manos, como si acabaran de encon­trarse.
¿Piensas quedarte?
De hecho —respondió el nigromante, que estaba so­nándose furiosamente para ocultar su júbilo, o quizá para esconder su contrición—, me iré en seguida. He sido en­viado con una invitación.
Dobló su pañuelo y volvió a ponerlo en el gorro.
¿Llevas algún ratón? —preguntó el rey.
Por primera vez brilló en sus ojos un ligero destello. Durante una fracción de segundo la piel de su rostro se crispó o quizá se tensó, dejando ver debajo, posiblemente en los huesos, la cara pecosa y la nariz pequeña de un mu­chacho que un día se sintió seducido por Arquímedes*.
Merlín se quitó indulgentemente el cucurucho.
Uno —dijo—. Creo que era una rata, pero estaba parcialmente apergaminada. Y, mira, ésta es la rana que cogí el verano. La pobre había sido aplastada durante la sequía. Una silueta perfecta.
La examinó con satisfacción antes de dejarla; después cruzó las piernas y examinó a su compañero con igual sen­timiento, mientras le acariciaba la rodilla.
La invitación —dijo—. Esperamos que vengas a ha­cernos una visita. Supongo que tu batalla podrá cuidar de sí misma hasta pasado mañana.
En un sueño, nada importa.
Aquello parecía irritarle, porque exclamó en tono un poco ofendido:
¡Podrías dejar de hablar de sueños! ¿Te gustaría que te llamara sueño? Debes tener consideración con las per­sonas.
Perdona.
Bien, pues, la invitación. Se trata de ir a mi cueva, la cueva donde me puso Nimue. ¿Te acuerdas de ella? Están esperándote allí algunos amigos que quieren conocerte.
Sería precioso.
Tu batalla ya está organizada, según tengo entendido, y de todas formas esta noche apenas dormirías. Quizá se te alegre el corazón si vienes.
No hay nada organizado —dijo el rey—, pero los sueños se organizan solos.
Al oír estas palabras el anciano caballero saltó del asiento que ocupaba, cogiéndose la frente como si le hubie­ran alcanzado allí con un disparo, y levantó su varita de lignum vitae hacia el cielo.
¡Oh fuerzas misericordiosas! ¡Sueños otra vez!
Se sacó el sombrero con un ademán señorial, atravesó con su mirada la figura que tenía enfrente y que parecía tener tantos años como él y golpeó su propia cabeza con la varita a modo de exclamación. Después se sentó otra vez, un tanto mareado, porque no había calculado con suficiente precisión la fuerza del golpe.
La mente del viejo rey empezaba a despejarse. Miró al mago y, al soñar tan vívidamente con el amigo que había perdido hacía tanto tiempo, empezó a comprender el moti­vo que inducía a Merlín a hacer adrede el payaso. Aquélla había sido para él una forma de ayudar a la gente a apren­der de una manera divertida. El rey empezó a sentir un profundísimo cariño, que surgía mezclado incluso con un sentimiento de temor reverencial, por la valentía que siempre mostró el hombre que había sido su preceptor. Porque aquel hombre estaba tan impertérritamente chifla­do que seguía creyendo y probando, a pesar de tener a sus espaldas siglos de experiencia. En su mente empezó a per­filarse una idea: que la benevolencia y el valor pueden per­sistir. Con el corazón iluminado, sonrió, cerró los ojos y se entregó fervorosamente al sueño.

2
Cuando los abrió todavía era de noche. Merlín seguía en la tienda, murmurando entre dientes y rascando pensativo las orejas del lebrel. En anteriores ocasiones, cuando su alumno todavía era un muchacho al que llamaba Verruga, le había salvado de la desgracia utilizando el arma de la grosería, pero el pobre viejo que ahora tenía ante sí había padecido demasiadas desgracias para que el truco resultara una vez más. Seguramente decidió que en aquellas circuns­tancias no había ninguna solución mejor que distraer al rey, porque en cuanto los ojos se abrieron se puso a actuar de una forma que todos los magos hubieran entendido, pues están acostumbrados a escamotear lo que sea ante las mis­mísimas narices de la gente mientras fingen estar parlo­teando.
Bien —dijo—. Así que un sueño. Tenemos que aca­bar con esto de una vez por todas. Dejando a un lado la enloquecedora afrenta que supone el que te llamen sueño —personalmente, me molesta porque estás confundido—, ocurre que hablando así confundes también a otra gente. ¿Y nuestros eruditos lectores? Además, resulta degradante para nosotros mismos. Cuando yo era un maestro de terce­ra en el siglo XX o el XIX, no sé, todos los niños me venían con redacciones que terminaban: «y entonces des­pertó». Hubiera podido decirse que el Sueño era la única convención literaria de sus más degradadas aulas. ¿Acaso podemos ser un sueño? Somos la Materia misma de la que está hecha Gran Bretaña, recuérdalo. ¿Y la onirocrítica?, pregunto. ¿Qué van a decir de todo esto los psicólogos? En mi opinión, los sueños están hechos de puros desatinos.
Sí —dijo el rey dócilmente.
¿Tengo aspecto de ser un sueño?
Sí.
Merlín soltó un grito sofocado de tanta indignación, y después se metió toda la barba en la boca de un solo golpe. Luego se sonó la nariz, se alejó hasta una esquina, dándole la espalda, y empezó un indignado soliloquio.
¿Puede haber crueldad o mofa comparable? —pre­guntó—. ¿Cómo va a demostrar un nigromante que no es una visión cuando se sospecha que ha cometido tal vileza? El fantasma demuestra que está vivo dejándose pellizcar; pero ¿y el personaje de un sueño? Porque, sin duda, es posible soñar pellizcos. Aunque, ¡eh!, hay un notable reme­dio consistente en que el que sueña se pellizque su propia pierna. Arturo —añadió girando como un trompo—, haz­me el favor de pellizcarte.
Sí.
¿Qué, te demuestra que estás despierto?
Lo dudo.
La visión le examinó con tristeza.
Me lo temía —admitió.
Luego se retiró otra vez al rincón, donde empezó a reci­tar unos complicados párrafos de Burton, Jung, Hipócrates y sir Thomas Browne.
Cinco minutos después golpeó un puño en la palma de la otra mano y regresó a la zona iluminada por la vela, inspirado por el lecho de Cleopatra.
Escucha —dijo Merlín—. ¿Has soñado alguna vez en un olor?
¿Un olor?
No repitas
No sé...
Anda, anda. Habrás soñado imágenes, seguro. Y sen­timientos. Todo el mundo ha soñado sentimientos. Puedes haber soñado incluso un sabor. Recuerdo que una vez que había estado un par de semanas tan distraído que no comí nada, soñé un pastel de chocolate: llegué a notar claramen­te su sabor, pero en seguida lo hicieron desaparecer. Bueno, ahora se trata de saber si has soñado alguna vez un olor.
No creo. No creo que haya notado un olor en sueños.
¿Seguro? Y no me mires como un bobo, querido amigo; presta atención. ¿Has soñado alguna vez con tu nariz?
Nunca. No recuerdo haber soñado un olor
¿Estás completamente seguro?
Completamente.
Pues ¡huele eso! —gritó el nigromante, descubriendo su cabeza y colocando su cucurucho, con su cargamento de ratones, ranas y unos camarones para pescar salmón que no se acordó de mencionar antes, bajo la nariz del rey.
¡Uff!
Y ahora, ¿soy un sueño?
No huele como un sueño.
Entonces...
Merlín —dijo el rey—, lo que importa es que estés aquí. Da igual que seas o no un sueño. Siéntate y ten pa­ciencia un momento, si puedes. Dime cuál es el motivo de tu visita. Habla. Di que has venido a salvarnos de esta guerra.
El viejo había conseguido lo que pretendía con su respi­ración artificial; al menos hasta cierto punto. Ahora pudo, por fin, sentarse cómodamente y pasar a la cuestión que le ocupaba.
No —dijo—. No es posible salvar a nadie de nada; a no ser que alguien se salve a sí mismo. No vale la pena hacer nada por la gente; a menudo incluso es peligrosísimo limitarse a actuar. Lo único que sí vale la pena hacer por la raza es aumentar su repertorio de ideas. Porque si amplías el repertorio, la gente es libre de encontrar ayuda en las nuevas ideas. Este método permite brindar un medio de mejora, que puede ser libremente aceptado o rechazado, y de esta forma se crea una ligerísima esperanza de que, a lo largo de los milenios, se produzca algún tipo de progre­so. De eso se ocupa precisamente el filósofo: de dar ideas nuevas. Su función no consiste en imponérselas a las per­sonas.
Esto no me lo dijiste antes.
¿Por qué no?
Me incitaste a pasarme toda la vida haciendo cosas... La Caballería y la Tabla Redonda, que inventé impulsado por ti, fueron precisamente esfuerzos por salvar a la gente, y porque se hicieran cosas.
No. Eran ideas —dijo con firmeza el filósofo—, ideas rudimentarias. Todos los pensamientos, en sus primeras fases, empiezan siendo acciones. Las acciones que tanto es­fuerzo te han costado han sido ideas, toscas, naturalmente, pero era necesario establecer esas bases antes de poder pensar en serio. Tú has estado enseñando a los hombres a pensar con la acción. Ahora ha llegado el momento de pen­sar con nuestras cabezas.
Entonces, ¿mi Tabla no fue un fracaso?
Desde luego que no. Fue un experimento. Los expe­rimentos conducen a otros experimentos, y ésta es la razón por la que he venido a llevarte a nuestra madriguera.
Estoy dispuesto —dijo, sorprendido al comprobar que se sentía feliz.
El Comité ha descubierto que en tu educación hubo algunos fallos, un par, y ha decidido corregirlos antes de que termine la fase activa de la Idea.
¿Qué Comité? Hablas como si hubieran hecho un in­forme.
Eso es lo que hicimos. Ya les conocerás a todos en la cueva. Pero ahora, y perdona que lo mencione, tenemos que arreglar una cosa antes de irnos.
Al llegar aquí Merlín examinó los dedos gordos de sus pies mientras en sus ojos se dibujaba la duda, pues no se decidía a proseguir.
Al parecer —explicó por fin—, los cerebros de los hombres se petrifican a medida que pasan los años. Su su­perficie se deteriora, como el cuero gastado, y ya no es ca­paz de recoger impresiones. ¿Lo has notado?
Noto cierto entumecimiento en mi cabeza.
Pues bien, los cerebros de los niños son flexibles y elásticos —continuó el mago con regusto, como si estuviera hablando de bocadillos de caviar—. Recogen las impresio­nes con enorme rapidez. Aprender un idioma, por ejemplo, en la juventud puede ser literalmente un juego de niños: en cambio, para un hombre de mediana edad es algo infernal.
Sí, se lo he oído decir a la gente.
El Comité ha sugerido que, dado que deberías apren­der esas cosas a las que antes me he referido, deberías —ejem—, deberías ser un chico. Me han proporcionado una medicina patentada para conseguirlo. Entiendes, ¿ver­dad? Volverías a ser Verruga otra vez.
No quiero, no querría volver a vivir mi vida —con­testó el otro viejo sin alterarse.
Estaban el uno frente al otro, como si fueran un objeto y su imagen en el espejo; los extremos externos de sus ojos apuntaban hacia abajo, por el peso de sus ancianos pár­pados.
Sería sólo por esta noche.
¿El Elixir de la Vida?
Exactamente. Piensa en toda la gente que ha tratado de encontrarlo.
Si yo me lo encontrara, lo tiraría.
Espero que no te hayas hecho una idea necia de los niños —dijo Merlín lanzándole una mirada vaga—. Somos unos grandes expertos en el arte de hacer nacer otra vez y en el de rejuvenecer. He notado que últimamente la gente mayor tiene la desagradable costumbre de consolarse —y al tiempo degradarse— diciendo que los niños son infantiles. Espero que no hayamos incurrido en nada parecido.
Todo el mundo sabe que los niños son más inteligen­tes que sus padres.
Tú y yo lo sabemos, pero los que van a leer este libro no lo saben.
»Nuestros lectores de esa época —continuó el nigro­mante en tono sombrío— tienen exactamente tres ideas en sus magníficas molleras. Según la primera, la especie huma­na es superior a las demás. La segunda es que el siglo XX es superior a los demás. Y la tercera, que los seres huma­nos adultos del siglo XX son superiores a los jóvenes de su época. A este conjunto de engaños se le puede llamar Pro­greso, y todos los que se atreven a discutirlo reciben el cali­ficativo de pueriles reaccionarios o escapistas. ¡El Avance de la Mente..., que el Cielo les ayude!
Estuvo unos momentos pensando en todo esto y luego añadió:
Y además, incurren en un cuarto ejemplo de trope­zón supuestamente científico; lo que se llama antropomor­fismo. Suponen que sus hijos son también tan superiores a los animales que jamás hay que mencionar a las dos criatu­ras la una al lado de la otra. Si empiezas considerando que los hombres son animales, ellos le dan la vuelta y dicen que consideras a los animales como hombres, lo cual es un pe­cado que para ellos es peor incluso que la bigamia. «¡Ima­gínate a un científico que fuera solamente un animal! —di­cen—. ¡Todo necedades!»
¿Quiénes son estos lectores?
Los lectores del libro.
¿Qué libro?
El libro en el que estamos.
¿Estamos en un libro?
Lo mejor será que nos pongamos manos a la obra —dijo Merlín apresuradamente.
Cogió su varita, se arremangó y miró fijamente al pa­ciente.
¿Estás de acuerdo? —preguntó. Pero el viejo rey le detuvo.
No —dijo en tono de disculpa pero firmemente—. Me he ganado mi cuerpo y mi mente a costa de muchos años de trabajo. Sería indigno cambiarlos. No es que me oponga a ser un niño porque soy demasiado orgulloso, Merlín, sino porque soy demasiado viejo. Si rejuvenecieras solamente mi cuerpo, no serviría para una mente vieja. Mientras que si cambias al cuerpo y la mente, el trabajo de haber vivido todos estos años habría sido en vano. No se puede hacer nada, maestro. Debemos conservar el momen­to de la vida en el que Dios ha querido que nos encon­tremos.
El mago bajó la varita.
Pero tu cerebro —se quejó—, es como una esponja fosilizada. ¿No te gustaría volver a ser joven, y poder reto­zar y doblar otra vez las rodillas a gusto? Los jóvenes son felices, ¿verdad? Habíamos pensado que la idea de poder rejuvenecerte iba a gustarte.
Sin duda hubiera sido un placer y os agradezco que hayáis pensado en ello. Pero tengo entendido que la vida no fue inventada para la felicidad. Fue inventada para otra cosa.
Mientras pensaba en lo que el rey le había dicho, Merlín mordisqueaba un extremo de su varita.
Tienes razón —dijo por fin—. Desde el primer mo­mento me opuse a la proposición. Pero, de todas formas, tendremos que hacer algo para dar flexibilidad a tu intelec­to porque, de lo contrario, no captarás la nueva idea. Su­pongo que no te importará que te haga un masaje cerebral. Necesitaría mis baterías galvánicas, mis ultrarrojos y mis infravioletas, mi esteatita y mis pellizcos de esto y de lo otro: un toque de adrenalina y un poco de ajo, ya sabes.
No, si crees que está bien.
Merlín extendió su mano en el aire con un ademán que el rey recordaba muy bien, y los aparatos empezaron a aparecer obedientemente. Todos revueltos, como de cos­tumbre.

3
El tratamiento era desagradable. Era como si le cepilla­sen a uno el pelo al revés, o como si una de esas horrorosas masajistas que te dicen todo el rato que te relajes estuviera tratando de devolver el movimiento a un tobillo que se ha torcido. El rey se aferró a los brazos de su silla, cerró los ojos, apretó los dientes y sudó. Cuando los abrió, por se­gunda vez esa noche, el mundo que vio no era el de antes.
¡Santo Cielo! —exclamó, dando un brinco para po­nerse en pie. Al abandonar la silla no se apoyó sobre sus muñecas, como un anciano, sino sobre las palmas y las fa­langes—. ¡Mira qué hundidos tiene los ojos el perro! Las velas se le reflejan en la parte de atrás y no en la de adelan­te, como en el fondo de una copa. ¿Por qué no me había fijado nunca en esto? Y mira aquí, en el baño de Betsabé hay un agujero que hay que arreglar. ¿Qué dice esta nota del libro? ¿Susp.?*. ¿Quién nos ha inducido traicionera­mente a ahorcar a la gente? Nadie merece ser ahorcado. Merlín, ¿por qué al poner la vela entre nosotros dos tus ojos no reflejan la llama? ¿Por qué no se me había ocurrido nunca pensar en esto? La luz da reflejos rojos en el zorro, verdes en el gato, amarillos en el caballo, azafrán en el perro... Y mira el pico del halcón: ¡tiene un diente como una sierra! Los azores y los milanos no tienen dientes. Debe ser algo peculiar de los falco. ¡Ciertamente una tienda es una cosa extraordinaria! La mitad de ella tira hacia arri­ba, y la otra mitad tira hacia abajo. Ex nihilo res fit**. ¡Fíja­te en estas piezas de ajedrez! ¡Es jaque mate! Habrá que utilizar más veces esta táctica...
Imaginemos que el cerrojo de la puerta de un jardín está oxidado o que ha sido mal instalado o que hace años que no hay manera de cerrarlo bien porque el mismo peso de la puerta ha vencido a los goznes, desencajándola. Para que corra la cerradura hay que darle golpes, o levantar un poco la puerta hasta lograr situarla con esfuerzo en el pun­to donde el encaje se produce. Imaginemos que desmonta­mos el viejo cerrojo, lo frotamos con papel de esmeril, lo bañamos en petróleo, lo pulimos con arena fina, lo engra­samos generosamente y hacemos que un hábil obrero vuel­va a colocarlo tan perfectamente que el cerrojo se abra y se cierre sin hacer apenas fuerza, casi con la sola presión de una pluma, como si bastara soplar sobre él para que se abriera o cerrase. ¿Se imagina el lector lo que sentiría en este caso el cerrojo? Probablemente tendría los mismos sentimientos de enorme satisfacción que tienen las perso­nas convalecientes después de unas fiebres. El cerrojo de­searía ser utilizado, ansiaría el éxtasis del suave y triunfal movimiento.
Porque la felicidad es, precisamente, un subproducto de la función, de la misma forma que la luz es un subproducto de la corriente eléctrica que pasa por los cables. Si el mo­vimiento de la corriente es interrumpido, no hay luz. Por eso, los que buscan la felicidad como un fin en sí misma no la encuentran. El hombre debe tratar de ser como el cerrojo que funciona, como el paso ininterrumpido de la corriente eléctrica, como el convaleciente cuyos ojos, tras pasar largo tiempo en el fondo de sus cuencas, transidos de neuralgia y de fiebre, casi sin poder moverse por el dolor, ahora pasan rápidamente de un lado a otro con la misma facilidad con que los gráciles peces se deslizan por el agua clara. Los ojos funcionan, la corriente funciona, el cerrojo funciona. Y bri­lla la luz. En esto consiste la felicidad: en funcionar bien.
Espera tranquilo —dijo Merlín—. Después de todo, no se nos escapa ningún tren.
¿Tren?
Perdóname. Es una frase que un amigo mío solía aplicar al progreso humano. De todas formas, como parece que ya te sientes mejor, podríamos partir hacia la nueva cueva ahora mismo, ¿de acuerdo?
De acuerdo.
No añadieron nada más. Levantaron el cortinón que ce­rraba la tienda y partieron, dejando al adormilado perro vigilando al encapirotado halcón. Al oír el ruido, el ave lanzó unos estridentes chillidos tratando de llamar la aten­ción de los que le dejaban solo.


La caminata les sirvió a los dos para preparar el ánimo. El fuerte viento y la velocidad con que avanzaban hacían que las barbas de ambos se levantaran sobre sus hombros, por la derecha o la izquierda, según sesgaran la cabeza en relación al viento. Los ancianos tenían en los cabellos la sensación de que se los estaban rizando. Cruzaron veloz­mente la llanura de Salisbury, dejando atrás el asombroso monumento de Stonehenge, donde Merlín, sin detenerse, gritó un saludo a los viejos dioses —Crom, Bel y los de­más—, aunque Arturo no pudo verlos. Corrieron a través del Wiltshire, dejaron atrás Dorset a grandes zancadas y anduvieron por Devon, rápido como un rayo. Los llanos, colinas, bosques, páramos y altozanos iban quedando a sus espaldas. Los ríos centelleantes se deslizaban como los ra­dios de una rueda en movimiento. Al llegar a Cornualles se detuvieron al lado de un antiguo túmulo que parecía una enorme topera y tenía una oscura entrada en uno de sus lados.
Entremos.
Ya he estado antes en este sitio —dijo el rey, que había quedado sumido en un estado parecido a la catalepsia.
Sí.
¿Cuándo?
Dilo tú.
El rey estuvo buscando a tientas en sus recuerdos. Tenía la sensación de que la respuesta estaba en su corazón. Sin embargo, dijo:
No, no logro acordarme.
Ven y lo verás.
Descendieron por unos pasadizos laberínticos y dejaron atrás las galerías que conducían a los dormitorios, los mu­ladares, los almacenes y el sitio adonde se iba para lavarse las manos. Por fin, con los dedos apoyados en el pestillo de una puerta que estaba al final de un pasillo, el rey se detuvo y anunció:
Sé dónde estoy.
Merlín le miraba.
Es la madriguera del tejón. Estuve aquí cuando toda­vía era un chico.
Sí.
¡Ah, Merlín, traidor! Me he pasado media vida llo­rando tu muerte, convencido de que estabas cerrado como un sapo en un agujero, y ahora resulta que te has pasado todo el tiempo sentado en la Sala discutiendo con un tejón.
Abre la puerta y mira.
La abrió, y allí estaba la habitación que tan bien recor­daba: los retratos de tejones muertos hacía mucho tiempo, famosos por su erudición o su piedad, las luciérnagas, las pantallas de caoba y los tableros inclinados por los que se hacían circular las jarras. Allí estaban las togas apolilladas y los sillones de cuero grabado. Pero también —y eso era lo mejor— allí estaban sus más antiguos amigos: los miem­bros del absurdo Comité.
Todos ellos se levantaron, medio avergonzados, para saludarle. Se hallaban confusos en su humildad porque, por un lado, deseaban aquel encuentro sorprendente con todas sus fuerzas, y por otro, porque aquélla era la primera vez que iban a estar al lado de un rey de verdad, y temían que hubiera cambiado. De todos modos, habían decidido hacer las cosas muy bien. Después de discutirlo se pusieron de acuerdo en que lo más adecuado sería ponerse en pie y hacer quizá una inclinación o dirigirle una sonrisa. Se ha­bían consultado unos a otros solemnemente para decidir si lo mejor era darle el tratamiento de «Su Majestad» o el de «Señor», si debían besarle la mano, si estaría muy cambia­do, e incluso los pobres si iba a acordarse todavía de ellos.
Formaban un círculo alrededor del fuego: el tejón se levantó tímidamente, provocando al mismo tiempo la caída en perfecta avalancha, encima del guardafuego, del manus­crito que reposaba sobre su regazo; T. natrix* se desenro­lló haciendo vibrar simultáneamente una lengua de ébano con la que se proponía besar la mano del rey si era necesa­rio; Arquímedes se levantaba, se sentaba y volvía a levan­tarse lleno de placer e ilusión aleteando como un pájaro en espera del alimento; Balín** parecía, por vez primera en su vida, sentirse abrumado por temor a que el rey no le recor­dara; Cavall*** se sentía tan torturado por el maravilloso acontecimiento que acabó por irse a un rincón a vomitar; la cabra hizo un saludo imperial; el erizo permanecía firme y leal al fondo del círculo, pues debido a sus pulgas le habían asignado aquel lugar apartado para que se sentara, pero trataba a pesar de todo de hacerse notar. Incluso el enorme lucio disecado —una novedad que se encontraba sobre el mantel, bajo el retrato del Fundador—, parecía contemplar­le con mirada suplicante.
¡Oh, pueblo! —exclamó el rey.
Entonces todos se ruborizaron mucho, y movieron in­quietos los pies, y le dijeron que debía perdonar la humil­dad de su hogar, o «Su Majestad sea bienvenido», o «Que­ríamos poner un estandarte pero no lo hemos encontrado», o «¿Están húmedos los reales pies?», o «¡Aquí está nuestro señor!», o «Oh, qué maravilloso veros después de tantos años!» El erizo se limitó a saludar muy tieso, diciendo: «¡Triunfa Inglaterra!»
Apenas pasó un momento cuando un Arturo rejuvene­cido estaba ya estrechando manos con todos los presentes, besándoles y dándoles palmadas en la espalda, hasta que todos los ojos acabaron poblándose de lágrimas.
No sabíamos... —sollozó el tejón.
Temíamos que nos hubieras olvidado...
¿Qué tenemos que decir, «Su Majestad» o «Señor»?
El rey contestó la pregunta juiciosamente de acuerdo con las circunstancias:
A un emperador se le dice Majestad, pero para un rey corriente lo adecuado es Señor.
Con lo cual, a partir de ese momento todos volvieron a acordarse de su Verruga y dejaron de darle vueltas al asunto.
Cuando pasó la excitación del primer momento, Merlín cerró la puerta y asumió el control de la situación.
Vamos al grano —dijo—. Tenemos que despachar muchos asuntos y el tiempo no sobrará. Aquí, rey, esta, silla que preside el círculo es para ti, puesto que tú eres nuestro líder, el que tiene que llevar a cabo la parte más dura del trabajo y el que carga con las heridas. Y a ti, erizo, te co­rresponde ser nuestro Ganímedes, así que ya puedes ir a buscar el vino de Madeira. Y pronto. Pasa una copa grande para cada uno y podremos empezar la reunión.
El erizo entregó la primera copa al rey y le sirvió el vino solemnemente, rodilla en tierra, sosteniendo la copa con su mugrienta extremidad. Mientras seguía repartiendo copas y sirviendo vino, el rey tuvo unos momentos de tranquilidad para examinar lo que le recordaba.
El salón no estaba igual que cuando él lo vio por última vez, y los cambios reflejaban claramente la personalidad de su preceptor. Porque en todos los rincones de la habitación, sobre las sillas vacías, en las mesas y por el suelo, abiertos en los puntos donde se encontraban los fragmentos más importantes, había miles de libros de todas clases, cada uno de ellos olvidado desde que fuera puesto allí para ser revi­sado cuando surgiera la ocasión propicia, y todos cubiertos de una delgada capa de polvo. Estaban Thierry y Pinnow y Gibbon y Sigismondi y Duruy y Prescott y Parkman y Jusserand y d'Alton y Tácito y Smith y Trevelyan y Herodoto y Dean Millman y MacAllister y Geoffrey de Monmouth y Wells y Clausewitz y Geraldo el Galés —incluidos los vo­lúmenes perdidos sobre Inglaterra y Escocia— y Guerra y paz de Tolstoi y la Historia cómica de Inglaterra, y la Cró­nica sajona y los Cuatro maestros. Estaban la Zoología de los vertebrados de Beer, los Ensayos sobre la evolución del hombre de Elliott-Smith, Sentidos de los insectos de Eltringham, los Errores vulgares de Browne, y también Aldovrando, Matthew París, un Bestiario de Physiologus, la edición completa de Frazer, y hasta Zeus de A. B. Cook. Había enciclopedias, láminas que representaban el cuerpo humano y los de otros animales, libros de consulta como el Witherby sobre toda clase de pájaros y animales terrestres, diccionarios, tablas de logaritmos, y la colección completa del Diccionario nacional de biografía. En una de las pare­des, y escrito por la mano del propio Merlín, había un es­quema que mostraba, en columnas paralelas, una concordancia de la historia de las diversas razas humanas durante los últimos diez mil años. Había una columna especial para los asirios, otra para los sumerios y otras para los mongo­les, los aztecas, etc., y había usado una tinta de color dife­rente en cada una de ellas. La fecha estaba escrita en una línea vertical que quedaba al margen izquierdo de las co­lumnas, de forma que parecía como una gráfica.
Después, en otra pared más interesante incluso que la anterior, había una auténtica gráfica que mostraba el cre­cimiento y decadencia de diversas razas animales a lo largo de los últimos mil millones de años. Cada vez que una raza se extinguía, su línea se acercaba a la horizontal y desapa­recía. Una de las últimas en hacerlo era la del alce irlandés. En un mapa, evidentemente hecho por pura diversión, po­dían verse los puntos ocupados por los nidos de los pájaros la primavera anterior. En una esquina de la habitación, ale­jada del fuego, había una mesa de trabajo sobre la que se encontraba colocado un microscopio, bajo cuya lente había sido dispuesta una magnífica muestra de microdisección: el sistema nervioso de una hormiga. Había en esa misma mesa calaveras de hombres, monos, peces y patos salvajes, todas ellas diseccionadas a fin de mostrar las relaciones en­tre el neopallium y el Corpus striatum. En otra esquina ha­bía sido instalado algo parecido a un laboratorio en el que, en indescriptible confusión, se encontraban retortas, tubos de ensayo, cultivos de gérmenes, vasos de precipitación y frascos en cuyas etiquetas decía Pituitaria, Adrenalina, Abrillantador de muebles, Polvos de curry y Ginebra De Kuyper. En la etiqueta de esta última botella había además una nota escrita a lápiz que decía: «El nivel de esta botella está MARCADO.» Había por fin fresqueras que contenían especímenes vivos de mantis religiosas, langostas y otros insectos, mientras que el resto del suelo estaba cubierto por los escombros de pasadas locuras del mago: mazos de cro­quet, agujas de hacer calceta, lápices de colores, útiles para el grabado al linóleo, cometas, bumeranes, cola, cajas de cigarros, instrumentos de viento de fabricación casera, li­bros de cocina, una carraca, un telescopio, una lata de cera para injertos y una canasta en cuyo fondo se leía la marca Fortnum and Masón.
El viejo rey dio un suspiro de satisfacción y se olvidó del mundo real.
Bien, tejón —dijo muy agitado Merlín, dándose im­portancia y en tono oficial—, pásame las actas de nuestra última reunión.
No pudimos hacerlas. Faltaba tinta.
No importa. Entonces dame las notas sobre la Gran Hybris* Victoriana.
Las utilizamos para encender el fuego.
Diablos. Pues, pásame las Profecías.
Aquí están —dijo orgullosamente el tejón, agachán­dose para amontonar las hojas que se habían caído sobre el guardafuegos cuando se levantó para saludar al rey—. Las había preparado —añadió— a propósito.
Sin embargo, el fuego había llegado a alcanzarlas, y cuando, tras apagarlas, se las entregó por fin a Merlín, pu­dieron comprobar que estaban todas medio quemadas.
Esto es francamente fastidioso. ¿Y qué has hecho de las Tesis sobre el Hombre, y de la Disertación acerca del Poder?
Hace un momentito estaban bajo mi brazo.
Y el pobre tejón, que se suponía debía actuar como se­cretario del Comité, pero que no cumplía con excesiva for­tuna tal cargo, empezó a murmurar mientras revolvía las cosas esparcidas por el suelo con gesto avergonzado y preo­cupado.
Quizá sería más fácil —dijo Arquímedes— dejarnos de papeles, Maestro, y hablar simplemente.
Merlín le atravesó con la mirada.
Bastaría con explicarlo —sugirió T. natrix.
También a él Merlín le atravesó con la mirada.
De todas formas —dijo Balin—, eso es lo que ten­dremos que hacer al final.
Merlín dejó de atravesar a los presentes con la mirada y se quedó muy mohíno.
Cavall, que había regresado en secreto, se apoyó con mirada implorante en el regazo del rey, que no hizo nada por impedírselo. La cabra miró al fuego con sus ojos bri­llantes. El tejón volvió a sentarse con expresión de culpabi­lidad, y el erizo, que estaba sentado remilgadamente en su rincón, lejos de los demás y con las manos cruzadas, propu­so una inesperada salida.
Que alguien se lo diga.
Aunque todo el mundo le miró sorprendido, él no pen­saba permitir que nadie le hiciera callar. Sabía muy bien por qué se apartaban de él cuando le tenían al lado, pero de todos modos tenía sus derechos.
Que alguien se lo diga —repitió.
Me gustaría mucho —dijo el rey— que alguien me lo dijera. En este momento no entiendo nada, aparte del he­cho de haber sido traído hasta aquí para solucionar algunos fallos que tenía mi extraordinaria educación. ¿No podríais explicármelo desde el principio?
El problema consiste —dijo Arquímedes— en lo difí­cil que es decidir cuál es el principio.
Pues explicadme lo del Comité. ¿Por qué formáis un Comité, y qué es lo que estudia?
Podría decirse que nuestro Comité está encargado de estudiar el Poder de la raza humana. Estamos tratando de comprender vuestro rompecabezas.
Es una Real Comisión —explicó el tejón muy orgu­lloso—. Creímos que un grupo combinado de animales po­dría asesorar a los diversos ministerios...
Al llegar aquí Merlín fue incapaz de seguir contenién­dose. Incluso cuando se sentía abatido, como en aquel mo­mento, no podía resistir la tentación de hablar.
Con vuestro permiso —dijo—, yo sí sé exactamente por dónde hay que empezar, y voy a hacerlo de inmediato. Que escuche todo el mundo.
»Mi querido Verruga —continuó después de que el eri­zo dijera "Oído, oído", y a continuación, como si la idea se le hubiera ocurrido un poco tarde, "Orden-orden"—, debo pedirte desde el primer momento que hagas regresar tu pensamiento a los primeros días de mi actividad como pre­ceptor tuyo. ¿Lo recuerdas?
Me enseñabas mediante los animales.
Exactamente. ¿Y no se te ha ocurrido que hacerlo así no era por mera diversión?
Bueno, lo cierto es que fue divertido...
Bien, pero lo que te estamos preguntando es: ¿por qué razón era por medio de los animales?
Quizá no te importaría ser tú quien me lo dijera. El mago cruzó las rodillas y los brazos y frunció el en­trecejo, dándose importancia.
Existen en este mundo doscientas cincuenta mil es­pecies diferentes de animales —dijo—, sin contar a los ve­getales vivos, de las cuales son mamíferos como el hombre como mínimo dos mil ochocientas cincuenta. Cada una de ellas tiene una forma u otra de organización política —fue un error por parte de mi amigo Aristóteles definir al hom­bre como Animal Político—, mientras que el hombre, esta miserable nulidad que vive junto a doscientas cuarenta y nueve mil novecientas noventa y nueve especies, sigue di­ciendo tonterías a todo lo largo de su trágico caminar polí­tico sin que se le ocurra ni siquiera levantar sus ojos para dirigirlos al cuarto de millón de ejemplos que le rodean. Y esta situación resulta muchísimo más extraordinaria cuan­do se considera que el hombre es un advenedizo y que casi todas las demás especies ya habían resuelto sus problemas de una u otra manera muchos miles de años antes de que él fuera creado.
Un murmullo de admiración brotó de todos los miem­bros del Comité. La culebra de agua añadió amablemente:
Fue por eso, rey, que trató de darte una idea de la Naturaleza, para que cuando tú mismo tuvieras que enfren­tarte al rompecabezas buscaras la solución mirando a tu alrededor.
Los sistemas políticos de todos los animales —dijo el tejón— son diversas formas de controlar el Poder.
Sin embargo, no acabo de ver... —empezó el rey, aunque sólo para ser interrumpido por Merlín.
Ni acabas, ni empiezas —dijo Merlín—. Ibas a decir que los animales no tienen sistemas políticos. Pues acepta mi consejo y piénsalo dos veces antes de creértelo.
¿Tienen?
Claro que tienen; y muy eficaces. Algunos animales son comunistas o fascistas, por ejemplo muchas de las hormigas; otros son anarquistas, como los gansos. Los hay socialistas, como algunas especies de abejas y entre las tres mil familias de las mismas hormigas hay ciertamente ideo­logías que no son precisamente la fascista. No todas las hormigas utilizan el trabajo de los esclavos, ni tampoco son todas belicosas. Hay animales que viven de su cuenta bancaria, como las ardillas, o como el oso, que utiliza para hi­bernar su propia grasa. Cada nido, cada madriguera y cada terreno de caza es una forma de propiedad individual. ¿Y cómo crees que han logrado llegar a vivir juntas las corne­jas y otras criaturas gregarias como los conejos y los peces de agua dulce, si no es enfrentándose previamente a las cuestiones de la Democracia y de la Fuerza?
Evidentemente éste era un tema que había sido am­pliamente debatido, pues antes de que el rey pudiera con­testar, intervino el tejón.
Pero nunca has sido capaz —dijo—, y nunca lo serás, de darnos un solo ejemplo de capitalismo en el mundo na­tural.
Merlín parecía sentirse muy triste.
Y si no puedes darnos un ejemplo —añadió el te­jón— es porque el capitalismo no es natural.
Aquí podría quizá decirse de pasada que la visión que del mundo tenía el tejón era bastante rusa. Durante los últimos siglos, él y los demás animales habían discutido tantas veces con Merlín, que al final acabaron expresándose en términos de alta magia, y hablando de bolcheviques y nazis con la misma tranquilidad que si se hubiera tratado de los lolardos* y los azotadores de la historia contempo­ránea.
Merlín, que tenía ideas firmemente conservadoras —lo cual, en él, era ser bastante progresista si se tiene en cuenta que su vida se desarrollaba hacia atrás—, se defendió sin demasiada fuerza.
El parasitismo —dijo— es una forma de vida natural, antigua y respetable, utilizada por animales que van desde el cuco a la pulga.
Pero aquí no estamos hablando de parasitismo. Ha­blamos de capitalismo, algo que ya hemos definido con gran exactitud. ¿Podrías darme aunque fuera un solo ejem­plo, aparte del hombre, de especies cuyos individuos explo­ten el trabajo de otros individuos de la misma especie? Las pulgas no explotan a las pulgas.
Hay ciertos monos —dijo Merlín— que tienen que ser estrechamente vigilados cuando son mantenidos en cau­tividad, porque de lo contrario los individuos dominantes privarían a sus camaradas del alimento, forzándoles incluso a regurgitarlo, aunque se murieran de hambre.
Me parece que este ejemplo es muy poco firme.
Merlín cerró una de sus manos sobre la otra y puso una cara incluso más triste que antes. Al final consiguió cobrar ánimos suficientes para admitir la derrota, aspiró profun­damente e hizo frente a la verdad.
Cierto, es poco firme —dijo—. Me resulta imposible encontrar un solo ejemplo de verdadero capitalismo en la Naturaleza.
Apenas acababa de pronunciar esta frase cuando sus manos se separaron a la velocidad del relámpago y el puño de una cayó velozmente sobre la palma de la otra.
¡Ya lo tengo! —gritó—. Ya sabía yo que tenía razón en lo del capitalismo. Lo estamos mirando del revés.
Generalmente lo hacemos así.
La principal especialización de una especie suele ser, casi siempre, contraria a la naturaleza de las otras especies. La inexistencia de ejemplos de capitalismo en la naturaleza no demuestra que el capital sea algo antinatural en el hom­bre, en el sentido de que sea algo malo. Con esta misma lógica podríais decir que es antinatural que las jirafas se coman la parte superior de los árboles porque no hay nin­gún antílope con el cuello tan largo como el suyo, o que fue malo el primer anfibio que salió reptando del agua porque en aquel momento no existía ningún otro ejemplo de vida anfibia. El capitalismo es la especialidad de los hombres, del mismo modo que lo es el cerebro. Esto no significa que sea antinatural que los hombres tengan cerebro. Por el con­trario, significa que deben aprender a utilizarlo. Y lo mis­mo ocurre con el capitalismo. Porque el capitalismo es, como el cerebro, una especialidad, ¡una de las joyas de la corona! Ahora que lo pienso, el capitalismo puede ser un hecho que concuerda con la posesión de un cerebro desarro­llado. De otro modo, ¿por qué razón el único ejemplo de capitalismo que hemos encontrado —los monos que antes mencioné— se produce precisamente entre los antropoides que tienen un cerebro similar al de los hombres? Sí, sí, sé que tenía razón al insistir constantemente en mi pequeña defensa del capitalismo. Ya sabía yo que había un criterio razonable según el cual los rusos de mi juventud hubieran debido modificar sus ideas. Que el capitalismo sea un fe­nómeno único no implica que sea malo; todo lo contrario, quiere decir que es bueno. Bueno para el hombre, claro está, aunque no lo sea para los otros animales. Significa...
¿Te has dado cuenta —preguntó Arquímedes— que tu auditorio no ha entendido una sola palabra de las que has dicho en los últimos minutos?
Merlín se interrumpió bruscamente y miró a su alum­no, que había estado siguiendo la conversación más con los ojos que con otra cosa, mirando primero a un interlocutor y después al otro.
Lo siento.
El rey habló de forma ausente, como si más que dirigir­se a los presentes hablara consigo mismo.
¿He sido un necio? —dijo lentamente—. ¿He sido un necio por no haberme fijado en los animales?
¡Necio! —gritó el mago, volviendo a sentirse triun­fante, porque le encantaba haber hecho aquel gran descu­brimiento sobre el capital—. ¡Por fin surge una migaja de verdad de unos labios humanos! Nunc dimittis!*
E inmediatamente saltó a lomos de su caballo de bata­lla, dispuesto a salir galopando en todas direcciones.
Los seres humanos son tan caraduras —exclamó— que le dejan a uno patitieso. Empezad por el impensable universo; reducid la escala hasta fijaros en el pequeño sol que hay en él; pasad a ese satélite del sol al que nos gusta llamar la Tierra; mirad por un momento a la miríada de algas o como se llamen que viven en el mar, y a los innumerables microbios, cada vez más diminutos, que nos pue­blan a nosotros mismos. Echad una ojeada a este cuarto de millón de especies de las que os he hablado antes, y a los períodos inabarcables de tiempo a lo largo de los cuales han vivido. Y ahora mirad al hombre, a este advenedizo cuyos ojos, hablando desde el punto de vista de la Natura­leza, apenas puede decirse que estén más abiertos que los de un cachorro de perro recién nacido. Ahí tenéis a esa pobre caricatura grotesca —a estas alturas estaba tan exci­tado que ya no tenía tiempo de encontrar los calificativos más adecuados—, ahí le tenéis. Se llama a sí mismo Homo sapiens, gran acierto en verdad, ¡y se proclama señor de la creación, coronándose a sí mismo como el bobo de Napo­león! Ahí le tenéis, dándose aires de superioridad ante los demás animales; ¡dándose aires de superioridad incluso —que Dios se apiade de su alma— ante sus antepasados! ¡Es la Gran Hybris Victoriana, la asombrosa, la inefable arrogancia del siglo XIX! ¡Mirad esas novelas históricas de Scott, en las que se hace hablar a los hombres —sólo por­que vivieron doscientos años atrás— con voz campanuda! El hombre, en su orgullo, llega a afirmar en el siglo XX que la raza ha «progresado» en el curso de apenas un mi­llar de años, pero se afana al mismo tiempo en hacer saltar en pedazos a sus hermanos. ¿Cuándo aprenderán que a un pájaro le cuesta un millón de años modificar una sola ala primaria? Ahí tenéis a este enorme patán que afirma que todo ha cambiado porque ha inventado el motor de explo­sión. Ahí le tenéis, tieso como un espárrago desde que Darwin le habló de la existencia de algo que se llama evo­lución. Sin tener en absoluto en cuenta que la evolución se desarrolla a lo largo de ciclos que duran millones de años, el hombre cree haber evolucionado entre la Edad Media y el siglo XX. Quizá haya evolucionado el motor de explo­sión, pero lo que es él... Miradle soltar risillas disimuladas cuando se compara con quienes fueron sus progenitores, por no hablar de su actitud despectiva frente a los demás tipos de mamíferos, en ese insufrible libro titulado Connecticut Yankee in King Arthur's Court* . ¡Qué frescura tan auténtica y pasmosa! ¡Y atreverse a hacer a Dios a su pro­pia imagen! Creedme, las razas llamadas primitivas, que adoraban a los animales como si se tratara de dioses, no eran tan imbéciles como la gente ha podido creer. Al me­nos, eran humildes. ¿Y por qué no podía descender Dios a la tierra encarnado en forma de lombriz? Hay muchísimas más lombrices de tierra que hombres, y son mucho más beneficiosas que ellos. ¿Y, además, a qué viene tanto jaleo? ¿En qué consiste esa maravillosa superioridad del siglo XX sobre la Edad Media, y de la Edad Media sobre las razas primitivas y las bestias de los campos? ¿Acaso muestra el hombre tener un control tan perfecto de su Poder, su Fero­cidad y su Propiedad? ¿Qué hace el hombre? ¡Carnicerías entre los miembros de su propia especie, como un caníbal! ¿Sabíais que se ha calculado que durante los años que van de 1100 al 1900, los ingleses pasaron en guerra cuatrocien­tos diecinueve años, y los franceses trescientos setenta y tres? ¿Sabíais que Lapouge ha admitido que cada siglo mueren en Europa de forma violenta diecinueve millones de hombres, de forma que la sangre derramada bastaría para que una fuente de sangre manase setecientos litros por hora desde el comienzo de la historia? Y querido ami­go, déjame decirte esto: excluyendo al hombre, en la Natu­raleza misma la guerra es tan rara que apenas existe. De todas estas doscientas cincuenta mil especies, sólo hacen la guerra una docena aproximadamente. Si alguna vez la Na­turaleza se dignara mirar a esa pequeña atrocidad que se llama hombre, sufriría tal conmoción que perdería el sen­tido.
»Y para terminar —concluyó el mago cerrando el discurso con un estilo más fácil—, y dejando a un lado la ética, ¿tiene acaso esa odiosa criatura alguna importancia ni si­quiera desde el punto de vista físico? ¿Crees que la Natura­leza se vería obligada a fijarse en él más que en el pulgón o en el pólipo coralino, a causa de los cambios que ha intro­ducido en la superficie de la tierra?

4
El rey, aturdido por tan prolongada demostración de retórica, dijo con mucha educación:
Pues claro que sí. Las cosas que hemos hecho nos confieren cierta importancia, ¿no?
¿Cómo? —preguntó en tono fiero su preceptor.
Bien, no es difícil. Por ejemplo, los edificios que he­mos construido sobre la tierra, y las ciudades, y los campos que ahora pueden ser cultivados...
El Gran Arrecife de Australia —observó Arquímedes mirando al techo— es una construcción de miles de kiló­metros de longitud y fue hecho por unos pólipos.
Pero eso no es más que un arrecife...
Merlín arrojó su sombrero al suelo, de la forma que solía hacerlo.
Pero ¿es que no puedes pensar de una forma imper­sonal? —preguntó—. El pólipo de coral tendría entonces el mismo derecho que tú a decirte que Londres no es más que una ciudad.
Aun así, si se pusieran una al lado de la otra a todas las ciudades del mundo...
Si tú traes todas las ciudades del mundo —dijo Ar­químedes—, yo traeré todas las islas y atolones de coral. Entonces haremos una comparación en serio, y ya veremos.
Bien, pues es posible que los pólipos de coral sean más importantes que los hombres, pero eso no es más que una sola especie...
Me parece que el Comité —dijo la cabra maliciosa­mente— tenía por algún lado una nota sobre los castores donde se decía que han construido mares y continentes...
Los pájaros —empezó Balin fingiendo una exagerada indiferencia—, transportando semillas en sus excrementos, han hecho bosques tan enormes que...
Y los conejos —interrumpió el erizo— estuvieron a punto de despoblar Australia...
Y qué me decís de los Foraminifera: las rocas blancas de Dover están hechas por sus cuerpos...
Las langostas...
Merlín levantó su mano:
Explicadle lo que es capaz de hacer una humilde lombriz de tierra —dijo majestuosamente.
Y entonces todos los animales se pusieron a recitar a la vez:
El naturalista Darwin ha señalado que existen unas cien mil lombrices en cada hectárea de tierra, que, solamen­te en Inglaterra, revuelven cada año trescientos veinte mil millones de toneladas de tierra, y que pueden ser encontra­das prácticamente en todas las regiones del planeta. En sólo treinta años llegan a alterar en una profundidad de quince centímetros toda la superficie de la tierra. Como muy bien dice el inmortal Gilbert White: «Sin las lombri­ces de tierra, el planeta no tardaría en enfriarse. Su superfi­cie se endurecería, dejaría de producirse la fermentación y, en consecuencia, la tierra se volvería estéril.»

5
A mí me parece —dijo el rey muy contento (porque estos asuntos tan elevados parecían llevarle muy lejos de Mordred y de Lanzarote, y muy lejos del lugar donde, como se dice en King Lear, la humanidad, como si estuviera constituida por monstruos del piélago, se ve forzada a de­vorarse a sí misma, para trasladarle a un mundo pacífico en el que la gente pensaba y charlaba y se quería sin padecer sufrimientos)—, a mí me parece que, si lo que decís es cierto, no estaría nada mal tratar de bajarles los humos a mis semejantes. Si se pudiera conseguir que se vieran a sí mismos como uno más entre otros mamíferos, quizá les resultara tonificante la novedad. Decidme las conclusiones a las que ha llegado el Comité; seguramente habréis discu­tido sobre el animal humano.
La primera dificultad que hemos encontrado es la del nombre.
¿Qué nombre?
Homo sapiens —explicó la culebra de agua—. Pron­to fue evidente que el adjetivo sapiens no servía. Pero lo más grave fue cuando tratamos de encontrar uno que pu­diera sustituirle.
¿Recuerdas —dijo Arquímedes— que una vez Merlín te explicó con qué razón se llamaba coelebs* a los pinzones? Un adjetivo adecuado debe describir, como éste, algu­na característica de la especie.
El primer adjetivo sugerido —dijo Merlín— fue na­turalmente el de ferox, dado que el hombre es el más feroz de todos los animales.
Es curioso que digas ferox: hace una hora estaba pen­sando precisamente en esa palabra. Pero estarás de acuerdo conmigo en que exageras al afirmar que es más feroz que un tigre.
¿Exagero?
Siempre me ha parecido que, en general, los hombres son seres decentes...
Merlín se quitó las gafas, suspiró profundamente, las limpió, volvió a ponérselas y examinó a su discípulo lleno de curiosidad: como si de un momento a otro pudieran cre­cerle unas orejas largas, blandas y peludas.
Trata de recordar lo que pasó la última vez que fuiste a dar un paseo —sugirió apaciblemente.
¿Un paseo?
Sí, un paseo por los caminos campestres de Inglate­rra. Llega el Homo sapiens, dispuesto a disfrutar del fresquito del atardecer. Imagínate la escena. En los matorrales canta un mirlo. ¿Acaso se queda callado y se aleja volando tras pronunciar una maldición? Qué va. Canta con más fuerza y va a colgarse al hombro del paseante. En el suelo, un conejo mordisquea la hierba. ¿Corre atemorizado hacia su madriguera? En absoluto. Se le acerca a saltitos. Y el ratón de campo, la culebra de agua, el zorro, el erizo y el tejón, ¿aceptan también su presencia, o se ocultan?
»¡Ninguno! —gritó de repente el viejo, estallando en un arrebato de antigua y especial indignación—. ¡No hay ningún animal de los que pueblan Inglaterra que no huya de la sombra del ser humano como alma que lleva el dia­blo! Ningún mamífero, ningún pez, ningún ave se queda cuando aparece el hombre. Desvía tu camino hasta llegar a la orilla del río, y todos los peces escaparán. No es fácil, créeme, ser temido por todos los seres existentes.
»Y no pienses —añadió rápidamente, dejando reposar su mano sobre la rodilla de Arturo—, no pienses que tam­bién huyen los unos de los otros. Porque si bajara por el sendero un zorro, seguramente el conejo huiría precipita­damente, pero tanto el pájaro que está en el árbol como los demás animales aceptarían su presencia. Si un halcón pla­neara por el lugar, el mirlo se encogería quizá de miedo, pero el zorro y los demás tolerarían su presencia. Sólo el hombre, sólo el más ferviente miembro de la Sociedad para la Invención de Tratamientos Crueles contra los Animales, sólo él es temido por todos los seres vivos.
Pero éstos no son animales salvajes. Un tigre, por ejemplo...
Merlín volvió a levantar su mano para imponer si­lencio.
Supongamos que das el paseo por una selva —dijo— si así lo prefieres. No hay tigre ni cobra ni elefante en África que no huya ante la presencia del hombre. Algunos tigres se vuelven locos a veces por un dolor de muelas, y entonces le atacan. También la cobra, si se siente acosada, luchará para defenderse. Pero si en un camino de la selva se encontraran un tigre cuerdo y un hombre cuerdo, sería el tigre el que se apartaría. Los únicos animales que no huyen del hombre son los que no le han visto nunca: las focas, los pingüinos, los dodos* y las ballenas de los mares árticos, y por esta razón todas estas especies se encuentran al borde de la extinción. Incluso las pocas criaturas que se alimentan del hombre, los mosquitos y las pulgas, viven aterradas y temen tanto a su anfitrión que siempre tienen que cuidar de no ponerse al alcance de sus manos.
»¡Qué rareza es el Homo ferox —continuó Merlín— en la Naturaleza: un animal capaz de matar por placer! No hay en esta sala ninguna otra criatura capaz de matar como no sea para procurarse alimento. El hombre finge indig­narse ante el comportamiento del alcaudón, que tiene su pequeña despensa de gusanos, etc., prendidos en los espi­nos, y sin embargo su propia despensa —siempre reple­ta— está además rodeada por criaturas tan encantadoras como la meditabunda ternera y ese animal de rostro inteli­gente y delicado, el cordero, que guarda con la exclusiva finalidad de sacrificarlas cuando están a punto de alcanzar la madurez para después devorarlas, con unos dientes que ni siquiera son los propios de un carnívoro. Deberías leer la carta de Lamb a Southey, ésa en la que habla de distrac­ciones tales como cocer topos vivos, torturar abejorros y gatos, acuchillar rayas, y pescar, esa forma de infligir into­lerables sufrimientos.
»El Homo ferox, Inventor de la Crueldad contra los Animales, es capaz de emprender la carísima cría de los faisanes para permitirse el gusto de matarlos; es capaz de tomarse el trabajo de enseñar a matar a otros animales; es capaz de quemar ratas vivas, como he visto hacer en Eriu, para que sus gritos intimiden a los demás roedores de la zona; es capaz de forzar voluntariamente la degeneración de los hígados de los patos a fin de obtener una comida sabrosa; es capaz de dejar ciego a un jilguero con una aguja para que cante más; es capaz de hervir vivas a las langostas y las gambas, sin hacer caso de sus agudos gritos; es capaz de hacer la guerra contra su propia especie y matar dieci­nueve millones de hombres cada cien años; es capaz de matar públicamente a sus semejantes cuando considera que son criminales; y ha sido capaz de inventar una forma de torturar a sus propios hijos con un palo, y de exportarlos a unos campos de concentración llamados Escuelas, en las que se puede aplicar la tortura por poderes...
»SÍ, tienes derecho a preguntar si es adecuado decir que el hombre es ferox, porque lo cierto es que este término, en el sentido que tiene cuando se aplica a la vida salvaje de los animales decentes, no puede ser aplicado correctamente a las criaturas humanas.
Dios mío —dijo el rey—. Me parece que exageras. Pero no era fácil apaciguar al viejo mago.
Creímos —dijo— que quizá nos equivocábamos al ca­lificarle de ferox, y entonces Arquímedes sugirió que sería más apropiado llamarle stultus** .
¿Stultus? Yo creía que éramos inteligentes.
En una de las horribles guerras que hubo cuando yo era joven —dijo el mago, aspirando profundamente— fue necesario proporcionar a los habitantes de Inglaterra unas cartillas que les daban derecho a los alimentos. Para poder comprar la comida era necesario rellenar previamente a mano las cartillas. Cada individuo tenía que escribir un número en un lado de la cartilla, su nombre en otro lado y el nombre del abastecedor en un tercero. Si no lograba rea­lizar estas tres hazañas intelectuales —escribir un número y dos nombres— no podía conseguir alimentos y corría el riesgo de morir de hambre. Su vida misma dependía de ello. Al final se comprobó que —me parece recordar— dos terceras partes de la población era incapaz de realizar lo que se le pedía sin equivocarse. ¡Y después viene la Iglesia católica y nos dice que esta gente tiene un alma inmortal!
¿Estás seguro de que los datos son correctos? —pre­guntó incrédulo el tejón.
El viejo tuvo la elegancia de sonrojarse.
No los anoté —dijo—, pero, si no en detalle, al me­nos son ciertos básicamente. Recuerdo claramente, por ejemplo, que en esa misma guerra encontraron a una mujer que, según pudo averiguarse posteriormente, no tenía pájaros, y sin embargo hacía cola para adquirir semillas para alimentarles.
Lo que has dicho —objetó Arturo— no demuestra gran cosa, aunque fueran en realidad incapaces de escribir bien esas tres cosas. Si hubieran sido miembros de cual­quier otra especie de animales no habrían podido escribir absolutamente nada.
Eso es muy fácil de rebatir —replicó el filósofo—. Basta decir que no hay ni un solo ser humano capaz de hacer un agujero en una bellota con su nariz.
No te entiendo.
Bien, el insecto que recibe el nombre de Balaninus elephas es capaz de agujerear bellotas con el método que he mencionado, y es incapaz de escribir. El hombre puede es­cribir y no puede agujerear bellotas. Cada uno tiene su pro­pia especialidad. Pero hay una diferencia muy importante entre los dos, y es que mientras que el Balaninus hace sus agujeros con gran eficacia, el hombre, como he podido de­mostrar, escribe sin ninguna eficacia. Por eso digo que, considerando a cada especie en sí misma, no hay ningún animal que sea tan ineficaz, tan stultus como el hombre. Ningún observador dotado de la más mínima sensibilidad hubiese esperado lo contrario. El hombre lleva tan poco tiempo viviendo en nuestro globo que no puede esperarse de él que haya podido llegar a la madurez.
El rey se dio cuenta de que empezaba a sentirse depri­mido.
¿Pensasteis muchos nombres más? —preguntó.
El tejón presentó una tercera sugerencia.
Al oírlo el feliz tejón agitó sus patas con satisfacción, repasó a todos los presentes desde el otro lado de sus grue­sas gafas y examinó sus largas uñas.
Impoliticus —dijo Merlín—. Homo Impoliticus. Re­cordarás que Aristóteles nos definió como animales políti­cos. El tejón sugirió que examináramos esta afirmación y, después de estudiar las formas políticas humanas, nos pare­ció que el único calificativo adecuado era impoliticus.
Continúa, si debes hacerlo.
Averiguamos que las ideas políticas del Homo ferox eran de dos clases: según la primera, los problemas pueden ser resueltos por la fuerza. La segunda decía que podían resolverse mediante la discusión. Los hombres-hormiga del futuro, que creen en la fuerza, consideran que para deter­minar que dos y dos son cuatro basta con dar una paliza a los que no están de acuerdo. Los demócratas, que son los que creen en la discusión, consideran que todos los hom­bres tienen derecho a su opinión, porque todos nacen igua­les: primera exclamación instintiva del hombre de poca ta­lla es: «Valgo tanto como tú.»
Si no se puede confiar ni en la fuerza ni en la discu­sión —dijo el rey—, no veo la solución por ningún lado.
Una cosa es la fuerza, otra la discusión y otra la opi­nión —dijo Merlín con absoluta sinceridad—, pero nada de eso equivale a pensar. La discusión no es más que una ex­hibición de fuerza mental, algo así como hacer esgrima con argumentos no para obtener la verdad, sino la victoria. Las opiniones son los callejones sin salida de los hombres pe­rezosos o estúpidos, de los que no son capaces de pensar. Si alguna vez apareciese algún político auténtico que pensara desapasionadamente y a fondo un tema, al final hasta el Homo stultus se vería obligado a aceptar sus soluciones. Las opiniones no resisten ante la verdad, que es mucho más fuerte. Actualmente, sin embargo, el Homo impoliti­cus se contenta discutiendo con opiniones o peleando con sus puños en lugar de buscar la verdad que está en su men­te. Tendrá que pasar un millón de años antes de que la gran masa de los hombres merezca el nombre de animal político.
Entonces, ¿qué somos actualmente?
Actualmente la raza humana se divide desde el punto de vista político de la siguiente forma: de cada cien hom­bres hay uno que es sabio, nueve bribones y noventa ton­tos. Este es un cálculo optimista. Los nueve bribones se reúnen bajo el estandarte del más bribón de todos ellos y se convierten en políticos. El sabio se queda a un lado porque sabe que está en una desesperada inferioridad numérica, y se dedica a la poesía, las matemáticas o la filosofía. Los noventa tontos, por su parte, avanzan pesadamente tras los estandartes de los nueve bribones que, según las modas, les conducen a los laberintos de la superchería, la malicia y la guerra. Mandar es agradable, observa Sancho Panza, aun­que sólo mandes a un rebaño de corderos; y éste es el mo­tivo por el que los políticos disfrutan levantando sus estan­dartes. Además, la vida de los corderos es igualmente mala sea cual sea el estandarte. Con la democracia, los nueve bribones se convierten en diputados; con el fascismo, se hacen líderes del partido; y con el comunismo, comisarios. Lo único que cambia es el nombre. Los tontos seguirán siendo tontos, los bribones seguirán siendo los líderes, y siempre se producirá el mismo resultado: la explotación. Por lo que respecta al sabio, su suerte será aproximada­mente la misma en cualquiera de los sistemas. Si vive en una democracia, le animarán a que se muera de hambre en una buhardilla; si lo hace en un país fascista, le meterán en un campo de concentración, mientras que en uno comunis­ta le liquidarán. He aquí una declaración, optimista pero en conjunto científicamente veraz, de las costumbres del Homo impoliticus.
Bueno, lo siento —dijo sombríamente el rey—. Pare­ce que lo mejor es que vaya a tirarme al río. Soy un caradu­ra, un ser insignificante, ferox, necio e impolítico. No pare­ce que valga la pena que sigamos existiendo.
Pero esta frase pareció entristecer mucho a los anima­les. Se levantaron todos a la vez, acudieron a su lado, le abanicaron y le ofrecieron de beber.
No —le dijeron—. En realidad no queríamos ser groseros. Tratábamos de ayudar. No te lo tomes tan a pe­cho. Estamos seguros de que hay muchos humanos que son sapiens y carecen de ferocidad. Te decíamos todo esto para sentar los cimientos que nos permitirán resolver más ade­lante vuestro rompecabezas. Venga, toma un vaso de madeira y no pienses más en ello. En realidad creemos que el hombre es una criatura maravillosa, la mejor.
Entonces se volvieron hacia Merlín con una expresión muy seria y le dijeron:
¡Mira lo que has hecho! ¡Ahí tienes las consecuencias de toda tu palabrería! El pobre rey se siente desgraciadísi­mo, y toda la culpa la tienes tú, que siempre tienes que descargar tu malhumor y exagerar.
Incluso anthropos, la definición griega —replicó Merlín—, es incorrecta. Quiere decir «El que mira hacia arriba». Pasada su adolescencia, el hombre casi nunca mira hacia arriba.

6
El nuevo Arturo, el cerrojo engrasado, fue rodeado de mimos hasta que por fin recuperó su buen humor; pero cometió inmediatamente un grave error, porque replanteó el tema una vez más.
De todos modos —dijo—, ¿no crees que los hombres tienen algunas cosas respetables, como sus afectos, su amor y su heroísmo y su paciencia?
La riña que acababa de recibir su preceptor no había bastado para intimidarle y aceptó encantado el desafío.
¿Supones que los otros animales —preguntó— no aman ni son heroicos o pacientes, o —algo todavía más importante— que carecen del sentido de la cooperación? La vida amorosa de los cuervos, el heroísmo de una manada de comadrejas, la paciencia de los pajarillos que cuidan a las crías del cuco, el amor y cooperación de las abejas, ¿no son acaso muestras mucho más perfectas de estas virtudes que las que jamás haya dado el ser humano?
Pero —preguntó el rey—, ¿es que el hombre no tie­ne ninguna característica digna de respeto?
Al oír esto el mago se ablandó un poco.
Creo —dijo— que es posible que exista una. La men­cionaré, por insignificante e infantil que pueda parecer, y a pesar de las elucubraciones de ese individuo que se llama Chalmers-Mitchell. Me refiero a la relación que tiene el hombre con sus animales domésticos. En algunas casas hay perros que no son útiles como cazadores ni como guardianes, y gatos que se niegan a cazar ratas, y sin embargo son tratados con tierno afecto por los humanos, pese a su inuti­lidad y a las molestias que llegan a causar. No puedo menos que creer que todo comercio amoroso —en el que el amor sea platónico en lugar de constituir una simple devolución de servicios prestados— es nótale de por sí. Una vez conocí a un asno que vivía en el mismo campo que un caballo del mismo sexo. Estaban estrechamente vinculados por el afec­to, a pesar de que ninguno de los dos podía beneficiar ade­cuadamente al otro. Me parece que este tipo de relación se da de forma bastante extendida entre el Homo ferox y sus perros. Pero también se da entre las hormigas, y por ello tampoco debemos darle demasiada importancia.
Parásitos —observó maliciosamente la cabra.
Al oírla, Cavall se levantó del regazo de su dueño y él y el nuevo rey avanzaron ceremoniosamente hacia la cabra. Cavall habló en el lenguaje humano por primera y última vez en su larga vida, al unísono con su dueño. Su voz sonó como la de un teutón que hablara por una trompeta.
¿Parásitos has dicho? —preguntaron—. Dilo otra vez, dilo y te daremos un buen puñetazo en la cabeza.
La cabra les miró con una sonrisa, pero se negó a pe­lear:
Si me dierais un puñetazo en la cabeza —dijo—, os quedaríais con los nudillos doloridos. Además, retiro lo dicho.
Volvieron a sentarse. El rey se felicitó porque ahora tenía al menos un consuelo. Evidentemente, Cavall pensaba lo mismo porque le lamió la nariz.
Lo que no logro comprender —dijo Arturo— es por qué os habéis tomado tanto trabajo pensando sobre el hombre y sus problemas y reuniéndoos en Comité para dis­cutirlo, si el único detalle respetable que tiene es su forma de tratar a algunos animales domésticos. ¿Por qué no dejáis simplemente que se extinga sin armar tanto revuelo?
Aquello planteó un problema a los miembros del Comi­té, que se quedaron muy quietos, pensando, ocultos los ros­tros tras las pantallas de caoba que les resguardaban del calor directo del fuego, y contemplando las llamas inverti­das que se formaban en el ahumado marrón del madeira.
Porque te queremos, rey, porque te queremos —dijo al final Arquímedes.
En toda su vida no le habían dicho ningún cumplido tan maravilloso.
Porque todavía eres un ser joven —dijo la cabra—. Cuando ves a una criatura joven e indefensa, instintiva­mente sientes deseos de ayudarla.
Porque ayudar es bueno —dijo T. natrix.
En la humanidad hay algo importante —dijo Ba­lín—, aunque en este momento me siento incapaz de expli­car qué es.
Porque —dijo Merlín— uno disfruta dándole vueltas a las cosas, jugando con las posibilidades.
El erizo fue quien dio la mejor respuesta a la pregunta del rey. Lo que dijo fue, simplemente:
¿Y por qué íbamos a dejarle?
Entonces se quedaron todos en silencio, meditando con la mirada fija en las llamas.
Es posible que la imagen de los humanos que he pin­tado sea oscura —dijo Merlín dubitativamente—; no muy oscura, aunque quizá hubiera podido ser un poquito más brillante. Lo hice porque quería que entendieras la necesi­dad de mirar a los animales. No quería que creyeras que el hombre es demasiado importante para rebajarse a tal acti­tud. He tenido una larga experiencia con la raza humana, y a lo largo de ella he aprendido que es imposible conseguir que los hombres aprendan algo a no ser que se lo macha­ques una y otra vez.
Lo que quieres es que averigüe algo, que lo aprenda de los animales.
Sí. Por fin estamos llegando a la cuestión por la que te hemos traído aquí. Hay dos criaturas que no me acordé de enseñarte cuando eras un muchacho, y, a no ser que las veas ahora, no podremos seguir avanzando.
Haré lo que quieras.
Se trata de la Hormiga y del Ganso Salvaje. Quere­mos que les conozcas esta noche. Naturalmente, sólo verás a una especie de hormiga, aunque hay cientos; pero quere­mos que veas particularmente a ésta.
Muy bien —dijo el rey—. Estoy dispuesto.
¿Tienes a mano el encantamiento de la Sanguínea, tejón?
El pobre animal empezó a buscar, revolviendo todo lo que había en su silla y a su alrededor. Levantó la tapicería, alzó un extremo de la alfombra y revisó unos papelitos en los que había frases escritas con la letra de Merlín en todas direcciones.
El título del primer papelito decía Más Hybris Victoriana. El texto decía: «El doctor Juan de Gaddesden, médico de la corte del rey Eduardo II, dijo que había logrado curar la viruela del hijo del rey envolviendo al paciente en un paño rojo, poniendo cortinas rojas ante las ventanas y cui­dando de que todas las telas que había en la habitación fueran rojas. Esto provocó una carcajada muy victoriana a expensas de la supuesta simplicidad medieval, hasta que el doctor Finsen de Copenhague descubrió en el siglo XX que la luz roja y la luz infrarroja afectan realmente las pústulas de la viruela hasta el punto de contribuir incluso a su cu­ración.»
El siguiente papelito decía brevemente: «Dos rosas para Golden Miller.»
El tercero, fuertemente impregnado del aroma de «Quelques Fleurs» y escrito en una letra que no era la de Merlín, decía: «En el monumento de la reina Felipa de Charing Cross, a las siete y media, bajo la aguja.» En la parte de abajo había montones de besos y, en la otra cara, Merlín había escrito algunas notas para un poema que de­bían enviar a la remitente. Las notas decían: «¿Tonterías? ¿Coué? ¿Chopsuey?* » El poema, que empezaba


Cooee
Nimue

estaba tachado.
Otro papelito llevaba por título: «Arrogancia victoriana frente a las demás razas, los propios antepasados, los ani­males, etc.» La nota decía: «El coronel Wood-Martin, el Anticuario, observaba con sorna en 1895 que una de las razas más depravadas, la de los tasmanios —actualmente extinguida—, creía que las piedras, especialmente algunas clases de cristales de cuarzo, podían ser utilizadas como médiums o medios de comunicación... con personas vivas que se encontraban en lugares lejanos.» Pocos años después de la redacción de esta frase se importó al hemisferio occi­dental la telegrafía sin hilos. Prefiero conjeturar que esta gente depravada se había adelantado un millón de años al coronel en su mismo camino, y que llegaron a extinguirse debido a su vicio de escuchar constantemente música swing con sus cristales de cuarzo.
Aquí está —dijo el tejón—. Creo que ya lo tengo.
El tejón entregó a Merlín un papelito en el que estaban escritas estas palabras: Formica est exemplo magni laboris* .
Pero no fue eficaz.
Por fin se ordenó a todo el mundo que se pusiera en pie, buscara por su silla, se mirase los bolsillos, etc. El eri­zo, mostrando un pedazo de papel estropeado y cubierto de barro y hojas aplastadas sobre el que había estado sentado, preguntó:
¿Es éste?
Después de rasparlo, sacudirlo y desempolvarlo, fue po­sible leer su texto, que decía: «Nágarah, agimroh al a ev», y Merlín dijo que era el que necesitaba.
Entonces sacaron del congelador un par de nidos de hormigas que fueron colocados sobre una mesa en el centro de la habitación, y los animales se sentaron a mirar, porque el interior de los nidos se veía a través de unos cristales rojos. Merlín ordenó a Arturo que se sentara en la mesa al lado del nido más grande, dibujó el encantamiento y des­pués lo pronunció solemnemente.

7
Le pareció que resultaba extraño volver a visitar a los animales a su edad. «A lo mejor —pensó con cierta ver­güenza— en esta mi segunda infancia tengo tendencia a soñar. Quizá chocheo.»
Pero aquello le hizo recordar con toda frescura su pri­mera infancia, los tiempos felices en que se dedicaba a na­dar en los fosos o a volar con Arquímedes, y comprendió que había perdido una de las cualidades que tenía entonces, la capacidad de maravillarse. En su infancia sus alegrías eran indiscriminadas. Su atención —o su sentido de la be­lleza, o comoquiera que se llamase— se veía atraída fortui­tamente por cualquier cosa. Una vez, mientras Arquímedes le daba una conferencia sobre el vuelo de los pájaros, él se perdió admirando el dibujo del pelo de una rata sujeta por las garras del búho. En otra ocasión, mientras el gran Merlín le dirigía un discurso sobre la dictadura, él no se fijó en nada más que en los dientes del mago y permaneció absor­to estudiándolos en pleno éxtasis ante la magnitud de aque­lla experiencia.
Por mucho que Merlín hubiera restaurado su cerebro, esta capacidad de maravillarse le había abandonado. A cambio, aparecía otra facultad, al parecer, la de discernir. Ahora hubiera prestado atención a las palabras de Arquí­medes o del señor Merlín, en lugar de fijarse en el pelo gris o en el amarillo de los dientes. No se sentía orgulloso del cambio experimentado.
El viejo bostezó. Porque las hormigas bostezan, y también se estiran, igual que los hombres, después de dormir. Y después de bostezar se concentró todo lo que pudo a fin de entregarse a su tarea de observación. No le gustaba ser una hormiga. En los viejos tiempos se hubiera sentido em­bargado de placer de haber tenido esa posibilidad, pero ahora lo único que hacía era decirse: «Bien, es un trabajo que hay que hacer. ¿Por dónde empezar?»
Los nidos habían sido construidos disponiendo una fina capa de tierra, de menos de un centímetro de espesor, so­bre unas mesitas parecidas a unos escabeles. Sobre la capa de tierra Merlín había colocado un cristal cubierto a su vez por una tela que proporcionaba la oscuridad necesaria para la zona de los criaderos. Si se quitaba la tela se podían ver los nidos a modo de corte transversal. Al otro lado del cris­tal se veían los lugares en que las hormigas adultas cuida­ban a las crisálidas, como si se tratara de un invernadero con un techo transparente.
Los nidos propiamente dichos estaban al otro extremo de los escabeles y el cristal sólo cubría la mitad de las gale­rías. Delante había unas pistas de tierra al aire libre que iban a parar a unos cristales de reloj en los que se deposi­taba el almíbar con que se alimentaban las hormigas. Los dos nidos estaban incomunicados. Los escabeles estaban uno al lado del otro, pero un poco separados, y sus patas estaban metidas dentro de unos platillos.
Naturalmente, el rey no lo veía así en aquel momento. El lugar en que se encontraba le daba más bien la sensación de ser un gran campo de cantos rodados al final del cual había una fortaleza de poca altura. Se entraba en la fortale­za a través de unos túneles y, sobre cada uno de ellos, había un cartel que decía:

NUEVA ORDEN:
TODO LO QUE NO ESTÁ PROHIBIDO ES OBLI­GATORIO

Leyó el cartel y al hacerlo tuvo una sensación desagra­dable, pese a no acabar de captar el significado. Entonces pensó para sí: «Me daré una vuelta antes de entrar.» Por alguna razón poco clara, el cartel le había quitado todas las ganas de entrar, al dar a los toscos túneles un aspecto si­niestro.
Agitó cuidadosamente sus antenas mientras pensaba en la frase del cartel y simultáneamente tomó conciencia de sus nuevos órganos sensoriales y pisó fuerte el suelo con sus patas como si tratara de afirmarse en aquel nuevo mundo. Se limpió las antenas con las patas anteriores, con unos movimientos semejantes a los de un malvado de cuento Victoriano retorciendo sus bigotes. Entonces tomó conciencia de algo que desde el principio estaba esperando ser tenido en cuenta: que había en su cabeza unos sonidos articulados. Se trataba de unos ruidos o de un complicado olor, y no encontramos manera más fácil de explicarlo que decir que era como estar oyendo una emisión de radio. En­traba en él a través de sus antenas, como si fuera mú­sica.
Aquella música seguía un ritmo monótono, era como una pulsación, y su letra decía cosas como Duna-una-luna, o Mami-mami-mami-mami, o Azul-tul, o Amor-dolor. Al principio le gustaron, sobre todo la que decía Cariño-armiño-corpiño, hasta que comprobó que eran siempre las mismas. En cuanto terminaba la serie, volvían a repetirse todas en el mismo orden. Al cabo de una hora o dos de oírlas sentina deseos de gritar.
Había también una voz en su cabeza. Hablaba durante las pausas de la música, y parecía dar instrucciones: «Todos los individuos de dos días deben ser trasladados a la Nave Oeste», decía una voz; «La número 210397/WD debe pre­sentarse en la patrulla del almíbar para sustituir a la 333105/WD, que se ha caído del nido.» Era una voz encan­tadora y pastosa pero parecía impersonal, como si su encanto hubiera sido perfeccionado tan laboriosamente como un número circense. Era una voz muerta.
El rey, aunque quizá ahora deberíamos decir la hormi­ga, se alejó de la fortaleza en cuanto se sintió dispuesto a caminar. Empezó inspeccionando el desierto de piedras, algo intranquilo, poco animado a visitar el lugar del que procedían las órdenes pero al mismo tiempo aburrido ante lo reducido de la vista que podía dominar. Entre los cantos rodados había unos caminos, unas pistas serpenteantes a la vez útiles e inútiles, que conducían al punto donde estaba el almíbar y también en otras direcciones que él no conseguía comprender. Uno de estos últimos caminos terminaba ante un agujero natural que había bajo un grueso terrón. En el agujero encontró dos hormigas muertas que también le dieron la sensación de utilidad inútil porque habían sido colocadas allí de forma muy aseada, pero al mismo tiempo muy desaseada, como si las hubiera llevado hasta aquel lu­gar una persona muy ordenada que, sin embargo, al llegar allí hubiera olvidado el motivo de su acción. Estaban arro­lladas y no parecía que estuvieran alegres ni tristes por haber muerto. Estaban allí, simplemente, como un par de sillas.
Mientras estaba mirando a los dos cadáveres llegó una hormiga viva por el camino. Arrastraba un tercer cadáver.
¡Salve, Sanguínea! —dijo.
El rey dijo «Salve», mostrándose muy educado.
Vistas las cosas desde cierto punto de vista —del cual él no sabía nada—, tenía suerte. Merlín se había acordado de darle el olor adecuado para aquel nido concreto. Porque si hubiera tenido el olor particular de cualquier otro nido, le hubieran matado al instante. Si la señorita Edith Cavell hubiera sido una hormiga, en su pedestal hubieran escrito: EL OLOR NO BASTA.
La nueva hormiga dejó su cadáver distraídamente y empezó a arrastrar a las otras dos en varias direcciones. No parecía saber dónde ponerlas; o, mejor dicho, sabía que de­bía disponerlas de cierto modo, pero no conseguía imaginar cómo hacer para lograrlo. Era como si un hombre que tiene en una mano una taza de té y en la otra un bocadillo quisie­ra encender un pitillo con una cerilla y, en lugar de inven­tar la idea de dejar taza y bocadillo antes de coger pitillo y cerilla, dejara primero el bocadillo y cogiera la cerilla, deja­ra entonces la cerilla para coger el pitillo, dejara el pitillo y cogiera el bocadillo, dejara la taza y cogiera el pitillo, hasta dejar por fin el bocadillo para coger el pitillo. Así actuaba esta hormiga que parecía más dispuesta a confiar en una serie de accidentes que en la reflexión a la hora de lograr su objetivo. Era paciente, y no pensaba. Después de dejar a las tres hormigas muertas en varias posiciones, lo lógico era que al final quedaran debidamente ordenadas bajo el te­rrón. Y esto era todo lo que tenía que hacer.
El rey contempló todas estas actividades al principio sorprendido, después contrariado y al final con una profun­da aversión por aquel modo de actuar. Estuvo a punto de preguntarle a la hormiga por qué no pensaba las cosas an­tes de hacerlas; sentía ese fastidio que se suele sentir cuando se ve hacer algo mal hecho. Después sintió deseos de hacer­le algunas preguntas más, por ejemplo: «¿Te gusta ser se­pulturera?», «¿Eres una esclava?», e incluso «¿Eres feliz?»
Pero lo extraordinario fue que no pudo hacer preguntas como aquéllas. Para ello hubiera tenido que traducirlas al lenguaje de las hormigas por medio de sus antenas. Pero cuando trató de hacerlo descubrió con desesperación que no había palabras en ese lenguaje para la mitad de las cosas que quería decir. No había palabras para decir felicidad, libertad o gustar, y tampoco había términos que expresaran lo opuesto. Se sintió como un mudo que tratara de gritar «¡Fuego!». Lo más cerca que llegaba aquel lenguaje a «Bien» o «Mal» era con los términos «Regular» e «Irre­gular».
La hormiga terminó por fin de desplazar los cadáveres de un lado para otro y se dio la vuelta para irse por el camino por donde había llegado dejándolos en un orden francamente desordenado. Entonces vio que Arturo estaba cruzado en su paso, se detuvo y se puso a agitar sus antenas como si fuera un tanque. Con aquella cara inexpresiva y amenazadora como un yelmo, y sus pelos, y aquellas cosas que parecían espuelas en cada una de las articulaciones de sus patas, a lo que en realidad se parecía era a un caballero enfundado en su armadura y a lomos de un caballo guarne­cido para el combate; o, mejor, a una combinación de los dos: un centauro peludo con una armadura completa.
Salve, Sanguínea —dijo otra vez.
Salve.
¿Qué haces?
El rey respondió sincera pero imprudentemente:
Nada.
Aquello dejó a la hormiga desconcertada durante varios segundos, igual que se quedaría un profano si Einstein le explicara sus ideas más recientes sobre el espacio. Después extendió las doce articulaciones de su antena y habló por medio de ella hacia un punto lejano.
«105978/UDC informando desde la zona cinco. Hay una hormiga loca en la zona cinco. Cambio.»
La palabra que utilizó para decir loca era Irregular. Pos­teriormente el rey acabaría por enterarse de que el lenguaje de las hormigas sólo tenía dos posibilidades clasificatorias —Regular e Irregular— para todos los temas en los que entrara en juego el juicio de valor. Si el almíbar que Merlín les dejaba como alimento era dulce decían que era un almí­bar Regular; si se confundía y les echaba un producto co­rrosivo, entonces era almíbar Irregular. Y ahí se acababan las posibilidades. También bastaba la palabra Regular como calificativo para las lunas, mamis, etc., de las emisiones que recibían por sus antenas constantemente.
Pero ahora la emisión se cortó un momento y la voz pastosa dijo:
«Cuartel general a 105978/UDC. ¿Qué número tiene la hormiga loca? Cambio.»
¿Cuál es tu número? —le preguntó la hormiga.
No lo sé.
Una vez transmitida la noticia al cuartel general, éste envió un mensaje pidiendo que la hormiga anónima expli­cara quién era. La hormiga se lo pidió, utilizando las mis­mas palabras que el cuartel general y la misma voz pastosa. Aquello le hizo sentirse incómodo y furioso, dos emociones que le molestaban siempre.
Sí —dijo con sarcasmo aprovechando que la pobre criatura que tenía enfrente era incapaz de captar un matiz así—. Me he caído y no consigo recordar nada.
«Informa 105978/UDC. La hormiga Irregular padece conmoción tras haberse caído del nido. Cambio.»
Cuartel General a 105978/UDC. El número de la hormiga Irregular es 42436/WD. Esta mañana se cayó del nido cuando trabajaba en la patrulla del almíbar. Si se en­cuentra en condiciones de reanudar su tarea... —toda esta última operación era, en el lenguaje de las hormigas, mu­cho más simple, porque se reducía al término Regular, al igual que todas las otras cosas que no eran Irregulares; pero dejemos ya a un lado esta cuestión del lenguaje—. Si se encuentra en condiciones de reanudar su tarea, dé a la hormiga 42436/WD instrucciones a fin de que pueda in­corporarse de nuevo a la patrulla del almíbar. Una vez allí debe ocupar el puesto de la hormiga 210021/WD, que ha sido enviada a la zona para sustituirla. Cambio.»
¿Entiendes? —preguntó la hormiga.
Al parecer había tenido una idea perfecta cuando se le ocu­rrió decir que se había caído; de vez en cuando alguna hormi­ga caía y Merlín, si se daba cuenta, le ponía el lápiz delante y después de que hubiera subido a él, la devolvía a su mundo.
La sepulturera dejó de prestarle atención y se fue, arras­trándose por el camino de antes en busca de otro cadáver o lo que fuera que tenía que ser enterrado.
Arturo se fue en dirección opuesta, hacia donde se en­contraba la patrulla del almíbar. Por el camino trató de aprenderse de memoria su número y el de la hormiga que tenía que ser sustituida por él.

8
Las hormigas que integraban la patrulla del almíbar es­taban absolutamente quietas en torno al cristal de reloj, como un círculo de adoradores. El rey se acercó al grupo y anunció que 210021/WD debía regresar al nido. Después se puso en el círculo y empezó a comer como las demás hormigas aquel néctar dulzón. Al principio le gustó muchí­simo y lo hizo con glotonería, pero, al cabo de pocos se­gundos, empezó a encontrar muy poco satisfactorio aquel manjar. No entendía por qué. Comió mucho, copiando la actitud del resto de los miembros de la patrulla, pero era como comer un banquete de nada, o como una de esas ce­nas que se representan en los escenarios. En cierto sentido era como una pesadilla en la que se veía obligado a comer enormes cantidades de masilla sin que hubiera forma de dejar de hacerlo.
Había idas y venidas en torno al cristal. Las hormigas que habían llenado su buche hasta el borde regresaban a la fortaleza para ser sustituidas por otras que llegaban en procesión desde aquel mismo lugar. No aparecían nuevas hormigas, sin embargo, puesto que siempre era el mismo grupo de doce el que formaba las filas que se iban y regre­saban. Todas ellas se pasarían su vida entera haciendo aquello mismo.
Repentinamente comprendió que lo que comía no le entraba en el estómago. Sólo había penetrado hasta él una pequeñísima ración al principio de todo; después, la gran masa de alimento ingerido se iba almacenando en algo pa­recido a un estómago superior o buche, del que la comida podía ser vuelta a sacar. Al mismo tiempo se dio cuenta de que cuando se dirigiera hacia la fortaleza con las hormigas que caminaban en dirección oeste, lo haría para descargar el almíbar que ahora almacenaba en una despensa o algo parecido.
Los miembros de la patrulla se dedicaban a charlar mientras trabajaban. De entrada le pareció que eso era una buena señal y prestó atención tratando de captar lo que decían.
¡Oye! —dijo una de ellas—. Ya suena otra vez Mami-mami-mami-mami. Creo que la canción Mami-mami-mami-mami es preciosa (Regular). Tiene mucha clase (Regular).
Creo —decía otra— que nuestra querida Líder es ma­ravillosa, ¿no te parece? Dicen que en la última guerra re­cibió trescientos aguijonazos, y que fue entonces cuando le dieron la Gran Cruz del Valor.
¡Qué suerte tenemos de ser de raza Sanguínea!, ¿no? Sería horroroso ser una de esas asquerosas Formicae fuscae...
Pues la 310099/WD se comportó horriblemente cuando se negó a regurgitar su almíbar cuando debía. La ejecutaron inmediatamente, claro, por una orden especial de nuestra querida Líder.
¡Oye! Ya suena otra vez Mami-mami-mami-mami. Creo que...
El rey se alejó hacia el nido con el buche repleto mien­tras ellas volvían a tomar la conversación por el principio, igual que antes, porque no podían hablar de noticias, ni escándalos, ni nada. Nunca les ocurrían cosas inesperadas. Incluso las frases que comentaban las ejecuciones eran simples fórmulas en las que lo único que variaba era el número de la hormiga castigada. Después de dejar el tema de Mami-mami-mami-mami pasaban a nuestra querida Líder y después hablaban de las asquerosas fuscae y de la última ejecución. La conversación giraba en círculo. Y hasta todos los «querida», «maravilloso», «afortunada» y demás eran siempre Regular, mientras que cada vez que trataba de algo horrible u horroroso se contentaban con su Irre­gular.
El rey comprobó que se encontraba en el amplio vestí­bulo de la fortaleza, donde cientos y cientos de hormigas lamían o alimentaban a las crías, trasladaban gusanos por las galerías para mantener la temperatura adecuada y abrían o cerraban los agujeros de ventilación. En medio estaba muy satisfecha la hormiga Líder, que iba poniendo huevos, cuidaba de las emisiones, daba instrucciones y or­denaba ejecuciones, rodeada constantemente por un mar de adulación. (Posteriormente Merlín le explicó que el método de sucesión de las líderes era diferente en cada especie de hormigas. Por ejemplo, entre las Bothriomyrmex, la ambi­ciosa fundadora de un Nuevo Orden invadía un nido de Tapinoma y saltaba encima de la tirana reinante. Mientras se encontraba allí, protegida por el olor de su anfitriona, le serraba lentamente la cabeza, y así acababa por conseguir el derecho al liderazgo.)
Al final resultó que no había una despensa para la des­carga del almíbar que había almacenado, sino que tenía que acudir a las llamadas de las hormigas que trabajaban dentro del nido, como si fuera un camarero-robot. Cuando una de ellas quería comida, le detenían, él abría su boca y comían de ella. No le trataban como si fuera una persona y, por otro lado, todas ellas eran también impersonales. Era un camarero-robot que servía los alimentos a unos comensales-robot. Ni siquiera su estómago era suyo.
Pero no deberíamos hablar con demasiados detalles de estas hormigas: son un tema desagradable. El rey vivió en­tre ellas pacientemente, de acuerdo con sus costumbres, y trató de aprender el máximo posible. Pero no podía hacerles preguntas. No solamente su lenguaje carecía de las pa­labras que más le interesaban a él, de modo que era impo­sible preguntarles si creían en la vida, en la Libertad y en la Búsqueda de la Felicidad, sino que además era peligroso hasta limitarse a hacerles preguntas. Para ellas una pregun­ta era signo de locura: sus vidas no eran cuestionables por­que eran dictadas desde arriba. Se arrastró desde el nido hasta el almíbar y otra vez al nido, exclamó que la canción Mami era encantadora, abrió sus mandíbulas para regurgi­tar y trató de comprender lo mejor que pudo aquella vida. Había llegado a un momento en que la monotonía es­taba a punto de hacerle chillar, cuando descendió desde las nubes una mano enorme que sostenía una paja. La mano colocó la paja entre los dos nidos, que hasta entonces ha­bían estado separados, y de esta forma quedaron unidos por un puente. Después la mano se retiró.

9
Más tarde, ese mismo día, una hormiga negra apareció por el nuevo puente. Era una de las desdichadas fuscae, una raza humilde que sólo lucha en defensa propia. Una de las sepultureras la encontró y la asesinó.
Cuando se supo esta noticia, y las espías determinaron que en el nido de las fuscae también había un vaso de almí­bar, las emisiones cambiaron.
En lugar de Mami-mami-mami-mami empezó a oírse Lo Primero Es La Patria, y la serie de órdenes fue reempla­zada por unas conferencias sobre la guerra, el patriotismo y la situación económica. La voz pastosa anunció que su que­rido país estaba siendo rodeado por una horda de asquero­sas fuscae. Después sonó una canción:

Cuando la sangre de fusca empapa la lanza
Nuestra raza avanza.

También explicaba que la Hormiga Padre había orde­nado, con su inescrutable sabiduría, que las hormigas ne­gras deberían ser esclavas de las rojas por toda la eternidad. La voz explicó que en aquel momento la patria carecía de esclavos, y era necesario remediar tan desgraciada situación para que la raza superior no pereciera. En una tercera de­claración, la voz dijo que las propiedades nacionales de las Sanguíneas estaban siendo amenazadas: las hormigas negras querían robarles su almíbar, secuestrar a los escaraba­jos que tenían como animales domésticos y reducirlas a morir de hambre. El rey escuchó muy atentamente dos con­ferencias y pudo recordarlas de memoria después.
La primera estaba organizada del siguiente modo:
A. Somos tan numerosas que padecemos hambre.
B. En consecuencia, en lugar de reducir la población debemos aumentarla a fin de ser más numerosas y pasar más hambre.
C. Siendo tan numerosas y pasando tanta hambre, es evidente que tenemos derecho a utilizar el almíbar de los otros. Además, para entonces tendremos ya un ejército numeroso y hambriento.
Solamente después de haber sido puesto en práctica este pensamiento y triplicada la producción de los criaderos —Merlín siguió abasteciéndolas diariamente con generosas cantidades de almíbar que satisfacían sus necesidades; hay que admitir que las naciones hambrientas no parecen ser nunca lo bastante pobres para no tener un armamento mu­cho más caro que las demás—, empezó a emitirse el segun­do tipo de conferencia.
Esta vez el silogismo seguía estas líneas:
A. Somos más numerosas que ellas y tenemos, por tanto, derecho a su almíbar.
B. Ellas son más numerosas que nosotras e intentan, por tanto, robarnos nuestro almíbar.
C. Somos una raza poderosa y tenemos derecho natu­ral a subyugar a la suya, que es débil.
D. Ellas son de una raza poderosa e intentan contra lo que dicta la Naturaleza subyugar a la nuestra, que es in­ofensiva.
E. Debemos atacar en defensa propia.
F. Al defenderse, ellas nos están atacando.
G. Si no las atacamos nosotras hoy, ellas nos atacarán mañana.
H. Además, nosotras no las atacamos: les estamos ofreciendo ventajas incalculables.
Después de este segundo tipo de discurso, comenzaron los oficios religiosos. El rito, según pudo descubrir el rey, era originario de un pasado fabuloso tan antiguo que no pudo encontrarle fecha. En aquella época remota las hor­migas no practicaban todavía el socialismo. Las hormigas eran todavía como los hombres, y algunas de ellas eran terribles.
Uno de los salmos que se recitaban durante los oficios, y que empezaba, salvando las distancias entre el lenguaje del original y éste, con las conocidas palabras: «La tierra pertenece a la Espada; todo lo que está al alcance del bom­bardero es de los que bombardean», terminaba con frases terribles: «¡Reventad, Puertas, estallad, Puertas Eternas, para que pueda entrar el Rey de los Reaccionarios! ¿Quién es el Rey de los Reaccionarios? Precisamente el Rey de los Fantasmas: ése es el Rey de los Reaccionarios.»
Resultaba especialmente característico que las hormigas corrientes no se sintieran exaltadas por las canciones ni interesadas por las conferencias. Lo aceptaban todo como si fuera algo natural y evidente. Para ellas todo aquello eran simples ritos, iguales que los ritos de las canciones Mami-mami o las conversaciones sobre su querida Líder. Nada de todo aquello les parecía bueno o malo, emocionante, racio­nal o terrible; eran cosas por las que no tenían que preocu­parse o pensar. Eran cosas del tipo Regular.
Bien, llegó el momento de la guerra esclavista. Se ha­bían realizado todos los preparativos, todos los soldados fueron sometidos a una intensa campaña de instrucción, todas las paredes del nido fueron adornadas con frases propagandísticas del estilo de ¿Aguijones o almíbar? y Juro por ti, olor mío, y el rey se había sumido en la desesperan­za. Le parecía que nunca había estado entre criaturas tan horribles, con la excepción de los años vividos entre los humanos, y empezaba a sentirse mareado de tanto asco como sentía. Las voces que repetían lo mismo constante­mente y no podía dejar de oír, la ausencia de toda intimi­dad, ya que mientras unas comían de su estómago otras insistían en cantar en su cabeza, el terrible vacío que ocu­paba el lugar de los sentimientos, la desaparición de todos los valores menos dos, la monotonía que era peor incluso que la cruel maldad, todo aquello había acabado por matar la alegría de vivir que Merlín había conseguido regalarle a primera hora de la noche. Volvía a sentirse tan desgraciado como cuando el mago le encontró sollozando sobre el pape­leo del día. Y ahora que el Ejército Rojo marchaba por fin hacia la guerra se puso en medio de la paja que hacía de puente, dispuesto, como una criatura enajenada, a impedir aun a costa de su vida el avance militar.

10
Dios mío —dijo Merlín mientras secaba con un pa­ñuelo las gotas de sudor que cubrían su frente—, eres ver­daderamente hábil para meterte en líos. ¡Unos segundos difíciles!
Los animales miraron con ansiedad al rey tratando de comprobar si tenía algún hueso roto.
¿Estás bien?
Perfectamente.
Descubrieron que lo que sí estaba era furiosísimo. Has­ta le temblaban las manos de rabia.
¡Qué bestias! —exclamó—. ¡Qué bestias!
Son muy poco atractivas.
No hubiera sido tan grave —estalló el rey— si hu­bieran sido simplemente malvadas. No hubiera sido tan grave si su maldad hubiera obedecido a alguna razón o hu­biera sido una forma de diversión. Pero lo eran sin saberlo, sin haber querido serlo. Eran..., eran... ¡Ni siquiera eran!
Siéntate —dijo el tejón— y descansa un poco.
¡Qué criaturas tan horribles! Era como hablar con minerales capaces de moverse, como hablar con estatuas o con máquinas. Si decías algo adecuado a su organismo, fun­cionaba; si no lo era, no funcionaba, se quedaban comple­tamente quietas, inexpresivas. ¡Oh, Merlín, qué horrible! Eran muertos capaces de caminar. ¿Cuándo murieron? ¿Tuvieron alguna vez sentimientos? Ahora no los tienen.
Son como esa puerta del cuento que se abre al decir «Sé­samo». Me parece que sólo sabían unas doce palabras o serie de palabras. Si un hombre tuviera conocimiento de esas palabras podría obligarles a hacer todas las cosas de las que son capaces, y después... Después tendría que imponer­les hacer lo mismo otra vez. ¡Una y otra vez! Era como estar en el Infierno. Con la diferencia de que ninguna de ellas había estado en él. Ninguna de ellas sabía nada. ¿Hay acaso algo más terrible que el movimiento continuo, que el hacer y deshacer sin motivo, sin conciencia, sin cambio y sin fin?
Las hormigas son el Movimiento Continuo —dijo Merlín—, imagino. Nunca lo había pensado.
Lo peor de todo es que eran como seres humanos; es decir, no eran humanas, sino como los humanos. Una mala copia.
Esto no es nada sorprendente. En un pasado remotí­simo las hormigas adoptaron la línea política con la que actualmente coquetea el hombre. Ellas perfeccionaron este sistema hace treinta millones de años, de forma que no había posibilidad de desarrollarlo más, y es por esto que desde entonces su sistema permanece estacionario. En las hormigas la evolución terminó unos treinta millones de años antes del nacimiento de Cristo. Son un estado comu­nista perfecto.
Al llegar aquí Merlín levantó devotamente sus ojos ha­cia el techo y comentó:
Es posible que mi viejo amigo Marx fuera un econo­mista de primera clase, pero era francamente malo en ma­teria de historia natural.
El tejón, que siempre tenía una visión favorable de todo el mundo, hasta de Karl Marx (que, por cierto, supo orga­nizar sus datos con tanta lucidez como el tejón), dijo:
No me parece que le hayas hecho justicia al verdade­ro comunismo. Yo creía que las hormigas se parecen más a los fascistas de Mordred que a los comunistas de John Ball...* .
Lo uno es una fase de lo otro. En estado de perfec­ción son iguales.
Sin embargo, en un mundo auténticamente comu­nista...
Servidle vino al rey —dijo Merlín—. Erizo, ¿en qué estás pensando?
El erizo se apresuró a buscar la jarra y volvió con ella y un vaso. Acercó su húmedo hocico a la oreja del rey, respi­ró con fuerza junto a ella con un aliento que olía a cebolla y susurró con voz ronca:
Nosotros estábamos vigilando para que no te pasase nada. Confía en nosotros. ¿Qué se habrán creído esas bes­tias molokianas?**
Al terminar su frase asintió con su cabeza repetidas ve­ces, derramó el madeira, y con la jarra en la mano y el vaso en la otra se puso a hacer movimientos propios de un bo­xeador.
Tres hurras por Su Majestad*** , eso es lo que yo digo, eso es lo que yo digo. Dejadme ayudarle, les decía, dejadme dar mi vida junto al rey. Y entre los dos lo hubié­ramos hecho, entre los dos, pum-pam, pero no me dejaron.
El tejón no quería que su defensa quedara interrumpida a la mitad y, en cuanto la copa del rey fue servida, con­tinuó:
Las hormigas hacen la guerra y, por tanto, no pueden ser llamadas comunistas. En un mundo comunista propiamente dicho no habría guerra porque el mundo entero es­taría unido. No hay que olvidar que el comunismo sólo se habrá conseguido realmente cuando todas las naciones del mundo sean comunistas y se hayan fundido en una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Es evidente que las hormigas no están integradas en una unión así y, por tanto, no son plenamente comunistas, y por eso combaten.
Si no están unidas —dijo Merlín malhumoradamen­te— es simplemente por la pequeñez de su tamaño en re­lación con la magnitud del mundo, y por la presencia de obstáculos naturales como los ríos que impiden totalmente que puedan comunicarse animales de su tamaño y número de dedos. De todas formas, si así lo quieres, acepto que son unos perfectos azotadores a los que rasgos físicos y geográ­ficos han impedido llegar a ser unos perfectos lolardos.
En consecuencia, debes retirar tus críticas contra Karl Marx.
¿Retirar mis críticas? —exclamó el filósofo.
Sí, porque Marx llegó a resolver el rompecabezas de las guerras mediante su concepción de la Unión de Repú­blicas Socialistas Soviéticas.
Merlín se quedó deprimido, mordió un buen pedazo de su barba, se arrancó algunos mechones de cabello y los tiró al aire, oró fervientemente pidiendo ser guiado, se sentó junto al tejón y, tomándole la extremidad, le lanzó una mi­rada suplicante.
Evidentemente —dijo en tono patético— una unión resolvería el problema de la guerra. En una unión no puede haber guerra porque para que la haya hace falta una divi­sión. Si el mundo consistiera en una unión de chuletas de cordero no habría guerras. Pero esto no quiere decir que ahora tengamos que salir todos corriendo a convertirnos en chuletas de cordero.
De hecho —dijo el tejón después de pensar un rato— no llamas a las hormigas fascistas o comunistas porque hacen la guerra, sino porque...
Agrupo a estas tres sectas de acuerdo con su denomi­nador común que, en último término, consiste en que todas ellas niegan los derechos del individuo.
Ya entiendo.
Tienen una teoría totalitaria, una teoría según la cual es el mundo o el estado el que justifica la existencia de las hormigas o de los hombres, en lugar de ser al revés.
¿Y por qué has dicho que Marx no sabía nada de historia natural?
El tema de la personalidad de mi viejo amigo Karl —dijo el mago en un tono muy serio— no cae dentro de la esfera que se ha asignado a este Comité. Recuerda por fa­vor que no nos hemos reunido para analizar el comunismo, sino para tratar del problema del crimen organizado. Aquí solamente nos interesará el comunismo en los puntos de contacto que tenga con la guerra. Sentada esta premisa, ésta es la respuesta a tu pregunta: he dicho que Marx era un mal naturalista porque cometió el tremendo patinazo de sobrestimar el cerebro humano, porque nunca se le ocu­rrió pensar en los gansos y porque creía en la Falacia de la Igualdad, que repele la Naturaleza. Los méritos y capacidad de los seres humanos son tan diferentes entre sí como sus estaturas y sus rasgos faciales. Es lo mismo que si te empe­ñases en que toda la gente del mundo utilizara zapatos del mismo número. Esta ridícula idea de la igualdad fue adop­tada por las hormigas hace treinta millones de años, y sólo porque se han pasado todo este tiempo creyendo que era una idea verdadera han logrado al final conseguir que lo fuera. Y fíjate en qué embrollo se han metido.
Libertad, Igualdad y Fraternidad... —empezó a decir el tejón.
Libertad, Brutalidad y Obscenidad —coreó en seguida el mago—. No te iría mal tratar de vivir en alguna de las revoluciones que han utilizado en su propaganda esa frase. Primero lo proclaman; a continuación anuncian que es ne­cesario liquidar a los aristócratas basándose en criterios muy poco elevados de ética, a fin de purgar el partido, o para podar a la comuna, o para asegurar que el mundo podrá vivir democráticamente; y a continuación se ponen a violar y a asesinar a todo aquel que consiguen pillar, con más tristeza que ira; y si no, les crucifican o les torturan utilizando métodos que no pienso molestarme en mencio­nar aquí. Tendrías que haber probado a vivir la guerra civil española. Sí, en eso consiste la igualdad de los hombres. Si te dedicas a hacer una matanza de todos los que son me­jores que tú, no hay duda de que conseguirás muy pronto que seamos todos iguales. Estaremos todos igualmente muertos.

11
Repentinamente, T. natrix habló:
Vosotros los humanos —dijo— no tenéis ni idea de esa eternidad sobre la que tanto habláis, esa eternidad de vuestras almas y purgatorios y todo lo demás. Si cualquiera de vosotros creyera realmente en la Eternidad, o al menos en grandes lapsos de tiempo, pensaríais un poco más esto de la igualdad. No puedo imaginar nada más horroroso que una Eternidad llena de hombres que fueran absolutamen­te iguales. Lo único que ha hecho soportable la vida en el prolongado pasado del mundo ha sido la diversidad de las criaturas que han habitado la superficie del globo. Si todos hubiéramos sido iguales, si todos hubiéramos sido un mis­mo tipo de criaturas, hace ya mucho tiempo que habríamos rogado que se pusiera en práctica la eutanasia. Afortuna­damente, en la Naturaleza no existe nada que se parezca a la igualdad de habilidad, méritos, oportunidades o premios. Cada una de las especies animales que siguen vivas —de­jando a un lado casos como las hormigas— está formada por miembros profundamente individualistas, gracias a Dios. Pues de lo contrario nos moriríamos de aburrimien­to, o nos convertiríamos en autómatas. Incluso entre los espinosillos, de los que a primera vista se diría que son todos más o menos iguales, incluso entre ellos hay zopen­cos y genios: tanto los unos como los otros compiten por conseguir su pedazo de comida, y los que se lo llevan son los genios. Había un hombre que alimentaba a sus espinosillos poniéndoles la comida dentro de una jarra de cristal que luego introducía en el acuario. Algunos, después de fa­llar en tres o cuatro intentos, acababan por encontrar la forma de llegar hasta el alimento, y luego eran capaces de recordar el camino seguido, mientras que otros... creo que todavía están buscándolo. Si las cosas no fueran así la Eter­nidad sería terrible, porque carecería de diferencias y en consecuencia de cambio.
Nada de esto hace al caso. Estamos, al menos eso es lo que se supone, discutiendo el problema de la guerra.
Muy bien.
Rey —preguntó el mago—, ¿puedes ir ya a enfren­tarte con los gansos, o prefieres descansar un poco más?
»Es inútil —añadió Merlín en un aparte— discutir ade­cuadamente la cuestión antes de haberle proporcionado to­dos los datos.
Creo —dijo el anciano— que tengo que descansar. No soy tan joven como fui, pese a tu masaje, y en poco tiempo has tratado de hacerme aprender muchísimas cosas. ¿Puedes aguardar unos minutos?
Desde luego. Las noches son largas. Erizo, empapa en vinagre este pañuelo y pónselo sobre la cabeza. Rey, apoya los pies en una silla y cierra los ojos. A ver, que todo el mundo se esté quieto. Dadle aire.
Los animales se quedaron sentados y se daban codazos cuando uno de ellos tosía. Mientras, el rey, con los ojos cerrados y lleno de agradecimiento, se sumió en sus pen­samientos.
Porque le habían apremiado mucho. No era fácil aprender tantas cosas en una sola noche, y además era, aparte de viejo, un simple ser humano.
Quizá, después de todo, aquella persona, arrancada de su tienda de Salisbury, agobiada por la inquietud, no hubie­ra debido nunca haber sido elegida por Merlín. Fue un niño corriente aunque encantador, y todavía estaba lejos de llegar a ser un genio. Es posible que, después de todo, esta larguísima historia que hemos contado trate simplemente de un viejo caballero bastante oscuro que hubiera estado más en su lugar si se hubiera dedicado a organizar los par­tidos de cricket de un pueblo, o las excursiones de los chi­cos del coro.
Había una cosa sobre la que hacía rato que quería pen­sar. Su rostro, con los ojos semiocultos por las bolsas de los párpados, había dejado de ser el rostro de un muchacho hacía mucho tiempo. Tenía aspecto cansado, y era el rey: aquello hacía que los demás contertulios le mirasen con ex­presiones serias, con miedo y tristeza.
Eran buenos y amables, lo sabía muy bien. Eran gente cuyo respeto tenía en mucho. Pero su problema no era el mismo que el de los humanos. Para ellos, que habían re­suelto sus problemas sociales mucho antes de la llegada del hombre a la tierra, era muy fácil analizar sabiamente esos temas en su feliz Universidad de la Vida. Ser benevolente, con el buen vino y el hogar encendido y la confianza mu­tua, no les costaba tantos esfuerzos como a él cumplir, como herramienta suya, tu tarea.
Después de cerrar sus ojos, el rey volvió al mundo real del que había venido: su esposa secuestrada, su mejor ami­go desterrado, sus sobrinos asesinados y su hijo estrechan­do el cerco en torno a él mismo. Lo peor era el tono imper­sonal de las discusiones que había oído. Porque de hecho todos los hombres que conocía estaban complicados en lo mismo. Era cierto, tal como habían dicho los animales, que el hombre era feroz. Ellos podían decirlo en abstracto, has­ta con cierto brillo dialéctico, pero para él era algo concre­to. Él tenía que vivir verdaderamente entre zopencos de carne y hueso. Él era uno de ellos, tan cruel y tan tonto como ellos; y además estaba atado por la conciencia que compartía con los demás seres humanos. Era un inglés, e Inglaterra estaba en guerra por mucho que lo odiara o deseara impedirlo; estaba sumergido por todas partes por un mal real pero intangible de sentimientos ingleses que no podía controlar. No era capaz de enfrentarse a ese senti­miento, de pelearse con aquel mar.
Y se había pasado la vida entera trabajando. Sabía que no era un hombre inteligente. Incitado por aquel viejo científico que se había hecho querer tanto por él en su mo­cedad, atormentado por las pesadillas, y devorado, aplasta­do como Simbad hacia un peso insoportable, robado de sí mismo e implacablemente forzado al servicio abstracto, su vida había sido de punta a rabo una lucha en pro de la Magia. No había llegado ni siquiera a comprender cuál era el sentido global de lo que hacía, y todo el tiempo había tenido que ir tirando de un fardo que seguía sus huellas. Y además, y ahora lo veía al fin, siempre había estado entre Merlín, aquel despiadado y viejo creyente que no había ce­sado de empujarle, y el ser humano que, feroz, necio e im­político, se negaba a avanzar.
Ahora comprendía que ellos querían que volviera al trabajo porque tenían más misiones para él. Justo cuando había abandonado, justo cuando el viejo peso que seguía sus huellas se había derribado sobre ellas, habían vuelto para pincharle hasta hacerle ponerse en pie otra vez. Habían ido a enseñarle una nueva lección y enviarle a nuevos lugares.
Y nunca había tenido un momento suyo, un momento de felicidad. La última vez que lo tuvo fue cuando era un muchacho que corría por el Bosque Salvaje. No era justo que se lo robaran todo. Le habían convertido en uno de esos jilgueros cegados con una aguja de los que habían ha­blado: le habían forzado a seguir cantando para el hombre hasta reventar, sin poder jamás volver a ver.
Ahora que le habían rejuvenecido sentía la belleza del mundo que ellos le habían negado. Quería vivir un poco; quería tirarse al suelo y oler la tierra; mirar hacia el cielo como el anthropos y perderse en las nubes. Repentinamente supo que nadie, aunque viviera en el más remoto escollo desnudo del océano, podía quejarse de que el paisaje que veía era aburrido porque bastaba elevar la mirada al cielo para desmentirlo. El cielo muestra un nuevo paisaje a cada minuto, y en cada charco de agua entre rocas hay un nuevo mundo a cada momento. Quería tiempo libre, quería vivir. No quería que volviesen a enviarle a caminar, con la mira­da baja, bajo el pesado yugo. Ni siquiera ahora era dema­siado viejo. Todavía podía vivir quizá diez años, y quería que fuesen unos años bajo el sol, unos años sin cargas pe­sadas, unos años de oír cantar a los pájaros que, seguro, seguían cantando aunque él, hasta que los animales volvie­ron a recordárselo, había dejado de notarlo.
¿Por qué razón, se preguntó, tenía que regresar al mundo del Homo ferox, probablemente para ser víctima precisamente de aquellos a quienes trataba de ayudar, y si no, para morir con las botas puestas? ¿Cuándo iba por fin a poder abdicar de aquella tarea? Hubiera podido irse en aquel mismo momento, dejar aquel túmulo y desaparecer para siempre. Los monjes tebanos, los primeros santos en Skellig Michael supieron por fortuna huir del hombre para ir a vivir en la Naturaleza, en un mundo rodeado de paz. Y era esto último lo que deseaba por encima de todo. Acababa de descubrirlo: sólo quería Paz. Hacía algunas horas, al co­mienzo de aquella misma noche, había deseado la muerte, y había estado dispuesto a aceptarla. Pero ahora los animales le habían dejado entrever lo que era la vida, habían conse­guido hacerle recordar la felicidad que había disfrutado de joven y las cosas que le habían gustado entonces. Ellos ha­bían conseguido, cuan cruelmente, hacerle revivir sus años mozos. Ahora quería que le dejaran solo, no tener nada que hacer, igual que un muchacho, para retirarse quizá a un claustro, para dar por fin un poco de tranquilidad a su po­bre y viejo corazón.
Pero los animales le despertaron con sus palabras, sus crueles y brillantes armas.
Vamos a ver, rey. Tendrás que ir pronto a ver a los gansos, antes de que acabe la noche.
¿Te sientes mejor?
¿Ha visto alguien mi varita?
Parece que estás cansado.
Toma un sorbo de vino antes de irte.

12
El lugar donde estaba era absolutamente plano. En el mundo humano encontramos muy raras veces horizontales auténticas porque los árboles y las casas y los setos dan un perfil quebrado al paisaje: hasta la hierba levanta por todas partes sus miles de hojas. Sin embargo, aquí, en el vientre de la noche, el barro sin límite, plano y húmedo se mostra­ba tan libre de obstáculos como la superficie de un plato de compacto requesón. De haber sido un arenal húmedo, hu­biera tenido los leves relieves —parecidos a los de un pala­dar— que dejan marcados las olas, pero no ocurría así en la marisma.
Aquel enorme llano estaba habitado por un elemento: el viento. Porque se trataba de un elemento; era una di­mensión, una fuerza de la oscuridad. En el mundo humano el viento viene de algún lado y va a algún otro, y, al avan­zar, atraviesa algo: árboles o setos o calles. Este viento no venía de ninguna parte. Cruzaba aquel llano sin filtrarse a través de nada ni ir a ningún lado. Horizontal, silencioso aparte del estampido característico que producía de vez en cuando, tangible e infinito, que corría por encima del barro haciéndole sentir su asombroso peso. Avanzaba en una lí­nea gris absolutamente recta, sólida y de curso invariable. Se hubiera podido colgar de ella el paraguas. Y el paraguas se hubiese sostenido.
El rey, cara al viento, tuvo la sensación de no existir. Aparte de la húmeda solidez que notaba bajo sus pies palmeados, el resto era la nada, una nada sólida, como el caos. Tenía los mismos sentimientos que un punto geométrico, que existe misteriosamente en la distancia más corta entre dos puntos; o que una línea dibujada sobre una superficie plana, que tiene longitud y extensión pero carece de magni­tud. ¡Sin magnitud! Era la magnitud misma. Era una fuer­za, una corriente, un poder, una dirección, un imperturba­ble flujo sin pulsaciones en pleno limbo.
Este purgatorio profano tenía límites. Por el lado este, muy lejos, a casi dos kilómetros quizá, había un ininte­rrumpido muro de sonido. Parecía agitarse un poco, ex­pandiéndose y contrayéndose, pero era sólido. Sonaba amenazador, como si ansiara atrapar víctimas: era el enorme e inexorable océano.
A tres kilómetros por el oeste había un triángulo de tenues luces. Pertenecían a las casas de unos pescadores que habían madrugado para aprovechar la marea en la compli­cada red de esteros de la marisma. A veces sus aguas co­rrían en dirección contraria a las del mar. Tales eran los rasgos distintivos de este mundo, el sonido del mar y tres pequeñas luces: un mundo oscuro, llano y húmedo, y, en el cerrado y profundo golfo formado por la noche, el viento.
Al empezar a surgir la luz solar, tuvo la premonición de que formaba parte de una muchedumbre de individuos como él. Algunos estaban sentados en el barro, al que aho­ra empezaba a batir una delgada capa de agua porque el irritado mar iniciaba su regreso, mientras que otros, a los que había despertado el alba, ya estaban nadando lejos de las molestias que causaba el oleaje. Los que estaban senta­dos eran como grandes teteras con el pitorro oculto bajo el ala. Los que nadaban, sumergían de vez en cuando la cabeza y al sacarla del agua la sacudían. Al despertar, se estiraban y aleteaban vigorosamente. Su profundo silencio empezó a convertirse en una animada conversación. Había unos cua­trocientos individuos en aquella gris región. Se trataba de unas criaturas muy bellas: los ánsares catetos grandes. El hombre que los ha visto, aunque sólo sea una vez, jamás podrá olvidarlos.
Mucho antes de que saliera el sol, se disponían ya para su vuelo. Poco a poco los grupos familiares de la nidada del año anterior iban concentrándose en grupos mayores que a su vez se unían a otros más grandes bajo el mando de un abuelo, un tatarabuelo o algún importante líder de la ma­nada. Una vez congregados todos los individuos, comenzó a oírse un ligero tono de excitación en las conversaciones, que no se habían interrumpido desde el primer momento. Los gansos sacudían el cuello hacia los lados y después, aprovechando el viento, se elevaban repentinamente en grupos de catorce o cuarenta a la vez, abrazando con sus anchas alas la negrura y soltando un grito triunfal con su garganta. Ascendían rápidamente describiendo una curva, y en seguida desaparecían. Estaba todo tan oscuro que se ha­cían invisibles en cuanto subían unos veinte metros. Los grupos que emprendían el vuelo más temprano no eran muy vociferantes. Antes de la salida del sol se mostraban más bien taciturnos, limitándose a algún que otro comenta­rio o lanzando en caso de peligro su grito de aviso. En este último caso, todos los gansos se elevaban verticalmente ha­cia el cielo.
Poco a poco empezó a sentirse inquieto. Los borrosos escuadrones que a cada minuto despegaban le habían con­tagiado su tendencia. Tenía ganas de seguir su ejemplo, pero le daba vergüenza. Pensó que quizá los grupos fami­liares se mostraran molestos por su intrusión, pero tampo­co quería estar solo sino participar, y disfrutar aquel ejerci­cio del primer vuelo mañanero que tanto parecía gustarles a ellos. Era patente su camaradería, su libre disciplina y su desbordante alegría de vivir.
Cuando la hembra que había a su lado extendió sus alas y saltó, él también lo hizo, automáticamente. Otros ocho gansos cercanos habían estado sacudiendo sus picos, imita­dos por él, y ahora, con ese grupo de ocho, se encontró de repente flotando sobre sus alas en el aire horizontal. Justo en el momento en que dejó la tierra, el viento había des­aparecido: como si una cuchillada hubiera cortado de golpe su brutalidad y su turbulencia. Ahora estaba en el viento, y en paz.
Los ocho gansos se abrieron en ángulo con el vértice al frente, dejando espacios regulares entre uno y otro, y él les siguió detrás en su vuelo hacia el este, donde antes estaban las lucecitas, hasta que por fin el osado sol empezó a ele­varse ante ellos. Una grieta anaranjada rompió el negro banco de nubes que flotaba sobre el mar, y poco a poco se fue extendiendo aquel colorido espléndido haciendo cada vez más visible la marisma. Lo que vio parecía un páramo o un pantano accidentalmente inundado por el mar; los brezos seguían pareciendo brezos a pesar de haberse empa­rejado con las algas hasta convertirse en unos brezos hú­medos y salados rodeados de viscosas frondas. En lugar de arroyos había canales de un barro azulado sobre el que co­rría el agua del mar. De tanto en cuanto había unas largas redes sostenidas por postes en las que a veces caían atra­pados los gansos. Esta era la razón, imaginó, de las dos o tres llamadas de alarma que habían sonado. De una de las redes colgaban dos o tres patos silbones, y, en un punto muy alejado por el este, un hombre pequeñito como una mosca se esforzaba por recoger sus presas con una presión mínima.
Cuando se levantó el sol tiño el mercurio de los esteros, y hasta el mismo barro, de los colores del fuego. El zarapi­to, que desde mucho antes del amanecer había estado sol­tando sus tristes quejas, volaba ahora de un matorral a otro; el silbón, que había dormido sobre el agua, llegaba silbando sus notas dobles; el ánade real luchaba por aban­donar la tierra contra el viento; los archibebes utilizaban su pico como un barreno; una bandada de chorlitejos, más compacta que una de estorninos, cruzó el aire haciendo rui­do de tren; los negros cuervos volaron desde los pinos ha­cia las dunas con gritos alegres; pájaros de todas clases po­blaban la zona inundada por la marea, llenándola de actividad y belleza.
El amanecer, el amanecer en el mar y el dominio del vuelo en formación eran de una belleza tan intensa que casi tuvo ganas de cantar. Por un momento, al sentir la pleni­tud de aquel vuelo, toda la tristeza de sus pensamientos sobre el hombre y los frustrados deseos de paz que le ha­bían asediado en la madriguera del tejón, le abandonaron. Le hubiera gustado cantar a gritos un estribillo en honor de la vida, y, como estaba rodeado por mil gansos, no tuvo que esperar mucho. Aquellos seres que trazaban al volar líneas como las del humo al elevarse hacia el cielo, tardaron muy poco en ponerse a cantar y reír mientras avanzaban hacia el sol. Cada escuadrón cantaba con una voz diferente: algu­nos como jugando, otros en tono triunfal, otros sentimen­talmente y otros llenos de alegría. La bóveda del nuevo día se llenó de heraldos que cantaban:

¡Oh mundo que giras vertiginosamente bajo nuestras alas,
llama al perezoso sol para que salude a los favoritos del alba!

¡Contempla en cada pecho el bermellón y el rojo,
oye en cada garganta la trompeta y el carillón!

¡Mira cómo forman esas flechas sus batallones negros:
cuernos y cazadores, corceles y canes del cielo!

¡Libre, libre; lejos, lejos; despliega su belleza el ánsar careta
mientras canta y aletea!

13
Estaba en un terreno desabrido iluminado por el sol. Sus compañeros de vuelo pastaban a su alrededor arran­cando la hierba con secos tirones de sus suaves y pequeños picos. Al hacerlo torcían sus cuellos de forma que distaba mucho de la elegancia de los cisnes. Cuando comían había siempre uno de ellos de guardia, tieso como una serpiente. Como se habían apareado durante el invierno, o en invier­nos anteriores, comían por parejas dentro de sus grupos y escuadrones. La joven hembra que estaba a su lado no tenía pareja. Le miraba de una forma inteligente.
El viejo, espiándola en secreto, se acordó de su juventud y no pudo sino pensar que era bella. Incluso sintió ternura por su pecho cubierto de plumas, tan joven que aún no contaba con franjas oscuras. Le atraía su figura compacta y rolliza y los ordenados surcos de su cuello. Por el rabillo del ojo pudo comprobar que estos surcos eran producidos por un tipo de plumas diferente: eran unas plumas cóncavas que quedaban separadas unas de otras y creaban de esta manera una serie de colinas y valles que a él le parecieron encantadores.
Al cabo de un rato la joven le dio un empujón con su pico. Había terminado su turno de centinela.
Anda —le dijo sin contemplaciones—. Te toca a ti.
Sin esperar a que le contestara bajó la cabeza y aprove­chó el movimiento para empezar a pastar. Mientras comía se fue alejando de él.
Se ocupó, pues, de vigilar, aunque no sabía muy bien qué debía tratar de ver ni logró tampoco divisar ningún enemigo: todo eran montecillos de hierba y gansos que la mordisqueaban. Pero no lamentó que tuvieran suficiente confianza en él como para encargarle la tarea de centinela. Le sorprendió comprobar que no sentía ninguna repugnan­cia a mostrarse masculino a las posibles miradas de la dama. Seguía siendo tan inocentón, pese a su edad, que no sabía que ella iba a mirarle con toda seguridad.
Pero, ¿qué estás haciendo? —le preguntó ella cuando al cabo de media hora pasó por su lado.
Estoy de guardia.
Venga, venga —dijo ella con una sonrisa disimula­da—. Qué tonto eres.
¿Por qué?
Ya lo sabes.
Sinceramente, no lo sé —dijo él—. ¿Lo hago mal? No te entiendo.
Dale un picotazo al siguiente. Has estado de guardia el doble de lo que te correspondía.
Hizo lo que le indicaban y el ganso que pastaba a su lado asumió la responsabilidad. Después, él volvió a comer al lado de ella. Estuvieron mordisqueando los dos la hierba, mirándose con sus ojos brillantes, hasta que por fin él tomó una decisión.
Crees que soy un estúpido, seguro —dijo él con es­fuerzo, confesando cuál era la especie a la que en realidad pertenecía por vez primera en su largo historial de relacio­nes con los animales—, pero es que no soy un ganso. Soy un ser humano. Esta es la primera vez que estoy entre los gansos.
Ella se mostró poco sorprendida.
Qué raro —dijo—. Generalmente los humanos prefie­ren convertirse en cisnes. Los últimos que hubo fueron los Hijos de Lir. De todas formas, todos somos anseriformes.
Había oído hablar de los hijos de Lir.
No les gustó. Eran nacionalistas y religiosos hasta extremos increíbles y por eso acabaron todos ellos rondan­do una iglesia de Irlanda. Lo cierto es que prácticamente no se enteraron de la existencia de los demás cisnes.
A mí me está gustando muchísimo —dijo en tono educado.
Ya me he fijado. ¿Para qué te enviaron?
Para aprender más cosas sobre el mundo.
Siguieron pastando en silencio hasta que él se acordó de su misión al meditar la pregunta que acababa de contestar.
¿Por qué hay centinelas? —dijo—. ¿Estamos en guerra?
Ella no le entendió:
¿Guerra?
Quiero decir que si estamos enfrentados con otros, si luchamos...
¿Luchar? —preguntó ella en tono de duda—. A veces los machos se pelean por las esposas y cosas de ésas. Pero sin hacerse sangre ni nada. Simples peleas. ¿Te refieres a esto?
No. Quiero decir luchas entre ejércitos; contra otros gansos por ejemplo.
Ella pareció encontrar muy divertida la idea.
¡Qué ridículo! Quieres decir un montón de gansos pe­leándose todos a la vez, ¿no? Sería divertidísimo verlo.
El tono de su respuesta le sorprendió.
¡Cómo puede ser divertido verles matarse los unos a los otros!
¿Matarse los unos a los otros? ¿Que montones de gansos luchen unos contra otros hasta morir?
Lentamente la gansa empezó a entender qué era lo que estaba diciéndole. Comprendía, dudaba, se iba haciendo una idea. Al final su rostro adoptó una expresión de dolor y repugnancia. Había entendido. Y le dejó plantado. El la siguió pero ella le dio la espalda. Él dio la vuelta para verle los ojos. Había en ellos una expresión de repugnancia. Como si lo que él había sugerido hubiera sido una obsce­nidad.
Lo siento —dijo con timidez—. No me has entendido.
Deja de hablar de ello.
Lo siento.
Después añadió:
Supongo que preguntar no es malo. Teniendo en cuenta que hay centinelas, creo que era natural que lo pre­guntase.
Pero ella estaba enfadadísima, a punto de llorar.
¡Quieres dejar el asunto de una vez! ¡Qué mente tan horrible debes tener! No tienes derecho a decir cosas así. Y claro que hay centinelas. Existen los halcones gerifaltes y los peregrinos, ¿no? Y los armiños y los zorros y las redes que ponen los hombres... Son nuestros enemigos naturales. Pero ¿cómo puede existir un ser tan mezquino que sea ca­paz de matar a criaturas de su misma especie?
«Es una pena —pensó él— que no haya unos seres grandes que hagan presa de los humanos. Si hubiera sufi­cientes dragones y rochos, quizá los hombres decidirían emplear su fuerza para defenderse de ellos. Por desgracia, el hombre sólo es presa de los microbios, que son demasia­do pequeños para ser tenidos en cuenta.»
Después, ya en voz alta, añadió:
Yo trataba solamente de aprender.
Ella cedió haciendo un evidente esfuerzo por ser ama­ble. Quería mostrarse tolerante, no en vano era muy le­trada.
Te falta mucho todavía.
Pues enséñame tú. Cuéntame todo lo que sepas sobre los gansos. Así mi mente mejorará.
Después del sobresalto que le había dado, ella dudaba al principio, pero no tenía malicia en el corazón. Como todos los gansos, era de carácter apacible y no le costaba mucho perdonar. Pronto se olvidó el incidente.
¿Qué quieres saber?


A lo largo de los días siguientes él descubrió en el tiempo que pasaban juntos —casi todo el día—, que Lyok-lyok era una criatura encantadora. Ella le había dicho su nombre el primer día, y le explicó que también él debía tener uno. Por fin habían elegido el de Ki-kua, un título distinguido tomado de la poco abundante especie de las Barnaclas cuellirrojas, unos gansos de Siberia que ella había conocido allí. En cuando los dos tuvieron nombre, ella se entregó resueltamente a su educación.
Aparte del coqueteo, a Lyok-lyok le interesaban otras muchas cosas. Con su estilo prudente había aplicado su ra­zón al ancho mundo que había a su alrededor y, aunque sus preguntas la desconcertaban, consiguió al final no sentirse molesta por ellas. La mayor parte de las preguntas estaban basadas en su reciente experiencia entre las hormigas, y por esto asombraban tanto a su interlocutora.
Él quería saber todo lo referente al nacionalismo, al control estatal, la libertad individual, la propiedad, etcétera, todas esas cosas tan importantes que habían sido mencio­nadas por el Comité o que él había visto en el mundo de las hormigas. Como para conseguir que ella le comprendiera era necesario explicar la mayor parte de estas cosas, sus conversaciones fueron prolongadas e interesantes. Charla­ron amistosamente y, cuando la educación del viejo comen­zó a prosperar, sintió con sorpresa una profunda humildad ante los miembros de aquella especie por la que llegó inclu­so a sentir afecto. Algo parecido a lo que debió sentir Gulliver cuando estuvo entre los caballos.
No, le explicó ella, no hay control estatal entre los gan­sos. No existen propiedades comunitarias ni consideran suyo ningún lugar del mundo. Para ellos el bello globo te­rrestre sólo podía pertenecerse a sí mismo, y todos sus gansos tenían acceso a sus materias primas. Tampoco, le explicó, se impone ningún tipo de disciplina estatal a los gansos. Cuando él le contó la historia de la hormiga que fue condenada a muerte por negarse a regurgitar su comida cuando se lo pedía una compañera, ella se sublevó. Los gansos, le contó, comen todo lo que pueden, cada uno por su cuenta, y si un día se te ocurre tratar de quitarle a otro un suculento pedazo de hierba que acaba de encontrar lo más probable es que te dé un picotazo. También le explicó que aparte de la comida había otras cosas que consideraban como propiedad privada. Por ejemplo, las parejas de gan­sos utilizaban cada año el mismo nido a pesar de que lo abandonaban periódicamente para vivir a miles de kilóme­tros de él. Y también la vida familiar era privada. Le expli­có que los gansos solamente eran promiscuos durante su adolescencia; a ella le parecía que así es como debían ser las cosas. En cambio, el matrimonio duraba toda su vida. Su sistema político, si es que tenían, era patriarcal e individua­lista y estaba basado en la libre elección. Le dijo también que, naturalmente, nunca hacían guerras.
El le pidió que le explicara su sistema de liderazgo. Ha­bía visto claramente que algunos gansos eran aceptados como líderes —se trataba generalmente de venerables an­cianos con la pechuga muy moteada— y que estos líderes volaban al frente de sus formaciones. Se acordó de las hor­migas reina que, como los Borgia, se mataban unas a otras cuando querían obtener la posición más elevada, y se pregun­tó qué método seguían los gansos para elegir a sus capitanes.
Ella le dijo que nadie los elegía; al menos, no de mane­ra oficial. Sencillamente, se convertían en capitanes.
Cuando él intentó conseguir que le diera una explica­ción, la respuesta consistió en una larga descripción de las migraciones. Esto fue lo que le dijo:
Supongo que el primer ganso que voló de Siberia a Lincolnshire y volvió después a Siberia, debió criar allí una familia. Después llegó el invierno y como necesitaban en­contrar comida, él debió emprender el camino dirigiendo a los demás miembros de la familia dado que era el único que conocía la ruta. Con los años, la familia de los que le se­guían como piloto y almirante debió aumentar poco a poco. Cuando llegó la hora de su muerte resultó evidente que los mejores pilotos después de él eran sus hijos mayores, que habían recorrido la ruta más veces que los demás. Natural­mente, sus hijos más jóvenes no estarían demasiado segu­ros del camino a seguir y por ello debieron alegrarse de po­der volar detrás de alguien que lo conocía. Es posible que en­tre los hijos mayores hubiera alguno notablemente tonto, en cuyo caso la familia no tendría ninguna confianza en él.
»Es así como se elige a un almirante —continuó ella—. Quizá el próximo otoño se acerque a nuestra familia Uinc-uinc y nos pregunte: "¿Tenéis por casualidad algún buen piloto? El pobre abuelo murió en primavera, y el tío Onc no sirve. Estamos buscando a un ganso que conozca la ruta." Entonces nosotros diremos: "Al tío-abuelo no le im­portará que os unáis a nuestro grupo; aunque, desde luego, nosotros no asumiremos responsabilidades si las cosas no van bien." "Muchas gracias —nos dirá él—. Sé muy bien que podemos confiar en él. Supongo que no os importa que hable de esto con los Jonc que, según he sabido, tienen el mismo problema." "Desde luego que no."
»Y así —explicó ella— nuestro tío-abuelo se convirtió en un gran almirante.
Parece un método excelente.
Fíjate cuántas franjas tiene —dijo ella respetuosa­mente.
Y los dos miraron al gordo patriarca cuyo pecho estaba efectivamente cruzado de abundantes franjas negras que simbolizaban algo parecido a galones de un almirante.
En otra ocasión le pidió que hablara de las alegrías y ambiciones de los gansos. Primero se excusó diciéndole que entre los seres humanos se suele considerar aburrida una vida exenta de grandes logros o incluso de famosos com­bates.
Los humanos —dijo— acumulan grandes cantidades de adornos, riquezas, lujos y placeres. Conseguir todas estas cosas se convierte en el objetivo de su vida. También suele decirse que ésta es una de las tendencias que les llevan a la guerra. Pero me da la impresión de que un hombre que se viera reducido a un mínimo de posesiones, como las que bastan para satisfacer a un ganso, no sería muy feliz.
No, no lo sería. El cerebro de los hombres es diferen­te al nuestro. Si tratases de hacer vivir a los hombres exac­tamente igual que los gansos, se sentirían tan desgraciados como los gansos si intentaras de hacerles vivir igual que los hombres. Aunque esto no quiere decir que unos no puedan aprender un poquito de los otros.
Cada vez me convenzo más de que los gansos no pueden aprender nada de los hombres.
Nosotros llevamos en la tierra millones de años más que vosotros. No se os puede culpar.
Pero háblame de vuestros placeres, de vuestras ambi­ciones, objetivos, o como les llaméis. Deben ser bastante limitados, ¿no es cierto?
Ella se rió al oírle decir esto.
El principal objetivo de nuestras vidas —dijo ella di­vertida— consiste en permanecer vivos. Creo que los hu­manos os habéis olvidado de esto. De todas formas, no creo que nuestros placeres resulten tan aburridos como puede parecer si los comparamos con los adornos y riquezas de los hombres. Tenemos una canción que habla de esto. Se titula Las bendiciones de la vida.
Cántala.
En seguida lo haré. Antes de empezar quiero decirte que siempre me ha parecido una lástima que la letra no incluya ninguna referencia a la principal bendición de nues­tra vida. Los gansos que intervienen en esta canción discu­ten sobre sus alegrías, pero se olvidan de una, la de viajar. Es una tontería porque viajamos cien veces más que los hombres y vemos cosas muy interesantes, de forma que constantemente cambia para nosotros el paisaje. No en­tiendo cómo se le pudo olvidar esto al poeta. Fíjate, mi abuela estuvo en Micklegarth; un tío mío estuvo en Birmania, y mi tatarabuelo nos contaba que había estado en Cuba.
Como el rey sabía que Micklegarth era el nombre es­candinavo de Constantinopla, tenía noticias de Birmania solamente gracias a T. natrix y Cuba no había sido inven­tada todavía, quedó francamente impresionado.
Debe ser paradisíaco viajar —dijo.
Pensó en las alas y lo divertido que era cantar volando, y en el mundo girando vertiginosamente, siempre renova­do, allí abajo.
La canción es ésta —dijo ella entonándola sin más preámbulos con una graciosa melodía:

Ky-yowik dijo: «Lo mejor de la vida es la salud.
Patas firmes, plumas rectas y buena vista,
son imprescindibles para gozar.»

El viejo Ank contestó: «Nada como el Honor
del que sabe encontrar la derrota,
el honor del almirante de todos admirado.»

«Yo prefiero —dijo Lyok-lyok la ligerael amor,
las plumas suaves, el cálido nido y el paseo
con el amante siempre al lado. »

Anc-anc prefería el apetito: «¡Comer,
arrancar la hierba, cortar los tallos!
¡Eso sí que es divertido!»

Uinc-uinc alabó la amistad, la fraternidad libre
del vuelo conjugado en uve sobre las nubes:
«¡Ahí aprenderás qué es la Eternidad!»

Pero Lyok disfruta sobre todo componiendo
letras y tonadas de tono lírico o épico,
y por eso le llaman Lyok el cantor.

Pensó que en cierto sentido era una canción muy boni­ta. Ella la había cantado con su tierna seriedad de siempre. Hizo un recuento de las bendiciones mencionadas con los dedos, pero como solamente tenía tres delante y una espe­cie de botón atrás, tuvo que repetir dos veces todos sus dedos: viajar, estar sano, el honor, el amor, el apetito, la camaradería, la música, la poesía y, tal como había dicho ella, el simple hecho de estar vivos.
A pesar de su simplicidad, le dio la sensación de que era una lista bastante completa, teniendo en cuenta sobre todo que hubiera podido añadirse una bendición más: la Sabi­duría.
14
Pero la colonia empezaba a estar más agitada que de costumbre. Los gansos jóvenes se dedicaban descaradamen­te al coqueteo o se reunían en grupos para discutir sobre cuál era el piloto más conveniente. También se dedicaban a jugar, tan excitados como unos niños ante la perspectiva de una fiesta. Uno de estos juegos consistía en colocarse en círculo y hacer que los más jóvenes lo atravesaran uno tras otro, andando con la cabeza muy estirada y tratando de sil­bar hasta llegar al centro, para utilizar a toda prisa el resto del recorrido, aleteando sin cesar. Esto era para demostrar lo valientes que eran: todos ellos querían llegar a ser gran­des almirantes cuando fueran viejos. También comenzaron a sentir una especial comezón que les hacía sacudir el pico de lado, como cuando estaban a punto de emprender el vuelo. A su vez los gansos más viejos y sabios, los que mejor conocían las rutas migratorias, empezaron a mos­trarse inquietos, vigilar atentamente las formaciones de las nubes y estudiar el viento, su fuerza y su dirección. Los almirantes, cargados de responsabilidad, caminaban por sus alcázares mientras meditaban la situación.
¿Por qué estoy inquieto? —preguntó él—. ¿Por qué tengo esta sensación en la sangre?
Espera, ya verás —dijo ella con misterio—. Quizá mañana, o pasado...
Y sus ojos adquirieron una expresión soñadora, como si en ellos se reflejara algo lejano y antiquísimo.
Cuando llegó la mañana, la marisma y los cenagales es­taban distintos. El hombre-hormiga que había caminado pacientemente todos los amaneceres hasta sus redes, recor­dando muy bien las mareas porque un error de cálculo sig­nificaba la muerte segura, oyó un lejano clarín en el cielo. No había ya miles de gansos en el marjal, como tampoco los había en los pastos de donde venía. A su manera, era un buen hombre. Se quedó muy tieso y solemne en aquella soledad, y se sacó el sombrero. Cada primavera seguía aquel rito religioso con el que despedía a los gansos, y volvía a repetirlo en otoño al ver regresar a las primeras bandadas.


¿Van muy lejos? Para nosotros, cruzar en un vapor el mar del Norte significa un viaje de dos o tres días, de horas y horas de avanzar a trancas y barrancas por un agua visco­sa. Pero para los gansos, para los marinos del aire, para las cuñas del cielo que rompen en pedazos las nubes, para esos cantores del empíreo que avanzan empujados por la galer­na —cien kilómetros por hora empujados por otros cien—, para esos misteriosos geógrafos —según dicen, vuelan a cinco kilómetros de altura o más— que en lugar de apoyar­se en el agua lo hacen en los cúmulos, ¿qué es? Sólo una cosa: júbilo.
El rey no había visto hasta entonces tanta alegría en sus amigos. Las canciones que entonaban, una tras otra sin in­terrupción, eran todas locamente alegres. Algunas, que eran algo obscenas, tendremos que dejarlas para otra oca­sión; había también canciones que contaban leyendas de una belleza incomparable; y otras francamente ligeras. Ha­bía una muy tonta que a él le hacía mucha gracia y que decía:

Erramos por el cielo con nuestro Ploc
hasta llegar a los pastos con un Cloc.
Jac-jac, Jic-jic, Joc-joc.

Torcemos los cuellos con un Ñac,
Diciendo Mec-mec, Ñac-ñac.
Jic-jic, Joc-joc, Jac-jac.

Y tiramos de la hierba Crec
todos juntos y amigos Mec.
Joc-joc, Jac-jac, Jec-jec.

Mas sea Joc o Jec nos gusta el Cloc,
y sea Jic o Jac nos gusta estar juntos Ñac,
y sea Jec o Joc la juerga es Jic.
¡Oh, Jac, oh Joc, oh Jic!

Otra canción, sentimental ésta, decía:

Libre, sí, libre y salvaje
trae a mi ganso a este paraje.

Y cuando pasaron sobre una isla rocosa poblada de barnaclas cariblancas que parecían solteronas con guantes de piel negros, tocas grises y collares azabache, la bandada en­tera estalló en un burlón:

Sentada está la barnacla en el barro.
Sentada está la barnacla en el barro.
Sentada está la barnacla en el barro.
Y nosotros pasamos de largo.
Allá vamos, abuela.
Allá vamos, abuela.
Allá vamos, abuela.
Vamos al Polo y pasamos de largo.

Pero es inútil tratar de explicar tanta belleza. Ocurría simplemente que la vida era increíblemente bella, y esta clase de belleza tiene que ser vivida.


A veces, cuando abandonaban las alturas de los cirros para aprovechar un viento favorable, se veían rodeados de grupos de cúmulos: enormes torres de vapor moldeado, tan blancas como la colada y tan sólidas como merengues. En una ocasión, una de estas masas celestiales, estos blanquí­simos excrementos de un gigantesco Pegaso, parecía estar a miles de kilómetros de distancia. Se dirigieron hacia llí y a medida que avanzaban veían cómo crecía silenciosa e im­perceptiblemente su tremenda masa: un crecimiento sin movimiento. Luego, cuando ya habían llegado, cuando esta­ban a punto de estrellar sus picos contra su masa aparen­temente sólida, el sol se apagó. Durante un segundo cada uno de los gansos se vio envuelto en unas coronas de niebla que se movían como serpientes. Una gris humedad les ro­deó, y el sol, reducido al tamaño de una pequeña moneda de cobre, acabó por desaparecer. Poco a poco, cada ganso dejó de ver las alas de su vecino hasta que todos ellos se encontraron convertidos en un sonido solitario expuesto a una forma fría de aniquilación, en una presencia en la nada que flotaba en un vacío sin mapas, sin avanzar pese al es­fuerzo en aquel mundo sin izquierda ni derecha, sin arriba ni abajo, hasta que repentinamente la moneda de cobre empezó a brillar de nuevo y las serpientes de niebla volvie­ron a enroscarse. Al cabo de un segundo se encontraban por fin en un mundo que había recuperado sus colores de joya: el turquesa del mar y los ricos palacios del cielo, siempre relucientes porque en ellos no se ha secado todavía el rocío del Paraíso.
Uno de los momentos culminantes del vuelo migratorio fue el día que cruzaron por encima un islote rocoso en pleno océano. Hubo otros momentos culminantes. Por ejem­plo, cuando la formación en uve de los gansos se cruzó con la fila india de unos cisnes chicos que se dirigían hacia Abisko. Hacían un ruido que parecía el de los ladridos de unos perritos falderos amordazados. Fue también imborra­ble el recuerdo del día que encontraron a un orejuelo búho que avanzaba pesadamente por el cielo y en cuya espalda, abrigado al calor de sus plumas, viajaba según le dijeron un diminuto chochín incapaz de tan gran esfuerzo. Pero lo mejor de todo fue la gran isla.
Porque era una ciudad de pájaros. Allí estaban todos empollando, todos peleando, todos muy amigos, sin em­bargo. En la cumbre del arrecife, donde había un poco de hierba corta, miles de frailecillos estaban atareadísimos con sus madrigueras; en el nivel más bajo, en la calle de la Alca Común, los pájaros estaban tan apretados los unos contra los otros y en unas cornisas estrechísimas que tenían que ponerse de espaldas al mar, fuertemente agarrados con sus largos dedos; en la calle de los Araos, algo más abajo, los araos mantenían sus caras afiladas, como de juguete, mi­rando hacia arriba, como hacen los zorzales cuando incuban los huevos; en el nivel más bajo de todos estaban los popu­losos barrios de las gaviotas tridáctilas. Y los pájaros —que, como los humanos, ponen sólo un huevo cada vez— estaban tan estrechos que enlazaban sus cabezas los unos con los otros; tenían de hecho tan poco espacio vital —que tan imprescindible nos resulta a nosotros— que cuando aparecía un pájaro que terminaba su vuelo y trataba de en­contrar un sitio donde posarse, otro tenía que caer para hacerle sitio.
A pesar de todo estaban de muy buen humor: ¡todos charlaban y se gastaban bromas continuamente! Era como una muchedumbre innumerable de verduleras en la mayor tribuna del mundo, dedicadas todo el rato a discutir, comer ininterrumpidamente, tomarle el pelo al arbitro, cantar canciones cómicas, reñir a sus hijos y quejarse de sus mari­dos. «Córrete un poquito», decían; o «Lárgate, abuela»; «Ya está la gorda de Flossie sentada sobre las gambas»; «Guár­date el caramelo en el bolsillo y suénate»; «Vaya, ya viene otra vez trompa el tío Alberto»; «Mira, tía Ema acaba de caerse de la cornisa»; «¿Llevo bien puesto el sombrero?»; «¡Qué broma tan pesada!»
Los pájaros estaban agrupados, más o menos, por espe­cies, pero también se mezclaban a veces sin ninguna clase de escrúpulos. Aquí y allá se veía en la zona de los araos una obstinada gaviota decidida a que se respetaran sus de­rechos. Seguramente había medio millón de aves, y el ruido que hacían era ensordecedor.
El rey no pudo evitar preguntarse cómo sería la vida de una ciudad así, poblada por hombres de diversas razas.
Más adelante pasaron sobre los fiordos e islas de No­ruega. Por cierto que en una de esas islas transcurría la anécdota de una historia de gansos, muy auténtica, narrada por el gran W. H. Hudson. Había un granjero de la costa, nos cuenta, cuyas islas padecían una plaga de zorros y deci­dió poner una trampa en una de ellas. Cuando al día si­guiente fue a ver la trampa vio que había cazado con ella un viejo ganso, indudablemente un gran almirante ya que era un animal muy resistente y tenía el pecho cruzado de numerosas franjas. El campesino se llevó el ganso a su casa sin matarlo, le cortó las alas, le curó la herida de la pata, y lo puso en el corral junto a los patos y las gallinas. Pues bien, una de las consecuencias de la plaga de zorros era que el campesino tenía que cerrar cada noche sus animales en un bien resguardado gallinero. Al cabo de un tiempo em­pezó a notar que las gallinas, en lugar de esperar a sus voces, iban directamente al gallinero y estaban ya dentro cuando él llegaba. Una noche fue a ver qué ocurría y pudo comprobar que el viejo ganso había asumido la responsabi­lidad de la operación que había visto realizar al campesino cada atardecer. Al caer el sol, cada día, el sagaz viejo almi­rante, que se había convertido en líder del gallinero, reco­gía a todos los animales y les conducía hasta el lugar segu­ro, como si hubiera entendido la situación con su propia inteligencia. Por otro lado, los gansos dejaron de frecuentar la isla en la que su jefe había sido capturado, a pesar de que antes de este hecho era uno de sus lugares favoritos.


Por fin, y después de las islas, aterrizaron con grandes muestras de alborozo. Se dejaron caer desde el cielo ha­ciendo piruetas de todas clases. Los gansos estaban orgullo­sos de sí mismos y de su piloto, y se regocijaban pensando en las diversiones en familia que les aguardaban.
Durante el último tramo del recorrido planearon con las alas curvadas hacia abajo. En el último momento reco­gieron el viento con ellas moviéndolas vigorosamente y, en seguida, tocaron tierra. Durante unos instantes sostuvieron sus alas elevadas por encima de sus cabezas y después las plegaron con un ademán rápido y exacto. Habían cruzado el mar del Norte.

15
Los pantanos siberianos a los que llegaron al cabo de unos días eran como una escudilla llena de luz. Las monta­ñas de los alrededores conservaban todavía un encaje de nieve que, al fundirse, hacía crecer los torrentes como la espuma de la cerveza. Los lagos brillaban bajo nubes de mosquitos, y entre los retorcidos troncos de los abedules que crecían en las orillas curioseaba el reno olisqueando los nidos de los gansos que, por su parte, trataban de alejarlo con sus abucheos.
Lyok-lyok se dispuso en seguida a construir el nido donde iba a nacer su cría, aunque todavía no estaba casa­da, y el rey tuvo, mientras, todo el tiempo que quiso para pensar.
No era un hombre con gran sentido crítico y tampoco era rencoroso. La traición que le había hecho la raza huma­na apenas si empezaba a aparecer como tal a su vista. Nun­ca se lo había dicho tan claramente, pero lo cierto era que había sido traicionado por todo el mundo, hasta por su es­posa y por su mejor amigo. Su hijo no era el peor de los traidores. La Tabla Redonda, si no en su totalidad al menos en parte, se habían puesto en contra suya como lo habían hecho también la mitad de los habitantes del país por el que había luchado toda su vida. Merlín y los animales le pedían ahora que se reincorporase al servicio de aquellos hombres que le habían traicionado, y por vez primera comprendió que hacerlo supondría su propio fin. Pues ¿qué esperanza le quedaba si volvía a vivir entre los hombres? Ninguna, porque habían asesinado casi sin excepción a to­das las personas decentes que les habían hablado desde los tiempos de Sócrates, y fueron capaces incluso de asesinar a su Dios. Era indudable que cualquiera que se atreviese a decirles la verdad se convertía en objeto legítimo de su traición y, por tanto, cuando Merlín le sentenciaba a volver al mundo le imponía de hecho una sentencia de muerte.
En cambio, entre los gansos, para quienes el asesinato y la traición son una obscenidad, podía descansar y se sentía feliz. Allí las personas de buen corazón eran apreciadas. En ocasiones hay hombres cansados que sienten una vocación religiosa y ansían convertirse en monjes e ir a vivir a un lugar donde nada les impida cultivar su propia alma como una flor y acercarse poco a poco a su idea del bien. Fue precisamente eso lo que sintió repentinamente el viejo, aunque para él el convento era aquel pantano bañado de sol. Tenía ganas de abandonar al hombre, dejar de luchar por él e instalarse allí.
Instalarse con Lyok-lyok, por ejemplo. Le pareció que era una vida bastante aceptable. Empezó a comparar a la gansa con las mujeres que había conocido, y en muchos aspectos Lyok-lyok las aventajaba. Era más sana, nunca te­nía jaquecas, depresiones ni ataques de histeria, y era tan fuerte y volaba tan bien como él. Lyok-lyok podía hacer todo lo que hiciera él y gracias a ella podrían tener una auténtica comunidad de intereses. Era dócil, prudente, fiel y buena conversadora. Era mucho más limpia que la mayor parte de las mujeres y se pasaba la mitad del día arreglán­dose las plumas con el pico y la otra mitad en el agua. Además, no había pinturas ni cosméticos que desfiguraran su rostro. Cuando se casara ya no aceptaría más amantes. También era más bella que las mujeres corrientes porque no utilizaba ningún medio artificial para deformar su cuer­po. Tenía mucho encanto, y no era patosa porque los gansos saben caminar muy bien. Poco a poco el viejo había empezado a pensar que el plumaje de aquella gansa era muy bonito. Además, sería muy buena madre.
Aunque su viejo corazón no fuera ya capaz de albergar pasiones, sentía una indudable atracción por ella. Admiraba sus robustas piernas y su pico, que tenía unos dientecillos en forma de sierra y una lengua muy grande que parecía llenarlo. Le gustaba Lyok-lyok porque no tenía prisa.


La confección del nido ponía a la gansa en trance, y él pudo contemplar la operación con gran placer. No era una gloria de la arquitectura, pero bastaba para cumplir su fun­ción. La gansa había estado inspeccionando una ancha zona y no paró hasta encontrar la mata de hierba que le pareció más adecuada, y después de haber decidido el lugar ideal forró el turboso hueco, que era como un suave, húmedo y arrugado papel secante, o como la arena de un circo, con brezo, liquen, musgo y plumas de su propio pecho. Esas plumas eran tan suaves como una telaraña. El le regaló algunos pedacitos de hierba, pero casi todos resultaron in­útiles porque no tenían la forma adecuada. Cuando fue a arrancarlos, el viejo descubrió accidentalmente el maravi­lloso universo del pantano en el que vivían.
Pues se trataba de un mundo en miniatura como esos que hacen los japoneses. Pero ningún jardinero japonés ha logrado nunca producir un árbol retorcido tan real como un tallo de brezo con sus nudos en forma de ojal de tramo en tramo. Allí, a sus pies, había bosques de árboles nudosos con claros y paisajes. La hierba estaba formada por un es­peso musgo mezclado con liquen. Había troncos caídos pin­torescamente dispuestos, y hasta una flor muy extraña: un tallo gris-verde diminuto, seco y quebradizo, con una man­cha escarlata en la punta, de un color tan vivo como el lacre. Había también hongos microscópicos con el extremo del sombrero vuelto hacia arriba, en forma de huevera, y a través de aquel escenario corrían, en lugar de conejos y zo­rros, escarabajos de un negro brillante, de aspecto aceitoso, que ajustaban sus alas haciendo girar sus puntiagudas colas. Más que conejos parecían dragones de un mundo encanta­do, y su variedad era infinita: escarabajos verdes como es­meraldas, arañas tan pequeñas como la cabeza de un alfiler, mariquitas rojas como si hubieran sido pintadas con esmal­te. En los huecos de la turba, charcos de agua marrón po­blados por dragones marinos: tritones y barqueros. En las zonas de mayor humedad crecían multitud de musgos de mil especies diferentes. Había, por ejemplo, un tipo con unos tallos rojos muy delgados coronados de color verde, como si se tratara de una forma especial de maíz del país de los liliputienses. En otros lugares el brezo había ardido debido a la acción de algún agente natural como el brillo del sol a través de una gota de rocío —en lugar de padecer los incendios provocados por los hombres, que tienen la costumbre de incendiar las zonas pantanosas en primavera, cuando están llenas de nidos de pájaros que acaban de tener crías—, había un desolado paisaje de tocones chamuscados cubiertos de diminutas conchas de caracoles blanqueadas, más pequeñas que un grano de pimienta, y también líquenes de aspecto esponjoso cuyos tallos, como pudo descubrir el viejo al partirlos, eran huecos.
Además, aquel mundo microscópico era inmenso, y olía a humedad y a aire limpio, un aire que en las zonas panta­nosas parece ser de dimensiones tremendas. Y el sol se volcaba allí con todo su empeño y sólo dormía dos horas por las noches. Y, no lo olvidemos, estaban también los mosquitos.
Muchas veces había pensado el viejo que los pájaros debían aburrirse cuando pasaban horas y horas sentados sobre los huevos para incubarlos. Ahora sabía que Lyok-lyok podía distraerse fácilmente contemplando el mundo que bullía a un palmo de su pico.

Se declaró, sin ardor, pues era demasiado viejo para ello, pero sí lleno de esperanza y con ternura, una tarde que se encontraban en el deslumbrante lago. Sus aguas, enmar­cadas en marrón, reflejaban el azul del cielo dándole un matiz más profundo si cabe, un azul como el de los huevos de los mirlos, pero sin las manchitas. Él nadó hacia Lyok-lyok con la cola elevada y el cuello y la cabeza estirados sobre el agua, como si fuera una serpiente nadando. Le ha­bló de sus tristezas, de su naturaleza de humano, indigno compañero de una gansa, y de la admiración que por ella sentía. También le dijo que, al unirse a ella, pretendía po­der escapar de Merlín y del mundo de los hombres. Como de costumbre, ella no se mostró asombrada. Bajó como él su cabeza y el cuello y nadó en su dirección. Él se sintió muy feliz cuando vio la dulzura de los ojos de su compa­ñera.
Pero surgió una mano oscura, tal como el lector habrá seguramente adivinado, y le cogió. De pronto sintió que algo le arrastraba hacia atrás. Esta vez no volaba, no estaba en plena migración, sino que era conducido a través del sucio embudo de la magia. Antes de dejar el lago cogió una pluma que flotaba en el agua. Pero muy pronto dejó de ver a Lyok-lyok.

16
Ahora sí —gritó el mago casi antes de que el viajero hubiera tomado cuerpo otra vez—, ahora podemos empe­zar a avanzar rápidamente hacia la idea fundamental. Por fin empezamos a ver la luz.
Dale una oportunidad —dijo la cabra—. Parece que está triste.
Merlín no hizo ningún caso de la sugerencia.
¿Triste? Tonterías. Está la mar de bien. Decía que ahora podremos avanzar rápidamente...
El comunismo —empezó a decir el tejón, que era corto de vista y seguía metido en su tema.
No, no. Lo de los bolcheviques ya está resuelto. Aho­ra él tiene ya todos los datos necesarios, y podemos empe­zar a tratar directamente el problema de la Fuerza. Pero debemos dejar que piense por su cuenta. Rey, ¿te importa­ría ir diciendo los animales que te interese conocer? Yo te explicaré por qué hacen o no hacen guerra.
»Aquí no hay trampa —añadió adelantando su cuerpo como si quisiera meter a sus animales encima de su deses­perada víctima, con una sonrisa fascinante—. Puedes citar todos los animales que quieras. Amebas, víboras, antílopes, monos, asnos, ajolotes...
Podría muy bien decir hormigas y gansos —sugirió nervioso el tejón.
No, no. Gansos no. Son demasiado fáciles. Debemos jugar limpio, y dejar que sea él quien elija. ¿Qué te parecen los grajos?
Muy bien —dijo el tejón—, los grajos.
Merlín se recostó contra el respaldo de su silla, unió las puntas de sus dedos y se aclaró la garganta.
Lo primero —dijo— que tenemos que hacer antes de empezar a analizar ejemplos, es definir el tema. ¿Qué es la Guerra? Puede decirse, me parece, que la guerra es la utili­zación agresiva de la fuerza entre grupos de individuos de la misma especie. Ha de tratarse de grupos, pues de lo con­trario estaríamos ante algo que no sería guerra sino violen­cia personal. Si un lobo enloquecido atacara a una manada de lobos no constituiría una guerra. Y, por otro lado, debe tratarse de miembros de la misma especie. Es decir, que cuando un pájaro se come una langosta, o un gato a una rata, o incluso un banco de atunes se zampa a otro banco de arenques, no estamos ante una guerra. Hay, por tanto, dos extremos que son esenciales: que los combatientes deben pertenecer a la misma familia y que debe tratarse de una familia gregaria. Si no, no hay guerra.
»Por tanto, podemos empezar dejando a un lado a to­dos los animales que no son gregarios. Después de esto todavía nos encontramos ante grandes cantidades de espe­cies, tales como los estorninos, los armiños, los conejos, las abejas y miles más. Al iniciar nuestra investigación sobre la fuerza entre estas especies nos encontramos con muchísi­mos otros ejemplos. Pero ninguno de estos animales hace la guerra. ¿Cuántos animales de estas características em­prenden acciones agresivas contra grupos de su misma es­pecie?
Merlín esperó un par de segundos a que el viejo contes­tara y continuó su conferencia.
Exactamente. Estabas a punto de mencionar a unos pocos insectos, al hombre y a varios microbios o corpúscu­los de la sangre, suponiendo que de estos últimos pueda decirse que pertenecen a la misma especie. Como ya te he dicho antes, la guerra es una inmoralidad que apenas si se da en la Naturaleza. No es corriente sino anormal. De esta forma, por suerte, podemos librarnos de la consideración detallada de un montón de datos que hubieran hecho de­masiado prolongado nuestro análisis, y pasaremos a estu­diar las características distintivas de las escasas especies que se enfrentan contra miembros de esas mismas especies. ¿Qué características encontramos? ¿Resulta, tal como los famosos comunistas del tejón afirman, que las especies que hacen la guerra son las que tienen propiedad privada? Con­tra lo que mi amigo tejón podría esperar, es evidente que, por el contrario, las especies que hacen la guerra son las que tienden a limitar o anular las posesiones individuales de sus miembros. Son precisamente las hormigas y las abe­jas, que tienen estómagos y territorios comunitarios, y los hombres, que tienen sus propiedades nacionales, los que se matan unos a otros.
»En cambio, los pájaros, que tienen una sola esposa que es privada; los conejos, que tienen sus madrigueras priva­das y que comen cada uno para sí mismo; los armiños, con sus territorios privados, y las aves-lira, con sus tesoros per­sonales y sus jardines ornamentales, todos viven en paz. Y no deberías pensar que un nido o un territorio de caza es una forma inferior de propiedad privada, porque su fun­ción en el caso de los pájaros es equivalente a la que para el hombre tienen su casa y su trabajo. Y lo más importante es que se trata de propiedades individuales, privadas. En la Naturaleza, los seres que tienen propiedad privada son pa­cíficos, mientras que los que han inventado la propiedad colectiva son los que van a la guerra. Como puedes obser­var, esto es justamente lo opuesto de lo que afirma la doc­trina totalitarista.
»Naturalmente, en la Naturaleza estos animales que tienen propiedades privadas se ven a veces forzados a de­fenderlas frente a los ataques pirata de otros individuos. Pero raras veces se llega al derramamiento de sangre en tales enfrentamientos. Tampoco los hombres tienen por qué temer este aspecto de la cuestión ya que nuestro rey ha logrado ya convencerles de la utilidad de la adopción del principio de una fuerza de policía.
»Pero quizá querrías objetar que lo que une entre sí a los animales que sí hacen la guerra no es precisamente el nacionalismo. Es posible, me dirás, que vayan a la guerra llevados por otros motivos: porque todos ellos se dedican a la manufacturación, o porque todos ellos poseen animales domésticos, o porque todos ellos practican la agricultura, como ocurre entre algunas especies de hormigas, o porque todos ellos almacenan alimentos. No quiero aburrirte con una discusión de todas estas posibilidades: tú mismo tienes que analizarlas. Pero deberás tener en cuenta que las arañas son tan manufacturadoras como el que más, y no hacen la guerra; las abejas no tienen animales domésticos ni agricul­tura, pero hacen la guerra, y muchas hormigas beligerantes no almacenan alimentos. Siguiendo un proceso de este tipo, muy similar por otro lado al que en aritmética se utiliza para encontrar el máximo común denominador, acabarás llegando a la misma conclusión que yo te he presentado al principio. Una explicación que, por otro lado, resulta evi­dente en cuanto se llega a ella. La guerra es consecuencia de la propiedad colectiva, ese mismo tipo de propiedad que abogan casi todos los demagogos que van de puerta en puerta hablando de lo que ellos llaman un Nuevo Orden.
»Se me han acabado los ejemplos. Debemos volver a los casos concretos y analizarlos en detalle. Contemplemos la vida de una familia de grajos.
»Se trata de un animal gregario, como la hormiga. Los grajos viven juntos en comunidades al aire libre. Son cons­cientes de la entidad colectiva que constituyen porque, si se acercan a su zona grajos de otra comunidad y tratan de construir nidos en sus árboles, se defenderán. El grajo no solamente es gregario sino que además es algo nacionalista. Pero lo importante es que no pretende que se le reconozca la propiedad nacional de los territorios en los que se ali­menta. Si cerca del lugar donde anida una comunidad hay un campo con muchas semillas o lombrices, se alimentarán en él no solamente los grajos de esta comunidad, sino tam­bién los de todas las comunidades cercanas e incluso las grajillas y palomas del vecindario, sin que por ello haya hostilidades. De hecho, los grajos sólo reclaman como pro­piedad nacional la zona donde anidan, y gracias a ello viven libres del azote bélico. Porque aceptan una verdad natural muy evidente: que el acceso a las materias primas debe ser libre.
»Contempla ahora los gansos: una de las especies más antiguas, más cultas y mejor dotadas de lenguaje. Los gan­sos son admirables músicos y poetas, han dominado el aire durante millones de años sin haber lanzado nunca una sola bomba, son monógamos, disciplinados, inteligentes, grega­rios, morales, responsables y creen firmemente que ningu­na secta o familia de su tribu puede pretender que son su­yos los recursos naturales del mundo. Si hay un buen filón de Zostera marina o un buen campo de rastrojos, hoy encon­trarás allí doscientos gansos y mañana diez mil. En una bandada de gansos que abandona el territorio donde se ha alimentado para ir a su lugar de descanso es fácil encontrar albrífontes mezclados con piquicortos y barnaclas. El mun­do está a disposición de todos. Y no por ello son comunis­tas. Cada uno de los gansos de un grupo está dispuesto a atacar a su vecino por la posesión de una patata podrida, y sus esposas y nidos son estrictamente privados. No tienen, como las hormigas, un hogar o un estómago comunitarios. Y estas bellas criaturas, que viajan libremente por toda la superficie del globo sin reclamar como propia ninguna par­te del mismo, nunca han hecho guerras.
»La maldición que ha caído sobre el hombre es el na­cionalismo, la pretensión que tienen algunas pequeñas comunidades de considerar como propiedad comunitaria ex­clusiva partes de la tierra. Los enemigos del hombre son esos mezquinos y bobos defensores del nacionalismo irlan­dés o polaco. Y también los ingleses, siempre dispuestos a luchar en una guerra de grandes proporciones "en defensa de los derechos de las naciones pequeñas", y capaces de erigir un monumento a una mujer que fue martirizada por haber dicho que el patriotismo no era suficiente. Un pueblo así sólo es merecedor de ser calificado de montón de imbé­ciles benevolentes dirigido por unos truhanes. Tampoco es justo que me meta ahora con los ingleses, los irlandeses o los polacos. Todos caemos en este mismo error. Todos in­currimos en la necedad del Homo impolíticas. Y ahora que hablo tan duramente de los ingleses en relación con este tema, quiero añadir inmediatamente que me he pasado vi­viendo con ellos varios siglos. Y debo decir que aunque son un montón de necios maleantes, al menos les da risa serlo, lo cual me parece que es preferible a la necedad tiránica y cínica de los hunos que luchan contra ellos. Puedes tenerlo por seguro.
Entonces —preguntó educadamente el tejón—, ¿cuál es la solución práctica?
Lo más sencillo y fácil del mundo. Hay que abolir todo lo que sean tarifas aduaneras, pasaportes y leyes de inmigración, y convertir a la humanidad en una federación de individuos. De hecho, las naciones deben ser abolidas, y no solamente las naciones sino también los estados; no hay que tolerar ninguna unidad más amplia que la familia. Se­guramente será necesario limitar además los ingresos y rentas privadas que sean muy grandes, para evitar que los ricos puedan llegar a convertirse en una especie de nación. Sin embargo, es completamente innecesario, además de contrario a las leyes de la Naturaleza, convertir a los indi­viduos en comunistas o algo así. Cuando hayan transcurrido mil años habrá, si tenemos suerte, un lenguaje común. Pero lo más importante es que hagamos todo lo necesario para que un hombre que vive en Stonehenge tenga posibilidad de hacer las maletas e irse a buscar su suerte, sin que nadie se lo impida, a Tombuctú...
»El hombre podría llegar a convertirse en un ser mi­gratorio —añadió al cabo de un segundo, un poco sorpren­dido de la ocurrencia.
¡Pero esto traería consigo el desastre! —exclamó el tejón—. La mano de obra japonesa... ¡Se hundiría el comer­cio internacional!
Narices. Todos los hombres tienen la misma es­tructura física y las mismas necesidades alimenticias. Si un coolí puede arruinarte viviendo con un plato de arroz al día en Japón, vete al Japón y compra un plato de arroz. Así podrás arruinar al coolí, quien supongo que para enton­ces estará pasándoselo muy bien en Londres con tu RollsRoyce.
¡Pero esto supondría un golpe mortal para la civiliza­ción! Haría disminuir el nivel de vida...
Nada. Lo que haría sería elevar el nivel de vida del coolí. Si es tan bueno o mejor que tú, mejor para él. Ese es el hombre que necesitamos. Y en cuanto a la civilización, poco se perdería.
¡Sería una revolución económica!
¿Preferirías entonces toda una serie de guerras mun­diales? Mi querido tejón, en este mundo nunca se ha con­seguido nada sin pagar algo por ello.
Desde luego —dijo el tejón mostrándose repentina­mente de acuerdo—, parece la mejor solución.
Pues ahí está. Deja que el hombre siga viviendo su mezquina tragedia si así lo prefiere y mira a tu alrededor. Los doscientos cincuenta mil animales restantes han sido capaces —con unas pocas excepciones que aquí podemos despreciar— de encontrar sistemas políticos pacíficos. La elección es sencilla: hay que elegir entre la hormiga y el ganso, y cuando nuestro rey regrese no tendrá que hacer más que presentar claramente esta alternativa.
El tejón, que siempre se oponía a las exageraciones, presentó una seria objeción.
Me parece bastante obvio que lo que acabas de decir es muy inexacto. ¿Cómo va a elegir el hombre entre la hormiga y el ganso? En primer lugar, el hombre tiene que seguir siendo hombre y nunca podrá ser hormiga ni ganso. En segundo lugar, sabemos que las hormigas no son infe­lices.
Merlín rectificó inmediatamente.
No hubiera tenido que decirlo de esta forma. Era una frase. De hecho, todas las especies tienen solamente dos alternativas: evolucionar de acuerdo con el pasado de la propia especie, o perecer. Las hormigas tuvieron que elegir entre ser hormigas o extinguirse; los gansos tuvieron que elegir entre la extinción o ser gansos. No es que las hormi­gas estén mal y los gansos bien. Ser hormiga está bien para una hormiga, y ser ganso está bien para un ganso; del mismo modo, el hombre tendrá que elegir entre ser liqui­dado o ser hombre, y gran parte de la condición de hombre radica en encontrar soluciones inteligentes para estos pro­blemas del uso de la fuerza que hemos estado analizando a través de los ojos de otras criaturas. Esto es lo que el rey debe tratar de hacerles ver.
Arquímedes tosió y dijo:
Perdona, Maestro, ¿tienes la mirada hacia el futuro suficientemente clara para decirnos si el rey triunfará?
Merlín se rascó la cabeza y limpió los cristales de sus gafas.
En último extremo triunfará —dijo por fin—. De eso estoy seguro. De otro modo, la raza acabará pereciendo como las palomas de los bosques norteamericanos que, puedo añadir, eran considerablemente más numerosas que los seres humanos y, sin embargo, se extinguieron en el curso de una docena de años al final del siglo XIX. Pero no veo todavía claramente cuándo va a ocurrir. Lo malo de vivir hacia atrás y pensar hacia adelante es que acabas por no saber dónde está el presente. También es por eso que uno acaba por preferir evadirse a un mundo de abstrac­ciones.
El viejo caballero cruzó sus manos sobre su estómago, acercó los pies al fuego y, reflexionando sobre los avatares que en relación al Tiempo le tocaba vivir a él mismo, em­pezó a citar a uno de sus autores favoritos.
Vi —dijo— transcurrir ante mis ojos las historias de los hombres mortales de muy diversas razas..., reyes y rei­nas, emperadores y republicanos, patricios y plebeyos discu­rrieron en orden invertido ante mis ojos... El tiempo corría alocadamente hacia atrás mostrando inmensas panorámicas y escenografías. Morían los grandes hombres antes de ha­ber conquistado su fama, los reyes eran depuestos antes de haber sido coronados. Nerón, y los Borgias, y Cromwell y Asquith y los jesuitas disfrutaban de la infamia eterna pri­mero y después empezaban a merecerla. Mi patria..., se fundía hasta llegar a ser la bárbara Bretaña; Bizancio se fundía hasta convertirse en Roma. Venecia en Henetian Altino; Hélade en innumerables migraciones. Primero se recibían los golpes y después eran descargados.
En el silencio que siguió a tan impresionante cuadro, la cabra volvió a un tema que había sido abandonado ante­riormente.
Parece que está triste —dijo—, digas lo que digas.
Y entonces todos miraron al rey por vez primera desde su regreso de su estancia entre los gansos y se quedaron en silencio.

17
Tenía una pluma en la mano y les estaba mirando. Sos­tenía la pluma sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Era el único fragmento material de belleza que había podi­do llevarse de Siberia. Ahora la utilizaba para mantener a distancia a Merlín y los animales, como si en lugar de una pluma fuera un arma.
No pienso regresar —dijo—. Tendrás que buscar a otro buey para que tire del arado por ti. ¿Por qué me has traído ahora? ¿Por qué razón tengo que morir en favor de los humanos cuando todos vosotros no paráis de hablar despectivamente de ellos? Porque si regreso es para morir. Es demasiado cierto que los hombres son feroces y estúpi­dos. Menos la muerte, me han dado ya todas las desgracias que puedan hacérsele padecer a un hombre. ¿Y crees que van a prestar oídos a las palabras sabias y prudentes que les pueda decir? ¿Crees que esos zoquetes entenderán y de­pondrán las armas? No, me matarán por haber hablado. Me matarán igual que las hormigas hubieran matado a una hormiga albina que naciera entre ellas.
»Y además, Merlín —dijo sollozando—, tengo miedo de morir, ¡porque no he tenido nunca una oportunidad de vivir! Nunca he tenido una vida que fuera mía, ni tiempo para gozar de la belleza. Sólo ahora empiezo a encontrarla. Me muestras lo que es bello e inmediatamente me lo arre­batas. Me tratas como si fuera una pieza de ajedrez. ¿Tie­nes acaso derecho a coger mi alma y retorcerla, a quitarme hasta mis pensamientos y usarlos para tus fines?
»¡Oh, animales, os he fallado, lo sé! He traicionado vuestra confianza. Pero no puedo soportar ni la idea de dejarme poner los arreos y el collar otra vez porque ya me habéis hecho trabajar durante demasiado tiempo. ¿Por qué tengo que separarme de Lyok-lyok? Nunca he sido inteli­gente, pero he sido paciente. Y, sin embargo, hasta la pa­ciencia se agota. Nadie puede soportar una situación así toda su vida.
Ninguno de ellos se atrevió a contestarle. A nadie se le ocurrió nada.
Tenía un fuerte sentimiento de culpa y de amor frus­trado, y se sentía desgraciado por ello. Por eso ahora surgía toda aquella furia en defensa propia.
Sí, vosotros sí sois inteligentes, sabéis las palabras complicadas y os divertís jugando con ellas. Si alguien crea una bonita frase todos os regocijáis. Pero no os dais cuenta que estáis hablando sin parar de algo que son almas huma­nas, y que he tenido la mala suerte de que haya sido mi alma la que habéis elegido. Y también Lyok-lyok tenía un alma. ¿Quién os ha concedido estos derechos de dioses que os atribuís y os permiten interferir los hilos del destino o decidir cuándo un corazón tiene que ir a un lado y cuándo a otro? No pienso seguir haciendo este asqueroso papel. No pienso preocuparme por vuestros asquerosos planes ni un momento más. Me iré a vivir en un rincón tranquilo con los gansos y espero poder morir en paz allí.
Al final, la voz se le quebró hasta convertirse en el las­timero lamento de un viejo pordiosero. Se recostó en la silla y se tapó los ojos con las manos.


El erizo estaba justo en medio del círculo. Cerró sus manos diminutas y purpúreas, levantó truculentamente el hocico desafiando a quien se interpusiera en su camino, respiró profundamente y, aunque pequeño, indignado, vulgar y lleno de pulgas, se enfrentó él solo a los miembros del Comité hasta conseguir que todos bajaran la mirada.
Dejadle estar, ¿no? —pidió—. Dejadle tranquilo. Tiene derecho a que juguéis limpio.
Y colocó su cuerpo entre ellos y su héroe, dispuesto a derribar al primero que se atreviera a dar un paso.
Vaya, vaya —dijo sarcásticamente—, menudo mon­tón de sabandijas estáis hechos. Menudo cortejo de Poncio Pilatos estudiando el futuro del Hombre. Mucho hablar, mucho hablar. Pero como no le dejéis tranquilo os parto el cuello.
Merlín, muy apenado, contestó:
Nadie quería obligarle a hacer nada contra su vo­luntad...
El erizo se adelantó hacia él, puso su hocico a un centí­metro de las gafas del mago, y éste se echó atrás alarmado aunque no lo bastante deprisa como para salir del alcance del bufido que soltó el erizo.
No, claro —dijo el erizo—, nadie quería que hiciese nada. Sólo que ni siquiera le habéis dejado que pensara por su cuenta.
Después volvió al desesperado rey, aunque sin acercarse mucho porque le tenía mucho respeto y quería evitarle el temor a sus pulgas.
Mira, señor —le dijo—. Esto ha durado demasiado tiempo. Ven con este sucio erizo a dar una vuelta al aire libre para que puedas respirar a gusto y descansar todo lo que necesites.
»Y no pienses en éstos —continuó—. Déjales que sigan discutiendo histéricamente como siempre. Se lo merecen. Ven con este humilde siervo a respirar aire fresco y a dis­frutar del cielo.
Arturo extendió su mano para tomar la del erizo que, algo a pesar suyo y sólo después de limpiársela bien contra los espinos del costado, se la dio por fin.
Tengo muchos bichos —explicó lamentando su re­traso en aceptar el ofrecimiento del rey—, pero soy hon­rado.
Los dos se dirigieron hacia la puerta y una vez allí el erizo, dándose media vuelta, estudió la escena que tenía ante los ojos.
Orrvoyer —observó bienhumoradamente, lanzando hacia los miembros del Comité una mirada de inefable des­precio—. Procurad no destruir el universo mientras noso­tros estamos fuera. Ni creéis otro tampoco.
E hizo una profunda reverencia irónica al afligido Merlín.
Dios Padre —le dijo burlón.
Después se volvió hacia Arquímedes, que estaba tam­bién compungido y se estiraba cerrando los ojos para no soportar la mirada del erizo.
Dios Hijo —le dijo a éste.
Por fin habló al implorante tejón:
Y Dios Espíritu Santo.

18
No hay ninguna experiencia tan maravillosa como la de salir al aire libre en el campo una noche de primavera. Pero lo mejor es salir cuando la noche está a punto de acabarse, y mejor incluso hacerlo solo. Porque entonces puedes oír las carreras de los animales que pululan en la oscuridad, y las vacas masticando hasta que tropiezas con ellas, y percibir la vida secreta de las hojas, y los tirones de hierba y el mordisqueo y hasta el reflujo de la sangre en tus propias venas. Entonces puedes ver los bultos de los árboles y las colinas, más oscuros que todo lo demás, y las estre­llas dando vueltas en sus engrasados surcos, y sólo para ti. Entonces hay una única luz en una casa de campo lejana que indica una enfermedad o un madrugador que parte ha­cia un misterioso destino. Entonces los cascos del caballo arrastran al carro traqueteante hacia un mercado conocido únicamente por el hombre que envuelto en mantas y sacos dormita sujeto a las riendas. Entonces suenan las cadenas de los perros inquietos, y la raposa suelta un aislado gañi­do, y los búhos ya se han callado. Es un momento grandio­so en el que vale la pena estar vivo y absolutamente cons­ciente mientras todos los demás seres humanos están inconscientes, encerrados, estirados y a merced de la noche.
El viento había amainado y ahora descansaba. Las estre­llas se expandían y contraían en el cielo despejado. Era una imagen que de haber sido un sonido hubiera tintineado. Ea abrupta colina rocosa por la que ascendían se elevaba majestuosamente hacia el cielo, como un horizonte que estu­viera aspirándoles.
El pequeño erizo subía trabajosamente de mata en mata de hierba, y se caía a veces en los embarrados charcos. En­tonces soltaba un gruñido y después jadeaba al luchar con­tra la pendiente miniatura que tenía que escalar para salir del fango. El rey estaba cansado pero le daba la mano para ayudarle a superar los tramos más difíciles, elevándole has­ta un peldaño más fácil o dándole un empujoncito por de­trás. Fue en una de estas últimas ocasiones cuando pudo percibir lo patéticas e indefensas que parecían las patas del erizo vistas desde atrás.
Gracias —le decía él—. Muchísimas gracias.
Cuando llegaron a la cumbre el erizo se sentó resoplan­do y el rey se instaló a su lado para admirar la vista.
Inglaterra emergía lentamente a medida que la luna as­cendía: era su reino, Gramarye A sus pies, aquel país se extendía hasta el más remoto norte, hacia las islas Hébri­das. Era su patria. La luna hacía que los árboles parecieran menos importantes que sus propias sombras, teñía de refle­jos de mercurio los silenciosos ríos, alisaba los pastizales de juguete y cubría todas las cosas con un suave difuminado. Pero al rey le pareció que incluso sin luz hubiera reconoci­do todos los rincones de aquellas tierras. Sabía que hacia aquel lado tenía que estar el Severn, por allá las colinas y al otro lado el Pico: todos aquellos accidentes no eran visibles en aquel momento, pero eran parte de su hogar. En aquel campo debe pastar un caballo blanco, y allí debe estar tendi­da de unos postes la colada. Era lo que era, necesariamente.
Repentinamente sintió el encanto intensamente triste del ser como ser, del ser puro, liberado del bien y el mal. Sintió que el simple hecho de ser era el derecho más autén­tico. Empezó a amar aquellas tierras con un ansia profunda y no porque fueran buenas o malas sino simplemente por­que existían, por las sombras que hace el maíz en el crepúsculo, por el ruido que hacen las colas de los corderos cuando corren y porque los cabritillos hacen girar su cola cuando maman; porque las nubes crean un ritmo de som­bra y luz cuando cruzan el cielo de día, porque las bandadas de chorlitos verdes y dorados dejan la tierra donde han es­tado comiendo gusanos y arrancan a volar unánimemente contra el viento, porque esas solteronas que son las garzas reales, que se peinan con las raspas de peces según David Garnett, se desmayan si un muchacho logra llegar hasta cerca de donde están sin que ellas le vean, porque el humo de los caseríos es una barba azul que se pierde hacia lo alto, porque las estrellas brillan más en las charcas que en el cielo, porque hay charcos y canalones goteantes y colinas de basura sobre las que crecen amapolas, porque el salmón, bruscamente, aparece y desaparece en la superficie del río, porque las castañas saltan de las ramas inesperadamente como el muñeco de una caja de resorte o como pequeños espectros que dan miedo, porque las grajillas que constru­yen sus nidos se detienen a veces en pleno vuelo con una ramita en el pico y son más bellas incluso que las palomas, porque en este mundo iluminado por la luna reina la ma­yor bendición que Dios haya dado al mundo, el sueño.
El rey comprendió que amaba a ese mundo, y que lo amaba más que a Ginebra, más que a Lanzarote, más que a Lyok-lyok. Aquella tierra era su madre y su hija. Conocía el idioma que hablaban sus gentes, y hubiera reconocido todos sus puntos de haber seguido siendo el ganso que antes fue y volara sobre su país de punta a cabo. Sabía muy bien lo que pensaban sus gentes sobre las cosas más nimias, y no nece­sitaba preguntárselo. Era su rey.
Y ellos constituían su pueblo, su responsabilidad de stultus o de ferox, una responsabilidad como la de aquel viejo ganso que se encargaba de cerrar a los patos y gallinas al llegar la noche. Ahora los hombres no eran feroces por­que dormían.
Inglaterra dormía a los pies del viejo como un hombre-niño. Cuando despertara empezaría a dar tropezones de un lado para otro y cogería y rompería todo lo que cayera en sus manos, mataría a las mariposas, tiraría de la cola del gato y alimentaría su propio yo con una conducta amoral y despiadada. Pero mientras dormía, la fuerza masculina de aquel pueblo permanecía paralizada. Ahora el hombre-niño estaba tendido, indefenso, vulnerable. Era como un recién nacido que confiaba en el mundo y sabía que el mundo iba a dejarle dormir en paz.
Vio toda la belleza de los seres humanos en lugar de pensar en sus aspectos horribles. Vio el enorme ejército de mártires que eran sus testigos: jóvenes que habían salido, cuando apenas habían empezado a gozar de la alegría del matrimonio, a los campos de batalla para morir en el barro como Bedegraine por las creencias de otros hombres. Pero que habían ido voluntariamente, pero que habían ido por­que creían que era lo que tenían que hacer, pero que habían ido aunque les resultara odioso. Habían sido quizá jóvenes ignorantes y habían muerto por causas inútiles. Pero su ignorancia había sido inocente. Habían hecho, en su igno­rancia, algo dificilísimo, y lo hicieron por otros.
Repentinamente vio a todos los seres humanos que ha­bían aceptado el sacrificio, los sabios que habían pasado hambre de verdad, los poetas que se habían negado a escri­bir simplemente por obtener el éxito, los padres que se habían aguantado su amor para permitir que sus hijos vi­vieran, médicos y sacerdotes que habían muerto por ayudar a otros, millones de cruzados —generalmente necios— que habían sido víctimas de las grandes matanzas debido a su necedad, pero que habían tenido buena intención.
Eso era, ¡tenían buena intención! Vio por un instante esa extraordinaria facultad de los hombres, esa extraña, al­truista, rara y obstinada decencia que hace que los escrito­res y científicos mantengan sus verdades aun con riesgo de sus propias vidas. Eppur si muove, diría con el tiempo Galileo; de todos modos, se mueve. Otros hombres le amena­zarían de muerte si insistía en decir que aquello era la ver­dad a pesar del escandaloso absurdo que era afirmar que la tierra se movía alrededor del Sol, pero Galileo no cejaría en su empeño porque había una cosa que valoraría más que su propia vida: la Verdad. Reconocer y admitir Lo Que Es. Eso era lo que los hombres son capaces de hacer, lo que sus ingleses eran capaces de hacer, sus queridos, dormidos y ahora indefensos ingleses. Podían ser feroces, necios, impo­líticos y estar incluso más allá de toda esperanza razonable. Pero aquí y allá, aunque fuera en muy raras ocasiones, esca­sas y también gloriosas, aparecían los que eran capaces de enfrentarse al potro, al verdugo y hasta a la extinción total, en pro de algo mayor que ellos mismos. La Verdad, esa rareza. Muchos jóvenes necios creyeron morir por ella, y muchos seguirían muriendo de esa misma manera, quizá durante mil años más. No necesitaban acertar, como Gali­leo acertó al enunciar su verdad. Les bastaba que hubiera esos pocos mártires capaces de decir algo grande, algo que estuviera por encima de todos ellos.
Pero después volvió a invadirle la pesadumbre, la ima­gen del despertar del hombre-niño, la imagen de esa cruel y brutal mayoría en la que tan pocos mártires aparecen. De todos modos, se mueve. ¡Qué pocos, qué tristemente pocos son los que están dispuestos a mantenerlo!
Hubiera podido llorar de pena que le daba el mundo, los aspectos horribles del mundo.
El erizo señaló:
Qué sitio tan bonito, ¿verdad?
Sí, amigo, pero qué poco puede hacerse por él.
Tú lo has hecho.
Una casa de campo despertó al fondo del valle. Su ojo de luz parpadeó y el rey pudo ver al hombre que había encendido la llama: probablemente era un cazador furtivo, alguien tan lento y torpe como el erizo, que se estaba po­niendo sus pesadas botas.
Señor Majestad —dijo el erizo.
Se dice sólo «señor», o «majestad».
Majestad.
¿Sí, muchacho?
¿Te gustaban las canciones que cantábamos?
Desde luego. Me gustaba mucho Puente rústico, y Genoveva..., y...
Hogar, dulce hogar.
Repentinamente el rey inclinó la cabeza.
¿Quieres que la cantemos otra vez?
El rey no pudo sino asentir.
El erizo se levantó perfilándose contra la luna, ponién­dose en la actitud adecuada para cantar: los pies bien asen­tados en el suelo, las manos cruzadas sobre el estómago y la mirada fija en algún punto lejano. Después, con su clara voz de tenor, cantó para el rey de Inglaterra esa canción que habla del hogar.
Aquella cancioncilla sencilla y simple no sonó tan sim­ple a la luz de la luna, en aquella colina perteneciente al reino de Arturo. El erizo se meneó un poco, tosió y dio muestras de tener ganas de cantar algo más. Pero el rey estaba sin habla.
Majestad —le dijo tímidamente—. Ahora hemos aprendido otra nueva.
No hubo respuesta.
Cuando supimos que ibas a venir aprendimos una nueva. Era para darte la bienvenida. La sé de memoria.
Cántala —dijo el viejo con voz sofocada. Se había tendido sobre el brezo. Estaba muy emocionado.
Y allí, desde aquella colina inglesa, con buena pronun­ciación porque el erizo se la había aprendido de oído escu­chando a Merlín cuando éste cantaba música de Parry, con un tallo en una mano y unas hojas en la otra, el erizo se dispuso a cantar, a construir de nuevo Jerusalén. Iba en serio:

Dadme mi arco de oro ardiente,
traed mis flechas de deseo,
traed mi espada. Desplegaos, nubes.
Traedme el carro de fuego.
No cejaré, no, en mi empeño,
ni dejaré dormir mi espada
hasta que haya construido Jerusalén
en los verdes prados de Inglaterra.
19
Los pálidos rostros de los miembros del Comité, que seguían apretujados en torno al fuego, se volvieron hacia la puerta en un solo movimiento, y seis pares de ojos culpa­bles se fijaron en el rey. Pero ahora quien entraba era In­glaterra.
No hacía falta decir nada, no había necesidad de expli­carlo: podían verlo en su cara.
En seguida se pusieron respetuosamente en pie y se le acercaron hasta rodearle en actitud humilde. Merlín sor­prendió al rey porque ahora parecía simplemente un an­ciano de manos temblorosas como hojas. Se sonaba una y otra vez y al hacerlo agitaba tanto el sombrero que caía de él una auténtica lluvia de ratones y ranas. El tejón sollozaba amargamente y tan abstraído que las lágrimas iban resbalándole por el hocico hasta que, al llegar a la punta, las secaba de un manotazo. Arquímedes había vuelto del todo la cabeza hacia atrás para ocultar su vergüenza. La expre­sión del rostro de Cavall era atormentada. T. natrix había apoyado su cabeza sobre los pies del rey, y brillaba una lágrima transparente en cada uno de sus ojos. Y la mem­brana nictitante de Balin se abría y cerraba a la velocidad de una comunicación telegráfica.
Dios salve al rey —dijeron.
Podéis sentaros.
Así que se sentaron todos, con gran deferencia, pues no lo hicieron hasta que él se hubo instalado. Era una reunión del Consejo Privado de Su Majestad.
Tenemos intención de regresar pronto —dijo— a nuestro brillante reino. Antes de ir debemos, sin embargo, hacer algunas preguntas. En primer lugar, se ha dicho que habrá un hombre que será como John Ball; un hombre que será un mal naturalista porque dirá que los hombres debe­rían vivir como las hormigas. ¿Cuál es la objeción contra sus teorías políticas?
Merlín se levantó y descubrió su cabeza.
Es una cuestión de moral de la Naturaleza, señor. El Comité opina que lo moralmente correcto para cada espe­cie es especializarse en su propia especialidad. Un elefante debe contar con su trompa, y una jirafa con su cuello. Sería inmoral que un elefante tratara de volar, porque no tiene alas. La especialidad del hombre, tan desarrollada en él como el cuello en la jirafa, es su neopalio. Esta parte del cerebro no está dedicada al instinto sino a la memoria, la deducción y las formas de pensamiento que producen como resultado que el individuo pueda reconocer su propia per­sonalidad. Esta zona cerebral permite al hombre ser cons­ciente de sí mismo como ser individual, algo que no es corriente entre los animales y los salvajes. Por esta razón, cualquier tipo de colectivismo exagerado es contrario a la especialización del hombre.
»Es por esto, añadiré de paso —continuó el viejo caba­llero lentamente, dejando caer una película húmeda sobre sus ojos como si fuera un buitre—, que durante una vida que ha ido desarrollándose hacia atrás a lo largo de muchos siglos, he luchado por mi cuenta contra la fuerza en todas sus modalidades, y es por esto que, no sé si acertada o des­acertadamente, he tratado de conseguir que también otros lucharan conmigo. Y es por esta razón que os seduje a vos, señor, a despreciar a ciertos hombres, a oponer vuestra prudencia a la locura del barón de Fort Mayne, a creer an­tes en la Justicia que en el Poder, y a investigar con inte­gridad mental, tal como hemos tratado de hacer en esta prolongada velada, las causas de la batalla que libramos: porque la guerra es la fuerza desenfrenada y lanzada al ga­lope. No he emprendido esta cruzada porque la fuerza sea en sí algo malo en el sentido abstracto. Para la boa cons­trictor, que es prácticamente un enorme músculo, sería lite­ralmente correcto decir que la Fuerza es el Bien. Para la hormiga, cuyo cerebro no está constituido como el del hombre, es literalmente cierto que el Estado es más impor­tante que el individuo. Pero para el hombre, cuya especiali­dad consiste en las circunvoluciones de su neopalio que le permiten el reconocimiento de la propia personalidad —pues estas circunvoluciones están tan desarrolladas en él como los músculos en la boa constrictor—, también es lite­ralmente cierto que el bien no es la fuerza, sino la verdad de la mente; y que el Individuo es más importante que el Estado. Y lo es en tal medida que debería abolir el Estado. Está bien que las boas sientan admiración por su muscula­tura. Para ellas Games-Mania, Fort Mayne y los que son como ellos están bien. Que las hormigas afirmen la gloria del Estado, no vamos a impedírselo: el totalitarismo es su forma de ser, sin duda. Pero para el hombre, y no partien­do de definiciones abstractas del bien y el mal sino pensan­do en la definición natural de la ética —es decir, que lo correcto es que cada especie se especialice en su propia es­pecialidad—, el Comité opina que la Fuerza no está bien, que el Estado no ha sido nunca superior al individuo por derecho, y que el futuro pertenece al alma individual.
Quizá deberías hablarnos del cerebro.
Señor, puedo contaros muchísimas cosas sobre el ce­rebro; pero para los fines de la investigación que nos ocupa bastará con que me limite a hablar de dos de sus partes: el neopalio y el corpus striatum. En este último, para decirlo de la forma más sencilla, se determinan mis acciones ins­tintivas y mecánicas; en el primero está la base de la razón en cuyo honor se ha dado a nuestra raza, por extraño que pueda parecer, el sobrenombre de sapiens. Quizá podría explicarlo con uno de esos peligrosos y a menudo engaño­sos símiles. El corpus striatum es como un único espejo que refleja hacia el exterior acciones instintivas a partir de los estímulos que entran en él. En cambio, en el neopalio hay dos espejos. Dos espejos que pueden verse el uno al otro, y que por esta razón saben de su propia existencia. Conócete a ti mismo, como dijo no recuerdo quién; o, como dijo otro filófoso, lo que la humanidad debe estudiar es el hombre. Esto se debe a que el ser humano ha desarrollado sobre todo su neopalio. En otros animales dotados también de un cerebro poderoso, la parte más importante no es el espejo doble sino el aislado. Hay pocos animales, aparte del hom­bre, que sean conscientes de su propia personalidad. En las razas más primitivas de la familia humana existe todavía una confusión entre el individuo y lo que le rodea. El indio salvaje, como quizá sepáis, distingue tan poco entre sí mismo y el mundo exterior que si quiere que llueva se pone a escupir en el suelo. El sistema nervioso de la hormiga es, siguiendo el símil que he utilizado, un sistema de espejo único, como el del salvaje, y por eso a la hormiga le va bien ser comunista, perderse en la multitud.
»Pero como el cerebro del hombre civilizado es un es­pejo doble, siempre tendrá que especializarse en la indivi­dualidad, en el reconocimiento de sí mismo, o como queráis llamarlo; precisamente porque tiene esos dos espejos que se reflejan el uno al otro, nunca logrará acomodarse com­pletamente a la idea de ser un miembro del proletariado completamente carente de egoísmo. El hombre tiene que tener un "yo" y todo lo que un "yo" altamente desarrollado implica. Y eso quiere decir que el hombre tiene derecho al egoísmo y a la propiedad. Os ruego, señor, que me perdonéis la comparación si os parece que la he utilizado de for­ma injusta.
¿Tienen neopalio los gansos?
Merlín volvió a ponerse en pie.
Sí, y, para tratarse de un ave, lo tiene bastante desa­rrollado. El tipo de sistema nervioso de las hormigas es diferente, en la línea de los corpora striata.
Quiero haceros una segunda pregunta, una pregunta sobre la guerra. Se ha dicho que deberíamos abolirla, pero nadie le ha dado a la guerra una oportunidad de hablar en defensa propia. Es posible que existan algunos argumentos en favor de la guerra. Quisiéramos ser informados al res­pecto.
Merlín dejó su sombrero en el suelo y le susurró algo al tejón que, después de revolver un montón de papeles, re­gresó con el documento que le habían pedido, hecho que maravilló a todos los presentes.
Señor, esta cuestión ha sido examinada ya por el Comité, que ha hecho una lista de pros y contras. Puedo recitarlos en cuanto lo deseéis.
Merlín aclaró su garganta y anunció en voz alta:
PRO.
A favor de la guerra —explicó el tejón.
Número uno —dijo Merlín—. La guerra es una de las fuentes de los romances. Sin la guerra no habría Rolandos, Macabeos, Lawrences, ni Hodsons de Hodson's Horse. Ni habría tampoco cruces Victoria. La guerra estimula vir­tudes tales como el valor y la cooperación. La guerra tiene de hecho sus momentos de gloria. Habría que señalar ade­más que sin la guerra perderíamos como mínimo la mitad de nuestra literatura. Shakespeare está lleno de guerras.
»Número dos. La guerra es una forma de reducir el cre­cimiento de la población, aunque sea un método horrible e ineficaz. El mismo Shakespeare, que por lo que respecta al tema de la guerra parece haber estado de acuerdo con los alemanes y su furioso defensor Nietzsche, dice en una es­cena que al parecer escribió para Beaumont y Fletcher, que cura con la sangre a la tierra y que cura al mundo de la pleuresía de la gente. Permítaseme mencionar entre parén­tesis, y sin irreverencia, que parece que el Bardo fue bastan­te insensible en cuanto a la cuestión de la guerra. No co­nozco ninguna obra de teatro tan repulsiva como su Enrique V, y el rey Enrique es el personaje que más me repele.
»Número tres. La guerra proporciona una salida para la ferocidad del hombre, y mientras el hombre siga siendo salvaje, parece que necesita alguna salida para esta tenden­cia. Después de examinar la historia, el Comité ha compro­bado que si se niega a los hombres una forma de crueldad, siempre practicará otra. Durante los siglos XVIII y XIX, cuando la guerra era un ejercicio limitado a ejércitos profe­sionales reclutados entre las clases criminales, la población en general se entregó a disfrutar de las ejecuciones públi­cas, las extracciones dentales sin anestesia, los deportes más brutales y la costumbre de azotar a sus hijos. En el siglo XX, cuando la guerra se extendió hasta las masas, las ejecuciones públicas, las peleas de gallos y hasta las azotai­nas pasaron de moda.
»Número cuatro. En estos momentos el Comité está tratando de dilucidar la cuestión bastante complicada de la necesidad física o fisiológica. A estas alturas todavía no po­demos presentar un informe que resuelva el problema, pero creo poder decir que la guerra responde a una necesi­dad real del hombre, relacionada quizá con la ferocidad mencionada en el apartado tres, pero que quizá sea inde­pendiente de ella... Hemos notado que tras una generación de Paz el hombre se siente inquieto o abatido. El inmortal, ya que no omnisciente, Cisne de Avon señala que la paz parece producir una enfermedad que causa una úlcera espe­cial que acaba reventando en forma de guerra. "La Guerra —nos dice— es un absceso purulento causado por el exceso de riqueza y de paz, que revienta sin que aparentemente haya contribuido a ello ninguna razón." De acuerdo con esta interpretación, la paz aparece como una lenta enfer­medad mientras que la guerra, en el momento en que re­vienta el absceso, es interpretada como algo más bien bene­ficioso. El Comité ha encontrado dos formas en las que es posible que la Riqueza y la Paz acaben destruyendo a la raza si se evita la guerra: mutilándolo o degenerándola por medio de problemas de las glándulas. En lo que se refiere a lo primero, hay que tener en cuenta que las guerras dupli­can la tasa de natalidad. El motivo por el cual las mujeres toleran las guerras es que éstas fomentan la virilidad de los hombres.
»Número cinco. En último lugar, se podría aducir a fa­vor de la guerra algo que, dejando a un lado al hombre, todos los animales del mundo estarían de acuerdo en sus­cribir: que la guerra brinda una esperanza, por leve que sea, de exterminación de la raza humana.
»—CONTRA —anunció a continuación el mago.
Pero el rey le interrumpió con un ademán.
Ya conocemos las objeciones —dijo—. Quizá po­dríamos tratar algo más ampliamente el tema de la utili­dad. Si el Comité mismo admite que la Fuerza es en cierto modo necesaria, ¿cómo es que al mismo tiempo pretende anularla?
Señor, el Comité está tratando de encontrar la base fisiológica —en relación con la pituitaria o quizá la adrena­lina— de la Fuerza. Es posible que el sistema humano ne­cesite dosis periódicas de adrenalina para no enfermar. (Los japoneses son un buen ejemplo de actividad glandular. Se dice de ellos que comen grandes cantidades de pescado, lo cual, al cargar sus cuerpos de yodo, hace expansionar sus glándulas tiroides y éste es el motivo de su suspicacia). El tema seguirá creando problemas al Comité a causa de la vaguedad del enunciado, pero deseamos señalar que esta necesidad fisiológica podría ser resuelta por otros medios. La guerra, como se ha observado anteriormente, es una forma ineficaz de reducir el crecimiento de la población. También es muy posible que resulte ineficaz como fórmula para estimular las glándulas que segregan adrenalina a tra­vés del miedo que genera.
¿Hay otros medios de producir estos efectos?
Durante el Imperio romano se experimentó con los espectáculos circenses como forma de sustituir a la guerra. El circo proporcionaba esa Purgación de la que tanto habla Aristóteles, y es posible que exista alguna alternativa de esta clase que sea eficaz. La ciencia, sin embargo, prefiere formas más radicales de curación. Por un lado, quizá sería posible compensar la deficiencia glandular con inyecciones periódicas de adrenalina a las que se sometería a la humani­dad entera. Por otro, quizá algún tipo de intervención qui­rúrgica diera el resultado apetecido. Es posible que el ori­gen de la guerra sea tan fácil de extraer como el apéndice.
Antes hemos sido informados de que la guerra es originada por la Propiedad Nacional. Ahora se nos dice que se debe a una glándula.
Señor, estos dos factores pueden estar relacionados entre sí, aunque no sean consecuencia el uno del otro. Si las guerras se debieran solamente a la presencia de propieda­des nacionales, lo lógico sería que se presentaran ininte­rrumpidamente mientras no se acabara con tal propiedad, es decir, que lo lógico sería que las guerras no cesaran nun­ca. Hemos comprobado, sin embargo, que las guerras son interrumpidas por frecuentes treguas que reciben el nom­bre de Paz. Da la sensación de que la raza humana empeo­ra poco a poco cuando vive una de esas treguas hasta que se alcanza lo que podríamos llamar el punto de saturación de falta de adrenalina, momento en el cual se aprovecha la primera excusa que se encuentra para provocar un buen período de miedo colectivo. La excusa que está siempre a mano es la propiedad nacional. Incluso cuando se disfrazan las guerras de cruzadas religiosas, como en los casos de las guerras contra Saladino, los albigenses o Moctezuma, la base es siempre la misma. Nadie se hubiera preocupado por llevar hasta el país de Moctezuma la bendición de la cristiandad si el rey azteca no hubiera llevado sandalias de oro, y nadie hubiera pensado que el oro era suficientemente tentador si no hubiera necesitado una buena inyección de adrenalina.
Entonces, mientras esperamos que el Comité haya terminado su investigación sobre las glándulas, ¿sugieres que pongamos en práctica una idea como la del circo? ¿Qué idea tienes?
Arquímedes soltó inesperadamente una risilla sofo­cada.
Merlín piensa que habría que organizar una feria in­ternacional, señor. Quiere que haya muchos tiovivos, norias gigantes y trenes que atraviesen maravillosos paisajes arti­ficiales. Y todas las atracciones tienen que ser ligeramente peligrosas. Que muera una persona de cada cien, o algo así. La entrada sería voluntaria, porque dice que lo peor de las guerras es que el reclutamiento sea forzoso. Dice que la gente irá a la feria por su propia voluntad cada vez que el aburrimiento, o la falta de adrenalina o lo que sea, le haga sentir la necesidad, hecho que, por cierto, Merlín dice que se producirá seguramente cuando cumplan veinticinco, treinta y cuarenta y cinco años. Ir a la feria será una moda y algo glorioso. A cada visitante se le dará una medalla con­memorativa, y los que alcancen las cincuenta visitas serán premiados con la condecoración de la Orden de Servicios Distinguidos, y la Cruz Victoria se concederá a los que lle­guen a las cien.
El mago parecía sentirse avergonzado e hizo sonar los huesos de sus manos.
Era una idea —dijo humildemente— que no preten­día tanto ser meditada como provocar la meditación.
Desde luego no parece una idea práctica para este año de gracia. ¿No hay ninguna panacea contra la guerra que pueda ser utilizada mientras tanto?
El Comité ha presentado un antídoto que podría te­ner efectos temporales, algo así como los que produce el bicarbonato contra la acidez de estómago. No sería una forma de curar la enfermedad, pero podría aliviarla. Salva­ría algunos millones de vidas cada siglo.
¿Y cuál es ese antídoto?
Señor, habréis notado que las personas responsables de la declaración y la dirección de las guerras no suelen ser las mismas que padecen sus efectos más graves. Vos mismo pudisteis ver algo de todo esto en la batalla de Bedegraine. Los reyes y los generales y los estrategas bélicos tienen una especial habilidad para no morir en las guerras. El Comité sugiere que al terminar cada guerra se ajusticie a todos los oficiales de cargo superior al de coronel del bando derrota­do, cualquiera que haya sido su responsabilidad en el desen­cadenamiento de la guerra. Sin duda la medida sería algo injusta, pero quizá el saber que perder una guerra equivale a morir disuadiría en parte a los que acostumbran a iniciar­las. Impidiendo de esta forma algunas guerras, se podrían salvar millones de vidas de hombres de las clases bajas. Incluso un Führer como Mordred se lo pensaría dos veces antes de iniciar unas hostilidades si supiera que la derrota equivaldría a su ejecución.
Parece razonable.
No lo es tanto como parece, en parte debido a que la responsabilidad del inicio de las guerras no siempre es atribuible por completo a los líderes. Después de todo, un líder tiene que ser elegido o aceptado por aquellos a quie­nes dirige. La hidra de cien cabezas que es la muchedumbre no es tan inocente como dice. La masa ha dado un mandato a sus generales, y debe compartir con ellos la responsabili­dad moral.
De todas formas, serviría al menos para que los líde­res no tuvieran muchas ganas de ser empujados a la guerra por sus seguidores, e incluso esto sería una ayuda.
Lo sería. Lo difícil sería convencer a las clases diri­gentes para que aceptasen una ley como ésta. Pero, ade­más, me temo que a la postre siempre aparecería ese tipo de maníaco que ansia la notoriedad y hasta el martirio a cualquier precio, que aceptaría la pompa del liderazgo in­cluso con más satisfacción debido precisamente a los me­lodramáticos castigos que tal cargo conllevaría. Los reyes de la mitología irlandesa se veían forzados por ese car­go a ir al frente de sus tropas a la batalla, lo cual causó entre ellos una gran mortalidad y, sin embargo, parece que no faltó nunca ni rey ni batalla en la historia de la Isla Verde.
¿Y esta nueva ley que ha inventado nuestro rey? —preguntó repentinamente la cabra—. Si es posible disua­dir a un hombre de cometer un crimen por temor a la pena de muerte, ¿por qué no podría haber una ley internacional que disuadiera de sus intenciones a los países belicistas por medios similares? Se podría conseguir que los Estados agresivos reprimieran ese impulso si hubiera una fuerza internacional de policía que sentenciara a estos Estados a la dispersión, por ejemplo con traslados en masa de sus po­bladores a otros países.
Hay dos objeciones para tal idea. La primera es que esto sería una fórmula para curar, pero no impedir, la en­fermedad. En segundo lugar, sabemos por experiencia que la existencia de la pena de muerte no acaba, de hecho, con el crimen. Podría ser, sin embargo, un paso en la buena dirección.
El viejo enfundó sus manos en las mangas, como un chino, y miró a los miembros del Consejo testarudamente, esperando nuevas intervenciones. Sus ojos empezaban a mirar con menos firmeza.
Merlín ha estado escribiendo un libro titulado Libellus Merlini, Profecías de Merlín —continuó Arquímedes con expresión traviesa cuando vio que el anterior tema se había cerrado—. Merlín pensaba leérselo a Su Majestad a su llegada.
Oiremos su lectura.
Merlín se retorció las manos.
Señor, son simples futuribles, trucos de gitano. Hubo que escribirlo porque en el siglo XII hubo mucho alboroto en torno a esta cuestión. Después ya no se acordó nadie de las profecías hasta el siglo XX. De todas formas, señor, no es más que un juego de ingenio que no es merecedor de vuestra atención en este momento.
Leedme, sin embargo, algún fragmento.
Y así, el humillado científico, que en la última hora ha­bía perdido sus arrestos y no estaba ya para sofismas, reco­gió el manuscrito que se había medio quemado cuando se le cayó al tejón y pasó algunas hojas todavía legibles a los presentes. Los animales las leyeron por turnos, y esto es lo que dijeron:
Dios proveerá, dirá el Dodo.
El Oso curará su neuralgia cortándose la cabeza, pero luego sentirá bastante irritación.
El León se acostará con el Águila, diciendo: ¡Por fin es­tán unidos todos los animales! Pero el Diablo verá la broma.
Las Estrellas, que le enseñaron al Sol a levantarse, tendrán que ponerse de acuerdo con él a mediodía; si no, desaparecerán.
Un niño dirá en Broadway: «Mira, mamá, ¡Hay un hombre!»
«¿Cuánto tiempo se tarda en construir Jerusalén?», dirá una araña haciendo, agotada, una pausa en su telaraña de la base del Empire State Building.
El espacio vital conduce al espacio del cementerio —observó el escarabajo.
La fuerza engendra fuerza.
Las guerras comunitarias, colectivas, de condados, de credos, de continentes y de color. Después, si no antes, la mano de Dios.
La imitación (uíunolç), antes que la acción, salvará a la humanidad.
El Alce murió porque le crecieron demasiado los cuernos.
No hizo falta ninguna colisión con la luna para que se extinguiera el Mamut.
Afortunadamente para ellas, el destino de todas las especies es la extinción.


Después de esta última frase hubo una pausa durante la cual los miembros del Consejo estuvieron meditando.
¿Cuál es el significado de esa frase que tenía una pa­labra griega?
Parte de su significado, señor, aunque sólo una parte muy pequeña, es que la única esperanza para nuestra raza humana radica en la educación no coercitiva. Dice Confucio que:

Para propagar la virtud por el mundo, hace falta primero gobernar el propio país.
Para gobernar el propio país, hace falta primero go­bernar la propia familia.
Para gobernar la propia familia, hace falta primero regular el propio cuerpo mediante la preparación moral.
Para regular el propio cuerpo, hace falta primero re­gular la propia mente.
Para regular la mente, hace falta primero ser sincero.
Para ser sincero, hace falta primero aumentar los co­nocimientos.

Comprendo.
¿Tienen algún sentido que nos interese alguna de las otras frases? —añadió el rey.
No.
Una pregunta más, antes de levantar la sesión. Has dicho que la política no tiene cabida aquí, pero parece que está tan relacionada con la cuestión de la guerra que tam­bién debemos estudiarla. Antes dijiste que eras un capitalis­ta. ¿Es una creencia firme?
Si lo he dicho así, Majestad, no quería decir eso exac­tamente. El tejón estaba hablando como un comunista de la tercera década del siglo XX, y por eso hablé como un capi­talista en defensa propia. Yo soy anarquista, como todas las personas que tienen un poco de sensatez. De hecho, la raza humana comprobará que con el paso del tiempo los capita­listas y los comunistas evolucionan tanto, que al final no se distinguen los unos de los otros. También evolucionarán los fascistas, naturalmente. Pero sea cual sea la forma que adopten estos tres tipos de colectivismo, y por mucho que duren los siglos durante los cuales se maten los unos a los otros en arranques de malhumor infantil, lo cierto es que todas las formas de colectivismo están en desacuerdo con el desarrollo del cerebro humano. El destino del hombre es un destino individualista y es posible que sea éste el sentido en el que me he mostrado relativamente partidario del ca­pitalismo. El despreciado capitalista Victoriano, que permi­tía al menos cierta libertad de acción al individuo, proba­blemente tenía unas ideas políticas más futuristas que todos esos Nuevos Ordenes en favor de los que tanto se ha chillado en el siglo XX. Y digo esto porque, debido a su cerebro, el futuro del hombre es individualista. Los fascistas y los comunistas eran mucho más anticuados. Aunque na­turalmente también el capitalista Victoriano era anticuado, y por eso soy anarquista; porque me gusta estar un poco al día. Su Majestad debe recordar muy bien que los gansos son anarquistas. Los gansos han comprendido que el sentido moral no tiene que venir de fuera sino que debe surgir de dentro.
Yo tenía la opinión —dijo quejándose el tejón— de que el comunismo era un paso hacia la anarquía. Yo creía que cuando se llegara a un comunismo pleno, el Estado desaparecería.
Eso es lo que suele decir la gente, pero lo dudo. No entiendo cómo se puede emancipar al individuo empezan­do por la creación de un Estado omnipotente. En la Natura­leza, si exceptuamos monstruosidades como las hormigas, no hay Estados. Creo que la gente que anda por ahí creando Estados, como intenta hacer Mordred con sus Azotadores, acaba por estar tan comprometido con ellos que jamás po­drá escapar. Aunque quizá es cierto lo que dices. Espero que lo sea. En todo caso, abandonemos las dudosas cuestio­nes de la política en manos de los sombríos tiranos que se ocupan de ella. Dentro de diez mil años llegará quizá el momento en que los cultos se dediquen a esas cosas. Ahora es demasiado temprano. Por nuestra parte, hemos ofrecido esta noche una solución al problema que plantea el arbitra­je de la fuerza, afirmando la evidente verdad según la cual la guerra es causada por la propiedad nacional y, por otro lado, es una actividad estimulada por determinadas glándu­las. De momento dejémoslo así, en nombre de Dios.
El viejo mago apartó sus notas con mano temblorosa. Las críticas que anteriormente le había dirigido el erizo le habían herido profundamente, porque, aunque en secreto, amaba mucho a su alumno. Además, ahora que el rey había regresado del monte dispuesto a volver entre los hombres, sabía que su propia sabiduría sería por fin aplicada. Era consciente de que su tarea de preceptor había concluido. Cuando el rey no era más que un muchacho sobre el que no pesaba todavía la corona le dijo que ya no volvería nunca a ser Verruga. De todas formas, aunque no era cierto, había servido para estimular al joven. Pero esta vez sí era cierto, esta vez sabía que había abandonado su puesto para que lo ocupara el rey, que ahora se constituía en la mayor auto­ridad. Pero abdicar le hizo perder su alegría. Nunca más iba a poder hablar con su estilo declamatorio ni brillar ni darse tampoco aires de superioridad. Se sentía viejo y aver­gonzado.
El viejo rey, cuya adolescencia había también desapare­cido, jugaba con una hojita que había quedado encima de la mesa. Como siempre que se abstraía, estaba mirándose las manos. Primero doblaba la hojita de un lado, luego del otro, cuidadosamente, y después la desdoblaba. Se trataba de una de las notas tomadas por Merlín para su diccionario de citas —que el erizo había mezclado con las Profecías— y contenía una cita de un historiador llamado fray Clynn, fa­llecido en 1348. Este fraile, que trabajaba en su abadía como encargado de la redacción de los anales históricos, vio la aparición de la Muerte Negra, dispuesta a apoderarse de él y quizá incluso del mundo entero, pues ya había aniqui­lado a una tercera parte de la población de Europa. El fraile dejó algunas hojas de pergamino sin escribir en el libro cuya redacción iba a tener que abandonar muy pronto y concluyó las páginas redactadas por él con un mensaje que despertó el respeto de Merlín: «Viendo tantos infortunios —escribió el fraile en latín—, y al mundo entero inundado por la malignidad, mientras espero entre los muertos la visita de la muerte he puesto por escrito lo que he oído y analizado. Y, suponiendo que la escritura no perezca con el escribiente o caiga la obra con el obrero, dejo un poco de papel para que sea continuada en el caso de que por azar algún hombre salve su vida escapando a esta peste. Que él continúe el trabajo que yo empecé.»
El rey dobló la hoja y la alisó contra la mesa. Los demás le miraban sabiendo que estaba a punto de ponerse en pie y dispuestos a seguir su ejemplo.
Muy bien —dijo el rey—. Ahora ya comprendemos el rompecabezas.
Dio unos golpecitos en la mesa con el papel y se puso en pie.
Debemos regresar antes del amanecer.
También los animales se pusieron en pie. Le acompa­ñaron hacia la puerta amontonándose a su alrededor para besarle la mano y despedirse de él. Merlín, el que había sido su prefecto, el hombre que debía llevarle a la tienda que era su casa aquellos días, abrió la puerta para que pasa­se. Tanto si era un sueño como si no lo era, brillaba con una luz cada vez más mortecina, igual que todos los demás.
Le deseamos suerte, Majestad, un éxito rápido —le decían.
Él les dirigió una sonrisa grave y les dijo:
Esperamos que sea rápido.
Pero el rey se refería a su propia muerte, y otro de los presentes lo sabía.
Su Majestad debe recordar la historia de san Jorge: el Homo sapiens está todavía ahí. Su Majestad fracasará por­que en la Naturaleza del hombre hay un asesino, un asesi­no muchas veces más ignorante que rencoroso. Pero el éxi­to se construye sobre los fracasos y la Naturaleza no es inmutable. Si un buen hombre da ejemplo consigue con ello instruir al ignorante y menguar su furia. Y así se irá haciendo, poco a poco, a través de los siglos, hasta que el espíritu de las aguas se satisfaga. Por eso, Majestad, os de­seamos valentía y tranquilidad.
El rey inclinó su cabeza hacia aquel que sabía y se dio la vuelta para irse.
En el último momento surgió del suelo una mano que tiraba de su manga y que le recordaba la existencia del amigo del que se había olvidado. El rey levantó al erizo del suelo con sus dos manos, cada una colocada bajo un sobaco, y lo sostuvo con los brazos extendidos, frente a frente.
Y a ti —dijo el rey— tenemos que agradecerte tu lealtad. Adiós, y que tengas una vida feliz, tan alegre como tus canciones.
Pero el erizo agitaba sus pies como si estuviera yendo en bicicleta, porque quería que le dejara otra vez en el sue­lo. Una vez se sintió seguro, volvió a tirar de la manga, y el viejo se agachó para oír sus susurros.
No —dijo toscamente agarrando la mano del rey y mirándole ansiosamente—, no hay que decir adiós.
Volvió a tirarle de la manga y dijo con una voz que estaba al borde del silencio:
Hasta la vista, hasta la vista.

20
Bien, hemos llegado, por fin, a la conclusión de nuestro prolongado relato.
Arturo de Inglaterra regresó al mundo, a cumplir lo mejor posible su tarea. Convocó una tregua con Mordred, después de haberse decidido a entregarle, si se lo pedía, la mitad de su reino si con ello se conseguía la paz. A decir verdad, estaba dispuesto a entregar todo su reino si era necesario. Como posesión hacía ya mucho tiempo que ha­bía dejado de tener valor para él, y ahora estaba además seguro de que la paz era algo mucho más valioso que un reino. Pero le daba la sensación de que tenía el deber de conservar la mitad si podía, y era por esta razón: que si podía seguir trabajando en medio reino, podría sembrar en él las semillas del sentido común que le habían enseñado los gansos y los otros animales.
Se hizo la tregua y los dos ejércitos formaron filas en el campo, frente a frente. Cada uno de ellos poseía un estan­darte hecho con un mástil de barco instalado sobre unas ruedas y que estaba coronado por una cajita que contenía la Hostia Consagrada. De las cofas pendían los estandartes del Dragón y el Cardo. Los caballeros del ejército de Mor­dred llevaban armaduras negras adornadas con plumas del mismo color mientras que en sus brazos brillaba con el sombrío tinte de la sangre la insignia con el látigo escarla­ta. Es posible que fueran más temibles de aspecto que en realidad. Se explicó a todos los soldados que ninguno de ellos debía hacer ningún tipo de manifestación de hostili­dad y que debían mantener envainadas sus espadas. Pero, por miedo a la traición, se les dijo también que podían lanzarse a la carga para rescatar a los parlamentarios de su bando si veían desenvainar alguna espada en el grupo que discutiría las condiciones de paz.
Arturo se adelantó a la tierra de nadie que había entre los dos ejércitos acompañado por su estado mayor, y Mordred, seguido por sus principales generales —todos de ne­gro—, avanzó hacia él. Se encontraron, y el viejo rey pudo volver a ver el rostro de su hijo. Estaba tenso y ojeroso. También, pobre hombre, había errado más allá del Dolor y la Soledad hasta el país de la Desesperación. Pero Mordred se había adentrado allí sin guía, y se había perdido.
Todos quedaron sorprendidos al comprobar que llegar a un acuerdo no era nada difícil. El rey pudo conservar la mitad de su reino. Durante un momento hubo paz y alegría.
Pero bastó un instante, tan corto como delgada es una hoja de cuchillo bien afilada, para que el viejo Adán de siempre reapareciera en una nueva forma. La guerra feudal, la opresión de los grandes señores, la fuerza individual y hasta la rebelión ideológica eran problemas que habían po­dido ser solucionados de una u otra forma. Pero sólo para que el equilibrio se rompiese en el último momento debido a que el hombre es un asesino por instinto.
Una serpiente culebreó entre la hierba, a los pies de los líderes militares, cerca de un oficial del estado mayor de Mordred. El oficial dio instintivamente un salto hacia atrás y cruzó un brazo hacia la empuñadura de la espada. Por un instante brilló la insignia del látigo. La espada desnuda emergió, dispuesta a matar a la víbora. Los ejércitos que aguardaban a cierta distancia tomaron aquel ademán como señal de traición y lanzaron su grito de ira. Las lanzas de ambos lados apuntaron hacia el enemigo. Y cuando el rey Arturo corrió hacia sus propias filas tratando, el pobre vie­jo, de aplacar aquella poderosa marea con sus manos nudo­sas abiertas hacia sus soldados para pedirles que se tranqui­lizaran luchando hasta el final contra la riada de Fuerza que había corrido por un lado cada vez que él la frenaba con una presa por otro, el tumulto ya había crecido y sonaban los gritos de guerra, y las dos corrientes de agua enfrenta­das chocaron contra su cabeza.

Lanzarote llegó demasiado tarde. Había ido todo lo aprisa que pudo, pero fue en vano. No pudo hacer más que pacificar el país y enterrar a los muertos. Después, cuando hubo restaurado cierta apariencia de orden, se apresuró a ir a buscar a Ginebra. Se suponía que seguía en la Torre de Londres porque el asedio de Mordred había fracasado.
Pero Ginebra ya no estaba llí.
En aquellos tiempos las reglas de los conventos no eran tan estrictas como en la actualidad. A menudo los conven­tos eran más bien cómodas posadas para sus mecenas. Gi­nebra había hecho sus votos en Amesbury.
Le pareció que ya había sufrido bastante, y había causa­do ya suficiente sufrimiento a otros. Se negó a volver a ver a su antiguo amante y a hablar con él. Ginebra dijo, aunque fuese evidente que no era cierto, que deseaba hacer las pa­ces con Dios
A Ginebra nunca le había importado Dios. Era buena conocedora de la teología, pero eso era todo. La verdad es que era vieja y sabia, y sabía que Lanzarote era un creyente apasionado, y que era fundamental que su vida avanzara por aquel camino. Por eso, por él, para que le fuera más fácil, la gran reina renunció ahora a aquello por lo que ha­bía luchado toda su vida, dio ejemplo y se negó a cambiar de idea. Se había salido del cuadro.
Lanzarote imaginó en buena parte este razonamiento de Ginebra y cuando ella se negó a verle, escaló los muros del convento, en un rasgo característico del viejo galo caballe­roso que era. Le rogó a Ginebra que cambiara de opinión, pero ella se mostró terca y firme. Seguramente fue algo relacionado con Mordred lo que le hizo perder su gusto por la vida. Lanzarote y ella se separaron, y nunca más debían volver a verse.
Ginebra se convirtió en una abadesa mundana. Gobernó su convento eficaz y majestuosamente, con cierto desprecio. Las niñas que acudían a la escuela fueron educadas en la gran tradición de la nobleza. A veces veían a Ginebra pa­sear por los terrenos del convento, muy tiesa, con los dedos llenos de destellos producidos por sus numerosos anillos y su ropa limpia y buena y aromatizada a pesar de que iba en contra de las reglas de la orden. Todas las novicias sin ex­cepción la adoraban con pasión de colegiala, y susurraban cuando ella pasaba cerca. Se convirtió en una Gran Vieja Dama. Cuando por fin murió, su Lanzarote fue a buscar su cadáver. El viejo caballero tenía el pelo blanco como la nie­ve y toda la cara arrugada. Quería enterrarla en la tumba de su esposo. Allí, en la famosa tumba, fue sepultada: tenía todavía el rostro tranquilo y señorial.
Lanzarote por su parte se convirtió en un fervoroso eremita. Acompañado por siete caballeros, entró en un monasterio cercano a Glastonbury, y dedicó su vida a la oración. Arturo, Ginebra y Elaine habían desaparecido, pero nada podía destruir su amor. Rezaba por ellos dos veces al día y lo hacía con todas sus fuerzas, y vivió en alegre austeridad lejos del hombre. Aprendió incluso a dis­tinguir unas de otras las melodías que cantaban los pájaros del bosque y hasta encontró tiempo suficiente para todas las cosas que antes le habían sido negadas. Se convirtió en un excelente jardinero y alcanzó en vida fama de hombre santo.
«Ipse», dice una poema medieval que habla de otro viejo cruzado, otro gran señor como Lanzarote, que también se apartó del mundo:

Ipse post militiae cursum temporalis,
Illustratus gratia doni spiritualis,
Esse Christi cupiens miles specialis,
In hac domo monachus factus est claustralis.

Tras el bullicio de las guerras temporales,
iluminado con la gracia de un don espiritual,
deseoso de convertirse en soldado de Cristo,
en esta casa se convirtió en monje de clausura.

Plácido, gentil y bondadoso en gran medida,
y blanco como un cisne debido a su edad,
suave y afable y encantador,
guardaba en su alma la gracia del Espíritu Santo.

Frecuentaba a menudo la iglesia,
y oía alegremente los misterios de la Misa;
Proclamaba alabanzas al Señor,
y meditaba en su interior la gloria celestial.

Su amable y graciosa conversación,
muy recomendable y religiosa,
complacía, pues, a toda la comunidad
porque no era empalagosa ni mojigata.

Aquí, cada vez que cruzaba el claustro,
se inclinaba para saludar a los monjes,
ladeando también la cabeza especialmente
ante los monjes a los que más amaba.

Hic per claustrum quotiens transiens meavit,
Hinc et hinc ad monachos caput inclinavit,
Et sic nutu capitis eos salutavit,
Quos affectu intimo plurium amavit.

Cuando le llegó la hora de la muerte tuvo unas visiones. El viejo abad soñaba en su lecho del monasterio con unas campanas de bellísimo sonido y con ángeles que reían ale­gremente dando la bienvenida a Lanzarote a su llegada al Cielo. Le encontraron muerto en su celda, en el momento de llevar a cabo su tercer y último milagro. Porque murió en lo que los frailes llamaron Olor de Santidad. Cuando mueren los santos sus cadáveres llenan la habitación de un aroma encantador. Olor a heno fresco, quizá, o a flores de primavera, o a lo mejor el aroma del mar en la playa.
Héctor se encargó de pronunciar la oración fúnebre por su hermano: una de las prosas más conmovedoras de la historia literaria del idioma. «Ah Lanzarote —dijo—. Eras el primero de cuantos caballeros cristianos hayan existido. Y, ahora que yaces ahí, puedo atreverme a decir que nunca hubo hombre capaz de vencerte en combate. Jamás usó lanza y escudo caballero más cortés que tú. Y nunca hubo jinete más amigo que tú de su amada. Y de todos los peca­dores, ninguno estuvo tan enamorado como tú de la mujer a la que amaste. Y de cuantos hombres hayan empuñado una espada no hay ninguno que pueda decir que fue más amable que tú. Y de todos los caballeros de la historia no hay uno solo del que pueda decirse que fue más religioso de lo que tú fuiste. Y tu docilidad no puede compararse con la de ninguno de los grandes señores que hayan alguna vez compartido una cena con un grupo de damas. Y nunca lo­gró la muerte dar descanso a ningún caballero que persi­guiera con más empeño que tú a sus enemigos.»
La Tabla Redonda había sido partida en pedazos en Salisbury, y con el paso de los años cada vez eran menos los hombres que quedaban con vida entre los que se sentaron a su alrededor. Al final sólo quedaron cuatro: Bors el misógi­no, Bleoberis, Héctor y Demaris. Estos viejos hicieron una peregrinación a Tierra Santa, que ofrecieron por el eterno descanso del alma de sus camaradas, y murieron allí un Viernes Santo acabando con ellos la Tabla Redonda. Ahora no queda ninguno, sólo caballeros de la orden de Bath y de otras que no pueden ni compararse con aquélla.

Todavía en la actualidad queda por aclarar un misterio que rodea al rey Arturo de Inglaterra, a aquel tierno cora­zón que fue el centro mismo de la Tabla. Creen algunos que él y Mordred murieron enfilados el uno por la espada del otro. Robert de Thornton dice que fue cuidado por un cirujano de Salerno que, tras examinar sus heridas, dijo que nunca podría recuperarse. Entonces el rey «dijo In manus* con gran valor y ya no volvió a hablar». Los que están de acuerdo con este relato afirman que fue enterrado en Glastonbury, bajo una losa que decía: Hic Jacet Arturus Rex Quondam Rex Que Futurus** . Afirman también que su cadáver fue exhumado por el rey Enrique II para molestar a los nacionalistas galeses, que afirmaban que aquel gran rey no había perecido. Decían las gentes del País de Gales que volvería para ponerse al frente de su pueblo, y también afirmaban mendazmente que su nacionalidad era británica. Adam de Domerham nos cuenta, por otro lado, que la ex­humación se llevó a cabo el año 1278, durante el reinado de Eduardo III, quien, por cierto, hizo renacer en 1344 la Ta­bla Redonda como orden de caballería tan importante como la de la Jarretera. Cualquiera que sea la fecha real, la tradición cuenta que los huesos exhumados correspondían a un hombre de estatura gigantesca, y que el pelo de Ginebra era dorado.
Hay también otra historia, creída por muchos, según la cual nuestro héroe fue trasladado al Valle de Affalach por un grupo de reinas que le transportaron en una barca má­gica. Al parecer, estas reinas le trasladaron a través del Severn a su propio país para curarle allí sus heridas.
Los italianos hablan de un tal Arturo Magno que fue llevado al Etna, donde, según dicen, todavía se le ve a ve­ces. El español Don Quijote, un caballero muy culto que se volvió loco por leer leyendas de caballeros, afirma que se convirtió en cuervo, afirmación que a quienes hayan leído nuestro humilde relato no les parecerá ridícula precisamen­te. Y además están los irlandeses, que le han mezclado con uno de los Fitzgerald y declaran que anda dando vueltas a un fuerte situado en una colina, con la espada desenvainada y cantando la Canción de Londonderry. Los escoceses tie­nen una leyenda que habla del

Caballero Arturo,
que cabalga de noche
con espuela dorada
a la luz de la vela,

y todavía juran por él en Edimburgo, donde creen que les preside desde la Silla de Arturo. Los habitantes de la Bre­taña afirman haber oído sonar su cuerno de caza y visto su armadura, y también creen que regresará. Un libro titu­lado La historia del Santo Grial, traducido al inglés por un irascible erudito llamado doctor Sebastian Evans, dice, por el contrario, que el rey Arturo está todavía enterrado en un monasterio cercano a las marismas, de donde nadie le ha sacado. Una tal señorita Jessie L. Weston menciona un manuscrito que ella llama el 1533, y que está apoyado por La Morte d'Arthur, en el que se dice que la reina que fue a llevárselo era nada menos que la vieja hechicera Morgana, su hermanastra, y que se lo llevó a una isla encantada. El doctor Sommer cree que toda la historia es absurda. Un montón de gentes que se llaman Wolfram von Eschenbach, Ulrich von Zatzikhoven, Dr. Wechssler, Dr. Zimmer, y el señor Bobo y otros dejan completamente a un lado el asun­to, o bien permanecen a flote en su erudita confusión. Chaucer, Spenser, Shakespeare, Milton, Wordsworth, Tennyson y algunos otros testigos dignos de crédito están de acuerdo en que sigue en la tierra, aunque Milton se inclina a la opinión que está bajo ella (Arthurumque etiam sub terris bella moventem*** ), mientras que Tennyson cree que volverá a visitarnos «como un moderno Caballero de porte majestuoso», posiblemente al estilo del príncipe consorte. Shakespeare por su parte hace que nuestro querido Falstaff no vaya a morir junto a Abraham sino en el regazo de Arturo.
Las leyendas del pueblo son bellas, extrañas y firmes. Gervase de Tilbury escribió en 1212 que la gente que acos­tumbra a vivir junto a los bosques británicos cuenta que «en días alternos, cerca del mediodía o a medianoche, cuando la luna está especialmente brillante, se ve aparecer a un numeroso grupo de cazadores que, cuando se les pre­gunta, dicen que son amigos y servidores de Arturo». Aun­que lo cierto es que estos grupos eran seguramente de ca­zadores furtivos sajones, como los seguidores de Robin Hood, que habían bautizado su banda con el nombre del antiguo rey. Los pobladores del condado de Devon acos­tumbran a señalar un punto de los arrecifes de sus costas diciendo que allí está Arturo. En el condado de Somerset hay algunos pueblos llamados Camel(ot) Oriental u Occi­dental, mencionados por Leland, llenos de leyendas que ha­blan de un rey que conserva todavía su corona. Hay que indicar que el río Ivel, donde, según Drayton, realizó nues­tro héroe algunas de sus hazañas, está en ese mismo con­dado. También está allí South Cadbury, cuyo rector dice que sus parroquianos hablan de las apariciones «en las noches de luna llena» del rey Arturo y sus hombres «que cabalgan rodeando la colina con caballos plateados». Además «se en­contró un zapato de plata por aquel lugar». Cuando han rodeado la colina, Arturo y sus hombres «se detienen para dar de beber a sus caballos». Está por fin el pueblecillo de Bodmin, en Cornualles, cuyos habitantes aseguran que el rey está en un túmulo de la localidad. El año 1113 hicieron algo extraordinario: asaltar el convento de unos monjes de Bretaña, porque éstos se negaban a creer la verdad de la leyenda. Hay que admitir que bastantes de las fechas men­cionadas no concuerdan nada con la cronología de Arturo, y Malory, el gran hombre que es la más noble fuente de esta historia, mantiene una discreta reserva.
En cuanto a mí, no puedo olvidar la despedida del erizo, ni tampoco el indicio dado por Don Quijote o el sueño subterráneo de Milton. No es más que una teoría, pero es posible que si los habitantes de Bodmin van a mirar su túmulo, y resulta que tiene forma de topera, con un agujero oscuro a un lado, y especialmente si hay algunas huellas de tejón alrededor, podamos sacar algunas conclusiones inte­resantes. Porque yo tiendo a pensar que mi querido Arturo del futuro está sentado en este preciso instante entre sus eruditos amigos, en la sala de estar de la Universidad de la Vida, y que siguen pensando allí con todas sus fuerzas so­bre cuál es la mejor forma posible de ayudar a la curiosa especie de la que formamos parte. Y yo, personalmente, espero que algún día, cuando no sólo Inglaterra sino tam­bién el mundo entero les necesite, y cuando estemos dis­puestos a atender a razones —si es que ese día llega—, saldrán de su túmulo alegres y poderosos. Quizá entonces puedan devolver a este mundo la felicidad y la caballerosidad, y la antigua bendición medieval de unas personas sen­cillas que al menos intentaron, en la escasa medida de sus fuerzas, truncar el antiguo y brutal sueño de Atila, el rey de los hunos.

Explicit liber Regis Quondam, graviter et laboriose scriptus inter annos MCMXXXVl et MCMXLII, nationibus in diro bello certantibus. Hic etiam incipit, si forte in futuro homo superstes pestilenciam possit evadere et opus continuare inceptum. spes Regis Futuri. Ora pro Thoma Malory Equite, discipuloque humili ejus, qui nunc sua sponte libros deponit ut pro specie pugnet.

Aquí termina el libro del Que Fue Rey, escrito con grandes afanes y esfuerzos entre los años 1936 y 1942, cuando las naciones se enfrentaban en una temible guerra. Aquí empieza también —si por casualidad llega algún hombre a sobrevivir esta peste y puede continuar su ta­rea...— la esperanza del Rey Que Será. Rezad por Thomas Malory, y por su humilde discípulo, que ahora deja volunta­riamente a un lado sus libros para luchar por los suyos.


* Verruga es el apodo de Arturo en su mocedad.
** «El rey decidirá cuando llegue el momento.»
* Se refiere al búho Arquímedes, que aparece en el libro I de la obra.
* Abreviatura de suspendatur, es decir: «que le cuelguen»
** «Hacer algo de la nada», que es una variación sobre el ex nihilo nihil fit (nada puede hacerse de la nada). Frase procedente de Lucrecio y Persio.
* Es la culebra de agua que, como los demás contertulios, fue conocida por Arturo en su adolescencia.
** Uno de los halcones que conoció Arturo.
*** Es el perro de muestra de Arturo.
* Hybris es un término de la tragedia griega. Significa orgullo insolente.
* Los lolardos eran unos herejes del siglo XIV, seguidores de Wyclif.
* Frase del Cántico de Simeón, Lucas, 2, 29. Aunque literalmente no tiene este sentido, suele utilizarse como equivalente de: «Ahora ya lo he visto todo y puedo morir felizmente.»
* Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain.
* Los pinzones son conocidos técnicamente como Fringilla Coelebs; el primer término es el nombre de la familia, mientras que el calificativo significa «del cielo».
* El dodo es un pájaro ya extinguido de la isla de Mauricio. El nombre viene de la palabra portuguesa doudo, que significa «bobo».
** Stultus significa necio.
* Coué fue un psicólogo francés muerto en 1926. Inventó un método de autosugestión sistemática para producir optimismo. En inglés su apellido rima con hooey, que significa «tonterías». El chop-suey es un plato con chuleta de cerdo de la cocina china. También rima con las otras dos pa­labras.
* «La hormiga es un ejemplo de gran actividad.»
* John Ball fue dirigente de un levantamiento popular inglés.
** Molok, ídolo de Canaan al que se le ofrecían niños como víctimas propiciatorias.
*** El erizo habla siempre con acento de la clase baja. En este caso el original dice: Free cheers for his Maggy's tea, que se pronuncia de forma parecida a la frase que aparece en la traducción, pero que significa literal­mente: «Tres vítores por el té de Maggy.»
* «En Tus manos.» Ea frase completa, pronunciada por Jesús en Lucas 23:46, dice: «En Tus manos encomiendo mi espíritu.»
** «Aquí yace Arturo, el rey que fue y que será.»
*** «Y también Arturo, que fomentaba guerras debajo tierra.»

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